Thursday, May 11, 2006

Tarde de miércoles

Autor: Lino Sangalli
(Lima, 1950)

Los miércoles por la tarde son especialmente pesados. Los viernes por el contrario son luminosos, el optimismo se nota en la cara de la gente. Pero los miércoles no; son grises y tediosos por lo general y nunca pasa nada. Con estos pensamientos dando vueltas en su cabeza, llegó aquel miércoles de febrero al Banco Intercontinental la señorita Magnolia Ribera. Como siempre arribó con diez minutos de anticipación. Saludó cortés, pero fríamente, a los conserjes y a todo aquél que se cruzó en su camino hasta llegar a su pequeña oficina en el Departamento de Valores en el sótano del edificio. Desde que doña Tula Matellini, esposa del dueño del banco había convencido a su madre, (vamos Inesita que ya no es una bebe y debería de trabajar, así se distrae y te ayuda con los gastos de la casa) no había faltado ni jamás llegado tarde. Estaba a cargo de la Sección Cajas de Seguridad y jamás permitía que nadie traspusiera las rejas que la separaban del resto del banco, como no se tratara de algún cliente al que acompañaba siempre hasta que salía del área que consideraba su feudo. Los conocía a todos y les tenía gran familiaridad. Por su parte, tanto los clientes como el resto del personal respetaba a aquella solterona poco favorecida, alta, de buen porte y hermosos cabellos negros. Aunque tenía un cuerpo espectacular, este contrastaba notoriamente con su cara angulosa y flaca de rasgos equinos y enormes dientes que parecían necesitar morder el freno. Su carácter calmado, sus buenas maneras y su educación británica, atraían el respeto y la confianza. Muchas de las damas que guardaban sus joyas en las cajas de seguridad se las mostraban orgullosas y comentaban con ella hasta sus secretos más profundos.

Manuel La Rosa acababa de ser ascendido a segundo asistente del jefe de la Oficina de Bolsa del banco. Su ingreso a la institución había resultado una sorpresa para todos, pues no encajaba en los rígidos estándares que el fundador del banco había impuesto para la selección de personal. Cuando el preocupado gerente de recursos humanos se lo hizo notar, don Fabricio Matellini había contestado que ya era hora de cambiar un poco las pautas que su abuelo había esbozado y que la Institución debía modernizarse. Comentó que el muchacho a pesar de su orígenes marcadamente andinos se había graduado con honores en San Marcos y que merecía una oportunidad. Además don Fabricio pensaba, aunque no lo dijo, que así se abrían nuevas posibilidades de atraer clientes de los nuevos sectores que estaban surgiendo con fuerza. En la entrevista personal, La Rosa había demostrado tener grandes conocimientos, amplia cultura y un fino olfato para los vaivenes del movimiento bursátil y Matellini que era buen conocedor del talento reconoció que tenía delante una posible gran fuente de ingresos para su banco y no dudó en contratarlo. Además consideró una ganga la remuneración que pretendía y por su carácter sumiso y callado sería fácil de manejar. Desde su incorporación Manuel demostró que don Fabricio no había estado equivocado y empezó a destacar nítidamente en la Oficina de Bolsa, atrayendo a muchos nuevos clientes y alcanzando importantes beneficios para el banco. Llegaba muy temprano, se internaba en su cubículo del tercer piso y se retiraba ya bien entrada la noche. No conocía a muchos de los trabajadores de la empresa, salvo a sus compañeros de labores, con los que apenas mantenía una estricta relación de trabajo pues ninguno lo consideraba digno de su amistad y más bien lo miraban con recelo y algo de envidia por el trato cortés que le daba el dueño del banco. Manuel tampoco ponía mucho de su parte para relacionarse con quienes él consideraba unos engreídos y maleducados.

En septiembre, coincidiendo con la llegada de la primavera, se celebraba el aniversario de la fundación del banco y ese año en que cumplía su primer centenario se decidió hacerlo con una gran recepción en la que se agasajaría a todos los trabajadores. Era la primera vez que se hacía algo así pues por lo general las celebraciones no pasaban de ser cenas formales de los Directores con los Gerentes y jefes de sección. Era deseo de la Dirección que se fomentara un espíritu de unión y camaradería entre todos sin distinciones y ordenó que la conformación de las mesas fuera designada por el gerente de recursos humanos. La expectativa crecía a medida que la fecha se aproximaba y el tema de las mesas se convirtió en inevitable en todas las conversaciones. Al llegar el día señalado, a las ocho de la noche, en punto como decía en la invitación, Magnolia, vestida elegantemente, pero algo anticuada, se encontró en su mesa con un “cholito bajito de anteojos”vestido impecablemente aunque con colores chillones, que se presentó de manera amable como Manuel La Rosa de la Oficina de Bolsa. Ella contestó al saludo educada, como le habían enseñado las monjas, pero marcando la distancia que consideraba debía haber entre la hija de un miembro distinguido de La Sociedad Fundadores de la Independencia y un seguro descendiente de los invasores de Independencia, aquel distrito lejano. Manuel, que no tenía mayor conocimiento sobre mujeres y que jamás había tratado con alguien que él consideraba una dama de sociedad, quedó encantado con lo que a sus ojos se mostraba; una señorita de modales exquisitos y elegancia extrema aunque un poco feíta, la pobre. Se sintió enseguida en la obligación de atenderla y de complacerla. Le buscó conversación mostrándose muy interesado por su trabajo en el banco y le empezó a preguntar luego por su familia, confesándose gran admirador del abuelo de Magnolia, héroe de la Guerra del Pacífico. Le narró a ella con lujo de detalles, aprendidos para un trabajo de historia en la escuela, la heroica actuación del viejo general en la Batalla de Miraflores. Ella se sintió halagada con la cultura que mostraba “el señor bajito de lentes” y la conversación fue abarcando diversos temas. Brindaron un par de veces con champaña y Manuel hasta se atrevió a invitarla a bailar. Ambos, cuarentones y solteritos, descubrieron que tenían mucho en común. Los dos eran adictos al trabajo y consideraban la puntualidad como la mayor virtud en el ser humano. Nació una amistad basada en el respeto y la admiración. Ella inmoló sus prejuicios en nombre de esa amistad, ya que nunca un hombre le había demostrado algún interés sincero como Manuel.

Nemesio Gardenia era un exitoso comerciante de cuero y había hecho una pequeña fortuna acaparando la producción de la capital. Abastecía a todas las curtiembres importantes y también a pequeños productores. El mercado le empezaba a quedar chico cuando escuchó que las curtidurías chilenas tenían problemas con el abastecimiento de materia prima. Así llegó al Banco Intercontinental para informarse de los pormenores de la exportación. Allí conoció a Manuel quien lo embarcó en un gran negocio de acciones de una empresa química. Gardenia se entusiasmó con los dividendos que realizó en poco tiempo y requirió a Manuel para que le recomendara otras operaciones bursátiles que le reportaran similares resultados. Para aquella época la amistad de Magnolia con Manuel se había vigorizado y eran casi inseparables. Ella lo había inducido a mudarse a un apartamento en el malecón, frente al mar miraflorino y él la había persuadido a visitar a un dentista, paisano de su padre, que le arregló la dentadura cambiándole realmente la fisonomía. Ahora al mirar a Magnolia se podía pensar que le faltaba poco para ser bonita. Ella por su parte se había propuesto hacer de Manuel un hombre nuevo se veía como la versión femenina de Pigmalión, aconsejándolo sobre su ropa, su apariencia, en fin que le cambió completamente el look. Por su parte Manuel también contribuyó a la aparición de una nueva Magnolia. Claro que ambos se tuvieron que poner al día a sí mismos para ayudar al otro, pero el resultado de todo eso fue que los dos mejoraron bastante. Poco a poco la amistad se fue tornando en cariño y una cosa llevó a otra hasta que se anunció la boda. Magnolia convenció a Manuel que él era quien realmente manejaba la Oficina de bolsa del banco y que no le reconocían su esfuerzo como era debido, lo cual era en esencia cierto, y que merecía un importante aumento. Le insistía que debía “ponerse los pantalones” y exigir una mejora sustancial. A pesar de que lo habían nombrado sub-jefe de la Oficina, la remuneración que le habían asignado era inferior a la de otros con menores méritos, aunque no lo tomó a mal hasta que ella se lo recalcó en varias oportunidades. Reclamar no estaba en la mente de Manuel y el tema se convirtió en detonante de su primera discusión. Meses antes de la boda, Nemesio Gardenia había insistido en comprar una importante cantidad de bonos del tesoro. Manuel no había estado de acuerdo por el riesgo que implicaban los bonos al portador. Gardenia lo calmó asegurándole que Magnolia le había recomendado el servicio de las cajas de seguridad del banco que ella resguardaba celosamente. Desde hacía algún tiempo Nemesio había estado cortejando a Magnolia. Se había encaprichado con ella y pensaba que si era buena para Manuel, lo era también para él, que se sentía mucho más digno que el novio para “mejorar la raza”. Después de todo tenía su propia y considerable fortuna personal y aquel no era más que un pobre empleadito. La llamaba con cualquier pretexto y le encantaba quedarse conversando con ella, le enviaba flores y la invitaba a comer. Al principio Magnolia se había indignado con las acometidas de Gardenia, pero el que la sigue la consigue dice el refrán y una tarde aceptó la invitación a cenar por curiosidad de saber lo que realmente quería el tal Nemesio que se decía tan amigo de su prometido. La llevó a un restaurante de lujo y no dejó de halagarla y deshacerse en cortesías hasta que una vez en el auto de regreso, le lanzó a bocajarro una declaración de amor y ofrecimiento de matrimonio que dejó perpleja a la pobre Magnolia. Ella que a sus treinta y nueve años no había conocido hombre, ahora tenía a dos que se disputaban sus favores. Aunque ninguno de ellos se acercara a su ideal, antes no la había mirado nadie y se sintió halagada. Fantaseó unos días con la idea de la posibilidad de conquistar a cualquiera, pero volvió a la realidad cuando Manuel le contestó calmadamente y casi con indiferencia, al enterarse de la aparición de un sorpresivo rival, “ usted debe escoger a quien quiere, mi reina”. Magnolia esperaba una reacción, aunque no violenta, por lo menos alguna, sin esa melancolía andina mezcla de resignación y fatalismo, que pese a sus esfuerzos no había sido capaz de erradicar en Manuel al que parecía darle igual todo. Hubiera esperado que luchara por su amor, pero parecía que eso era imposible como tampoco había logrado que él reclamara por la discriminación de la cual era victima. Se encerró colérica en su oficina sintiéndose frustrada por su prometido y ofendida por su pretendiente. Quería hacer algo para castigar a aquellos hombres y mientras lo pensaba se distrajo mirando una interminable fila de hormigas que descendía del techo para desaparecer por un pequeño agujero en una esquina. ¿De donde habrá salido esta plaga y qué hacen en el tercer piso carajo? Voy a llamar a mantenimiento para que las fumiguen de inmediato pensó mientras reflexionaba sobre lo que su prometida le había confiado esa mañana a menos de dos semanas para la boda. Claro cualquiera puede conquistar así nomás a una mujer de categoría ¿no? Malagradecido carajo te olvidas la camionada de plata que ganaste fácil es enamorar ala de otro porque al coronel le sacaron la mierda los chilenos a los que les vendes tu cuero de puta serrano tenías que ser y que le voy a decir si quiere irse con el otro que me cago por debería sacarle la mierda pero no va conmigo que nunca he peleado mujer es solo abuela cuídate me decía hormigas de mierda como en la casa de mi pa. ¡Señorita llame inmediatamente a mantenimiento para que eliminen a estas hormigas!

Aquel miércoles de febrero, Magnolia salió como siempre a su refrigerio. Nadie notó que además de su bolso llevaba un portafolios, una vez en el taxi dijo sonriente al conductor; al aeropuerto por favor, se recostó plácidamente, cerró los ojos y se vio registrándose en la recepción del hotel Règine de Paris.