Friday, May 12, 2006

Weekend

Autor: Alberto Villar Campos
(Lima, 1981)


La vuelta a casa.

Le he dicho que no se preocupe, que a lo mucho el regreso nos tomará cuarenta y cinco minutos. Dudo que más. Lo que ocurre es que Patricia es sumamente cuidadosa a la hora de imponer sus castigos. No se anda con rodeos. Y hoy por la mañana, sin más, me ha impuesto el peor de todos.

El del silencio.

Y ha sido implacable.

–¿Compartimos la música? –le digo.

Al instante me digo que eso es preguntar por gusto. No recuerdo la última vez que lo hicimos. Tal vez fue hace años, aunque a lo mejor fue ayer, cuando llegamos –yo estaba muy enfermo y con todo eso de las pastillas he quedado como grogui. Hasta hoy. Lo juro–.

–Ven que te abrazo –continúo, empero.

Nada de nada. Ella sigue con los labios expandidos y mirando a otro lado y contando sin querer las pocas monedas que quedan en sus –nuestros– bolsillos.

¿Es que acaso estoy en un mundo paralelo? ¿Me he equivocado de lugar, de momento? ¿Hay algún otro escenario por aquí, tal vez si doblo esa esquina lo vea? ¿O es que soy, vamos, un actor de otro drama o a lo mejor es una comedia la que me toca?

Me tomaría poco responderme.

Soy un hombre que no puede hacer alarde de su entereza con las mujeres. Así ha sido siempre y lo será y lo es ahora. Así será esto por el resto de mi vida.

–Creo que he olvidado mi reloj –hago, entonces, de víctima.

Por un segundo puedo ver que mueve una de sus cejas. Aunque con esto de las pastillas ya no estoy tan seguro.

Allí vienen unos tipos enormes y malolientes que llenarán el bus muy rápido, y entonces el cobrador, zas, me dice en su idioma –pero sobre todo en silencio– que hay que cuidarse de los pelones como yo, que no matan ni una mosca ni saben cogerse a su secretaria –mucho menos a su mujer–, pero sí que pueden bajarse sin pagar mientras uno discute con quien sea de frenos y aceite y gasolina.

Mientras, ella no me mira: paga de frente.

Y los tipos suben, riendo.

Está bien, pienso, hay que andar tranquilo, no hacerse de más problemas que de esos ya tuvimos suficientes.

Ha sido, sí, suficiente.

Sin embargo, las hordas han abierto siempre en mí un apetito atribulado. Como le ocurre a ella con esos pequeños errores que cometo de cuando en vez. No me es difícil evocarme: luchando en los bares, o cuando era niño, o ya de grande, en la guardería incluso, herido siempre por la rabia de no poder soportarme frente a una multitud ajena.

Uno de ellos, claro –es obvio–, no demora en preguntarle a mi mujer por la hora. No obstante debo admitir que los años le han sentado muy bien a Patricia, la impertinencia gentil de este caballero sudoroso no termina de asentarme.

No es un halago, me digo –imaginándome una navaja sobre las venas; y también, por qué no, sobre las suyas–, aquello que le ha dicho.

–11 y 13 –respondo, pues, con voz desafiante.

Y entonces todos los tipos, como robots, voltean y no tardan en descubrirme al costado de mi mujer.

Y gruñe el de más allá, cargando en sus espaldas una bolsa que no parece pesada. Después mira al techo, en su rabia más imposible.

Lo tomo como si una bestia de carga me hubiera dicho gracias.

Patricia, claro, hace como que no me mira.

Mientras, yo empiezo a contar los pocos segundos que deben faltar para que uno de ellos se me venga encima con todo su poder de figura de cómic mal dibujado.

Al tiempo que espero, me enfado en voz alta:

–¿Vas a hablarme?

Comprendo el aroma demoledor de la tragedia próxima.

–Discúlpeme, señorita, pero ¿el caballero la acompaña?

La suerte es gay, porque para cuando el mismo tipo que le preguntó la hora a mi mujer termina aquella frase –suda hasta decir basta y no hay forma de describir su aliento–, el auto en que vamos da un giro violento y empieza a descarrillarse.

Todos gritan.

Yo pienso: Seguro que todos los hombres rudos de este mundo rezan calladitos, pensando en sus madres, cuando esto ocurre.

Las cosas se mueven a nuestro alrededor mientras mis brazos intentan protegerla.

Y ella nada de nada.

Igual la abrazo.

El descarrile no dura poco.

Uno a uno y sin querer, los hombres van dándose de golpes. Puedo ver que uno de ellos abofetea a otro, como si fuera éste una mujer en deshonra. Lo cachetea de ida y de regreso. Y luego cae en la cuenta de lo que hizo.

Y de mi mujer, nada. Es como si lo que nos pasara no fuera sino otro más de sus castigos. Como si ella lo hubiese planeado todo, de inicio a fin, y gozara.

Ese hombre desnucándose es tuyo. De pronto, el cobrador mueve tanto sus brazos que ahí va a dar, a la carretera, y no hay de otra. Ahí va. Ese también es tuyo. Y ese muchacho que en ningún momento ha tallado en la historia, que lleva una chaqueta por sobre su torso desnudo y unos shorts llenos de barro y unas gafas de sol negras sobre la cabeza, se va yendo también, va saliendo por la pequeñísima puerta y va cayendo al suelo, partiéndose sin más todo lo que se llama cara. La pista caliente derritiendo su rostro le quita para siempre esa expresión tan suya de quien realmente buscaba otra cosa. Algo menos esto.

Ese también es tuyo.

Cuando la mayoría ha caído, al voltear a verla, también yo me doy contra algo.

Contra sus ojos, que son los ojos del monstruo más hermoso que haya visto jamás. Veo cómo su cuerpo se desintegra –chupándose a sí mismo, los huesos cayendo como palillos de madera, los músculos contrayéndose como gusanos gigantes muriendo y las venas y arterias pelándose como cables de fibra óptica– y se convierte en un amasijo verde del cual brotan babas mínimas, lechosas, y veo cómo éstas van cambiando luego hacia un amarillo pálido hasta llegar, finalmente, al rojo carmín.

Sus ojos, sin embargo, son los únicos que no se van. Tras el telón de horror que cubre nuestro auto en desgracia y que ya pocos pueden pasar por alto, yo me mantengo, expectante, a la búsqueda de su perdón.

Entonces le hablo:

–Supongo que aquí es adonde querías llegar.

Pero ella ya no puede responderme. Ha llegado tan lejos como ha podido, tal vez más lejos de lo que alguna vez quiso, y ha ganado así la batalla más importante de todas.

Ahora es únicamente su mirada, esa mirada que fue colándose por entre la mierda en que cupo su cuerpo intoxicado, la que resucita, noche tras noche, en mis sueños más exactos.

He llegado a decirme que para cuando yo también me convierta en ese monstruo, oiré, por fin, lo que ella me hubiera respondido.

Pero por ahora sólo me basta con tratar de encontrarle la culpa a una taza de café derramada en la cama (era de noche. Tal vez Patricia pensó que estaba llorando de nuevo porque otra vez se me había metido en la cabeza la puta idea de que ella ya no me quería).

El Portal de Penuel /la ansiedad/

Autor: Gunter Silva Pasuni
(La Merced, 1975)


En Vialta, mi pequeño pueblo, a principios del mes sétimo, mataron a mi familia, ahora los recuerdo como cuerpos sin vida manchados con su propia sangre, es por ello que decidí vender las tierras y el ganado que encontré, no quería estar solo en un lugar donde a pesar de ser mi hogar ya no me pertenecía; tampoco la ciudad lo es, no me pertenece, pero me acostumbré a habitarla.

¿Venganza? Por Dios ni siquiera pensé en eso, ser un superhéroe en estos días, es malgastar el tiempo; no quiero ser del club del “ojo por ojo...” ese juego no es para una persona como yo.

¿Miedoso? Tal vez, pero, quién no tiene miedo en esta cárcel llamada vida, quién que sea consciente de que “existe” no es miedoso, sólo a los locos se les concedió la gracia divina de suprimírseles el miedo. Yo estoy contento de ser miedoso, lo considero simple instinto de supervivencia, pero contento dista mucho de feliz. Así que de revancha nada, todos estamos aquí para morir, por supuesto, yo no quiero ahorrarle trabajo a la muerte, que ella o él se encargue de matar cuando sea debido. Me conformo con saber que los culpables saben de lo que estoy hablando.

Ha pasado una década desde que emigré a la ciudad, nada ha cambiado en mí, o tal vez sí, antes me levantaba a las siete a tomar desayuno, ahora lo hago a las diez, no es que me despierte a esa hora, no, no. Sólo que desde que despierto hasta las diez tengo arcadas. Y como es lógico, odiaría vomitar mis huevos revueltos y mi zumo de naranja. Si parece un alimento espartano, es verdad, soy así; riguroso, disciplinado y ordenado, para que tengas una idea de lo ordenado que puedo llegar a ser, te contaré que algunas noches me despierto, cuando la luna aún sonríe, arreglo las sábanas, la manta y me vuelvo a dormir después de haber dejado la cama perfecta.

De vez en cuando sueño con serpientes, muchas de ellas enroscadas, nadando en un río turbio, cerca de mí. Nunca me asusto por que sé que no pueden botar candela por sus bocas y menos volar. Los vecinos dicen que soñar con serpientes es traición, a mi no pueden traicionarme, vivo de los intereses que generan mis depósitos, descartada la envidia profesional, no tengo amigos – la semana pasada cumplí la edad de Cristo y la torta la tuve que comer yo solo, no tengo novia, así que tampoco me preocupa la infidelidad. Olvidaba confesar que me apasiona el ajedrez, paso la mayor parte del tiempo jugando en la PC, siempre gano, suponer lo contrario sería tan absurdo como esperar que un ordenador componga música mejor que Schubert y en mi modesta opinión nada es más placentero que escuchar el improntus. Op.90 No. 3.

Así conocí a Jacobo de Cessolis, en un homenaje a Schubert. Sus ojos delataban que existía desde el principio de la raza. Sus manos eran huesudas y largas, la nariz inteligente, el rostro enigmático y bello, el cabello perlado a la altura del hombro; un verdadero pavo real convertido en humano. En adelante me adapté a las derrotas en cada partida y a las discusiones de mil teorías acerca del juego. Él discernía brillantemente sus tesis, hablaba por días, tenía un sentido bastante limitado de la conversación.

La que le encantaba era la de agregar dos jugadores. Los adivinos quienes en la historia siempre habían ejecutado un rol importante como Merlín “el encantador” en la corte de Arturo, o los adivinos que llevaron a la caída de Troya por sus desaciertos, los adivinos se moverían en “ene,” la parte que detestaba es que debía suprimirse un par de peones y para mí los peones son el alma del ajedrez, terminan salvando o destruyendo reinos.

Me sorprendió una tarde al sacar de su envejecido maletín de cuero marrón, un original de “Misterios en el Ajedrez” de Ruy López de Segura, escrito en 1561, fue la única vez que logré ver una sonrisa dibujada en su rostro más parecida a una mueca de superioridad. Resultó tedioso leerlo en un castellano tan antiguo, tuve que digerir la lectura con la ayuda de abundante vodka 21. Esas noches en mi departamento con el gran de Cessolis fueron las más agradables de mi vida.

– No se debe perder posiciones ganadas, era la frase que más repetía. Por aquella época trabajaba en su nueva teoría. El ajedrez era un complejo y condensado símbolo críptico de las fuerzas astrales que intervienen en la conformación de las almas humanas sobre la faz de la tierra.

– En Egipto, decía, – se jugó un ajedrez de doce piezas y treinta casillas que se relacionan con los signos del zodiaco y los treinta grados de arco en que cada uno de ellos se subdivide. La casa octava representaría la muerte.

La noche de todos los santos, fue intrínseco, las ventanas se abrieron con el viento y un aire gélido recorrió nuestra espina dorsal y nuca. Esa noche, de Cessolis me reveló el más grande de los misterios, aseguraba conocer un portal enclavado en plena selva, no me negué acompañarlo, cuando me invitó a la difícil empresa de encontrar el portal.

Mis manos temblaron al recibir el mapa; una pequeña hoja amarillenta que sobrevivió al tiempo, apenas legible. Meses después partimos. Llegamos a un caserío desolado, nos tomó varios días de viaje en bus, de ahí continuamos a pie en busca del portal.

En las mochilas teníamos toda el agua que podíamos cargar, provisiones, bolsas de dormir, linterna, cerillos y otros objetos que no vienen a mi memoria. No sé cuántos días caminamos exactamente, gran parte de nuestra dieta era pescado del río que corría cortando los cerros y el mundo.

Yo miraba a de Cessolis escondido en mí mismo, buscando en su rostro el misterio que parecía haber detrás de su imagen, buscando la razón de su andar soberano, tratando de encontrar su espíritu oculto. De Cessolis, a pesar de su avanzada edad, caminaba con más energía, yo sentía pena por retrasarlo. Su altura era impresionante como si fuera un descendiente de la mitologíca Atlántida o alguna otra raza superior.

A menudo me venía una aparición repentina de palpitaciones sobre la cabeza y el cuello o sensaciones de asfixia, pero inventé una técnica para combatirlos, cierro los ojos y pienso en una sábana blanca como los cisnes o la nieve de las montañas, ondeándose sobre un cordel; me ayuda a relajarme y seguir.

El cuarto día caminamos sobre piedras cubiertas de musgo. En todo ese trayecto, la maleza, las enredaderas y la vegetación del lugar ocultaban el cielo, de modo que se había formado un túnel natural, sentía frío, el mapa denominaba esa zona “el infiernillo”. Al salir de allí, era media noche, la luna iluminaba el firmamento, las siluetas de las montañas cobraban figuras demoniacas; olas de calor y escalofríos invadían mi cuerpo; mi alma extrañamente me llamaba a esconderme, me puse alerta, tenía una sensación de muerte inminente, divagué por unos minutos.

– No seas vehemente y sigue caminando, dijo.

Con un principio de terror advertí que me había estado oyendo. Siempre caminábamos al poniente, la vegetación era vasta, por las mañanas los ruidos de los pájaros no cesaban y el murmullo del río acompañaba nuestra marcha, desde el cielo la luz llegaba como flashes fotográficos,logrando disminuir nuestra vision ya bastante cansada.

Las arcadas persistieron en toda la travesía, puede que sea un nuevo lenguaje que intenta decirme algo desde el fondo de mi ser, ó sólo un modo de evadirme de la monotonía de la vida, cada quién debería tener un tipo de arcada. Anoche hubo una lluviecita inusitada, pero fue hermoso dormir con el agotamiento corriendo dentro mis venas.

Presentí que era el lugar que buscábamos cuando las nubes se tiñeron de sangre y la arcilla roja inopinadamente cambió su color a un tono nunca antes visto por ser humano, caminamos al lado de árboles enormes que no producían sombra. Mi respiración era entrecortada y un sudor glacial bajaba por mis sienes con tal intensidad que pensé estar pisando el fin del mundo. Dudé en continuar, al parecer de Cessolis notó mi aprensión.

– Nada puede suceder una sola vez ,todo se repite, es la razón por la cual nos encontramos en una sucesión de errores. Te doy la oportunidad de cambiar el absoluto, dijo.

– El peón coronado puede convertirse en cualquiera de las piezas mayores, susurró en mi oído izquierdo.

Ciertamente pensé en Dios, sabía que observaba todo, pero que no existía para juzgar ni condenar, sólo para verificar mi estúpido destino, ya que el simple hecho de vivir, me exime de culpa y exonera de toda penitencia. Por vez primera, de Cessolis y yo éramos hermanos en la estirpe de Caín y mi actitud esta vez seria mas intrepida,queria dejar atrás mi existencia adonina para convertirme en alguien nuevo.

Adentro, el lugar tenía que haber sido construido pensando en la retirada de los dioses. Las palmas de mis manos permanecían húmedas, mi corazón lo sentía en la garganta; me topé con los libros apócrifos de Esdras y Ternnot, reconocí Maniqueo, Pelagio y Eutiques. Existían innumerables grabados en una lengua anterior al sánscrito y nesavinn, dos veces estuve a punto de desmayarme, mi cerebro no podía asimilar lo que estaba viendo, daba la impresión de que el tiempo y el espacio habían sido capturados en ese universo hermético, laberíntico, indescriptible.

Descubrí lo que ahora llamamos el diagrama de Venn, trabajado en oro fuego.

– Antes de nuestra era el ddv representaba a la divina trinidad, dijo. Lo escuché en una especie de “slow motion” como si el sonido se fragmentara retrogradándose. No puedo describir los infinitos espacios que encontré, la base se movía al oeste que supuse y me perdía en la ubicación. De pronto, alguien atacó por la espalda a de Cessolis, se desató una lucha encarnizada, tener miedo no era extraño; se introdujo un silencio sepulcral, sentí un sabor a sangre o acaso a “Merlot” entre mis labios. El hombre de negro seguía luchando con de Cessolis, el combate era físico y espiritual. Me entró pánico y ahogo.

– Abyssus abyssum invocat, repetí tres veces.

Mi mente se adormeció, mis ojos se apagaron, el terror me hizo colapsar. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente o en estado de coma.

Desperté acostado en un césped verde como el del countryside ingles,sólo había un árbol con una manzana. No sé cómo logré huir de ese maldito lugar, recordé la lucha de Cessolis con aquella sombra de figura humana, vino a mi memoria el génesis 32:24, “así se quedó Jacob sólo; y luchó con Él. Un varón hasta que rayaba el alba,” 32:28, “y el varón le dijo: No se dirá más tu nombre Jacob, sino Israel, por que has luchado con lo divino.”

– La lucha de Jacob a orillas del Yaboc, murmuré.

Esperé a de Cessolis frente al portal por dos lunas, me alimenté de lo que pude encontrar, pero nunca toque la manzana; moría de cansancio y miedo, cada noche, en la oscuridad, rezaba oraciones interminables para espantar los fantasmas de este mundo y de otros aún peores. En uno de los bolsillos de la mochila, hallé el pasaporte del viejo, reconocí su foto, tenía otro nombre, innombrable; en el casillero de nacionalidad estaba impreso con letras mayúsculas: no land.

Caminé de regreso, sabía que si me quedaba un minuto más, no habría sabido cómo volver, cada noche el ojo del cielo alumbraba mi sendero como un manto blanco, no estoy seguro del tiempo que tardé en arribar al departamento quizá algunas semanas, meses o años; he perdido totalmente la noción del calendario. Tal vez cabría decir que mi cerebro no hace diferencia entre un día y otro, los días viajan y rebotan ad infinitum.

Equivocado e incrédulo entré a mi piso, de paredes rojas y divanes color mar; había un solo mensaje en el contestador, era mi psiquiatra:

– Señor Joaquín Egaña, hemos dado con su caso, sufre usted de una ansiedad crónica, pero no se preocupe, nadie ha muerto por eso, decía.

Me sentí un peón en este juego, puse las llaves en el armario, abrí las persianas, el sol entraba con fuerza, las palomas revoloteaban en el aire, Lima tenía las mismas sonrisas fingidas. Recordé la sombra negra peleando con de Cessolis, me asombré al reconocer que esa sombra era yo mismo. Entonces lo comprendí todo, había luchado con Dios o con el Diablo…

Me daba igual.

Thursday, May 11, 2006

Como una nevera vacía

Autor: Miguel Ángel Moulet
(Lima, 1979)


La señora del 503 me quedó mirando de pies a cabeza cuando crucé sorteando sus maceteros. Ya antes habíamos discutido, pero esta vez se limitó a seguir siendo la señora gorda del 503 que barría el felpudo en la entrada de su departamento, y me obstruía el paso. La saludé con un movimiento de cabeza, seguí subiendo. Y ella me devolvió el saludo con esa forma peculiar que tenía que me hacía sentir avergonzado, clavándome la mirada, como si yo fuera el único culpable por el griterío que bajaba de nuestro piso.

Encontré a Lucas sentado contra la puerta de nuestra casa, abrazado a sus rodillas, afuera, llorando, me pareció, en un primer momento, pero a medida que fui acercándome me di cuenta que andaba absorto en sus juegos. Antes de enterrar de nuevo la mirada en sus calcomanías volteó a verme, intentó sonreír.

- Cómo va todo… –saludé, entrada necia incluso para un niño de 9 años: se intensificó el ruido en ese momento, un manotazo del otro lado de la puerta remeció su postura.

Nos quedamos callados, sintiendo los pasos que iban y venían en el interior; esperando la nueva metralla de insultos, más manotazos, o lo peor: que se abriera la puerta. Lucas se puso de pie y volvió a mirarme como esperando que hiciera algo. Atiné a cubrirlo con mi cuerpo, por si la cosa se ponía violenta, pero no bien lo hice sentí que se perdía trastabillando por el pasillo. Esperé, entonces, sintiéndome observado, frente a la mirilla, imaginando las habladurías, el lío con los vecinos, las disculpas de siempre; pero felizmente la cosa no llegó a mayores, quedó allí. Fui por Lucas hasta el final del corredor. Me senté a su lado. Tenía la misma postura, abrazado a sus rodillas, aunque su mirada era ahora más dura.

- ¿Preguntabas? –me dijo, luego de un largo silencio, en tono sarcástico.

Más que hablar con él me era difícil hacerle entender que estaba de su parte. Me era difícil hablar con la gente, reconocía, encendedor en mano, cigarrillo en los labios, pero tarde o temprano tendría que hacerlo.

- No va bien, lo sé, no hace falta que lo digas…

- Ha habido peores –agregó en tono indiferente.

Reconocí en su voz lo que sentía cuando era niño. Que nada podía tocarme. Nadie. Cambié de tema:

- ¿Almorzaste?

Negó con la cabeza, o al menos eso me pareció. Afuera oscurecía pero se percibía ya la luz roja del aviso publicitario en la azotea del frente. Aún así pude distinguir el álbum que escapaba enrollado de su bolsillo, tenté ese terreno:

- ¿Te faltan muchas?

Mi pregunta lo tomó desprevenido, supuse, porque contestó cuáles le faltaban sin mucho rodeo. Aproveché y se lo pedí para hojearlo. De niño también me había gustado coleccionarlos, por eso, creo, hablamos amistosamente durante varios minutos. Lucas parecía tener pasta para comentarista deportivo, llevaba bien la cuenta de las estadísticas, los penales atajados por “La araña negra”, los goles de cabeza de Di Stéfano a equipos europeos, los años que Platini había sido elegido Balón de Oro, 3 seguidos, por cierto, me enteré recién. Butragueño… Hugo Sánchez… Dejó de hablar con lo justo, sus palabras parecían libradas del inventario. Era el momento. Me animé. Saqué el obsequio que le tenía guardado. Al recibirlo, su expresión tomó un cariz diferente, como si sus ojos hubieran aceptado la tregua y ahora pudieran volver a ser los de un niño. Rompió la envoltura de buena gana, sonriente. Y una a una, asintiendo, fue estudiando las calcomanías hasta que llegó a la que esperaba, a la de Baresi (una de las más difíciles de conseguir, sabía.) Fue un minuto del más puro de los silencios, incluso los gritos aunque esporádicos cesaron sin dejar rastro. Nada interrumpió el instante: Lucas admirando a Baresi en esa pequeña forma autoadhesiva y yo admirándolo a él fumando un cigarrillo y sin ganas de hacer más nada. Pocas veces habíamos estado tan bien al lado del otro. Ni siquiera cuando el mismo Baresi jugaba la copa del mundo en la tele. Ya desde entonces intuía en Lucas cierta diferencia, cierta distancia con los demás niños, él no alababa como todos la inteligencia de Cruyff o la contundencia de Rummenigge, como lo hacía el chico del segundo piso cuando jugaban en su pasillo. Lucas era partidario de destacar la habilidad de los porteros, como si fuera capaz de intuir la soledad a la que estaban destinados a pesar de ser un juego de equipo. Yashin, Máspoli, Carrizo... ésos eran sus ídolos; no los creativos ni los corajudos que a casi todos acababan gustando. Por eso cuando supe que Baresi empezaba a procurarle cierta admiración comprobé en Lucas su honestidad innata, esa individualidad que en las personas siempre me ha parecido vital. Decidí por él que no volvería a pasar lo que venía pasando.

- ¿Sabes hacer aros de humo? –se animó a preguntar acabado el trance.

Negué con la cabeza. Iba a contarle sobre el hombre que hacía burbujas de humo en la tele pero ahora era mi turno de dosificar los silencios.

- Ahora sólo me falta Lato...

- ¿Te vino Zoff en el paquete? –le seguí, haciéndome el que no sabía.

- No. Pero no importa, sé dónde conseguirlo.

- ¿Cuántos minutos fueron?

- ¿Los de Zoff?

- Sí.

- 1143 sin un solo gol en su portería...

- Cierto, cómo olvidarlo...

- ...

- ¿Tienes hambre?

Esta vez hubo un movimiento ligero de hombros.

- Yo tampoco tengo. Todo el día estuve yendo de acá para allá llevando papeles y en lo del correo me invitaron empanadas.

- Porqué.

- Porqué qué.

- Porqué te invitaron empanadas.

- No sé. Supongo que porque soy amigo…

- No me gustan –dijo.

- ¿Por las aceitunas?

- Sí.

- Y qué te provoca ahora.

- Acabar de juntar el álbum.

- Sí, supongo, pero hablaba de comida.

Nuevamente respondió con un movimiento de hombros. Se quedó pensativo. Volvía a percibirse el ruido de pasos en casa, cierta fricción con el suelo, como si jalaran de algo pesado.

- Entonces… ¿sabes hacer aros de humo?

Sonreí, fue inevitable. Lucas también sonrió.

- Entonces… -le seguí el juego- ¿qué te provoca almorzar?

- No sé, cualquier cosa –y dicho esto se levantó del piso y caminó unos pasos hasta el barandal del pasillo.

Sacó la cabeza por el hueco de las escaleras:

- Sigue barriendo –dijo, con voz queda.

- Quién.

- La gorda del 503.

- No le pongas apodos a la gente.

- No es un apodo.

- Igual, no le digas gorda.

- ¿Así lo fuera?

- Así lo fuera.

- Bueno, sigue barriendo, oyendo todo para después chismear con las demás… –hizo una pausa, se contuvo-: con las demás “señoras” –concluyó, como si hubiera pasado un gran bache. Un bache “gordo”, pensé, pero no se lo dije, sino otro día perdería autoridad.

- ¿Desde hace cuánto que estabas afuera?

- No mucho.

- ¿Y a qué hora empezó todo?

- No sé, cuando llegué del colegio ya estaba así.

- ¿Te dijo algo?

- No, sólo despertó y empezó a buscar sus pastillas. Y lo de siempre, que se iría, que esta vez sería definitivo.

Un portazo remeció la calma que se había formado. Lucas seguía con medio cuerpo apoyado en el barandal.

- Pero no creo que lo haga –siguió hablando.

- Por qué lo dices.

- Nunca cumple lo que promete. No tiene palabra.

Volteó:

- Ya se fue.

La expresión de mi rostro seguramente lo indujo a seguir:

- ...La señora de abajo.

Me apoyé en la pared, me puse de pie:

- ¿Te ha vuelto a decir algo?

- No. Sólo barre y limpia con aceite las hojas de sus plantas. Todo el día.

- No le respondas si te vuelve a decir algo. No vale la pena. Limítate a saludar.

Lucas asintió. Se volvió a recostar en el muro y dejó colgar un hilo viscoso de varios centímetros, desde sus labios; se entretuvo succionándolo en gesto aburrido. No se detuvo cuando el primer salivazo cayó al barandal del piso inferior. Siguió con el juego. No le dije nada en ese momento. Recién, cuando llegó al quinto, le pedí que no siguiera.

- Porqué dices que no cumple lo que promete –pregunté, llevándolo de nuevo a la conversación.

Se quedó pensativo, se sentó de nuevo en el piso y empezó a cotejar sus calcomanías:

- ¿Cruyff o Platini, a quién prefieres? –preguntó sin levantar la mirada.

Dudé un segundo.

- Francescoli –dije al fin, parco, buscándolo.

Se quedó callado. Sonrió. Guardó las figuras de nuevo en su paquete.

- Entonces… -seguí.

- Cruyff… –respondió él, y agregó adelantándose a mi repregunta que lo decía porque el año pasado le iba a comprar unas zapatillas con el dinero de su madrina y no lo hizo.

- ¿Por eso no tiene palabra?

Asintió.

- Yo te las voy a comprar –concluí.

- ¿En serio? –los ojos de Lucas se entusiasmaron.

- Sí.

- ¿Cuándo? –la voz se tornó ansiosa.

Y entonces volvieron a estallar los gritos pero esta vez acompañados de ruidos de vidrios rompiéndose, de cosas cayendo. Lucas se puso en pie, estuvo un rato indeciso; en su rostro me pareció que quedó la sombra de un recuerdo tortuoso.

- Iremos un día de estos… –dije, tratando de serenarlo.

Demoró varios segundos en volver de la impresión. Me enfocaba con la mirada perdida.

- ¿Cuándo? –volvió a preguntar al cabo de unos segundos, de nuevo emocionado, como si no hubiera pasado nada. Y continuó sin esperar respuesta-: Las que lleva Delgado son bonitas…

- No te has cambiado el uniforme.

- El primer día que las llevó se las sacó en clase para que les vieran la marca. Es un idiota.

- Ya hemos hablado de eso.

- Pero es un idiota en serio.

- Ni siquiera así. La gente tiene nombre, no apodos o adjetivos.

- Bueno, el caso es que se las sacó en clase sólo para que les vean la marca…

Qué idiota, pensé.

- Está bien. Ya veremos… ahora vamos adentro.

Busqué mi llavero y ayudé a Lucas a que se pusiera de pie, le tendí mi mano. Tenía miedo de entrar, me pareció, le sudaban las suyas. Y yo no me quedaba atrás pues crecía en mí la sensación de angustia a medida que cruzábamos el corredor.

- ¿Cuándo? –me inquirió de nuevo cuando intentaba escuchar pegando mi oreja al ras de la puerta.

- Cuándo qué.

- Que cuándo veremos.

No respondí. Le hice un gesto para que guardara silencio. Esperé un momento y volví a acercarme a la madera. Todo parecía estar en calma, aparente, al menos. Giré la cerradura. Abierta la puerta, el olor a guardado y a quitaesmalte de uñas se desbordó intenso por el pasillo. Cuántos de los departamentos olerían así, Lucas parecía preguntarse lo mismo, en cuántos reinaba el clima frío a pesar del bochorno de la calle. Era como entrar en una nevera vacía. Trozos de vidrio desperdigados por el piso, sillas derribadas al fondo de la sala, un gobelino a punto de descolgarse en una de las paredes. No era alentadora la vista. Pero igual entramos a la cocina tratando siempre de hacer el menor ruido posible. Intención absurda, por demás, porque cruzado el umbral aleteó bajo la mesa un pajarillo intruso que en dos segundos convirtió el contorno de las sillas en un velódromo improvisado; el comedor en un campo de batalla. Lucas saltaba y corría incansable en pos del pajarillo que se estrellaba una y otra vez contra la ventana entreabierta tratando de huir. Salí, intrigado porque el alboroto no hubiera desatado el griterío de antes. Dejé a Lucas, franela en mano, acechando el repostero.

A mamá la encontré inconsciente sobre la alfombra de su cuarto. Era un desastre: tenía el maquillaje corrido, la cabellera revuelta, pajiza. La cargué hasta su cama. No era tan grave la cosa: dormía, comprobé, cuando Lucas detuvo la cacería en la cocina y pude sentir su respiración fatigosa. Su cuerpo olía fatal, como si hubieran hervido su piel en alcohol y orines; su aliento ni qué decir. Una vez recostada pensé en traer sábanas limpias del cuarto de la lavandería pero viró sobre sí y una de mis manos quedó presa bajo su espalda. Hipó. Regurgitó una sustancia blanquecina con la cabeza colgando de un lado de la cama y volvió a arrebujarse sobre las mantas, a decir cosas confusas. Preferí no descifrar lo que quería, me liberé de su brazo.

El lugar también era un desastre: vestidos tironeados, botellas rotas, manchas de esmalte salpicando la alfombra. Y un charco de agua turbia avanzando amenazante, cayendo silenciosa desde el lavabo del baño. Podía arroparla, limpiar el tiradero y quedarme un rato con ella como otras veces, para apaciguarla, para hacerla dormir; pero también tenía que ver porque Lucas comiera. Ya lo había decidido pero nuevamente volvía a la encrucijada.

Actué rápido, evitando pensar. Tapé a mamá con el edredón y limpié como pude las esquirlas de vidrio regadas sobre la alfombra. Cerré la llave del baño. Tiré algunas toallas sobre las mayólicas inundadas del piso. La luz del espejo dejaba entrever las formas de los objetos en la alcoba: el respaldar de la cama, los ángulos de la veladora, el baúl donde guardaba sus sombreros... Y a mamá mejor, al parecer, aunque aún con el semblante alcoholizado, viéndome hacer, acomodar, sentada contra el respaldar y sus almohadones en posición de soberana, con el cuerpo desnudo anclado a la penumbra. Esperándome.

Tarde de miércoles

Autor: Lino Sangalli
(Lima, 1950)

Los miércoles por la tarde son especialmente pesados. Los viernes por el contrario son luminosos, el optimismo se nota en la cara de la gente. Pero los miércoles no; son grises y tediosos por lo general y nunca pasa nada. Con estos pensamientos dando vueltas en su cabeza, llegó aquel miércoles de febrero al Banco Intercontinental la señorita Magnolia Ribera. Como siempre arribó con diez minutos de anticipación. Saludó cortés, pero fríamente, a los conserjes y a todo aquél que se cruzó en su camino hasta llegar a su pequeña oficina en el Departamento de Valores en el sótano del edificio. Desde que doña Tula Matellini, esposa del dueño del banco había convencido a su madre, (vamos Inesita que ya no es una bebe y debería de trabajar, así se distrae y te ayuda con los gastos de la casa) no había faltado ni jamás llegado tarde. Estaba a cargo de la Sección Cajas de Seguridad y jamás permitía que nadie traspusiera las rejas que la separaban del resto del banco, como no se tratara de algún cliente al que acompañaba siempre hasta que salía del área que consideraba su feudo. Los conocía a todos y les tenía gran familiaridad. Por su parte, tanto los clientes como el resto del personal respetaba a aquella solterona poco favorecida, alta, de buen porte y hermosos cabellos negros. Aunque tenía un cuerpo espectacular, este contrastaba notoriamente con su cara angulosa y flaca de rasgos equinos y enormes dientes que parecían necesitar morder el freno. Su carácter calmado, sus buenas maneras y su educación británica, atraían el respeto y la confianza. Muchas de las damas que guardaban sus joyas en las cajas de seguridad se las mostraban orgullosas y comentaban con ella hasta sus secretos más profundos.

Manuel La Rosa acababa de ser ascendido a segundo asistente del jefe de la Oficina de Bolsa del banco. Su ingreso a la institución había resultado una sorpresa para todos, pues no encajaba en los rígidos estándares que el fundador del banco había impuesto para la selección de personal. Cuando el preocupado gerente de recursos humanos se lo hizo notar, don Fabricio Matellini había contestado que ya era hora de cambiar un poco las pautas que su abuelo había esbozado y que la Institución debía modernizarse. Comentó que el muchacho a pesar de su orígenes marcadamente andinos se había graduado con honores en San Marcos y que merecía una oportunidad. Además don Fabricio pensaba, aunque no lo dijo, que así se abrían nuevas posibilidades de atraer clientes de los nuevos sectores que estaban surgiendo con fuerza. En la entrevista personal, La Rosa había demostrado tener grandes conocimientos, amplia cultura y un fino olfato para los vaivenes del movimiento bursátil y Matellini que era buen conocedor del talento reconoció que tenía delante una posible gran fuente de ingresos para su banco y no dudó en contratarlo. Además consideró una ganga la remuneración que pretendía y por su carácter sumiso y callado sería fácil de manejar. Desde su incorporación Manuel demostró que don Fabricio no había estado equivocado y empezó a destacar nítidamente en la Oficina de Bolsa, atrayendo a muchos nuevos clientes y alcanzando importantes beneficios para el banco. Llegaba muy temprano, se internaba en su cubículo del tercer piso y se retiraba ya bien entrada la noche. No conocía a muchos de los trabajadores de la empresa, salvo a sus compañeros de labores, con los que apenas mantenía una estricta relación de trabajo pues ninguno lo consideraba digno de su amistad y más bien lo miraban con recelo y algo de envidia por el trato cortés que le daba el dueño del banco. Manuel tampoco ponía mucho de su parte para relacionarse con quienes él consideraba unos engreídos y maleducados.

En septiembre, coincidiendo con la llegada de la primavera, se celebraba el aniversario de la fundación del banco y ese año en que cumplía su primer centenario se decidió hacerlo con una gran recepción en la que se agasajaría a todos los trabajadores. Era la primera vez que se hacía algo así pues por lo general las celebraciones no pasaban de ser cenas formales de los Directores con los Gerentes y jefes de sección. Era deseo de la Dirección que se fomentara un espíritu de unión y camaradería entre todos sin distinciones y ordenó que la conformación de las mesas fuera designada por el gerente de recursos humanos. La expectativa crecía a medida que la fecha se aproximaba y el tema de las mesas se convirtió en inevitable en todas las conversaciones. Al llegar el día señalado, a las ocho de la noche, en punto como decía en la invitación, Magnolia, vestida elegantemente, pero algo anticuada, se encontró en su mesa con un “cholito bajito de anteojos”vestido impecablemente aunque con colores chillones, que se presentó de manera amable como Manuel La Rosa de la Oficina de Bolsa. Ella contestó al saludo educada, como le habían enseñado las monjas, pero marcando la distancia que consideraba debía haber entre la hija de un miembro distinguido de La Sociedad Fundadores de la Independencia y un seguro descendiente de los invasores de Independencia, aquel distrito lejano. Manuel, que no tenía mayor conocimiento sobre mujeres y que jamás había tratado con alguien que él consideraba una dama de sociedad, quedó encantado con lo que a sus ojos se mostraba; una señorita de modales exquisitos y elegancia extrema aunque un poco feíta, la pobre. Se sintió enseguida en la obligación de atenderla y de complacerla. Le buscó conversación mostrándose muy interesado por su trabajo en el banco y le empezó a preguntar luego por su familia, confesándose gran admirador del abuelo de Magnolia, héroe de la Guerra del Pacífico. Le narró a ella con lujo de detalles, aprendidos para un trabajo de historia en la escuela, la heroica actuación del viejo general en la Batalla de Miraflores. Ella se sintió halagada con la cultura que mostraba “el señor bajito de lentes” y la conversación fue abarcando diversos temas. Brindaron un par de veces con champaña y Manuel hasta se atrevió a invitarla a bailar. Ambos, cuarentones y solteritos, descubrieron que tenían mucho en común. Los dos eran adictos al trabajo y consideraban la puntualidad como la mayor virtud en el ser humano. Nació una amistad basada en el respeto y la admiración. Ella inmoló sus prejuicios en nombre de esa amistad, ya que nunca un hombre le había demostrado algún interés sincero como Manuel.

Nemesio Gardenia era un exitoso comerciante de cuero y había hecho una pequeña fortuna acaparando la producción de la capital. Abastecía a todas las curtiembres importantes y también a pequeños productores. El mercado le empezaba a quedar chico cuando escuchó que las curtidurías chilenas tenían problemas con el abastecimiento de materia prima. Así llegó al Banco Intercontinental para informarse de los pormenores de la exportación. Allí conoció a Manuel quien lo embarcó en un gran negocio de acciones de una empresa química. Gardenia se entusiasmó con los dividendos que realizó en poco tiempo y requirió a Manuel para que le recomendara otras operaciones bursátiles que le reportaran similares resultados. Para aquella época la amistad de Magnolia con Manuel se había vigorizado y eran casi inseparables. Ella lo había inducido a mudarse a un apartamento en el malecón, frente al mar miraflorino y él la había persuadido a visitar a un dentista, paisano de su padre, que le arregló la dentadura cambiándole realmente la fisonomía. Ahora al mirar a Magnolia se podía pensar que le faltaba poco para ser bonita. Ella por su parte se había propuesto hacer de Manuel un hombre nuevo se veía como la versión femenina de Pigmalión, aconsejándolo sobre su ropa, su apariencia, en fin que le cambió completamente el look. Por su parte Manuel también contribuyó a la aparición de una nueva Magnolia. Claro que ambos se tuvieron que poner al día a sí mismos para ayudar al otro, pero el resultado de todo eso fue que los dos mejoraron bastante. Poco a poco la amistad se fue tornando en cariño y una cosa llevó a otra hasta que se anunció la boda. Magnolia convenció a Manuel que él era quien realmente manejaba la Oficina de bolsa del banco y que no le reconocían su esfuerzo como era debido, lo cual era en esencia cierto, y que merecía un importante aumento. Le insistía que debía “ponerse los pantalones” y exigir una mejora sustancial. A pesar de que lo habían nombrado sub-jefe de la Oficina, la remuneración que le habían asignado era inferior a la de otros con menores méritos, aunque no lo tomó a mal hasta que ella se lo recalcó en varias oportunidades. Reclamar no estaba en la mente de Manuel y el tema se convirtió en detonante de su primera discusión. Meses antes de la boda, Nemesio Gardenia había insistido en comprar una importante cantidad de bonos del tesoro. Manuel no había estado de acuerdo por el riesgo que implicaban los bonos al portador. Gardenia lo calmó asegurándole que Magnolia le había recomendado el servicio de las cajas de seguridad del banco que ella resguardaba celosamente. Desde hacía algún tiempo Nemesio había estado cortejando a Magnolia. Se había encaprichado con ella y pensaba que si era buena para Manuel, lo era también para él, que se sentía mucho más digno que el novio para “mejorar la raza”. Después de todo tenía su propia y considerable fortuna personal y aquel no era más que un pobre empleadito. La llamaba con cualquier pretexto y le encantaba quedarse conversando con ella, le enviaba flores y la invitaba a comer. Al principio Magnolia se había indignado con las acometidas de Gardenia, pero el que la sigue la consigue dice el refrán y una tarde aceptó la invitación a cenar por curiosidad de saber lo que realmente quería el tal Nemesio que se decía tan amigo de su prometido. La llevó a un restaurante de lujo y no dejó de halagarla y deshacerse en cortesías hasta que una vez en el auto de regreso, le lanzó a bocajarro una declaración de amor y ofrecimiento de matrimonio que dejó perpleja a la pobre Magnolia. Ella que a sus treinta y nueve años no había conocido hombre, ahora tenía a dos que se disputaban sus favores. Aunque ninguno de ellos se acercara a su ideal, antes no la había mirado nadie y se sintió halagada. Fantaseó unos días con la idea de la posibilidad de conquistar a cualquiera, pero volvió a la realidad cuando Manuel le contestó calmadamente y casi con indiferencia, al enterarse de la aparición de un sorpresivo rival, “ usted debe escoger a quien quiere, mi reina”. Magnolia esperaba una reacción, aunque no violenta, por lo menos alguna, sin esa melancolía andina mezcla de resignación y fatalismo, que pese a sus esfuerzos no había sido capaz de erradicar en Manuel al que parecía darle igual todo. Hubiera esperado que luchara por su amor, pero parecía que eso era imposible como tampoco había logrado que él reclamara por la discriminación de la cual era victima. Se encerró colérica en su oficina sintiéndose frustrada por su prometido y ofendida por su pretendiente. Quería hacer algo para castigar a aquellos hombres y mientras lo pensaba se distrajo mirando una interminable fila de hormigas que descendía del techo para desaparecer por un pequeño agujero en una esquina. ¿De donde habrá salido esta plaga y qué hacen en el tercer piso carajo? Voy a llamar a mantenimiento para que las fumiguen de inmediato pensó mientras reflexionaba sobre lo que su prometida le había confiado esa mañana a menos de dos semanas para la boda. Claro cualquiera puede conquistar así nomás a una mujer de categoría ¿no? Malagradecido carajo te olvidas la camionada de plata que ganaste fácil es enamorar ala de otro porque al coronel le sacaron la mierda los chilenos a los que les vendes tu cuero de puta serrano tenías que ser y que le voy a decir si quiere irse con el otro que me cago por debería sacarle la mierda pero no va conmigo que nunca he peleado mujer es solo abuela cuídate me decía hormigas de mierda como en la casa de mi pa. ¡Señorita llame inmediatamente a mantenimiento para que eliminen a estas hormigas!

Aquel miércoles de febrero, Magnolia salió como siempre a su refrigerio. Nadie notó que además de su bolso llevaba un portafolios, una vez en el taxi dijo sonriente al conductor; al aeropuerto por favor, se recostó plácidamente, cerró los ojos y se vio registrándose en la recepción del hotel Règine de Paris.

Mi navidad

Autora: Lupe Sarria Ventosilla
(Lima, 1977)

Tengo trece años y detesto la navidad porque no me gusta el pavo, odio el puré de manzanas y la misa de gallo me da sueño. Tampoco soporto los cohetones que revientan los oídos, ratablanca les dicen. Ratablanca. Racumín, diría yo. Acaba con toda tu mano. Te deja los muñones como tomates aplastados. Al principio no se siente, luego te quema. Y de tu mano no hay más que un colgajo de carne, palabra. A mí el Basilio me dijo después que había visto a un perro comiéndose mis dedos. Casi le pego por mentiroso. Con esas cosas no se juega, pero él no entiende. Él no tiene ni padres ni modales. Vive en un cuarto en el callejón mugroso con su abuela. Allí cocinan, allí tienen que pasar los días mirándose las caras, por eso por las tardes él se escapa a la calle. Para no intoxicarse con los humores del cuarto.

Esa tarde estábamos los cuatro: Julio, La Chueca, Basilio y yo. Basilio había conseguido unos soles, producto de todos los mandados que hacía a las familias del barrio. Los demás nunca teníamos dinero, él sí. Siempre. La Chueca se había sentado en la vereda para observarnos, dizque estaba con su ropa nueva de navidad y no quería ensuciarla. Julio hizo un ademán con la pierna y levantó tierra. La Chueca se fue a su casa molesta; le había entrado polvo en los ojos.

—Pues vete, Chueca, a ver si te va mejor en tu casa haciendo empanadas. Pero me traes un par cuando estén listas.— gritó Julio. Basilio y yo nos reímos. En serio pensábamos pasar luego por la casa de la Chueca para gorrearle una mazamorrita o unos chocolates. Ella no dijo nada y se apresuró por entrar a su casa. Tiró la puerta.

En eso, Basilio que había estado pensativo se manifestó.

—Y ahora, ¿qué hacemos?

—Pues no sé ¿quieres que saque la pelota? Tengo una nueva que acabo de encontrar en el closet de mi vieja. Si quieres la traigo.—dije tratando de animarlos.

—No seas idiota, ese es tu regalo de navidad. Lo vas a estropear—dijo Julio.

—Pero podemos hacerle una bromita a la Chueca — propuso Basilio — ¿Ven esas jaulitas a la entrada de la casa de la Chueca? Pues son las jaulas de las palomas. Ellos siempre tragan pichón. Les vamos a joder la cena de noche buena, si tenemos suerte. Pero fijo fijo que los dejamos sin palomas para el año nuevo .

—Pero se van a dar cuenta, no seas cojudo. Se van a dar cuenta y luego nos vamos a meter en líos con los viejos. No way, yo no me meto a hacerle nada a la palomas, dije.

—¿Pero quién se va a dar cuenta? Los papás de la Chueca no están en su casa, los vi salir en el auto hace un par de horas y todavía no han vuelto. Solamente están en la casa la Chueca y su empleada y esas deben estar tragándose la mazamorra de la noche mientras ven las novelas. Dicho esto, Basilio me abrazó y yo ya no tuve más excusas para no participar en el juego.

Fuimos los tres a comprar los instrumentos. Regresamos con una bolsa llena de cohetecillos verdes y rojos, de esos que puedes reventar en la mano. A Basilio hasta le alcanzó para comprar una ratablanca y unos helados. Bueno, chicos —nos miró y agregó—: ahora lo que viene es sencillo, solamente tenemos que bajar las jaulas de las palomas y les metemos sus regalitos. Espérate, oye, qué haces, Julio, la ratablanca es para el final, para la jaula más grande.

La furia de Tánatos

Autor: Jorge L. Sánchez
(Lima, 1979)


A mi enemiga, porque lo prometí.


Ya lo había previsto hacía mucho tiempo. Cuando el silencio se apoderaba del espacio él solía mover el lápiz tratando de igualar sin fortuna las facciones de la mujer que miraba sus ojos casi con amor. Ella disfrutaba examinando esos trazos sin vocación y sin talento. Por los resquicios del mal retrato (alimentado de líneas independientes y de trazos falsos) ella sabía, como Freud, que éste sería sólo un amor trunco. Se dijo que los amores siempre son truncos, porque se espera que posean una virtud inexistente: la eternidad.


Se alegró al saber que no tenía ganas de llorar. Caminó hacia su habitación mientras empezaba a sentir el placer de saberse dueña de todo. A un lado de la cama, le pareció que el mueble misterioso que fungía de velador era ahora particularmente pequeño, como si se hubiera disminuido por el miedo; era un cubo de pumaquiro cuyo color entre el amarillo y el naranja apreciaba como una obra de arte. Las cerraduras en los cajones mostraban el santuario del hombre que debía a empezar a odiar. Pensó en usar un cuchillo para la cerradura o quizá un palo de escoba para golpear el tablero. O quizá patear el fondo del mueble que -de seguro- cedería con facilidad. Pudo haberlo hecho antes, pero habría significado terminar con la confianza hipócrita que se tenían. Ahora, que ya no estaba, no sólo podría leer, sino romper o quemar cuanto papel encontrara. Pero no lo hizo. Se sentó con la tristeza de saber que no sería divertido sin una cara de indignación que elevara el acto a la categoría de reto, de provocación. Hacerlo ahora no sería otra cosa que atentar contra sus propias cosas: como insultar al espejo, como escupir a su propia foto. Imaginó garabatos inundando páginas enteras y páginas enteras inundando los cajones. Imaginó cuentos sin terminar y algún poema mal terminado. Recordó sus cejas arábigas, su mirada sexual.


Las diez de la noche. El debería estar sentado frente a la computadora observando la pantalla durante horas antes de atreverse a escribir una sola línea. Ella se lo había reprochado mil veces, le había dicho que se deje llevar por sus emociones, que escriba con el corazón. Invocó, nuevamente, su imagen decorada con aquella detestable sonrisa de autosuficiencia mientras se jactaba, como Rimbaud, de poseer una superioridad basada en su falta de corazón. Ahora empezaba a creerlo. Empezó a percibir aquellos sentimientos confusos que ella misma había tratado de comprender mediante lecturas interminables: el Tánatos, bendito Freud. De algún modo supo entonces que un hombre es representado por símbolos: ahora odiaba también a Borges y a Lovecraft, a la voz Norah Jones y de Carla Bruni, a las pinceladas de Van Gogh y de Monet. Lo odiaba a él, por haberse ido.


Conocía el motivo de su partida. Sabía que no era por la piel de la mujer que ahora estaría acariciando; que no era por pasar más tiempo creando nuevas y ridículas doctrinas filosóficas con aquellos dos amigos que no lo abandonaron cuando hacerlo era casi una obligación moral; que no era por caminar noches enteras por lugares plagados de prostitutas y de ladrones, jugando con la idea de poseer a cualquiera de esas mujeres por algún billete extraviado en el fondo de su bolsillo, o de probar su osadía mirando fijamente los ojos fieros de los que estaban dispuestos a matar por menos que eso. Buscar un motivo en su propio comportamiento le pareció -como debe ser- inverosímil, pensó que no hay nada que una mujer pueda hacer para alejar a un hombre que previamente no haya querido alejarse y que tan sólo podía haber un motivo: su naturaleza. Ella le había dicho que él era una suerte de Epicteto moderno. Él se defendió diciendo que la renuncia es un atributo del asceta y ella replicó, citando a Yourcenar, que nada es tan peligrosamente fácil como renunciar. Lacónico, él dijo que llegaría el momento de renunciar a renunciar. No se dijeron más aquella noche, pero ella supo entonces que llegado el momento no estaría ahí para disfrutarlo aún a costa de merecerlo.


Sentada sobre el suelo, observaba con detenimiento los cajones con cerradura. Pensó que no era necesario leer uno solo de esos papeles para saber algo de quien había dormido con ella tanto tiempo: lo sabía todo. El interés, el amor o la obsesión la habían hecho preguntar por cuanto podría saberse e interpretar dibujos y textos con un fervor rayano en lo extraño. Sabía lo que nadie sabía, y eso le daba un poder que disfrutaba sin pudor. Pensó que encontrarlo no sería una tarea difícil. Y que buscarlo no sería reprochable dado que un hombre predecible y de gustos consuetudinarios es un hombre que de algún modo quiere ser encontrado. ¿Y cuando lo encontrara qué?, ¿qué decirle?, ¿qué hacer?


Sabía que la eliminación temporal del Tánatos no sería mala idea. El placer del Eros sexual la movía casi a cada instante y aunque él no había sido su primer hombre, había sido algo peor: el último. Lo deseaba tanto que lo odiaba con minucioso desprecio. Recordó sus ojos grandes y sus labios semiabiertos en una sonrisa burlona. El camino del Eros. ¿Y si no? Siempre estaba el otro camino. Se puso de pie con la rapidez de la nueva resolución y se dirigió a la cocina, cogió un cuchillo largo y caminó hacia la puerta. Guardó el acero dentro de sus ropas. Antes de salir, observó la casa vacía.