Ave Fénix
(Lima, 1979)
I
Descansaba mi cabeza en el vidrio de la ventanilla. Recién tenía la tranquilidad para pensar en todo lo que había pasado desde que llegué al trabajo en la mañana y recibí la noticia. Podía recordar cómo me confundía por los interminables pasillos del ministerio, en una multitud de camisas blancas y corbatas azules con paso apurado, así como el bus que avanzaba por las calles sucias de las afueras de Lima. Se abría paso entre la desordenada multitud de vendedores ambulantes y el alboroto de una gran cantidad de bocinas, el sonido del ascensor, las puertas se abren, la luz verde del semáforo, casi las ocho, buenos días, la recepcionista chateando por el messanger, buenos días señor Ramírez, en medio de una balada romántica de Ricardo Montaner, los pitos de los policías, el sonido persistente del teléfono en mi oficina. ¿Manuel? Qué tal, soy Teobaldo Díaz, el amigo de tu padre. ¿Me recuerdas? El cielo plomizo se escurría detrás de las pequeñas antenas de televisión en los techos repletos de muebles roídos. ¿Qué tiene que decirme sobre mi padre, Don Teobaldo? El alma en un hilo, los cables que se tambaleaban entre postes llenos de sobrecargados anuncios de conciertos de música chicha: Chacalón Junior y la Nueva Pasión; La Nueva Sensación Norteña, de los Hermanos Menéndez; Dina Páucar y los Fabulosos de Huaycán.
Caminé arrastrado por mis pies, la cara enterrada en las baldosas entalladas del pasadizo, nuevo semáforo, ahora luz roja, el pequeño letrero de la puerta maltratada por los años y la continua falta de presupuesto: “Gerencia de Recursos Humanos”. Toqué tres veces. Más allá, el humo que despedían las estufas de los chifas y pollerías ascendía detrás de los rutilantes letreros de colores chillones. ¡Adelante! Una voz con indolencia. Disculpe, señor Vargas, ¿puedo hablar con usted? Finalmente salimos del tráfico abrumador y bullicioso, sobretodo en el centro y el barrio de La Victoria. Tomamos la carretera Panamericana. ¡Ah! Es usted Ramírez. Supongo que habrá terminado el informe. El copiloto puso una película de acción: una de Jackie Chang. No señor... sabe usted, venía por otro asunto. Luego de unos minutos se extendía por un costado de la carretera la silueta curvilínea de una mujer esbelta, bronceando su tersa piel canela y refrescándose con el cadencioso vaivén de un baño de espuma. Verá, quería pedirle que me dé tres días libres. Quizás era la desigual geografía formada por los cojines sobre un viejo colchón, color beige, maltratado por el peso de los años. Y ahora quién se le ha muerto... Ramírez. El fastidio y la desidia de ojos pequeños, gafas cuadradas y menudos bigotes. Más bien, los panecillos aún calientes del lonche, remojados en café con leche, o cubiertos por uno de los manteles que mamá bordaba con líneas que dibujaban el mar y las gaviotas. Y yo, imperturbable. Mi padre, señor... me acaban de avisar.
El cielo parecía un gran jardín celeste, con el césped bien cortado y adornado con arbustos de algodón que avanzaban despacio, con formas de ángeles, de rostros, de animales, un barco, una botella. Descansaba en la repisa, a medio metro del escritorio del gerente: Pisco Ocucaje. Más de doscientos kilómetros al sur. Cada forma escapaba lentamente de la anterior. A veces eran formas muy definidas: un águila de alas enormes como las de un ave fénix; Brindo por mi padre. Una tremenda rata vista desde arriba, que de vez en cuando era el rostro gracioso de un chino con pequeños bigotes; Brindo por mi jefe. El rostro de Jesucristo, triste, sufriente, mirando hacia al infinito; Brindo por mí. Una con apariencia de rana; Brindo por el informe de gerencia. A veces perros de dos cabezas, o dos siluetas de hombres pegadas.
Cuando miraba al frente, distinguía a través del parabrisas, los pequeños postes al borde del camino que indicaban los kilómetros recorridos. Kilómetro cincuenta y dos –los letreros cruzaban rápidamente el horizonte, como queriendo no ser leídos–: “Tome Concordia”. Kilómetro cincuenta y siete: “Inca Kola, la bebida del Perú”. Sesenta y tres: “Cerveza Pilsen Callao, la campeona de la calidad”. Sesenta y ocho: “Si toma, no maneje y si maneja, no tome”. Setenta y cuatro: “Ron Bacarat, atrévete a probarlo”. Setenta y nueve: “Siente la suavidad, Hamilton lights”. Eventualmente aparecían en la orilla de la carretera pequeños nichos con cruces artesanales cubiertas de flores. La mayoría eran tumbas de víctimas de la irresponsabilidad, del sueño, de la campeona de la calidad, de la Panamericana. Ochenta y dos. Las vidas que llegan por el frente, que pasan una a una, como las inacabables líneas blancas que separan los carriles de la autopista, y que luego se marchan por el espejo retrovisor. Y de vuelta las nubes, las figuras caprichosas, el cielo, el mar, las dunas, los nichos. Noventa y uno: “La campeona de la calidad”; “si maneja, tome, atrévase a probarlo”; “Sienta la suavidad, Hamilton lights”. Noventa y un años. Faltan más de cien kilómetros por recorrer hasta Pisco. La botella a medio metro del escritorio del gerente. Y el informe que no pude acabar.
II
–Deja de preocuparte por ese informe... ¡Se ha muerto tu padre, carajo! ¿Acaso no te das cuenta? ¿Esa es la estimación que me tienes? –dijo el viejo, sorprendiendo mi tranquilidad con esa voz ronca. Sus verdes ojos caídos me miraban relucientes. Tenía el mismo porte garboso con el que lo recordaba–. Por lo menos si te preocuparas antes por ti... pero por un informe... pregúntate más bien si así como sigues, llegarás a mi edad...
–¿A tu edad? –respondí algo extrañado–. No lo sé. ¿Tú que crees?
–Puede ser, se te ve saludable –exclamó mientras me observaba irónico–, pero la idea es vivirlos plenamente... y no estoy muy seguro de que vivas plenamente tantos años como lo hice yo.
–¿Y tú que sabes? ¿Acaso no crees que mi vida sea... plena?
–Bueno, soportando ese empleo... y, sobretodo, dejando que ese jefe tuyo te trate como lo hace... no, me parece que no. Deberías tener más carácter, hacerte respetar. Deberías ser como tu padre –dijo, y luego añadió, atento a la película–. Oye, mira, recuerdo esa escena. Ese chino es una maravilla. Actúa muy bien, ¿no lo crees?
–Papá –exclamé–, el que no sea cómo tú no significa que no tenga carácter. Además, ése es mi problema, ¿no? Y por último, ¿cómo sabes sobre mi empleo?
–Ten en cuenta que mi actual situación me facilita ciertas cosas.
–Bueno, al final de cuentas, como ya te dije, ése sólo es problema mío.
–Estás equivocado. El problema de los hijos es también el de los padres. Si hubiera sabido que estudiando en esa universidad privada con esa sarta de señoritos pitucos ibas a llegar a donde estás, entonces te hubiera dejado en la hacienda. Ahora ya serías el jefe y serías respetado por todo el pueblo. Además, creo que no lo harías tan mal. Al menos te enseñé todo al respecto: cómo preparar la tierra y hacerla productiva... cómo sembrar y cosechar el maiz, la papa, el camote, la uva, la mandarina... cómo arriar el ganado, trasquilar los carneros, ordeñar la leche, repartirla por aquí y por allá... ¿Te acuerdas? Varias veces me viste tratando con los comerciantes, negociando los precios de la venta y el transporte...
–Es cierto... pero yo ya estoy dedicado a la administración pública, y no me va tan mal... es decir, por lo menos gano un buen sueldo y...
–¡Tonterías! –interrumpió–. Se nota que no has aprendido nada. ¿Crees que la vida es ganar un buen sueldo y ya? ¿Acaso tener una linda esposa, vivir en un lindo departamento en Miraflores, jugar con tus lindos hijitos y un par de perros de raza... o tu carro del año y todas esas gollerías..? ¿Ésa es tu meta?
–Bueno, eso ya sería bastante bueno, ¿no lo crees? –mencioné sonriente.
–Tú no sabes lo que es bueno... bueno es levantarte cada mañana por el sol que te cae en la cara... sintiendo el olor de las mandarinas mezclado con el perfume de los geranios... probar el sabor del pan recién horneado en leña... o abrir las pancas calientes de los tamales y beber la leche tibia de cabra recién ordeñada... bueno es salir a montar a caballo para ver las cosechas, volver al mediodía y encontrar una buena carapulcra con sopa seca... o una inmensa chita al ajo... o un gran lomo de tortuga apanado... ¡qué delicias..! Bueno es dar un paseo por la plaza de armas a la sombra de esos inmensos robles... debajo de los tenues rayos del sol que atraviesan su follaje... y sentir esa brisa que refresca la cara... bueno es también tomarte una copita de pisco, ese pisco de chacra, que huele a pura uva... y después hacerle el amor a la mujer que amas debajo de una luna llena que alumbra toda la campiña... sentir la frescura del pasto húmedo... o el agua tibia del mar de Paracas... ¡Esas son cosas buenas..! Dime algo, ¿dónde ha sido el lugar más excitante en el que te hayas metido un buen polvo con tu hembrita?, porque... ¿tienes hembra, no?
–Sí, sí tengo y es muy linda, aunque ella es más conservadora, es decir, no gusta de hacer esas extravagancias.
–¿Extravagancias? Oye, esas cosas son las más normales del mundo... claro, si uno se considera un ser humano que puede apreciar lo bello de aquellas experiencias. Pero no me has dicho dónde ha sido el polvo más excitante que has tenido con ella. Porque... ¿lo has tenido, no?
–Sí, sí he disfrutado de eso padre, pero siempre donde debe ser: en la cama.
–Lo sabía, lo sabía... la ciudad te limita, hijo. Tú no eres para esa vida. Deberías pensar mejor las cosas. Y ahora que ya no estoy a cargo, quizás podrías reemplazarme. No serías tan bueno como yo, pero no estarías tan mal...
–No lo creo papá. Yo ya escogí mi rumbo, ya he logrado insertarme en ese mundo que tú odias... y no me va mal...
–Déjame preguntarte algo. Después de lograr eso que tú dices, es decir, al final, ¿cómo te vas a sentir? ¿Crees que habrás vivido plenamente? Pues, que yo sepa, vivir plenamente es tener la mayor cantidad de experiencias en la vida. Y pasar casi toda tu existencia encerrado en una oficina, como un simple burócrata, no creo que te haga conocer mucho. Además, no marcas la diferencia.
–¿Y eso qué significa?
–Que siempre vas a ser uno más de los miles de burócratas aprovechados que existen en el Estado, aunque seas diferente a ellos... ¿Sabes una cosa, hijo? En el transcurso de los años, lo que uno tiene que hacer para vivir plenamente y lograr sus objetivos es definirse a sí mismo... debes distinguirte, la gente te tiene que reconocer como Manuel Ramírez, el único Manuel Ramírez que se dedicó a tal cosa o tal otra... Tal vez si fueras chino o japonés te darías cuenta.
–¿Chino o Japonés? No te entiendo.
–Te explico. ¿Recuerdas al chino que atendía en la bodega de la esquina de la calle San Martín?
–Claro que lo recuerdo.
–¿Estás seguro? A ver, entonces dime cómo se llamaba.
–Bueno, en realidad no recuerdo su nombre, pero lo recuerdo a él. Lo que pasa es que siempre íbamos a comprar diciendo “voy al chino”, pero nunca mencionábamos su nombre.
–Se llamaba José. Y ni siquiera era chino, sino japonés.
–Mira tú... pero a dónde quieres llegar.
–¿Acaso no te das cuenta? Él se definía como el chino de la esquina. Claro, no tenía que hacer mucho esfuerzo, viviendo entre tanto cholo, negro y serrano. A lo que voy es que él se diferenciaba del resto, era único. Te pregunto, ¿crees que lo hubiera podido lograr siendo un bodeguero en el Japón o en la China? Claro que no, allí hubiera sido un huevón más porque allá todos son jalados, ¿entiendes? La idea es que siendo chino, cholo, negro o indio, te definas como persona, que sientas que no eres uno más del montón... en tu caso, un burócrata más desparramado frente a un escritorio.
–Quizás tengas razón, pero aún no me convences. Me sería difícil cambiar de ambiente. Y todo lo que he logrado no lo podría llevar conmigo a la hacienda.
–Y eso qué importa. No necesitas nada. Y lo que necesites lo puedes obtener allá.
–Y qué pasaría con mi enamorada.
–Bueno, podrías conseguir a una mejor, mucho menos contaminada de esas idioteces que les meten en la capital... hablando de eso, ¿recuerdas a la chica con la que salías en la secundaria?
–¿A Leonor? Claro que la recuerdo... la quise mucho.
–Pues bien, ahora está mucho mejor, ha echado cuerpo, está quebradita, tiene buen poto. Dicen que es la más rica de la provincia y se la disputan los muchachos más respetados... ¿Crees que en ese aspecto podrías sobresalir?
–Regresar con Leonor... no lo sé... además supongo que ya habrá hecho su vida... Sabes una cosa, papá, ya no me metas tantas ideas en la cabeza. Más bien, ¿qué pasa con el conductor? –pregunté extrañado–. Creo que le está dando sueño porque el ómnibus se está ladeando de un lado a otro de la pista.
–No, nada que ver, esos conductores son profesionales –dijo él–. Ellos conocen el camino, han viajado toda su vida y han visto siempre a la carretera llegar por delante y a la vida pasar por el espejo retrovisor.
En ese momento el cielo parecía un clásico bodegón, con halos azulinos que rodeaban un gran melocotón pintado con texturas media rojizas que era engullido poco a poco por el océano. A veces cruzábamos en medio de paredes de piedra, subíamos algunas pendientes, escuchando el crujido del viento que se filtraba por las rendijas de las ventanas mal cerradas mientras todo se hacía anónimo debido a la oscuridad, incluso los árboles de los que se notaba sólo las sombras. Poco a poco se añadieron a la compañía de los árboles y a las paredes de piedra que se turnaban para aparecer, muros de adobe que parecían perdidos, sin limitar ninguna propiedad, abandonados a su suerte. La mayoría eran aprovechados para propaganda política: Marque 5. Por una Chincha mejor, vote por Abel Rodríguez; Apoyemos un nuevo porvenir para Chincha. Vote por Gonzalo Cáceres, APRA. Marque el 3. De pronto estábamos rodeados de casas pequeñas, de semblante sombrío, cómo percudidas. “¡Chincha!, ¡Chincha!” gritaba el conductor, y varios pasajeros comenzaron a pararse, sacaban sus maletas de los compartimientos superiores y recorrían el pasillo prestos a bajar en su destino.
III
–¡La rica Chincha! –exclamó–. Aquí vivía una morenaza con la que salía en mi juventud. Era una morena finita, tenía un trasero que para qué te cuento. Era una cosa impresionante. Y qué bien tiraba, ¿eh? Era insaciable la negra... insaciable. Me dejaba maltrecho, molidazo. ¿Tú lo has hecho con alguna morena?
–No, nunca.
–¿Acaso no te gustan las negras?
–Prefiero a las blancas. No es que sea racista, no, para nada, pero... bueno, siempre existe el prejuicio, ¿no?
–¿Prejuicio? Sabes una cosa... hablas cojudeces nomás... ¡Prejuicio, prejuicio! Si te pusiera una negra acá, calatita, vamos a ver si no se te para el niño Manuelito, je, je... Tienes que aprender. Las morenas son las que mejor lo hacen. Sino un día me acompañas a Chincha. Conozco allí algunos lugares...
–¡Papá! –interrumpí, recriminándole.
–¡Qué! –respondió cómo un chiquillo–. Lo decía para que hagas la prueba, pero ya veo que siempre serás así.
–¿Así? ¿Cómo?
–Así como eres, pues... muy fino para mi estilo. Oye, más bien, quería hablarte de otro asunto.
–Sí, dime.
–Quería que me ayudes a decidir... lo que pasa es que no quiero ser enterrado... es decir... allí, en una tumba fría, igual mi cuerpo se pudre y se lo comen los gusanos. Lo que quiero es tener un final digno de mí, una celebración original... quiero distinguirme hasta después de la muerte.
–Tú y tus ideas. Por qué no puedes ser un sujeto normal.
–¿Sabes una cosa? No me debes cuestionar. Deberías darme gusto. Ten en cuenta que soy tu padre. Bueno, ahora aconséjame, ¿qué puedo hacer? Eso del entierro simple lo he visto tantas veces que no me convence. Quizás una procesión por todo el pueblo, con la banda de música siguiendo el ataúd...
–¿Acaso te crees el Señor de Luren para que te saquen en procesión?
–Bueno, no fui un santo... aunque tampoco fui mala persona... pero no me distraigas. La cosa podría ser como el entierro de tu tía Lastenia ¿Te acuerdas, no? A ella la velaron en la iglesia principal de su pueblo y la llevaron en procesión hasta el cementerio, acompañada de una banda de música. Había bastante gente. Se nota que allá en Lurín la respetaban. Y eso que ella vivía ya varios años en Lima.
–¿No te parece eso muy pomposo? Digo, dado tu carácter un poco más jovial, podrías probar con otro tipo de ceremonia, quizás más alegre.
–Tienes razón, tienes razón. Un velorio con una orquesta criolla. Quizás una marinera por allí, un tondero por allá... Te acuerdas aquella vez que tu mamá... que en paz descanse mi chola, por cierto... ¿Recuerdas que preparó un baile de marinera y contrató a toda una orquesta de música negra..? O como aquella vez que también contrató a esta pequeña banda de boleros y valses criollos. Recuerdo que tú estabas hecho un huevón escuchando esa música que te gustó tanto que les pedías y les pedías que repitan las canciones... esas épocas, carajo... pero bueno, dime qué te parece mi idea.
–Podría ser...
–Entonces así quedamos... aunque... sabes una cosa, aún no me convenzo... es decir, con respecto al entierro. Prefiero que me cremen. Así evito que mi cuerpo se pudra en el cementerio. Además, una tumba fría y la clásica lápida con esa frase inscrita: “Aquí yace Manolo Ramírez...”. No me parece muy bonito que digamos. ¿Qué opinas?
–Bueno, la idea no está mal, pero tú eres católico, ¿no es cierto?
–¿Y eso qué tiene?
–Que creo que a los católicos no se les está permitido hacerlo.
–Nada, nada. Además, el cura es mi amigo... bueno: era... je, je. Tú habla con él nomás. Dile que ése era mi deseo antes de morir. Él que haga su misa y punto... tú luego te encargas del cuerpo.
–Está bien. Y tus cenizas... ¿las quieres en una urna, en una caja, en una copa..? ¿En dónde las quieres?
–En una copa no. Podría pasar lo que pasó con los restos de tu tía Francisca. Una vez, la empleada, por estar limpiando, votó la copa y sin querer las cenizas cayeron sobre el montículo de polvo que ella había acumulado al barrer. Y por el nerviosismo, ella simplemente echó un poco de ese polvo acumulado dentro de la copa. Así, la familia pasó varios años rezando y orando a esos restos que no eran ya los restos puros de la tía Francisca.
–¿Y cómo se enteraron?
–Lo confesó la misma empleada cuando la despidieron.
–¿Y por qué la despidieron?
–Pues verás, se había acostado con el novio de tu prima Claudia. ¿Te acuerdas de ella, ¿no? Bueno, los encontraron infraganti. Y éste ya había pedido la mano de ella. Luego se anuló el matrimonio. Claudia le tiró el anillo en la cara a ese pobre chico.
–¿Pobre chico? Creo que se lo tenía bien merecido.
–¡Cuándo aprenderás! Ahora me vas a decir que tú nunca has sacado los pies del plato...
–Claro que no. Ni nunca lo haré. Yo la respeto tanto como ella me respeta a mí.
–Nunca digas nunca. Además... ¿tú cómo sabes que ella no lo ha hecho?
–Porque estoy seguro. La conozco.
–Sabes que, aún teniendo varios años de matrimonio, nunca se termina de conocer a la pareja. Eso de que “me fui a tomar un café con un amigo”, o “sólo estuvimos conversando” no son más que simples excusas. Las mujeres son muy sabidas. Un consejo... cuando se te presente una oportunidad, no la desperdicies pensando en tu chica. No esperes que te lo hagan a ti primero. Y esto es, si es que te llegas a enterar. A ver, dime, ¿qué crees que esté haciendo ahora? Supongo que sabe que estás viajando porque tu padre ha muerto.
–Sí, lo sabe. Y supongo que guardará el respeto necesario, así no pueda viajar.
–Veremos, pues. Más bien, hazte un favor. El sábado en la noche llámala. Te acordarás de mí luego de hablar con ella. Y vas a ver que ya no perderás ninguna oportunidad que se te presente.
–No creo que yo haga algo como eso.
–Recuerda... nunca digas nunca... pero bueno, no cambiemos de tema. Te decía que no quiero que sea una copa. Preferiría que sea un pequeño cofrecito... dorado... Y que esté siempre puesto en el muro que está debajo del espejo de la sala. Y que en vez del espejo, pongan una gran pintura con mi retrato. Quizás yo montando un caballo blanco. Que se noten mis bigotes y mi cabello canoso. Tal vez llevando un sombrero, y todos mis capataces acatando mis instrucciones y...
–Me parece que estás exagerando un poco.
–No, tú no te preocupes. Ese es mi problema. Tú simplemente hazlo.
–Está bien. ¿No se te ofrece otra cosa?
–Sí, sí. Aguarda... estaba pensando, quizás también puedas arrojar mis cenizas al mar. Apuesto a que habría abundancia de peces, je, je.
–¿Te has dado cuenta de que eres bastante presumido?
–Déjame pues... soy tu padre y es mi última petición.
–Ojalá...
–Oye, pensándolo bien, no sería mala idea.
–Entonces ¿descarto toda esa idea del cuadro y el cofre dorado?
–No, no, nada de eso. Más bien, podrías combinar ambas cosas. Quizás podrías echar un poco de cenizas al mar, luego un poco al cielo y otro poco en la tierra. Tú sabes, para compenetrarme más con el mundo... Y luego de eso, dejar lo que queda en el cofre.
–Creo que pides demasiado...
–Mira. No es tan complicado. Puedes hablar con mi compadre Víctor Gómez. Él te puede hacer el favor de conseguir gratis uno de esos paseos en bote que te muestran la reserva de Paracas y que te llevan a ver la Catedral, los lobos marinos, el Candelabro... y cuando estés... a ver... ¿dónde puedes estar?.. ya está... frente al Candelabro... eso es, frente al Candelabro... lanzas un poco de mis cenizas al mar invocando una plegaria.
–¿Una plegaria? ¿Qué tipo de plegaria?
–No sé, cualquier cosa... quizás un “te encomendamos el espíritu de nuestro hermano Manolo Ramírez, un gran hombre...” etcétera, etcétera, etcétera...
–Entiendo, entiendo...
–Luego...
–Qué, ¿hay más?
–Claro, no te impacientes. Luego hablas con tu tío Julio Noriega... ¿él acaso no es comandante de la Fuerza Aérea? Bueno, bueno... hablas con él y cómo él siempre hace vuelos de instrucción a Pisco, le dices que te dé un pequeño espacio, unos cinco minutos a mitad de su instrucción y luego haces lo mismo... una pequeña plegaria y lanzas las cenizas al cielo. Pero tiene que ser cielo de Pisco, ¿eh? Tienes que estar muy atento a eso.
–Menudo trabajo el que me dejas, padre.
–Espérate... falta la tierra. Bueno, esa tarea sería más fácil. Me gustaría que hagas una gran fiesta y que reúnas a toda la familia, amigos y demás personas que conocí en vida y, otra vez, luego de una plegaria, lances otro poco de cenizas en la chacra. Vas a ver que nunca van a faltar cosechas.
–¿Terminaste? ¿Alguna otra cosa?
–¡Ah! Me olvidaba... no invites a cualquiera, menos aún al fastidioso de mi primo Temístocles.
–Papá, no seas resentido. Si él va no lo voy a botar de la reunión, ¿no lo crees?
–Ya, está bien... lo dejo en tus manos. Pero prométeme que lo harás así cómo te dije.
–Está bien, lo prometo. Pero ya no me abrumes con tanta petición... creo que debí anotar todos los detalles para que no se me escape ninguno.
En medio de la oscuridad aparecían lentamente, al fondo del horizonte, numerosas lucecitas, como cuando el cielo se llena de millones de estrellas. Los créditos de la película de Jackie Chang avanzaban al mismo ritmo, en la pantalla negra de los televisores. Minutos después el copiloto gritaba “¡Pisco!, ¡Pisco!”. A través de la ventana veía aquellas calles. Casi nada había cambiado desde que me fui a vivir a Lima, diez años antes. La plaza de armas, la calle Comercio –que ya era un pequeño bulevar–, la bodega del chino, el cine Metro, la tienda de muebles de Don Eduardo, el restaurante dónde mi papá siempre se tomaba su pisco sour, el hotel “El Candelabro”. Saqué mi maletín del compartimiento superior y bajé en el terminal de buses. Luego tomé un taxi hasta la hacienda.
IV
La fiesta fue el sábado, en los exteriores de la casa, dentro de los límites de la hacienda. Habían adornado con globos y serpentinas, y los boleros del trío de músicos deleitaban a los invitados. La mayoría de gente que bailaba era ya mayor. Entre ellos estaba el viejo amigo de mi padre, el señor Teobaldo, con su esposa doña Mercedes, al igual que el viejo Cánepa, capataz de la hacienda, quién bailaba con su esposa, la señora Dominga; lo mismo hacía el señor Navas, dueño de la hacienda contigua a la nuestra, con doña Helena; don Eduardo, el dueño de la mueblería, que era soltero, bailaba con la señora Luisa, dueña del restaurante “El Dorado”. Yo bebía acompañado de varios tíos y primos, entre ellos Víctor Gómez y Julio Noriega. Ambos me habían ayudado a realizar todas aquellas tareas que me había encomendado mi padre. No lo entendieron al principio, pero finalmente accedieron gustosos. Después de un rato vi entrar a la fiesta a Leonor. Estaba bastante cambiada, cómo había dicho mi padre. Vestía un ligero vestido blanco floreado que dejaba notar una suave piel curva y bronceada. Su cabello ondeado caía profuso por sus hombros. Tenía esos mismos ojos grandes, color miel. Realmente era hermosa. Al verme, sonrió a medias y se acercó.
Esa noche conversamos, bailamos y bebimos durante toda la fiesta. Tuvo varios enamorados, estuvo a punto de casarse, pero al final desistió de hacerlo. Había terminado de estudiar Literatura en la Universidad y trabajaba enseñando en un colegio de Pisco. En esos momentos estaba sola. Yo le conté que salía con una chica, allá en Lima, pero que no pasaba de eso. Hacía calor, pero el viento de la noche refrescaba. La fiesta continuó hasta el amanecer.
El domingo desperté con el dulce perfume de los geranios y las mandarinas, con una fresca brisa mañanera en medio del candente sol de Pisco. Olía a pan recién horneado. Recordé lo que decía mi padre y me di cuenta que ya no podía hacer nada, que no había podido mantener mis ideas. También recordé que me había hecho prometer que llamaría a mi enamorada el día anterior. Ya estaba decidido, y pensé en contarle todo. Dudé por un momento, pero aún así marqué su número. Fueron varias timbradas antes que me respondiera una voz de hombre. Colgué sin contestar. El cuadro que descansaba, colgado en la pared por encima del cofre dorado, me observaba detenidamente. Comprendí que ya no regresaría.
Al regresar a la habitación aún se sentía el perfume de los geranios. Me senté en la cama y así como el mar acaricia apaciblemente la arena, comencé a pasar mis dedos por esa suave piel bronceada como las dunas, en medio de las blancas sábanas que atravesaban ese cuerpo desnudo. Leonor despertó con una sonrisa.
Imagen: Ashes, de Olu Oguibe.
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