Friday, April 14, 2006

El niño héroe

Autor: Luis Hernán Castañeda
(Lima, 1982)


Nosotros, los residentes de la urbanización Aruba, solo concebimos dos tipos de noticias del mundo exterior: las que no llegan nunca a nuestros oídos y las que llegan escritas en los libros de historia. La ciudad, esa maraña de sucesos incontrolables y personajes nefastos que gira tras la garita de seguridad, es una niebla lejana que a veces infecta nuestros sueños, pero se esfuma con la salida del sol. Las casas de la urbanización, blancas, enormes y separadas entre sí por altas paredes con cercos eléctricos, son otros pequeños refugios dentro del refugio mayor, y su existencia se resume en la melancólica contemplación de la playa – que tiene un hermoso muelle con barquitos de paseo – y en el brandy vespertino frente a la chimenea familiar. Somos amigos de la paz, y las pocas veces que nos vemos obligados a cruzar las fronteras de la urbanización, procuramos regresar lo más pronto posible a nuestros hogares, donde gozamos de un encierro jubiloso que, gracias a la valentía del Niño Héroe, nos mantiene alejados de todo peligro.

Quienes hayan tenido la fortuna de visitar Aruba saben exactamente quién fue este pequeño tan especial. No en vano nuestro mayor atractivo turístico es el Plazuela del Niño Héroe, una espléndida rotonda ubicada en el centro mismo de la urbanización que suele ser visitada cada tarde por cientos de palomas blancas. Allí, rodeada de parterres y banquitas, se alza una pequeña estatua de mármol con una placa recordatoria en la base: “A la memoria de nuestro Libertador”. La estatua representa a un simpático personajillo de pantalones cortos, que esboza una sonrisa congelada y sujeta la correa de su mejor amigo: un perrito marmóreo, réplica exacta del original, que parece cobrar vida cuando la llovizna humedece su lengua colgante.

- ¿Alguien quiere escuchar el cuento del Niño Héroe? - preguntan los padres de la región a sus hijos pequeños, abriendo los ojos como huevos duros y mirando de izquierda a derecha -. Pues bien, hace muchos, muchísimos años, en un país encantado donde los sueños se hacían realidad...

¿Cómo llegó este niño a convertirse en héroe de toda una comunidad? La historia empezó hace cuarenta años, cuando tuvo lugar una temporada que ha venido a recordarse como “el invierno de los idiotas”. Estos hombres, unos sujetos muy desagradables cuya procedencia sigue siendo desconocida, llegaron un día para hacer de las suyas y se marcharon al poco tiempo, todos juntos y sin motivo aparente, así como habían aparecido. ¿Por qué se les llamaba idiotas? No tenían largos y colgantes brazos de simio, ni grandes ojos de pescado que miraran con fijeza; lo cierto es que algún residente había inventado el apelativo y todos lo encontrábamos apropiado. Aunque los idiotas no eran vándalos ni mendigos, su presencia no fue bienvenida. Nadie sabía lo que buscaban entre nosotros. Se les veía merodear en grupo, recorriendo los descampados de grama o remando en los botecitos de madera. Nosotros, incapaces de elevar nuestro desconcierto a las fuerzas del orden por el sencillo motivo de que la presencia de los idiotas no violaba ninguna ley, nos cuidábamos de estar en casa al caer la noche para evitar encuentros peligrosos. Incluso contratamos los servicios de una empresa de guardianía para velar por la seguridad de nuestros hijos. Lo cierto es que Aruba había cambiado.

– ¡Raza inferior! – maldecían los vecinos.

La familia Benavides, una de las más antiguas y respetadas de la urbanización, se avino dulcemente al nuevo estado de cosas. Sus tres miembros, el padre, la madre y el hijo, tomaron la invasión de los idiotas como un fastidio transitorio, aunque menor y soportable al fin y al cabo. El hijo, un pequeño de nueve años llamado Cyril, tenía un perrito blanco de raza indefinida al que había bautizado como Antonio, nombre que generó cierta perplejidad por ser más adecuado – el argumento era esgrimido una y otra vez por la madre – a una persona que a un animal.

Cyril era un niño feliz. Sin embargo, siendo hijo único, apenas contaba con su imaginación como compañera de juego, y esto suscitó varios malentendidos. Sus padres lo amaban, pero cada uno a su manera intraducible. El señor Benavides era un abogado de sesenta años de edad que fue padre por primera vez con el nacimiento de Cyril. El niño lo veía como un señor inusualmente tétrico que iba siempre vestido de negro, como para asistir a un funeral imaginario. La señora Benavides era veinte años más joven que su esposo, y aunque Cyril carecía de una opinión formada sobre ella, no podemos recriminárselo. Lo cierto es que en su juventud había sido una mujer de carácter, pero el trato diario con su esposo había acabado por deprimirla para siempre.

El cachorro Antonio llegó a la casa en circunstancias difíciles. No era el primero ni sería el último de los perros de la familia, que gozaba de una reputación por la belleza de sus ejemplares. El padre los adoraba como si fueran sus hijos, e incluso más, pues su obediencia carecía de fisuras. Cuando apareció Antonio, tuvo que compartir el espacio con tres Rottweilers, tan sumisos y robustos como osos amaestrados, y con un pequeño Schnauzer ladrador que había sido adiestrado en todas las artes de su raza: hacerse el muerto, dar la pata, traer pelotas y desenterrar monedas a cambio de galletas eran algunos de sus trucos favoritos. Los cuatro inquilinos, que se trataban entre sí como compañeros de dormitorio, habitaban una jaula al fondo del jardín y solo se les permitía salir cuando llegaba un visitante – amigos de la familia, pero sobre todo clientes del padre – dispuesto a dejarse impresionar. Ese era, qué duda cabe, el truco fundamental de los perros Benavides, azuzados por la pasión entre filosófica y cirquera del padre, que los usaba como ejemplos en sus habituales reflexiones sobre la vida y la muerte:

– En tiempos antiguos – contaba, y su voz resonaba entre las paredes de una iglesia imaginaria –, se creía que las almas de los difuntos debían recorrer un páramo desértico antes de llegar al paraíso. Estos animales se encargaban de llevarles agua en el cuenco de sus orejas, y de ahí el gran amor que actualmente les tenemos.

El caso de Antonio fue especial. Llegó por casualidad y sin previa invitación. La mañana de un sábado, empezó a gimotear en la puerta y cuando lo dejaron entrar se descubrió que estaba herido. A todas luces había sufrido algún accidente, pues cojeaba y tenía una pata en alto. Fue sencillo determinar su edad, era solo un cachorro de cinco o seis meses, pero el problema de su raza jamás fue resuelto. Era muy pequeño, y se notaba que al cabo de varios años lo seguiría siendo. Su pelaje, blanco y pegado al cuerpo, no coincidía con sus orejas, grandes y negras, ni hacía juego con sus ojos, verdes y rasgados. El padre, un experto en materia canina, dio tres respuestas aproximadas, pero combinadas entre sí el resultado era una mutación innombrable. La madre concluyó que era un perro callejero, un ser tan peligroso y desamparado como los idiotas, y que lo más aconsejable era no acercarse demasiado pues de seguro ocultaba enfermedades contagiosas. El padre fue del mismo parecer, pero el pequeño Cyril, que hallaba fascinante la idea de que un perro careciera de dueño, cargó al cachorro en sus brazos y prometió cuidar de él hasta convertirlo en una mascota decente. La oposición fue tibia, pues los adultos se convencieron de que la responsabilidad sería provechosa para su hijo. Cyril tuvo libertad para escogerle un nombre y estuvo pensando durante días hasta dar con Antonio, un bautizo irregular que fue tolerado con la indulgencia suspicaz que dispensamos a los niños.

Al principio, Antonio vivió dentro de la casa, acurrucado en una cajita con frazadas en la habitación de Cyril. Desde el primer día, se negó a aprender los trucos que se esforzaban por enseñarle. Fue inútil ofrecerle galletas para recompensar una obedencia de la que parecía incapaz. Era remolón, ladino y despreocupado, y cuando no estaba robando el alimento de los otros, lo encontraban durmiendo o desgarrando los zapatos de la madre con un afán destructor que ella juzgaba premeditado. Entre sus vicios, el apetito desmesurado era el peor. Cyril lo alimentaba a escondidas para silenciar sus ladridos incesantes, y llegó a engordar como si lo hubieran cebado. Convertido en una pelota nívea, renuente a cumplir la más sencilla de las órdenes, se paseaba como un monarca por su reino de excrementos y jirones de ropa, hasta el padre lo confinó a la jaula de sus mayores, pero estos tampoco quisieron recibirlo. Como prueba de su rechazo, optaron por atacarlo entre los cuatro en una trifulca feroz que despertó a la familia entera una madrugada. Casi lo matan, de modo que el padre le mandó construir una jaula individual. Cyril vio con malos ojos esta resolución y recurrió a todas sus armas para obtener el perdón, desde la más primitiva, llorar implorando piedad, hasta una que aprendió de la televisión, declararse en huelga de hambre, pero solo consiguió que le permitieran sacarlo a jugar durante algunas horas a su regreso del colegio. El resto del tiempo Antonio permanecía enclaustrado, mirando a través de los barrotes y esperando que el niño lo liberara de su encierro.

– No te preocupes – dijo el señor Benavides -, los perros chuscos se acostumbran rápido.

La situación de Cyril no era muy distinta. Durante el invierno de los idiotas, eran pocos los niños que salían a la calle. Se hablaba de un peligro inminente, de una amenaza borrosa que acechaba a los residentes, pero que yo sepa estos temores nunca se concretaron. De todas formas, las casas permanecían cerradas con sus habitantes recluidos al interior. Cyril era llevado al colegio cada mañana y recogido cada tarde. Fue así como desarrolló un hábito extraño. Después de saludar a sus padres con el beso obligatorio, se quitaba el uniforme escolar de un par de zarpazos, despachaba las tareas, rescataba del jardín a un exaltado Antonio y se encerraba con él en su habitación hasta altas horas de la noche. Durante sus reclusiones, juzgaba como una profanación que los adultos se entrometieran por cualquier motivo, y si alguna vez le tocaban la puerta respondiendo a una curiosidad natural, o simplemente para avisarle que la cena estaba lista, el niño contestaba desde el interior con un chillido de roedor acorralado. Lo que hacía con Antonio en la soledad de su refugio era un misterio para todos los demás, y al parecer podía verse mortalmente afectado por la más leve interrupción. ¿Por qué no jugaban en el jardín, a la vista de todos?, se preguntaban los padres. Entre las cuatro paredes que protegían su intimidad, podía estar ocurriendo cualquier cosa, y era justamente esa indeterminación lo que excitaba la imaginación de los señores Benavides. Si Cyril encontró una ocupación, ellos inauguraron un deporte: el de atribuir cada noche, discutiendo las opciones con un celo parecido a la felicidad, un pasatiempo distinto a los compinches invisibles. Ignorante de sus cuchicheos, Cyril había hallado un motivo para asistir a la escuela, que solía aburrirlo hasta las lágrimas, con una sonrisa de felicidad. En la biblioteca de primaria, refundido entre textos de matemáticas, descubrió un libro de perros que exponía, con descripciones y fotos a color, la totalidad de las razas caninas existentes en el universo. Poco a poco, tomándose un recreo para examinar una raza en especial, fue enterándose de las diferencias, unas nimias y otras notorias, que distinguían a unos canes de sus parientes. Era inevitable intuir, con una mezcla de pavor y regocijo, que cada raza descartada lo acercaba más, como las pistas de un caso policial, a su descubrimiento, la esperada posesión de la verdad sobre Antonio. Hasta que un día, abriendo el libro de perros en la página marcada el recreo anterior, lo asaltó una revelación. La foto mostraba la cabeza y la cola tiesa, enhiesta como una antena. El resto del animal, blanco como la nieve que cubría la orilla cercana, estaba sumergido en las aguas del Atlántico, según rezaba una leyenda que incluía el nombre y el origen del animal.

– ¿Has oído hablar de los perros islandeses? – interrogó a su mejor amigo, un chiquillo de ojos adormilados que apenas si entendió la pregunta –. Son acuáticos. Pueden resistir temperaturas bajísimas gracias al pelaje, que está recubierto de una grasa especial. Usan la cola de timón y logran nadar kilómetros enteros antes de cansarse. Si se aburren de tanta agua, pueden bucear. Si están hambrientos, cazan un pez. Si sienten sueño, se toman una siesta, ¿y sabes cómo?, flotando panza arriba con los ojos cerrados. Ya sé lo que quiero para Navidad – miró al techo fingiendo inocencia –. Son los mejores perros del mundo, y uno de ellos será solo para mí.

En la imaginación de Cyril, Islandia se encarnaba en una imagen solitaria. Había una casa de madera, con un techo a dos aguas y una chimenea siempre humeante, frente a un jardín cubierto de nieve fresca. Desde el jardín, atravesando un sendero de sicomoros, se podía llegar a una playa desierta. La casa estaba habitada por hombres vestidos con ropas blancas que pasaban los días leyendo enormes libros de páginas interminables, y eran buenos y generosos como nadie podía serlo. Algunas noches, Cyril subía al techo de su casa y observaba las constelaciones de lucecitas diseminadas sobre los cerros, pensando que eran el mapa de una ciudad desconocida. ¿Así sería Islandia?, se preguntaba, ¿así sería? Entonces aparecía el sol iluminando las casuchas apiñadas y la ilusión se desvanecía. En realidad, Islandia era Aruba pero sin idiotas.

Mientras tanto, el señor Benavides había alcanzado un veredicto:

– Es una obsesión. El chico debería salir más, buscar amigos de su edad. Hablar con alguien por lo menos.

– ¿Y qué si prefiere estar solo? – intervino la madre –. Además tú le has prohibido salir.

– Es que no está solo. Está con Antonio.

– ¿Y si juegan juntos, cuál es el problema?

El señor Benavides suspiró profundamente y se apretó el tabique de la nariz con dos dedos, como siempre que perdía la paciencia.

– El otro día – rezongó –, los estuve espiando. Me puse detrás de la puerta y escuché un momento. Ya sé lo que hacen realmente.

Tomó la cabeza de su mujer con ambas manos y le susurró algo al oído.

– Es imposible – dijo ella –. Es perfectamente absurdo.

– Te lo estoy diciendo yo. Además, tú conoces a nuestro hijo.

La señora Benavides se volteó en la cama, dándole la espalda, y se echó a llorar. Pero como aún conservaba ciertas ideas propias en algún desván de la memoria, probó defender a Cyril por última vez:

– Que haga lo que quiera. Yo lo apoyaré.

– Basta, mujer. Este sábado llevaré a ese demonio a la perrera, y que no se diga más.

Fue la madre la encargada de comunicarle las malas noticias al niño, mientras el señor Benavides se empeñaba en darle cuerda a un viejo reloj bañado en oro que había adquirido en una feria de antigüedades. El pequeño escuchó la acusación con los ojos en el piso y las manos tras la espalda, y de pronto sintió un dolor, y era que casi se había desollado la palma de la mano de tanto rascársela con las uñas. Cuando terminó el discurso de la madre, el padre se acercó a acariciarle la cabeza y Cyril dio las gracias, pues ese gesto señalaba el término del ritual. Se dirigió a su habitación caminando con lentitud, contando cada uno de sus pasos, y cuando finalmente pudo echarse en la cama, se había esfumado del todo aquel deseo de morir que se le había manifestado en forma de sudores fríos. En su lugar dejó un agujero cálido, que el niño empezó a llenar con los detalles del plan concebido mucho tiempo atrás en previsión de una desgracia que sabía inevitable. Era un viernes por la tarde, de modo que apenas disponía de unas horas. El sábado por la mañana, su padre despertaría al amanecer, subiría al automóvil con Antonio y lo llevaría a un lugar oscuro y malvado, donde un hombre con un mandil manchado de rojo lo observaría con apetito a través de las rejas. El plan no era sencillo, pero si todo resultaba, Antonio podría respirar en paz, y todos los peligros que Cyril corriera para lograrlo habrían valido la pena. El mayor obstáculo era la posible intervención de los idiotas, pero dada la situación, ¿qué podía hacer si no arriesgarse? Así que estaba decidido. La noche siguiente, mientras todos estuvieran dormidos, Antonio partiría directamente hacia Islandia.

A la hora señalada, Cyril se deshizo de los cobertores y fue a la habitación de sus padres. En silencio, robó la navaja suiza del cajón y la deslizó en su bolsillo. “Puñal de pirata”, pensó. Luego salió al jardín y liberó a Antonio. El animal, que se mostraba dócil con él, bajó el cuello para dejarse enganchar la cadena de paseo. Estuvieron espiando durante diez minutos por el ojo mágico para comprobar que no había nadie en la calle. Seguros de su soledad, abandonaron la casa y empezaron a atravesar el balneario desierto, siempre hacia el mar, Cyril observando las fachadas silenciosas con una especie de fervor, y Antonio jalando de la cadena por cualquier distracción que le saliera al paso. Para su suerte, la playa estaba vacía. Había luna llena y la arena parecía brillar con su propio resplandor. Las olas se deslizaban como surcos casi imperceptibles, barridos por una brisa suave, y los botecitos se bamboleaban apenas sobre la superficie tersa. El muelle, un largo puente negro, se proyectaba hacia un horizonte cubierto de niebla. Por primera vez en la noche, Cyril esbozó una sonrisa. Desenganchó a Antonio, lo cargó en sus brazos y empezó a caminar sobre las tablas del muelle. Había dado unos veinte pasos cuando el manto de niebla perdió su espesor, permitiéndole ver una figura espigada que permanecía inmóvil en el último tramo del puente. Cyril se detuvo en seco y aferró la navaja suiza, pero como la figura parecía indiferente, dejándose bañar por las gotitas saladas de la brisa, decidió acortar la despedida. Apretó a Antonio entre sus brazos, lo besó en la cabeza y consintió que su mascota le lamiera la nariz, cosa que normalmente le daba cosquillas. Cargó al animal, que no cesaba de agitar la cola, por encima de la baranda, manteniéndolo en suspenso sobre las aguas. Tras un instante de vacilación, lo soltó. Sus manos quedaron vacías. Metros más abajo, en el punto del impacto, apareció una aureola de espuma blanca.

Ahora, vete a casa.

Permaneció un rato acodado en la baranda, esperando que Antonio reapareciera en la superficie y empezara a nadar siguiendo su instinto o su nostalgia. Esperó tres minutos, luego siete y con gran esfuerzo hasta los diez, pero a los quince minutos de espera ya no pudo soportarlo más. Sintió que era él mismo el que se hundía, y que a pesar de sus intentos de volver a flote, el océano se lo tragaba como un remolino invencible. No alcanzó al minuto dieciséis. Una segunda aureola blanca apareció junto a la primera, pero esta, más grande y pertinaz, tardó largo rato en desaparecer completamente.

Cuando Cyril despertó, estaba arropado con unas mantas extrañas. Una fogata encendida sobre la arena iluminaba el escenario. A su lado, un pequeño bulto recostado permanecía inmóvil como un objeto. De pronto el bulto se movió y Cyril supo, con un suspiro de gratitud, que podía respirar tranquilo. Allí estaba Antonio, pero había alguien más cuya presencia tardó en advertir. Sintió una sacudida y quiso huir, pero lo pensó mejor y permaneció quieto entre las mantas. Ella estaba sentada sobre un tronco y lo miraba fijamente. Vestía de azul, con una chompa y un pantalón del mismo color; su cabello negro estaba húmedo y brillaba en la claridad lunar. Era una mujer, pero ¿qué hacía aquí? Tenía el rostro pálido, la nariz pequeña y ojos cafés que no se apartaban de Cyril. Le sonreía. Incluso en la oscuridad podía adivinarse que era muy hermosa. Sin exagerar demasiado, era la mujer más hermosa que Cyril vería en su vida. Y además le sonreía. Sus ojos, ¿por qué lo miraban así, sin despegársele? Eran bellos, pero había algo en su manera de concentrarse exclusivamente en Cyril que lo ponía nervioso, que lo hacía sospechar. ¿No tenía miedo de salir sola? Una mujer sola, en plena noche, sonriéndole a Cyril tan desvergonzadamente, sería presa fácil para cualquier idiota vagabundo. Su madre, por ejemplo, jamás saldría sola a estas horas. Había algo muy raro en todo esto.

– Tranquilo, no te voy a comer – dijo ella –. Mi nombre es Mariana, ¿y el tuyo?

A menos que... – pensó Cyril, y la idea lo hizo saltar como electrificado al convertirse en certeza. Buscó con terror en su bolsillo, y por fortuna la navaja suiza seguía allí –. Puñal de pirata, mi salvación...

Una hora más tarde, el señor Benavides corría escaleras arriba con Cyril en brazos. Una comitiva bastante animada, compuesta por la madre de Cyril, el señor y la señora Lavalle, un vigilante de la urbanización y tres o cuatro curiosos, los seguía muy de cerca, cuchicheando con las manos en la boca. El señor Benavides entró al dormitorio de Cyril, depositó al niño en la cama, cubrió su cuerpecito con una manta y acto seguido se horrorizó:

– ¡Suelta eso! – le dijo al niño, arrebatándole la navaja manchada de rojo y arrojándola por la ventana abierta.

Ya la comitiva había invadido el dormitorio y sus miembros rodeaban la cama de Cyril. El vigilante era el más preocupado: “yo no tengo nada que ver, yo solo encontré al niño”, repetía para sí, temblando. El señor y la señora Lavalle, vecinos de la urbanización, estaban tomados de las manos y clavaban los ojos en Cyril con una extraña intensidad. La madre del niño se había arrodillado junto a él y acariciaba maquinalmente sus bucles castaños. Cyril se sentía sereño, más repuesto ya del chapuzón gélido. Antonio se hallaba sano y salvo en su pequeña jaula y nada más podía importarle.

– ¿Por qué lo hiciste, hijo mío? – exclamó el señor Benavides, llevándose las manos a la cabeza.

– Sí, ¿por qué? – corearon al unísono los esposos Lavalle –. ¿Qué te hizo nuestra Mariana para que quisieras...?

– ¡Hijo! – la madre de Cyril soltó un sollozo –. Pudiste haberla matado.

Cyril los miró a todos con infinita sorpresa. Y afectando una inocencia que le sentaba a las mil maravillas, pronunció las célebres palabras que lo convertirían en héroe para siempre:

– No sé de qué están hablando. Yo saqué a pasear a Antonio, y cuando llegué a la playa vi que un idiota estaba atacando a mi vecina. Si mi perro y yo no la hubiésemos defendido, piensen en lo que podría haber pasado.

– ¿Un idiota? – preguntó el señor Lavalle, esperanzado –. Hijo, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Y dónde está ese idiota?

– En el fondo del mar, por supuesto. Y espero que nunca salga, por el bien de todos nosotros y por el futuro de nuestra urbanización.

Nadie pudo refutarlo.

Es triste el destino de los héroes. Cuando cae el telón, parece que todo discurre cuesta abajo. El caso del Niño Héroe no fue la excepción. Durante una corta primavera, el azar estuvo de su lado: la única persona que podría haber desafiado su versión de los hechos, falleció poco después del incidente, víctima de las heridas provocadas por el “ataque del idiota”. Los señores Lavalle, destrozados por el deceso de su única hija, hicieron circular una carta en la que se culpaba de todo “a esos miserables” y se felicitaba a Cyril Benavides por su “gran acto de valentía”. La carta incluía una narración de la escena heroica que bastó para despertar los chismorreos y cimentó las bases de una leyenda. El resto es historia conocida. Pasaron los años y la memoria se llenó de bruma. La presencia del Niño Héroe en los cuentos para niños sigue estando garantizada, pero si por casualidad algún visitante sin mayores luces sobre la historia local interrumpe esos lindos relatos para inquirir por el nombre real del pequeño, un silencio preñado de sarcasmo se encargará de responderle. Y luego las risas: “Por favor, ¿todavía cree en cuentos para niños?”, o: “¿Ha oído hablar de la ficción?”. De esta manera, el protagonista de esta historia se deslizó impunemente a una adolescencia anónima, pasó sin transición a una adultez mediocre, y, cuando ha tratado recientemente de reflexionar sobre sí mismo, descubrió que ya es demasiado tarde. Hoy nadie lo reconoce en la calle. Nadie sabe quién soy ni qué hice en el pasado. He cambiado tanto, que a veces ni yo mismo me veo reflejado en la estatua del parque. Me gustaría venir a visitarla cada fin de semana, pero con las restricciones impuestas a los turistas se ha hecho muy difícil ingresar a Aruba. Así es, ahora soy un extranjero. La narración de mi destierro tendrá que esperar hasta una ocasión más propicia. Por el momento, contar esta historia me ha hecho feliz, pues he podido experimentar la fugaz ilusión de que nada ha cambiado. Mientras escribo estas líneas, el Niño Héroe continúa inmóvil en su gelidez marmórea, alimentando con su silencio una leyenda feliz que cada vez me pertenece menos.