Monday, February 20, 2006

Última noche

Autor: Giancarlo Poma Linares (Lima, 1985)

Juan de Orrantia reconoció el paradójico pero consecuente final cuando tuvo que abandonarse a la inapelable gravedad de los párpados, acaso triste por el tremendo grado de conciencia; mucho más resignado, sin embargo, ante alucinaciones futuristas, clarividencias eventuales de un epílogo curioso en donde cabía aquella frase trillada del pudo ser que no fue ni será. Se reprochaba, asimismo, los afectos inútiles, la senectud inconclusa y el apego al tiempo, ese ente que le obsequió el deseo que ahora entendía como condena, a minutos del último regreso.

La noche anterior, el día después, lo había comprendido jugando con Roberto, su hermano mayor, a quien volvía a vencer en damas deslumbrando a la familia con sus habilidades precoces. Tenía planeado, además, sorprender con la lectura al año de nacido, ignorantes los otros de la experiencia que le concedían siete décadas y media de existencia: medallas en atletismo, dos títulos universitarios y un oficio del que se jubiló con el respeto que las canas le otorgaban. Pero tal vez sea mejor procurar un inicio tradicional, de modo que el revés de su vida no nos atrape también a nosotros y terminemos por comenzar, que es precisamente lo terrible en su biografía.

Hubo de ocurrir la tarde en que le detectaron un cáncer terminal, síntoma inequívoco de que los cigarrillos tardan pero no olvidan y de los demás excesos de una juventud que añoraba y pronto ocurriría de nuevo. Se sentía exhausto, sus hijos le devolvían miradas de desesperación, mientras los nietos no entendían por qué el abuelo De Orrantia no se alegraba al salir de la clínica si a uno supuestamente lo despedían luego de sanarlo. De regreso a casa, anduvo tarareando un tango y sólo entonces la letra le pareció fatal: “Adiós muchachos ya me voy y me resigno, contra el destino nadie la talla, se terminaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más”. Y volvió la vejez a darle en la cara al saberse conducido en su volvo blanco humo de toda la vida, ese que ninguno de sus hijos fue capaz de vender y al que ahora perseguían desde sus otros autos, como un cruel ensayo de cortejo fúnebre. Observó al menor de ellos al volante descubriendo que era fiel reflejo de su robustez y lozanía de antaño y a su lado vio a la nuera joven, bella incluso en una situación extrema, mujer de piernas largas y cabello ensortijado que sin duda alguna ahora le era inalcanzable, utopía que antes su mujer caracterizaba mejor aun, y con la que se reuniría, según el desahucio, en la brevedad posible. María, que por las noches lo arrullaba después de hacer el amor, como una madre con su recién nacido. María, que años después perdonó su ineficacia en la cama reemplazando el placer carnal por un amor casi filial al velar su sueño. María, a la que amaba extrañándola en cada rincón de la casa, antes inundado del garbo femenino y ahora tan vacío y viejo como él.

Viejo. El concepto se perdía y encontraba una y otra vez con mayor intensidad: anciano, decrépito, cadáver. La carrera estaba por terminar pero llegar primero le significaría perder, ya no como en su época de atleta promesa, la misma que tuvo que incumplir para presentarse a la facultad de Derecho en donde años más tarde haría las veces de maestro.

Luego de las despedidas correspondientes y de la vana insistencia de sus hijos por quedarse con él, se mantuvo echado en la cama, a la espera de que sucediera. Quería dormir, pero un hombre de setenta y cinco años con cáncer terminal le teme al sueño tanto como a la muerte. Aun así, cerró los ojos sin imaginar que despertaría con los mismos dolores del día anterior, y sin las huellas de las inyecciones. Sospechó que su cicatrización le sacaba la lengua al mejorar durante el ocaso de su vida, y telefoneó al mayor de sus hijos.

—Creo que desde que me avisaron del cáncer, va a fastidiarme cada mañana para sentar su presencia— dijo tan naturalmente como pedir cinco panes para el desayuno.

—¿De qué cáncer hablas, papá? —le preguntó el hijo—. Si te sientes mal vamos al doctor para que te revise, pero no andes diciendo tonterías.

Le restó importancia a la supuesta confusión y esperó la visita de su primogénito. Tampoco dudó cuando vio la fecha en el calendario del reloj y las noticias repetidas. Todo podía pertenecer a una secuencia común de errores humanos, y prefirió callar hasta que le repitieron los saludos, la hora de llegada a la clínica, la tomografía y el diagnóstico. Su estupor se vio acrecentado cuando de sus labios el tarará con el que imitaba el tango renacía. La letra volvió a parecerle fatal, al igual que el volvo blanco humo jamás vendido, su hijo menor al volante, la nuera hermosa, el ejercicio del cortejo fúnebre, las insistencias por velar su sueño, el terror al reposo. Consideró que fuera una fantasía onírica producto de la mala noche, mas entonces le aterrorizaría despertar y volvió a dormirse, convencido de que interrogarse le haría perder un tiempo del que no disponía.

Por la mañana, despertó sin el dolor. Tratando de romper la rutina, ignoró el aseo matutino y encendió el televisor con el que se distrajo en noticieros y un programa del que era fiel espectador y que no pensó hubieran repuesto. El timbrar del teléfono intentó interrumpirlo pero no respondió. De Orrantia no tenía por qué responder, era mejor que se acostumbraran a su ausencia. Las timbradas se incrementaron y alzó el auricular lo suficientemente enfadado como para pronunciar el aló más rotundo de su vida. Una vocecita tímida le contestó el saludo.

—Profesor De Orrantia, el decano me pidió lo llamase para averiguar el motivo de su falta. Noto que se encuentra un poco mal de la garganta.

—¿El Decano? —preguntó De Orrantia—. ¿De qué Decano me habla... señorita Talledo? —tanteando la voz de la secretaria del Decano de la facultad en la que trabajó casi veinte años.

—Sí, profesor De Orrantia. Tal vez no me reconoció, pero acá en la universidad los alumnos andan preocupados por su ausencia, sabe usted que pronto vienen las pruebas de fin de ciclo y siempre quieren aclaraciones.

—Pero, señorita Talledo —pudo finalmente articular con calma—. Hace años que no dicto cátedra en la universidad. Me habla incoherencias.

—¿Se siente mal, profesor? Usted está contratado durante todo el ciclo —le contestó la secretaria—. Y normalmente renueva cada semestre —agregó.

Colgó, odiándose por no respetar la rutina del dentífrico, el jabón y el espejo. Marchó al baño y vio que el cuerpo ya había desechado las canas, un par de arrugas y ese gesto de inválido consecuencia de su jubilación. En efecto, era diez años más joven. El asombro dejó paso a la contemplación detenida de su figura. Trabajo, sueldo, aporte, utilidad. Se afeitó apresuradamente y se puso el mejor saco porque aun podía llegar a su clase de la tarde y anunciar una recuperación para el otro día: sus alumnos agradecerían la preocupación y sabrían disculpar porque lo necesitaban. Eso era lo verdaderamente maravilloso: lo necesitaban.

En la universidad se topó con sus antiguos (actuales) colegas, y recibió con agrado las bromas de su ausencia. Se apoderó nuevamente de su oficina y bendijo la fotografía de su mujer, los exámenes a corregir sobre su escritorio y los mensajes en el teléfono. Se paseó quince veces alrededor de la facultad antes de entrar a su clase de la tarde, como queriendo recordar cada paso, cada mirada de respeto. Ya en el aula, respondió atento a cada pregunta planteada por los alumnos y predestinó un veinte para todos si estudiaban con rigor. Uno que otro joven ocurrente aplaudió al final de su clase y el profesor De Orrantia, que jamás imaginaría un cáncer terminal en su pasado futuro, se acercó a los entusiastas y los felicitó por la broma, instándolos a reunirse con él cuando deseen para conversar sobre cualquier duda que tuvieran o para cualquier tema que incluyese un par de cervezas y unos cigarritos, muchachos, que la vida es corta y hay que disfrutar. Terminadas sus obligaciones, preparó su clase del día siguiente y escuchó música en su oficina hasta que la luna se encargó de iluminar una oscuridad nueva y esperanzadora, por lo menos hasta entonces.

Continuó despertando a días ya ocurridos y recuperando vigor hasta la fecha en la que su victoria llevaría a la compensación mayor, aunque él sabía efímera. Cuando sintió el brazo sobre su pecho, permitió un par de lágrimas surcar sus mejillas. Volvió su rostro al de su compañera y no le quedó más que rendirse al llanto. Ella abrió los ojos y le acarició el mentón con la yema de cada dedo, en ese masaje tan de ellos como de ningún otro. Juan de Orrantia besó el cuerpo entero de su mujer no resucitada y más bien nunca fallecida y le hizo el amor con la ternura salvaje de quienes recobran aquello que dieron por inevitablemente perdido. Al cabo de mil abrazos, se fundieron en un beso primero y final, para confesar con palabras el amor que habían materializado. Juan de Orrantia quiso ahorrarse el sufrimiento del accidente vehicular que se llevó a María y la convenció de permanecer el día entero en casa.

Las mañanas siguientes pasadas fueron de sonrisas infinitas y planes para la fiesta de la noche y madrugarse y desvelarse para dormir y despertar a un ayer aun más fantástico. Revivió el día de su graduación, los años de noviazgo con María y el descubrimiento de la mecánica de sus cuerpos desnudos. Cortó el aire con su velocidad y luchó contra la misma fatiga de años anteriores (de aquel entonces) para subir al podio y colocarse la medalla de oro sobre ese pecho saludable que día a día, noche a noche, se mostraba más joven, más nuevo, más suyo. Cuando la renuncia a María ocurrió por ni siquiera conocerla, prefirió divertirse con la experiencia acumulada en un adolescente que sabía de artes adivinatorias, hallazgos científicos que solo él podía justificar, e incluso la solución a problemáticas sociales. Solamente cuando se convirtió en un niño genio y venció a su hermano Roberto, el mayor, en damas, le llegó la evidencia de que los extremos son relativos porque siempre existe un camino de ida y uno de regreso, tan solo depende de dónde uno parta. Y entonces, Juan de Orrantia reconoció el paradójico pero consecuente final al abandonarse a la inapelable gravedad de los párpados, acaso triste por el tremendo grado de conciencia, mucho más resignado, sin embargo, ante alucinaciones futuristas, clarividencias eventuales de un epílogo curioso en donde cabía aquella frase trillada del pudo ser que no fue ni será. Y se reprochó, asimismo, los afectos inútiles, la senectud inconclusa y el apego al tiempo, ese ente que le obsequió el deseo que ahora entendía como condena, a minutos del último regreso. Porque se escuchó plañir ante la novedad inminente, ante cosas que conocía e ignoraba a la vez, en un génesis que ya había ocurrido, como todo y a todos, y cerró los ojos para saber que ya no sería la utopía poseer a una mujer de piernas largas y cabello ensortijado, sino la otrora rutinaria función de abrir los ojos, sacudirse la pereza y “despertar”, esa palabra tan hermosa.

Imagen: Regression, de Alyssa Monks.