Wednesday, September 27, 2006

Calle Colón Cuadra Cuatro

Autora: Erika Almenara (Lima, 1978)


Un auto que retrocede y unas piernas que se detienen a mitad de una vereda miraflorina. La noche ha hecho desierta la cuadra cuatro de la avenida Colón. Nadie la mira, Antonia decide subirse al Mercedes plomo.

Deja las bolsas en el asiento trasero, se pone el cinturón y entonces cierra la puerta. Él la mira buscando su mirada, por fin ella voltea y nerviosa intenta una sonrisa que Alfonso detiene al besarla. Ella toma su cabeza canosa y mientras sus labios emprenden la lucha, el auto que viene detrás, los cohíbe con su bocina.

Alfonso decide frenar el impulso mientras Antonia seca sus labios. No hay palabras camino al hostal, sólo dedos que se pierden entre dedos. Llegan y con un gesto que Alfonso plantea desde el auto, se abre el portón. Estaciona el auto y mientras recoge las llaves, descubre a Antonia recostada en el asiento observándolo, otro beso más y mejor apúrate Alfonso que ahorita me vengo…

El ascensor, las miradas dirigidas hacia partes precisas y por fin el piso nueve. Las llaves, la prisa y las piernas de Antonia apretadas al pantalón. Esta es la última vez, se dice ella mientras desde la cama mira a Alfonso desatarse la corbata. Cae la camisa, cae la blusa, los pantalones que liberan las piernas que Alfonso comienza a besar, el sostén, la camisa, la piel.

Encabalgada, Antonia repite que es la ultima vez y Alfonso mordisqueando sus pezones, resume su incredulidad. Caen los parpados de Antonia y las carcajadas que vienen a continuación reafirman a Alfonso lo buen amante que es. Ahora ya puede, en contracciones dejarse vencer, desapretar la mente, soltarlo todo.

Dos días después, cuando la Calle Colón, Cuadra Cuatro se encuentra nuevamente a oscuras, el Mercedes plomo vuelve a retroceder y las piernas de Antonia se detienen.


Cuerpos menguantes

Autora: Erika Almenara (Lima, 1978)


El cuerpo de Andrea es liviano, se pierde. Su pelo verdoso se torna amarillo cuando el lacio derramado entre sus hombros cambia de posición a cada golpe, a cada convulsión, a cada latido. Ella no sabe de posiciones, para ella sólo existe una. Le gusta siempre abajo porque disfruta de ese cuerpo, de ese peso duro sosegando su propia existencia.

Sus piernas delgadas, todavía jóvenes, se sienten troncos sosteniendo la copa de un árbol demasiado maduro. Sus pies caminan entre el aire helado que se respira afuera de la cama pues dentro de ella todo es sofocante. Sus brazos se creen ramas estiradas, golpeando la cabecera de la cama. Sus venas cobran mayor presencia y son ríos de sangre azul que se dilatan en la vibración de su piel por querer estallar. Sus pechos apretados contra sus mismos pechos cobran vida al sentir la presión de ese otro que sube y baja, que murmura y calla entre violento y delicado.

Andrea prefiere mantener los ojos abiertos, fijados en la pupila que parece agrandarse al mirarla. Él no habla. Se pierde en susurros que arroja hacia sus orejas mientras las mordisquea, mientras intenta arrancar sus perlas con los dientes, esos dientes agudos que anida una boca delgada. Una boca perfecta que apaga su propia boca, que hace brotar al silencio porque ellos buscan silencio en aquella pugna, en aquella negociación.

Cuando el espacio se recoge en un sólo instante que tiende a lo infinito, las paredes amarillas de la habitación iluminan el cuerpo de ambos, Andrea mira los búhos sobre la repisa que parecen celebrar su descarga, la luna que cuelga de una esquina pasa de cuarto menguante a luna llena. Llena como ella por ese furioso sabio ceniciento que pronuncia su nombre como denunciando verdades, como auxiliándola en la caída que él mismo establece, que él mismo crea porque este hombre es casado, este hombre es casado se repite Andrea cuando ya para ella todo ha terminado y la luna vuelve a cuarto menguante y los búhos cierran sus ojos.

Después, ella siente que la carga la abandona y llega la fatiga y se pregunta por qué siempre tiene que ser así. Sabe que el deleite ha terminado por eso no lo mira a los ojos pero siente que la busca para pedirle perdón pero no dice nada, él ya nunca dice nada. Luego sabe que una nueva despedida se aproxima pues con los ojos cerrados lo siente trajinar, él está inquieto y no la toca entonces ella decide abrir su boca por única vez para anunciarle que debe irse porque los hijos están por llegar.

Esta vez, lo mira levantarse, abrigar su cuerpo con pantalones largos y oscuros, abotonarse la camisa y acomodarse el pelo. Él voltea y ella se siente descubierta pero sonríe, lo mira sonreír también y al escucharle decir “mañana nos vemos” ella piensa ¿qué más da?

La venganza del niño bifurcado

Autor: Jonathan Aranda (Lima, 1977)


Con un sonoro cabezazo pude sentir que los huesos de su nariz se quebraban, ¿debía defenderlo ahora?, quizás aún podría ganar. Tarazona le asestó un puñete en la boca del estomago, entonces si lo vi perdido, cayo en el cemento golpeando su cabeza contra el suelo de un modo horrendo.

Vamos Araujo, tú siempre has sido un huevón, yo hace tiempo que le llevo bronca a Tarazona, este pata necesita alguien que lo pare, que le meta miedo. -No seré yo de seguro– Le dije - es un asesino-. -Un asesino, ja ja – se reía – a ese hijo de carnicero solo hay que pescarlo bien, solo es cosa de ser rápido y meterle miedo-.

-¡Suéltame carajo!-le gritaba a sus amigos que me detenían contra el suelo,- ¡no ves, ya le ganaste mierda, déjalo puta madre!, ¡lo estas matando!-. Desde mi posición podía ver como seguía pateándolo, las botas de Tarazona eran como él, violentas y amenazantes. Tomaba vuelo y le asestaba una patada a Nilton que ya no se cubría.

- Ahora es el momento -me dijo Nilton y me dio un papel doblado en cuatro partes -léelo- . Agarro los bordes de la carpeta como quien se da impulso, - déjate de huevadas, te va a sacar la mierda –solo alcance a decir.

Llegó hasta la pierna alzada de Tarazona que formaba una cerca entre dos carpetas y le metió una patada increíblemente fuerte y sonora –baja tu pierna carajo, carnicero de mierda, quiero pasar-, todos voltearon asombrados a verlos y empezaron los uy, uy.

Mordí a Barrios, los demás retrocedieron con algo de miedo y entonces pude correr hasta donde Tarazona, seguía dándole golpes al cuerpo sin reacción de Nilton. En su rostro había una sonrisa extraña, le metí la patada mas fuerte que pude en el estomago, se aparto retorciéndose de dolor. Me dio tiempo de levantar el inerte cuerpo de Nilton y salir corriendo a la enfermería.

Mientras lo cargaba veía su cuerpo y me parecía que algo le faltaba, corría mucho y no llegaba a la enfermería. Podía ver sus cabellos pegados a su frente, llenos de sudor y sangre, sin embargo me era imposible ver su rostro completamente. Caminaba mucho y no encontraba la enfermería, el colegio era como una visión fantasmal.

Volví a ver a Nilton: ahora era solo piernas y su cabello estaba sobre ellas formando una figura grotesca.

Por fin divisé la enfermería. Afuera, una obesa enfermera conversaba con un doctor en una banca. Esperaba que me preguntaran, - ¿Donde esta la otra parte de su cuerpo? ¡Esto es un fémur con pelos!- . –No sé, señora, su cuerpo se ha ido desapareciendo a medida que avanzaba hacia esta puta enfermería-.

Sin embargo, no, jamás pasó. Luego la realidad: -ponlo ahí, ¡Doctor esto es urgente!, tápenlo-.

Llegué a mi casa, me encerré en mi cuarto, me sentía diferente, no saludé a mis papas al llegar, ni pedí permiso para ir a mi cuarto. Vacié mis bolsillos y ahí estaba el papel doblado de Nilton: “Araujo, si ves que me están sacando la mierda, patéalo, para que me des chance de recuperarme, ya te dije que somos uno, toma mi lugar y reviéntalo, no le tengas miedo a este pobre huevon y sus patas. De aquí nos vamos a tomar un vino que le he visto a mi viejo en el refri de mi casa”.

Entró mi mama con su rostro de ternura, en ese instante la odié, la odié por engreírme tanto, por dejarse golpear por mi viejo, por pintarme la vida tan blanca.

-Sé por que estás así hijo, es una lastima, pero así es la vida. Dios sabe cuándo se lleva a la gente, es una lástima por Nilton, un chico tan bueno aunque un poco rebelde, pero bueno, Dios sabe lo que hace.

-Dios se puede ir a la mierda -le grité-; él no lo mató-.

Salí corriendo a la casa de Nilton en la puerta su mama lloraba en los hombros de una mujer, su papá en un sillón sentado conversaba con un viejo. Llegué a la refrigeradora, encontré el vino, quebré el pico contra la mesa con una violencia que no me pareció extraña y me bebí la botella entera. Nadie me detuvo, diría que hasta me ignoraron. Me sentí muy bien, era una liturgia donde bebía un poco de la sangre rebelde y bizarra de Nilton.


De repente desperté en la carnicería, el era mas viejo, pero jamás se olvida el rostro que te aterra. Fingió no reconocerme -¿Quién mierda eres?-repitió antes de que lo pateara. ¿Tanto habré cambiado?

Me golpeaba igual que aquel día, sus golpes eran brutales y empecé a ver con asombro mi sangre mezclándose con la de las reses en el suelo, aun así esta vez yo no huía, presentía que había llegado ahí por algo, desde el suelo pude ver debajo de una mesa un bello cuchillo.

Su espalda convulsionaba en mares de carcajadas. Volteó y levanté el cuchillo hacia el. Tal vez si no hubiera querido perpetuar sus ojos de miedo ante mí, todo se hubiera repetido como un viejo y gastado disco: la mano trémula, la súplica, la humillación, el ser deforme que me acompañaba desde ese día en el colegio, era seguro que jamás lo hubiera matado.

Mi fascinación ante su miedo fue grande, no creí que él conociera ese sentimiento en que yo me retorcía cada hora desde aquel día, quise experimentar si su piel era vulnerable, ¿tal vez era de acero?

Le hundí el cuchillo aun incrédulo, me senté a verlo desangrarse. Nadie vino a recogerlo y llevarlo corriendo a una lejana enfermería (ni siquiera él mismo). Siempre tuvimos razón Nilton, a ese hijo de carnicero solo hay que pescarlo bien, solo es cosa de ser rápido y meterle miedo.

So far away

Autora : Milagros Salcedo (Lima)


No. Ella no podía. Miraba solo el movimiento inocuo de la noche fría, el aire gélido se adhería a su piel y la penetraba. Habia pasado tanto tiempo allí de pie esperando una nada indefinible que su pecho estaba agarrotado y duro. Su sangre seguía circulando como la de los reptiles antes de congelarse definitivamente. Su boca mostraba aún algo de color y su cabello había muerto.

Cómo imaginar al remoto mundo girando ?. Sólo vivía la conciencia del oxígeno en sus fosas nasales y del corazón cerrándose a la desaforada espera.

Nada. Pero cuál ?. Aquella que nos puebla de desierto ? aquella que nos invita al desierto ?. El silencio que la acompañaba era cortante y ambigüo…

Qué grito hubiera sido útil ?

Qué sacudida ?

Qué frenesí ?

Qué blanda espera ?

Incapaz de volver atrás, porque no había atrás ahora que ese momento estaba terriblemente vivo.

Todo el tiempo se había perdido y los lugares desaparecían :

Un corazón cerrrado había iniciado la búsqueda y desesperaba inmóvil al borde de un abismo sin respuesta. Cómo definir si el abismo estaba dentro de sí mismo o fuera, en un mundo de circunstancias repetitivas…

Recordó que lejos existía el color y que lo cubría todo. La nada sería transparente?. El dolor es el color que está ahora alrededor… ese aleteo, qué es? Sus fosas nasales perdiendo la partida? su libertad presa? algún ser que cobra vida?

Sabía que nadie llegaría a «salvarla» (de qué? de sí misma?) y que no se podía huir de aquello que nos habita. Deseó el letargo de la nieve y recordó que los deseos jamás se cumplen.

El azul había sido, en su otra vida, esa que arrastra convenciones y que se deshace en lo ilusorio, su color preferido. En sueños azules había vivido la ficción del amor a un otro que terminaba siempre siendo ella misma… se quebraba el aliento unido, el dormir seguro, se coarteaba la piel antes húmeda y caliente hasta la incandescencia. Y entonces partía otra vez, trashumante entre seres de alma sedentaria… sólo que nunca sabía adónde y terminaba entrampada una vez más.

No. Ahora es simplemente no moverse más y respirar. Surgiría “aquello”? Sabía que saldría de ella misma. La rompería. Sabía que ella era la crisálida y que las mariposas destruyen las crisálidas… El sacrificio es imperativo… Se dará el cambio de piel ? Que el corazón se rompa primero…

Detrás de las nubes


Autor: David Hoyos Gomero (Trujillo, 1980)

Habíamos llegado hasta allá para dar una función de teatro, era un pequeño pueblo en la selva alta del Perú, hermoso, de aire puro y paisajes fantásticos. Nuestra primera noche disfrutamos de un cielo abierto y generoso, jamás vi tantas estrellas juntas y tampoco un firmamento tan profundo; acostumbrado al plano cielo de la ciudad, para mí éste era un espectáculo, literalmente, celestial.

El grupo lo conformaba el maestro, viejo actor hosco, siempre se lo veía pegado a un cigarrillo inmerso en un silencio abismal, para dirigir hacia señas y no articulaba más de tres palabras si quería hablar. También fueron un par de bailarinas de la compañía de danza de nuestra ciudad, ambas con ínfulas de superioridad, pero gracias a Dios su metro sesenta de estatura las delataba y regresaba a tierra, para finalizar estábamos nosotros, cuatro alumnos de la escuela de actuación: mi enamorada, la más temperamental, la china, la más niña y nerviosa de todos, Carolina, la más tranquila y mayor de las tres y yo el único varón.

Llegamos de mañana, lo primero como siempre desempacar la utilería, por la tarde salimos a visitar un poco el lugar, reconocimos donde iba a ser la función y en la noche fuimos a comer algunos platillos típicos del lugar. Nos hospedamos en casa de un viejo amigo del maestro director; al llegar allá nos recibió el arrullo de la lluvia cayendo sobre el techo de calamina, esto, además de todo lo bebido y comido, nos hizo caer en un hondo y reconfortante sueño, tal como rocas echadas a la profundidad silenciosa del río.

A la mañana siguiente nos despertó el volumen alto del televisor, la lluvia continuaba, pero más fuerte que en la noche, el apaciguador ruido que provocó antes en las calaminas ahora era un estallido atemorizador, las noticias hablaban de una posible tormenta en el lugar donde estábamos, ninguno de nosotros podía creer lo que pasaba, la china se asustó tanto que le bajo la presión y carolina tuvo que atenderla. Las dos bailarinas de la compañía caminaban de un lado a otro sin despegar el celular de sus orejas, tratando de conseguir línea; pegado a una mampara en el comedor, el director observaba inmóvil con el cigarro en la boca la vertiginosa caída del agua, mi enamorada y yo nos levantamos y fuimos al lado de él. La imagen y el audio de la televisión se cortaban por interferencia hasta que se corto la electricidad. Un gran barullo de gritos asustados se alzo en la ciudad por encima de la lluvia, entonces la tempestad paró repentinamente como por orden divina, ni una gota más se resbalaba de las nubes oscuras y un silencio aterrador se comió todo. Por fin se empezó a escuchar el viento, cada vez más fuerte y cerca, venía desde arriba, no era lateral como de costumbre, venia de arriba, exactamente sobre nosotros, un viento como ese sólo podía anunciar una catástrofe y así fue; la noche anterior había visto uno de los acontecimientos celestiales más bellos de mi vida y la mañana siguiente estaba siendo testigo de uno de los más nefastos, entumecidos y boquiabiertos el maestro, mi enamorada y yo pudimos ver como justamente sobre nuestras cabezas empezaba a formarse un tornado.

Las nubes gordas y grises se fruncieron en si mismas, se estrujaron formando una espiral que se fue abriendo de a pocos y se precipitó violentamente contra nosotros, entonces se sintió una fuerte succión, que nos dejó en vacío. Todo cambió repentinamente y podíamos ver como, detrás de las nubes, el sol brillaba más que nunca; mi enamorada ilusionada dijo, Se acabó, ya pasó, pero Carolina dijo lo que nadie esperaba “Estamos en medio de la tormenta esto no es más que un último minuto de paz” Nos quedamos quietos y callados, guardamos todos ese minuto de silencio como un anuncio de nuestras propias muertes y cuando pasó ese momento de gracia, un trueno endiabladamente estruendoso nos trajo de golpe a la descarga total de la tormenta.

La casa entera temblaba arrancándose del suelo, se podía sentir como el tornado aspiraba la vida de todo aquello que atravesaba y antes de llevárselo físicamente lo despojaba de su esencia, así sucedió con la china que estaba tirada en el suelo muerta de miedo, era espantoso. Entonces se escuchó la voz del director, Busquen un sótano o algo parecido, algo debajo del piso, su cigarrillo cayo al suelo mientras corría en busca de refugio. La casa tercamente se aferraba a la tierra dándonos tiempo de resguardarnos; cogí a mi enamorada del brazo y fuimos a la cocina, nos metimos en un repostero hecho de ladrillos y mayólicas, no sé que pudo haber sido del resto hasta que escuchamos a alguien que nos llamaba. Eso no servirá de nada, vengan a la sala. Se podía oír como grandes cosas empezaban a chocar contar las paredes de la casa rompiendo las ventanas. Llegamos a la sala y vimos a todo el grupo sentado en sillas con trapos negros tornasolados en las cabezas. El que nos había ido a buscar era el dueño de la casa, jaló dos sillas más para nosotros y las puso en fila con el resto. Pónganse estos trapos en la cabeza y agárrense bien de las sillas y oigan lo que oigan no se suelten ni se quiten el trapo de la cabeza para mirar, sólo piensen que todo es un sueño y cuando pase será como despertar. Dicho esto nos dejó, lo último que le vi hacer es coger el cuerpo inerte de la china y sentarlo junto a él en una silla más al lado nuestro, yo cogí fuerte la mano de mi enamorada y apretándola le dije que la amaba, la casa empezó a desgarrarse del piso, la tormenta empezó a tragarnos.

Me desperté, el timbre sonaba recurrentemente y me desperté, fui a atender por la ventana, una mujer morena estaba haciendo una encuesta para vacunar perros, despeinado, molesto y limpiándome los ojos le dije que no tenía perro, ella con sonrisa avergonzada agacho la cabeza y se fue. El cielo estaba gris y plano como todas las mañanas en la ciudad. Era lunes, inicio de una semana más. Regresé a la cama y por más que intenté volver a dormir, volver a mi sueño, no lo conseguí, No sé que fue del grupo y de mí en aquel pueblo de la selva alta del Perú, nunca sabré si sobreviví, si mi enamorada aún estaba junto a mí o lloré amargamente junto a su cadáver o si ella se lamentó arrodillada al lado mío, o si celebramos juntos el estar vivos, no sabré.

Totalmente decepcionado empecé a vestirme para ir al trabajo, no pude desayunar, una ves más el despertador no funcionó y ya era tarde. La noche anterior no terminé lo que tenía que hacer gracias al bendito vicio de leer. Odio despertar así, con un presagio de malestar, con una nube de tormenta que sé me seguirá hasta regresar a este mismo lugar. Lo único que me anima es la esperanza de llegar a la noche y poder viajar a ese instante detenido de mi sueño, quiero saber si, siquiera ahí, la tormenta pasó, me gustaría saber si, siquiera ahí, en mis sueños, aún estoy vivo o estoy muerto.

El grito

Autor: Jesús Jara Godoy (Lima, 1987)

Sé que si escribo esto nadie me entenderá o quizás sí – no me hago muchas ilusiones. Sin embargo lo hago para poder explicar el porqué de esa gran anécdota, si se le puede llamar así, que arrastra a muchos como yo. El día exacto no lo recuerdo, ya que eso fue la consecuencia de todo. Si pongo Lunes, tendré que saber qué es lo que arrastra tal día. Si pongo martes, igual. Para aproximarnos a algo, lo llamaré Sentido. Ismael, muchacho de unos catorce años, había hecho un hallazgo que todos se calificaron de tontos al no darse cuenta antes. El pabellón oculto, hasta entonces, contaba con muchos cadáveres que desprendían un olor hediondo y petrificante, que las fosas nasales salían sangrando. También había restos de animales que fueron devorados por alguien o algo de manera macabra. Cuando estuve ahí, me pregunté si se trataba de un espejismo o si estaba en un sueño tonto de los muchos que tengo, pero mis deseos de verlo como ilusión, fallaron.

El día que sucedió todo, Ismael llegó corriendo desde el bosque. Los jadeos que daba, y sobre todo sus ademanes, propios de una persona que ha visto algo que no es costumbre en ojos humanos, a pesar de tratarse de él, hicieron que todo el pueblo – cuyo nombre no revelaré por ahora – se asustara, llevándonos a una atmósfera manchada por el aire que venía desde el Sur, desde el pabellón. Recuerdo, o creo recordar, que yo estaba en esos momentos, escribiendo el ensayo acerca de Ezra Pound, cuando de pronto los gatos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, y nueve, saltaron a mi escritorio dejando caer todo mi trabajo que ya se había manchado y estropeado por las pisadas de dieciséis patas. No me enfadé con los mininos, nunca tuve esa actitud para con ellos. Sin embargo veía en sus ojos, en esos iris puntiagudos, un encono hacia mí que me hizo tiritar de miedo. Uno y dos habían tirado todos los libros de la biblioteca. Los más de mil tomos, entre ellos una colección de Latín Antiguo escrito por Cicerón, se desprendieron de sus tapas de cuero negro. Las hojas flotaban, (no digo que bajaban), sin aproximarse al techo o al piso. Tres, cuatro, seis, y siete, mientras tanto, rasgaban todos los muebles, dejando esas marcas que hasta ahora perduran. Yo, sentado y admirado por tal espectáculo personal, escuchaba los gritos de algunas personas del pueblo que llegaban desde calles adyacentes a la mía: Ismael ha muerto. Ismael se incendia. Ismael se está ahorcando… y más acciones en las cuales Ismael era mero agente activo, yo diría pasivo, de todo. Quise levantarme para ver por la ventana lo que mis oídos escuchaban. Pero nueve saltó a mis piernas. Se acurrucó. Ronroneó como todos los gatos. Se lamía las patas, las garras. Se paró. Se echó. Se paró. Me introdujo sus garras en mis muslos. Mis manos no se estremecieron ni para sacar al gato que llevaba sus garras, penetradas aún, hacia arriba y abajo. Pude sentir que esas agujas, no sé cómo calificarlas, bailaban y jugaban con mi sangre. Cuando por fin las sacó, volvió a lamerse no sólo él. Sino todos los demás gatos. Era una imagen para un pintor macabro como yo. Quizás, si no hubiese sido partícipe de esa escena, no contaría con la fama – fiel diablo de algunos – que hoy, según algunos, me rodea.

Al día siguiente, cuyo nombre no sé tampoco, vi a todos los habitantes del pueblo llorando por Ismael. Sé que suena exagerado, pero este niño, que según algunos había sido encontrado debajo de la catarata en el bosque, se volvió inmediatamente en nuestro guía espiritual. Contaba con una ética que ya muchos adultos quisieran poseer. Además todos creían que gracias al lunar que tiene en el hombro derecho, era fiel imagen de un Sigfried que algunos veneraban aún. Todos coincidimos que este niño no llegó desde lo terrenal, sino desde ese mundo al cual accederemos cuando recién vivamos. Es por eso que todos lo cuidaban constantemente. Nadie quiso hacerse cargo de él. No por temor, sino porque todos, yo incluso, sabíamos que éramos unos bichos para intentar criar a una persona que era hijo de los dioses. Debido a todo esto, y quizás de más, hechos que no puedo escribir, ya que estuve ausente varios años después que se instaló Ismael en este pueblo de Siberia, todos sintieron que la saeta diabólica había llegado para eliminar todo rastro que se lo opusiera. Me dijeron algunos pastores, que la última vez que lo vieron fue en el bosque. Lo vieron bañándose e intentando pescar con sus propias manos, yo diría divirtiéndose, salmones. De pronto, cuando logró atrapar a algunos, se fue desnudo – haciendo irradiar una luminosidad nunca antes vista. Dejando huellas de oro a cada paso que daba. Soltando gotas de cristal que cuando finiquitaban su viaje por los suelos, las flores crecían de manera rápida – hacia el interior de una cueva o al menos eso les pareció. De ahí ya no sabían si seguir espiando o no. Sintieron que incumplían con el espacio que les era vedado por conciencia propia, y regresaron por el camino que había tomado. Como ya tenía la ruta que había tomado Ismael, fui en busca al último lugar el cual pudo haber estado la divinidad muerta. La decisión de ir, la ignoraba.

En el trayecto mis piernas comenzaron a sangrar. Me las vendé con mis medias porque no contaba con nada más y seguí caminado. Si los pastores me dijeron la verdad, las flores que veía la ratificaban. Flores que sólo había visto en libros de botánica, cubrían casi todo el camino que me llevaba a un pabellón hecho de piedras superpuestas, de tamaños enormes como el de los incas, según un comentario de un colega que había viajado a los andes. Entré y vi lo que he escrito antes. Lo que me sorprendió, y por consiguiente, lo que me causó un estremeciendo de todo el cuerpo, fue ver el cadáver de mis padres juntos y arrinconados sobre un montículo de arena roja que desprendía vapores de un humo verde. Cuando quise acercarme para darles por lo menos una sepultura decente con mis propias manos, vi que las medias que sujetaban mis muslos, no estaban. La sangre continuaba fluyendo. Recordé que era hemofílico y que si no paraba cuanto antes este desprendimiento de células, podría morir. Busqué algo para cubrirme, y encontré a algunos metros de mí, una prenda tirada. Cuando la levanté, un bulto cayó fuertemente. Se trataba de mi gato criado desde la infancia, ocho. Ya para entonces fue cuando me pregunté si todo esto era un sueño o una ilusión, pero no. La nariz me empezó a sangrar. Dejé de lado esas cavilaciones que no me llevarían a nada, como poetas que porque escriben en difícil nadie les entenderá, y decidí amarrarme la prenda que contaba con algunos pequeños gusanos amarillos y otros de gran tamaño, pero verdes. Salí inmediatamente horrorizado por todo eso, olvidando a mis padres tirados y a mi gato. Sentía que algunos gusanos que habían quedado en la prenda que recogí, comían o devoraban, en todo caso, las heridas causadas por mis gatos en la víspera. El dolor se hacía cada vez más intenso. Pensé en el martirio de Jesús llevando la cruz hasta el monte Calvario. Me sentí igual, por más de ser yo un simple hombre. Mis zapatos quedaron húmedos. Mis piernas desnudas producían un sonido en el interior, que tuve la sensación de estar caminando en un lago de sangre total, y estando como estaban las cosas, podría pasar. Por fin divisé la entrada al pueblo. Es hora que dé el nombre: Calvario. Felizmente no había nadie para poder explicar situaciones las cuales sonarían fantásticas y hasta estúpidas para todos. Llegué a mi cuarto y vi que todos mis gatos estaban despilfarrados por los suelos… muertos. Ya era mucho para un hombre como yo. Que creía que nada interesante le pasaría, así que grité de una manera tan horrenda, tan estremecedora, tan miedosa, tan fúnebre, tan biliosa… tan muerta, que todos entenderán, ahora sí, mi cuadro de El grito.

E. Munch: El grito, 1893.