Monday, April 28, 2008

Ripucuchcaniñam ccamña allimlla

Juan Osorio Ruiz

Mi bisabuela llegó desde Huancavelica unos meses después de la muerte de mamá, a mitad de una tarde en la que las ventanas lagañosas impregnaban de frío la sala de mi casa. Llegó del brazo de mi padre, su nieto, envuelta en sus innumerables polleras, luciendo un sombrero gris decorado con coquetos ribetes rojos, saludándonos con tiernas frases quechuas llenas de diminutivos y con una minúscula maletita en la que traía todo lo que necesitaba: una que otra prenda de ropa, una bolsita con menjunjes que sólo ella sabía utilizar y el álbum de fotos familiares de contenido casi arqueológico.

Una vez instalada en la que era hasta entonces mi habitación, mi padre nos convocó a mis hermanas y a mí para pedirnos estar siempre solícitos y atentos con ella por lo avanzado de su edad. Sin embargo, pronto descubrimos que mi bisabuela tenía la rara cualidad de anticiparse a todo, y a todos: se levantaba muy temprano y con el caminar propio de quien ha comprendido que hay un momento en la vida a partir del cual toda prisa es inútil, pues todo plazo se vence y toda prerrogativa se acaba, se dirigía a la cocina a preparar el más viscoso y más delicioso quáker con leche del mundo. Y antes de que cualquiera de nosotros dijera “Buenos días abuelita” ya estaba ella disponiendo las ollas y cortando las verduras en trocitos de exactitud matemática para prepararnos el almuerzo. Y mientras se cocían las verduras y echaban color los guisos, se sentaba al lado de la cocina a gas, que desdeñaba en un comienzo, a saborear sus trocitos de pan remojados en quáker con leche, haciendo largas pausas y dando mordiscos suaves y periódicos, cual sacerdote en ofrenda eucarística, con una parsimonia que no era producto de la disminución de sus fuerzas, sino de su sabia actitud ante la vida.

Mi abuelo, su hijo, había llegado también a nuestra casa un mes antes a insistencia de mi padre pues los muchos años de bohemia le estaban pasando factura (intereses moratorios incluidos) y aunque a regañadientes, había sido internado en una clínica cercana donde tratarían de curarlo. No había pasado ni una semana desde la llegada de mi bisabuela cuando recibimos la noticia de que los riñones de mi abuelo habían dejado de funcionar. Tras una corta agonía falleció por insuficiencia renal.

Dicen que mi bisabuela había criado a mi padre, su nieto, a mi abuelo, su hijo; había cuidado también de su esposo, mi bisabuelo, y desde muy corta edad, se había encargado de la atención de su padre, mi tatarabuelo. A la luz de los resultados, su caprichosa buena salud no había sido un don tan preciado pues mientras los eslabones más antiguos de esa cadena interminable que es una familia, se habían ido muriendo, a ella le había tocado en suerte mantenerse a pie firme sosteniendo la cadena, sepultando a los más antiguos, y cuidando de los más jóvenes sin emitir queja alguna.

Al contrario de lo que todos pensábamos, la partida de su hijo, mi abuelo, no la afectó demasiado, parecía siempre encontrarse de buen ánimo, excepto algunas mañanas muy temprano, cuando yo la sorprendía sentada en el jardín interior de la casa, con la mirada perdida y hablando sola con ese tonito arrullador que sólo la gente de la sierra es capaz de pronunciar, delicioso, melancólico y musical.

A partir de la muerte de mi abuelo fuimos nosotros, sus bisnietos, los destinatarios de toda su atención; sus mimos se hicieron más prolíficos, sus comidas más reconfortantes, las conversaciones en quechua con mi padre fueron más subliminales a mis oídos y los tejidos de tupida lana con los que nos enfundaba para soportar el frío serrano no tuvieron comparación.

Pero pronto la acrobática economía familiar fue ensombreciendo nuestro cómodo chalet como se oscurecen las tardes antes de una severa granizada. Mi padre era un policía ejemplar pero un pésimo negociante. Y si bien al comienzo no todo el dinero se perdió en las dislocadas empresas que iniciaba, su soledad terminó deprimiéndolo y conduciéndonos a todos a los linderos de la ruina.

Así pasaron varios meses en los que algo fue cambiando en casa. A medida que mi padre se sumía en más deudas, los cariños de mi bisabuela fueron adquiriendo una dimensión distinta, aunque se mostraba excesivamente maternal, nosotros ya estábamos bastante crecidos como para aceptarla como reemplazante de nuestra madre. Aunque no era su culpa, había llegado a nuestra casa demasiado tarde, a destiempo. Así que pronto sus cariños nos hostigaron, sus comidas perdieron el encanto y hasta mis hermanas prefirieron enfrentar al frío invierno en los brazos de algún adolescente oportunista y ya no con las chompas de lana tejidas por mi bisabuela.

Entonces ella, silenciosa y discreta, no hacía mayor cosa que acurrucarse al lado de la cocina a gas, que ya no desdeñaba tanto, inquebrantable en su intención de confeccionar innumerables prendas de lana con la esperanza de que alguna vez volviéramos a usarlas.

Así, nuestra anciana huésped fue paulatinamente convirtiéndose en un mueble confinado en un rincón de la cocina, aferrada a sus costumbres e imposibilitada de comunicarse con nosotros por las distancias del idioma y las insalvables brechas abiertas por el tiempo y las circunstancias.

Aquella noche mi padre había llegado borracho a casa y mi bisabuela, diligente como siempre, le había servido una gran taza de café cargado, lo había llevado hasta su dormitorio y le había intentado quitar los zapatos antes de recostarlo en su cama. Mi padre, obnubilado por el alcohol, se había empecinado en dormir con los zapatos puestos, algo que para mi abuela era inaceptable. “Déjame tranquilo que tú no eres ni mi esposa, ni mi madre” le había imprecado. Tras una pausa prolongada, ella sólo llegó a decir: “Ripucuchcaniñam ccamña allimlla” y en silencio se retiró a su habitación.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, encontré ropas tiradas a lo largo del oscuro pasadizo que conducía al jardín interior; allí, junto a la puerta, se encontraba mi bisabuela sentada en una diminuta banca que se ahogaba entre sus polleras, cortando con unas viejas tijeras la última chompa que había tejido con incansable esmero. Sus labios susurraban una cancioncilla medio triste y medio dulce que me pareció reconocer, quizá de algún tiempo remoto en el que yo aún no existía.

Caminé hasta colocarme junto a ella, sus delicadas manos soltaron las tijeras y me acomodaron el cabello dándome luego la usual nalgadita convertida en caricia. “Ripucuchcaniñam ccamña allimlla huahua”, me dijo a mí también. A pesar de no entender el significado de aquella frase impronunciable para mí, supuse que quería que la dejara sola. Mientras ella retomaba sus insondables pensamientos me escabullí hasta el umbral de mi dormitorio desde donde todavía podía verla. Su canción terminó unos minutos después para dar paso a un silbido entonado, alternado con gorgoritos deliciosos que me hicieron sonreír. Y con toda calma, como la había visto desde su llegada, se levantó y caminó hasta su cuarto, abrió aquella diminuta maleta con la que había arribado, sacó las fotos que guardaba celosamente y las puso en su velador, en su lugar introdujo los retazos de las prendas de lana que había cortado; la cerró sin prisa, la puso debajo de su cama y se acostó.

La mañana estaba sorprendentemente quieta y tibia, las paredes verde pastel de su habitación hacían ver su cuerpo más pequeño y más distante. Alguna avecilla dejaba oír su trinar en el preciso instante en el que comprendí lo que sucedería después.

Con la mirada incrustada en el techo se persignó juntando sus manos, rezó con ese repetido susurro algodonoso y cuando hubo terminado se persignó, tomó la colcha que le llegaba hasta la cintura y se cubrió el cuerpo y luego el rostro, hasta quedar en la posición exacta en la que quedan los muertos. Y luego partió, partió en busca de la muerte que la había dejado olvidada en mi casa.

Monday, March 31, 2008

Quipu 2 - El jardín de los onanistas

El segundo autor elegido en esta nueva etapa del Proyecto Quipu es Álvaro Díaz Ávila, chiclayano de veinticuatro años, que estudió periodismo y que ahora dice dedicarse a algo “que no tiene nada que ver con eso”. Para esta quincena los jurados fueron Daniel Salas y Gustavo Faverón. Se le recuerda a quienes quieran participar que pueden enviar sus cuentos o poemas al correo gfaveron@gmail.com. Los cuentos no seleccionados para una quincena serán considerados para las quincenas siguientes.

EL JARDÍN DE LOS ONANISTAS

Álvaro Díaz Dávila

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué soy yo aquí? Soy un pincho parado.

(Fue lo que dijo el poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz en una reunión de amigos una noche cualquiera).

Bruno ha desaparecido y nadie sabe dónde está. Hace meses que salió de su casa y se perdió para siempre de la vida de todos. Hasta ahora lo siguen buscando, pero creo que ya sin esperanzas de encontrarlo. A medida que los meses han ido avanzando, el recuerdo de Bruno se ha convertido en un fantasma que se filtra en nuestras vidas, en nuestras conversaciones y en nuestros sueños. Ayer soñé, por ejemplo, que a Bruno se lo llevaba un cohete espacial que decía con letras negras “La Incertidumbre”. Por eso, yo al menos, no he dejado de pensar en él ni en las posibles razones de su desaparición; una desaparición que al principio resultó extraña, pero que después regresa a nuestras especulaciones como una escalofriante consecuencia lógica, como si el destino de Bruno se hubiera condenado a sí mismo a evaporarse, a desintegrarse voluntariamente en su propio y patético drama de un artista que no sabe quién ser.

Un día me dijo: “No sé lo que pasa, pero siento que todas las chicas con las que he estado son la misma, todas han sido la misma mujer solo que con diferente cuerpo, como si en cada una de ellas se repitiera un mismo prototipo, una misma forma de ver la vida”. Esa idea lo estuvo torturando por mucho tiempo. La vida de Bruno, como sus mujeres, se repetía constantemente desde niño, como dando círculos sobre lo mismo, y por alguna razón que no entiendo, un día Bruno se da cuenta de eso. Esas cosas no las entiendo. Era como si, de pronto, Bruno hubiera decidido despertar, o en todo caso, lo hubiesen despertado de manera imprudente y empezara a darse cuenta de que la vida consistía en algo más. Bruno a cada instante nos decía que de chico pensaba que la vida le tenía guardada una sorpresa, nadie se lo había dicho pero él estaba convencido de eso, y él mismo ha vivido --nos dijo-- como si su vida no fuera su verdadera vida, porque su verdadera vida vendría luego, y sería distinta, más divertida, pero eso lo pensaba desde niño, pero ha ido creciendo y creciendo y me he sentido muy pequeño, muy defraudado, todo es tan difícil, tan grande, tan lejos de mí, ahora me he convencido de que la vida no me tenía guardado nada, vida pendeja, y ahora estoy caminando a oscuras. Sus palabras.

¡Ay! Qué habrás estado esperando de la vida, Bruno. Antes Bruno vivía feliz y triste, triste y feliz, su vida de lo mismo: sus canciones de siempre, su madre, los programas de televisión de siempre, sus amigos de siempre, sus enamoradas --todas iguales-- de siempre, sus tormentos cotidianos de siempre, su maniática sensibilidad de siempre, todo mezclado en un torrente de emociones que lo demolían diariamente y lo hacían componer canciones bonitas; sí, bonitas, pero nunca totalmente desgarradoras, bonitas pero que nunca terminaban por decir lo que él realmente sentía, bonitas pero no realmente buenas; y Bruno descubrió eso también y se regañaba a sí mismo, y se deprimía, se ofuscaba y sufría una pequeña desesperación interna. Una pequeña desesperación interna que yo supongo es la misma que siente alguien que se da cuenta que su vida es una farsa. O la misma desesperación interna de alguien que pudo ver su futuro a través de una ventana y lo que vio fue un túnel muy oscuro y casi infinito. Cosas así sin exagerar.

La vida de Bruno empezó a cambiar. Primero, con ligereza, con repentinas y extrañas decisiones y cambios de humor, y luego con más fuerza e intensidad hasta llegar a convertirse en un verdadero delirio melancólico. Hasta llegar a convertirse en un sueño confuso o surrealista. O algo así, porque con Bruno la realidad simplemente dejaba de ser la realidad; como cohetes que llevan escritos las palabras “La Incertidumbre”. De plano, confieso que la idea me entusiasmó, a mí me parecía realmente divertido que un artista mediocre y sin confianza en sí mismo como él llegara a ensimismarse y a interrogarse tanto sobre su propia vida, que lo haya hecho desconectarse con la realidad. Porque yo conocía muy bien la vida de Bruno, de su timidez, de sus historias corrientes, de sus amoríos con discreta emoción, de sus sufrimientos adolescentes y anodinos, de las cuatro o cinco bandas, libros y películas que forman su reducida enciclopedia cultural, de su incapacidad de acercarse a los riesgos y tomar decisiones trascendentales, de almacenar en su mundito interior sólo programas de televisión de infancia, de su romanticismo empalagoso como el chocolate. En el fondo y en apariencia, Bruno era un niño. Uno lo miraba y era imposible resistirse a su encanto de chiquillo inquieto y dulce; hablabas con él y creías que hasta hace un rato había estado jugando en un jardín escolar. Había cumplido veinticinco años pero aún llevaba dentro de sí la inconsciencia y la espontaneidad de un niño; no he conocido a alguien tan espontáneo como Bruno, era impensable encontrar en él una premeditación, o una interrogación exagerada de las cosas. Bruno hablaba y se comportaba desde su “yo”, su único y valioso “yo”. Un niño Bruno condenado a ser atravesado por sus emociones, a dejar que la vida lo traspase sin pensar demasiado, sin profundizar mucho en nada, la contradicción de una lágrima en constante caída acompañada de una sonrisa eterna. Pero Bruno cambió y yo la verdad esas cosas no las entiendo. ¿Cómo es que un chico ordinario como Bruno pudo volverse líricamente loco? O hermosamente loco, o fascinantemente loco, o entrañablemente loco. Por lo general la gente no cambia así, drásticamente, y entonces a lo mucho Bruno se deprimía una o dos noches, pero hubiese regresado a su mediocridad cotidiana, porque así somos los chicos ordinarios, y porque Bruno, como cualquier otro chico ordinario, olvida inconscientemente las preocupaciones que pudieran estremecerlo, y eso porque carece de profundidad. Y así, sin dramatismos, se podía pasar la vida hasta morir en dulce ignorancia. Sin embargo Bruno se despertó un día y un cohete llamado “La Incertidumbre” se lo llevó de su mundo para depositarlo en el planeta de todos nosotros. Desde entonces Bruno preguntaba sobre la vida, la muerte y el sentido de las cosas y al principio uno lo escuchaba y se reía, porque nadie pensó que las cosas se irían tomando demasiado en serio. Por mi parte yo ya empezaba a observar la vida de Bruno con especial gozo --en realidad me moría de la risa--. Me convertí en seguidor silencioso de su progreso de artista confundido, afanoso en conocerse a sí mismo. La personalidad de Bruno se hacía –graciosamente-- más compleja y contradictoria. Dentro de él empezó a nacer –graciosamente-- su otro yo autodestructivo y malsano. Y Bruno se quedaba largos ratos en silencio, mirando el techo. El techo. Y Bruno caminando de aquí para allá buscando un pensamiento. Un pensamiento. Probó la marihuana, aunque fracasó en sus locas ganas de volverse un adicto porque le incomodaba sobremanera su efecto. Bruno sufriendo por el tiempo, a quién denominó su principal enemigo. Esta angustia por el tiempo perdido se desencadenaba de un momento a otro, cuando él advertía que lo que estaba haciendo no servía de nada para sí mismo, entonces, por ejemplo, en mitad de una película a la cual Bruno no le encontraba “esencia”, se paraba y se iba, ¿a dónde?, a estar conmigo mismo, nos decía. O de pronto, una mañana a Bruno lo veías corriendo, literalmente, diciendo que aquel “fantasma de vacío” lo perseguía y no había que dedicarle más tiempo, por eso corría porque tenía que coger un libro, o escuchar un disco.

Su primer trastorno fue la paranoia con su voz. Empezó a preocuparse por su voz, estaba convencido de que su voz no era la misma siempre, que cambiaba constantemente conforme a su estado de ánimo, o a lo que él llamaba su “fuerza interior”. Se convenció tanto a sí mismo de esa idea, que uno de verdad empezaba a notar las diferencias, entonces a veces se le notaba seguro, con buena pronunciación, hablando con énfasis cada palabra, y otras, se le notaba cansando, frágil, incluso hasta tartamudeaba. Era el reflejo de estados interiores, y por eso, lo que añoraba, era una voz suave y áspera, una voz suave que se dilatara con el viento.

Pasaba todo esto y a mí me parecía que todo lo que hacía Bruno lo apañaba de ternura e ingenuidad. Yo lo miraba, y lo convertí rápidamente en mi héroe personal, aquel personaje cotidiano y ordinario que hace todo lo posible por revelarse contra su destino de la eterna repetición de lo mismo. En el fondo, Bruno anhelaba apasionarse con algo, no sé si habrá llegado a esa conclusión, pero estoy seguro de que lo que Bruno buscaba era aquella pasión que le diera algo de sentido a su vida. Pero la pasión siempre le fue esquiva, desaparecía de su ser como arena entre las manos, llegaba a su vida como relámpagos fugaces, verdaderos y efímeros momentos donde realmente “sentía” la vida, aunque eso se desvanecía rápidamente y regresaba a su frivolidad diaria. De eso trata su locura, de aquel delirante deseo de agarrarse de aquello que lo hiciera sentirse vivo, era un náufrago que se hundía en el mar de la convencionalidad, y donde la única salvación era lo trascendente, lo inmortal y lo superior. Pero el camino a ello no era el conocimiento ni la intelectualidad, sino la pasión, es decir, la sangre en las venas, la presión en el estómago, la exaltación de los sentidos, la emoción pura, y en los últimos meses que lo vimos luchaba por alcanzarlo, o al menos jugaba a que luchaba.

En todo ese tiempo Bruno mantuvo una relación con Leila, su última novia, a quien amenazaba con dejarla mil veces, de las cuales cumplió tres, para luego regresar a los brazos de la pobre y confundida Leila, convencido de que no podía vivir sin ella, pero atormentándose porque en el fondo no la soportaba por ser tan convencional e incapaz de entenderlo. Pero Bruno la necesitaba, eso era evidente. Leila era la primera oyente de sus canciones, la única discípula de sus doctrinas, la cómplice infalible de sus proyectos. Leila estaba allí siempre porque lo amaba, porque le creía todo. Y si quiero ser tajante en este punto, diría que si alguna vez Bruno llegó a ser algo de lo que pensó para sí mismo pues lo fue para Leila. Y fue Leila la primera en convertir la desaparición de Bruno en un suceso místico, y por ratos, cuando se emocionaba, en profético. Porque Leila sentía que lo estaba perdiendo, que se le escapaba de sus brazos, que lo veía y era como si no estuviera, como un vacío, y Bruno con sus besos le estaba diciendo adiós. Cuando empecé a escribir esta historia indudablemente lo primero que hice fue buscar a Leila y hablar sobre Bruno. Leila fue la única testigo de los últimos días con nosotros. Me hice muy amigo de ella y pude sacarle detalles muy personales. Leila me cuenta por ejemplo que los últimos cinco días casi no salía de su cuarto para nada. Bruno aún vivía con sus padres y ellos se preocupaban por alimentarlo, aunque ya casi no tenían ninguna comunicación. Salvo Leila, quien se quedaba a dormir con él y hacían el amor de vez en cuando. Me contó incluso que en el acto sexual Bruno actuaba de manera rarísima; se colocaba encima, escondía la cabeza entre el cuello y el hombro de Leila y no decía nada y no emitía ningún ruido, solo escondía la cabeza y se movía por unos segundos hasta terminar. Las últimas veces habían sido así y para Leila se convirtió en un acto casi de gratitud. Ella entendía eso como que Bruno salía de su refugio en sí mismo para aplacar lo más rápido posible esa necesidad “desagradable”. Esa fue la palabra que utilizó Bruno para referirse al deseo sexual: desagradable. Y con esa palabra escuché --y también entendí-- otro de los grandes tormentos que soportaba Bruno casi en silencio: su incontenible apetito sexual. Yo no lo sabía, pero Bruno nunca había dejado de masturbarse. El sexo parecía envolverlo, sofocarlo, torturarlo tanto que lo odiaba. Era una adicción secreta que lo consumía todos los días, pues no podía dejar de pensar en sexo, y eso, decía él, era la más terrible de sus desgracias porque lo separaba de su esencia artística y espiritual, cosas de Bruno. Cuando me contó esto Leila yo me reí, pero ella me dijo no te rías. Para Bruno esto era muy serio. Un día Bruno estuvo pensando tanto en el asunto que soñó algo escalofriante. Soñó que unos hombres viejos vestidos de niños jugaban en un enorme jardín, y mientras jugaban se estaban masturbando. Es decir que mientras corrían y daban vueltas se estaban cogiendo el pene. Y no paraban de masturbarse hasta que se juntaron entre ellos y se tiraron al pasto para tener un orgasmo casi simultáneo, y todos a la vez entraron en un trance delirante de gritos y sonidos para luego descansar como niños con un dedo en la boca.

Hace varias semanas que estoy tratando de escribir esta historia. La corrijo y la reescribo constantemente. Tengo miedo de no expresar exactamente lo que pasó y sobretodo, no quiero reflejar dramatismos. Porque aquí todo tenía el aspecto de broma, un chiste corriente que deja de ser gracioso en el momento en que Bruno desaparece de verdad. Hasta antes de ese momento Bruno es cándido, travieso, frágil, pero nunca valiente, nunca capaz de cumplir lo que hizo luego. Y fue justamente ese sueño que me contó Leila lo que realmente me motivó a escribir. Me quedé muchos días pensando en aquel sueño y llegué a entenderlo como un simbolismo de su vida y me pareció un sueño fantástico. Entendí que Bruno era uno de aquellos viejos que corría por todo el enorme jardín sin parar de masturbarse, porque el estar en constante masturbación era su manera de “negar” la realidad, de no aceptarla, de satisfacerse consigo mismo y no necesitar de nada más que su cuerpo. Entonces Bruno prefiere masturbarse y seguir jugando en ese enorme jardín que era el mundo, para luego dormir con un dedo en la boca. Y así y así hasta hacerse viejo.

Estoy seguro de que Bruno se dio cuenta de eso y por eso tampoco dejó de pensar en aquel sueño, y su graciosa y exagerada desesperación por cambiar tuvo que ver con que quería dejar de ser ese viejo que no dejaba de masturbarse. Porque para mí su instinto sexual solo componía una parte de su compleja personalidad, y en realidad su masturbación era generalizada, es decir, vivía masturbándose con sus manías, con sus miedos, con sus complejos, con su ternura; gozaba con todo su ser y se acostumbró tanto a eso que no quería vivir en otro mundo que no sea con su propia satisfacción. Pero por alguna razón que no entiendo, Bruno quiere romper esa burbuja, ese mundito interior de autosatisfacción. Se sintió vacío, se sintió niño, se sintió inmaduro.

Una noche, meses antes de su desaparición, hablamos acerca de su futuro. Aquella vez Bruno había estado tocando sus canciones; estaba excesivamente inquieto, expresivo y de buen humor, hablaba y cantaba con graciosa vanidad, una vanidad repentina y exagerada, producto más de la exaltación y del vino que de su verdadera y frágil personalidad. Lo que pasa es que Bruno sabía que estábamos disfrutando de él, de sus manías al hablar, de sus canciones tiernas, de su voz, aquella original voz de tonalidades fuertes y ásperas que le dieron algo de estilo. Y en eso estábamos, escuchándolo cantar y hablar, hasta que, no sé por qué ni de dónde salió, decidimos increparle sobre su futuro como músico. Lo que recuerdo es que la idea inicial no tenía otra pretensión más que la de alentarlo a que pensara un poco más en lo que puede hacer con su música, a manera de un regaño de amigos. Según nosotros, era una forma de darle a entender que nos parecía demasiado bueno como para que siguiera desperdiciando su tiempo, aunque no teníamos tampoco ni idea de qué es lo que se debe hacer para llegar a algo, así que, mientras la conversación avanzaba nuestra idea se convirtió en una serie de comentarios torpes e inútiles sobre lo que debía hacer Bruno con su vida. ¿Qué más podía hacer Bruno?, quizá ninguno de nosotros se había preguntado eso de verdad, después de todo tenía su banda, había grabado, como pudo, sus canciones en un disco que repartió a sus amigos, tocaba constantemente en conciertos locales y cada vez estaba componiendo mejores canciones en un proceso creativo que él encontraba necesario y motivador; pero ¿Bruno era lo suficientemente bueno como para llegar a algo más? Esa noche nos comportamos como unos tontos, y nos pasamos largo rato deliberando sobre el destino de nuestro amigo Bruno, quien minutos antes estaba jugando de lo lindo a ser un cantante especial, sensible y seguro de sí mismo, pero después de haber sido sermoneado por nosotros empezó a sufrir un entristecimiento envolvente que parecía devorarlo y que se reflejó claramente en su semblante pálido, en su mirada fija sobre la nada y en sus comentarios que se fueron reduciendo a monosílabos distraídos y lacónicos. A veces me inclino por pensar que esa noche empezó a cambiar algo dentro de Bruno.

En una de sus últimas noches con Leila le dijo mientras miraba las estrellas por la ventana: “yo creo que el último día de mi vida será como este, mirando las estrellas y sin haber entendido nada”

Marzo del 2008

Monday, March 17, 2008

Primer Quipu

Dos cuentos de Julio Meza

Para la primera edición quincenal de esta nueva etapa de Quipu, se recibieron seis decenas de textos de jóvenes autores (no todos llegaron a ser revisados, muchos de ellos se juntarán con otros cincuenta textos llegados en los últimos quince días). Los jurados encargados de esta primera selección fueron Javier Gárvich y Ernesto Carlín, quienes eligieron de común acuerdo los dos cuentos enviados por Julio Meza, subrayando sobre todo uno de ellos, “El árbol”. Julio Meza (Lima) tiene veintisiete años, es un abogado graduado en la PUCP que ahora se dispone a estudiar literatura en esa misma universidad. Ha publicado un libro de cuentos, Tres giros mortales, en la editorial Casatomada que dirige Gabriel Rimachi. Administra un blog de crítica de rock llamado Atrapa la Luz (www.atrapalaluz.blogspot.com).


El árbol

Al este de un cielo de nubes blanquecinas, el sol se levantaba con su característico vigor matutino (parecía un hombre luminoso que se despereza exhibiendo una panza abultada) y, con su fuerza natural, lanzaba sus rayos amarillos que producían iridiscencias en las rocas de los cerros imponentes. Varios metros más abajo, en el pueblo, las tejas rojizas y las ventanas de las fachadas brillaban por el emerger de la mañana, y estos pequeños resplandores formaban raras constelaciones que podían verse desde las lejanías. En la plaza, la iglesia mayor proyectaba una sombra alargada, que aumentaba de tamaño hasta atravesar el asfalto, ingresar al jardín central y refrescar la banca de madera que acogía a un mendigo. A una cuadra, en la calle que conducía al río de aguas tranquilas, se encontraban las casas de las personas más pudientes, y, por ello mismo, el sector más cuidado y agradable de todo el valle. Una de esas construcciones, que se ubicaba en una esquina concurrida, era la del señor, un hombre de edad avanzada, pero con un cuerpo tan recio que daba la idea que los años, en vez de afectarle, le habían dado una fibra invencible. Frente a su puerta principal, por donde recibía las visitas de sus pares, se ubicaba el resultado de las décadas completas que había llevado en ese lugar: un árbol de raíces profundas, tronco grueso y firme, y ramas y hojas de una gran abundancia.

-¡Cuánto se demora este bruto! -dijo el señor, saliendo a la vereda para buscar al jardinero.

A una centena de metros, el jardinero venía caminando lentamente, como si reflexionara con paciencia antes de dar cada paso. Sobre su espalda encorvada, y en una bolsa de rafia, llevaba sus herramientas de trabajo, algunas ropas y un frasco con gasolina. “Pero qué rico”, pensó, luego de sentir el calor del ambiente en su cuerpo, y se puso a silbar. La melodía que brotaba de sus labios era en apariencia alegre, pero tenía una corriente subterránea que la tornaba melancólica y, en algunos momentos, hasta vertiginosamente triste. Por más que se esforzó (puso un dedo en su boca y junto los dientes), no logró evitar el aire oscuro de su música. “Parece que mi interior me manda un mala señal”, caviló, y, sin embargo, continuó soplando con ritmo.

Luego de pasar por una bocacalle, vio al señor, que exhibía un rostro de exasperación, y recién avanzó con rapidez, pues entendió que estaba llegando tarde. “Uy, el señor está amargo, creo”, pensó.

Ya delante de su patrón, bajó sus cosas y saludó con verdadero cariño: - Señorcito, buenos días. ¿Cómo se encuentra hoy?

-A ti que te importa cómo estoy -respondió el señor, agresivamente-. Debiste aparecer hace media hora.

-Sí, señorcito -dijo el jardinero, bajando la cabeza-. Pero no se moleste. Al fin y al cabo, he llegado ya, ¿no?… Dígame, ¿para qué soy bueno?

-Primero, la próxima preséntate más temprano -manifestó el señor-, porque de lo contrario no te daré ningún encargo -y, relajando su mal carácter, señaló el árbol-. Bueno, ¿ves a ese?

-Sí.

-Deseo que lo hagas caer.

-Pero… -dijo el jardinero, mirando el árbol por un momento- ese está sano y fuerte. ¿Por qué quiere que lo baje?

-¡A ti qué te interesan mis razones! -el señor volvió a encolerizarse-. ¡Sólo córtalo!

-Como desee, entonces -aceptó el mandado el jardinero -. Lo haré lo más pronto que pueda.

-Espera -agregó el señor, rascándose la cabeza-. Si te lo cuento, tal vez trabajes con más ganas.

-A ver, señorcito.

-Mira, sucede que mi mujer está muy enferma -se explicó el señor-. Ella cree que va a morirse. Pero considera que eso no sucederá hasta que cante un ave de mal agüero. Y en el único lugar en que se puede colocar dicho animal es en ese árbol. Por lo tanto, mientras no exista esa planta fregada, ningún pájaro se hará escuchar.

-Entiendo, señorcito -dijo el jardinero, respetuosamente.

-Bueno, ahora me voy -finalizó el señor-. Tú ya sabes cuál es tu trabajo.

Mientras se retiraba el señor, el jardinero se paró delante del árbol y lo observó con atención: bajo el sol intenso, tenía un aire majestuoso y superior, como de alguien importante. “Además”, pensó él, “parece de ánimo duro y voluntad terca, igual que un señorón de esos”. De inmediato, el jardinero se acobardó, y contrajo el cuerpo hasta juntar la quijada con el pecho. Su meditación le indicaba que debía mostrar respeto, pues no estaba tratando con un igual. Pero, luego de unos segundos, cuando se dio cuenta que estaba frente a un árbol, se irguió por completo, se colocó en posición de pelea, y dijo en tono desafiante: -No me vencerá ni con su porte de señor ni con nada… ¡Y, por último, no permitiré que le haga daño a la señora!

Desde la perspectiva del jardinero, el árbol pareció responder a sus palabras: se agitó ligeramente, como si se estuviera riendo ante su amenaza.

***

-Ha llegado su fin, señor árbol -se animó el jardinero, levantando la tijera de podar-. Ahora sabrá de mi oficio.

Con una minuciosidad de artista, y sobre su escalera de tablas, empezó cortando las ramas más pequeñas. Para alguien no avisado, daba la sensación de estar realizando una labor de peluquería, pero trasuntada a los oficios que requieren las plantas. Luego de varios minutos, cuando terminó con su tarea, y dejó al árbol sólo con su enramado grueso, tomó el machete y, con golpes secos, acabó por tirar abajo esos brazos marrones y tortuosos. Ya con la cara y el pecho manchados de tierra, descendió al suelo, y procedió a alistarse para el trabajo más arduo: quebrar el tronco. Empuñando el hacha con ambas manos, taló una y otra vez, deteniéndose a ratos para secarse la frente o beber agua de una botella de vidrio. Media hora después, cuando estuvo a punto de concluir (sólo faltaban tres o cuatro hachazos), cogió la soga y, con mucha precisión, la envolvió a un lado del tronco. A continuación, tiró con potencia, hasta que, tras el grito “¡cuidado abajo!”, el árbol cayó vencido, desplomándose en su integridad.

-Le dije que acabaría con usted -soltó el jardinero, dibujando una media sonrisa-. Ahora, pues, le verá el señor.

Mientras tanto, el sol seguía gobernando con ímpetu, lanzando sus rayos como si estuviera dando su bendición a todos los seres existentes. En respuesta, las flores abrían sus pétalos de colores, invitando a que cayera en su interior un poco de la energía dorada que se desperdigaba por el campo; y los animales, con una alegría que manifestaba éxtasis, jugaban desplazándose de un lugar a otro y produciendo una bulla disonante pero feliz. Más allá, sin embargo, un conjunto de nubes albas, que poco a poco se volvían de un gris espectral, acechaban como fantasmas, y expandían su sombra tensa por algunos bastos territorios. A su vez, el viento, al que parecía fastidiarle la claridad del día, exhalaba hacia el este, ora con suavidad, ora con una potencia desgarradora, y, lentamente, desplazaba a los copos blancos del cielo a su encuentro con el astro rey.

Avanzando sin apuro, el jardinero se acercó a la casa y tocó la puerta. De inmediato, el señor se asomó y preguntó qué deseaba.

-Ya he acabado, señorcito -dijo el jardinero, con tono alegre-. Puede decirle a su señora que esté tranquila. Nada le va a pasar.

-Oye, ¿pero tú estás bruto? -se molestó el señor y, estirando un dedo, indicó-. ¡El árbol sigue allí!

-¿Qué? -se impresionó el jardinero, volviéndose-. Pero si hace un rato…

-¡Cumple con tu tarea, so vago! -concluyó el señor, y lanzó la puerta.

Estupefacto, el jardinero le puso los ojos al árbol con una cólera ardiente: este se hallaba con su tronco intacto, sin ninguna rama quebrada y con su mechón de hojas llenas de una vida arrogante.

-No me la va a hacer -reventó el jardinero, colérico-. ¡A mí no me la va a hacer!

***

En las alturas, el viento, que había soplado con una fuerza liberada, empujó las nubes a lo largo de varios de kilómetros y, habiendo logrado su propósito inicial, oscureció el ambiente de tal forma que todo se tiñó de una coloración ceniza. Las nubes, con su naturaleza ahora abultada y negra, expedían relámpagos incesantes y provocaban la sensación que, de un momento a otro, iban a explotar definitivamente. El sol, del que ya sólo se podía observar cierto resplandor y algunas de sus lanzas brillantes, moría sin luchar y estático, como si le hubiera sido suficiente su breve reinado.

-Con que sí, ¿no? -dijo el jardinero, destilando amargura.

Con movimientos presurosos, se sacó la chompa y el polo, y se amarró una faja de cuero alrededor de la cintura. Sin esperar un instante, cogió su hacha y, furiosamente, golpeó el árbol en su base. Repitió este acto numerosas veces, sin descanso ni para tomar un suspiro, hasta que logró dejar al aire libre el centro mismo del tronco. “Tendrá que derrumbarse”, pensó el jardinero, dirigiéndose al árbol. “A las buenas o a las malas”. Prosiguió con rabia cada vez más intensa, como si, en un arranque de locura, estuviera asestándole cuchillazos homicidas a una víctima que estuviera a punto de fenecer. Luego de uno minutos, con su entorno lleno de astillas de madera, el árbol empezó a inclinarse hacia la izquierda. Dejando la cuerda que uso anteriormente a un lado, lanzó terribles puntapiés contra la corteza pelada, y, rechinando estremecedoramente, el árbol se derrumbó.

-¡Le dije que no podría conmigo! -se exaltó el jardinero-. ¡Se lo dije!

Para que no haya duda de su logro, siguió asestándole tajos al árbol caído. Con el rostro y la espalda húmedos de sudor caliente, le dio duro a las ramas, casi sin distinguir las que eran pequeñas de aquellas de mayor tamaño. En quince minutos, y exhibiendo unos dedos encallecidos, tuvo a sus pies un enorme montículo verde y castaño. A continuación, aprehendió otro instrumento (una sierra), y prosiguió con el tronco desnudo. Sin conmoverse por la savia que se derramaba a manera de sangre, hirió progresivamente el cuerpo tendido, hasta sacar la primera rodaja de madera. Tres cuartos de hora después, no existía tronco, sino una docena de trozos circulares. “Aquí no acaba la cosa”, le dijo al árbol, mentalmente, mientras jadeaba de cansancio. “Sólo ha comenzado lo bueno”. Con el hacha, y ya gastando las últimas energías que le restaban, destrozó las mencionadas piezas y, como si fuera a prender una fogata, acumuló leña en grandes cantidades.

-¿Quién es el señor, pues? -dijo el jardinero, completamente cansado, pero orgulloso-. ¡Ahora dime quién es el señor!

-A quién le hablas, loco de mierda -gritó el señor, desde el interior de su casa.

El jardinero se volteó y, dirigiéndose al señor con un tono triunfante, le anunció: -¡Ya terminé! ¡Venga usted a ver cómo quedó!

El señor abrió la puerta y quedó callado, como si estuviera pensando la manera más punzante de responder un insulto.

-¡Tarado! -soltó por fin, y agregó, con la mirada ardiente: -¡Pero si allí esta el árbol! ¡Acaso tratas de reírte de mí!

Estupefacto, el jardinero dirigió su cabeza hacia atrás y, con las articulaciones temblorosas, se encontró con el árbol íntegro, tan igual como lo había visto a su llegada.

-¡Carajo, termina de una buena vez o ya no querré más tus servicios! -indicó el señor, y se marchó golpeando la puerta.

El jardinero, jalándose de las crenchas, gritó: -¡No puede ser! ¡No puede ser! ¡No le dejaré vencer! ¡No!

***

Explotando por un frenesí agresivo que le enfermaba la cabeza, el jardinero no reflexionó un momento, sólo se dejó llevar por el mero arranque del impulso, y empezó a empapar el árbol con la gasolina que tenía en una botella. Mojó la parte más expuesta, desde las zonas visibles de las raíces, hasta el tronco que se perdía por las ramas entreveradas. Como su pulso era descontrolado (no aguantaba la irritación que le producía haber sido derrotado dos veces por el árbol), manchaba el suelo y sus propios pies calzados con sandalias. Finalmente, empapó un trapo y, llevado por un afán piromaniaco, lo encendió con fósforos y lo arrojó al árbol. Este ardió como una antorcha gigante y crepitó sin cesar, expulsando densas humaredas negras.

-¡Le derroté! -saltó de alegría el jardinero-. ¡Ahora sí le derroté! -y se puso a reír con carcajadas enajenadas-: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!

El sol había desaparecido por completo, sin dejar siquiera un modesto rastro de su presencia. Las nubes, que eran las nuevas gobernantes del cielo, lucían un negro intenso y, además de reventar en fragorosos espasmos de luz, echaban rayos como si fueran brujos vengativos. El viento, perdiendo toda coordinación, soplaba a mansalva, entreverándose en desorden y careciendo de un sentido claro. De un momento a otro, se escuchó un tronar más fuerte que todos lo anteriores, y, por un instante, se vivió una atmósfera paralizada, como si el tiempo se hubiera detenido en una fotografía.

Y, con violencia, llovió.

-¡No! -chilló el jardinero-. ¡No se liberará de esta!

Las llamas del árbol, que habían crecido considerablemente, empezaron a apagarse, y el humo brotó en espirales como una serpiente encantada de su canasta. El jardinero, sin esperar un segundo, y con movimientos torpes por la desesperación, echó más gasolina, y, por casualidad, se empapó el pecho y las piernas.

¡No le dejare ganar! ¡No! -aulló, y, sin ninguna razón, volvió a lanzar risotadas-: ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!

En seguida, prendió fuego. El árbol se envolvió en llamas, pero no con el mismo brío de antes. Con lo ojos desorbitados, el jardinero se puso a silbar, como lo hizo al principio del día. Pero ahora, acompañado de su música, también bailó, dejando huellas largas sobre el barro. Su tonada era exaltada, y hacía referencia a un triunfo supremo y una alegría espiritual. Era una melodía propia de fiestas carnavalescas, pues estaba compuesta de partes jubilosas y de un ánimo lujurioso. Pero, en lo profundo, tenía un aire lúgubre, que indicaba la melancolía que produce la proximidad de la muerte. Sonaba como el anuncio festivo y resignado de alguien que, pese a sus esfuerzos sobrehumanos, fallecerá.

El jardinero bajó mecánicamente la cabeza y, sin sorprenderse, descubrió que tenía la bota de su pantalón encendida. Ya sin cordura, se bañó con lo que restaba de gasolina, mientras expedía a grandes aullidos:- ¡Ja, ja, ja! ¡Ju, ju, ju!

Y, con el cuerpo en fuego a lo bonzo, gritó-: ¡Así usted morirá! ¡Morirá!

Y corrió a abrazarse al tronco del árbol: fuego y fuego se unieron y, hasta consumirse, no se apagaron.

***

No pasó mucho (de dos a tres horas) para que las nubes se desgastaran en su trance líquido, pues, a medida que evacuaban agua, se consumían al igual que cuerpos afectados por la hambruna. En un momento dado, desaparecieron del horizonte, y se presentó, con un aura renovada, quien gobernaba en un principio: el sol. Este, despidiendo su luz brillante, impartió una vida nueva a la atmósfera, que se mostró caliente y acogedora como una madre. El viento, por su lado, se relajó por completo, y únicamente se hacía sentir a manera de una brisa fresca que relaja los rostros y mueve con sutileza las cosas dóciles.

El señor salió de su casa y se encontró con una escena pavorosa: desperdigadas por el piso, había un hacha, una sierra, una soga, un recipiente y una tijera de podar; más allá, un cuerpo calcinado, que sólo mostraba como piezas intactas sus dientes blancos, se exhibía con un gesto furioso y tenso; y, al lado, el árbol se levantaba íntegro y con la vida lozana del que ha renacido.

-Pero… -se dijo el señor, sorprendido-. ¿Pero qué ha pasado?

De pronto, un ave negra se posó sobre una de las ramas gruesas del árbol. El señor, que la había visto llegar, cogió algunas piedras e intentó espantarla.

-¡Fuera! -decía-. ¡Fuera, monstruo!

Sin hacerle caso al señor, el ave negra abrió el pico y, haciendo primero unos gorgoritos, cantó con una sencillez sublime. Luego, esquivando uno de los proyectiles que le lanzaron, se marchó.

-¡Maldita! -le gritó el señor, alzando los puños-. ¡Maldita ave de mal agüero!

***

En la noche, bajo una luna colmada de reflejos, la esposa del señor murió luego de un vómito de sangre.


El día del al revés

-Ya te lo he dicho-, dijo el abuelo, acomodándose el chullo que cubría su caballera hirsuta y negra-. Lo que pasa es que no quieres creerme.

Una porción luminosa del sol, casi su tercera parte, despuntaba entre los cerros verdes señalando el comienzo de la jornada. Las nubes, que hacía sólo unas horas habían lucido oscuras y tumultuosas, pues durante la madrugada había llovido en toda la zona con una fuerza torrencial, ahora se mostraban livianas al igual que pequeños copos de algodón. Debido a esto, el cielo estaba sumamente despejado (tenía una transparencia relajante), y, sin mucho esfuerzo, se podía distinguir el color del pecho de las palomas que sobrevolaban en las alturas.

-Pero es que es imposible-, manifestó el niño, rascándose la cabeza-. Eso parece un cuento.

Disfrutando del ambiente, el abuelo y el niño se encontraban acomodados sobre unas bancas de madera, en un rincón del patio. En el contorno, había puertas que conducían a habitaciones de dimensiones pequeñas, que albergaban a los viajantes que llegaban al pueblo por las fiestas del santo patrón. El abuelo obtenía algún dinero por el alquiler de esos cuartos, pero, en vez de ser conocido por su faceta de arrendatario, la gente lo distinguía como aquél que había leído mucho y contaba relatos. Quizás, por ese motivo, su forma de hablar era como un hombre de la ciudad.

-Te lo repetiré- dijo el abuelo, fastidiado -. Cuando llega el 16 de enero, un pedacito del mundo se pone al revés.

-Hoy es esa fecha, y no ha pasado nada- manifestó el niño, con un gesto de suspicacia-. Te he chapado la mentira.

-Bueno, piensa lo que quieras- se cansó el abuelo. De forma maquinal, sacó una bolsa con hojas de coca, y se puso a masticarlas, mientras guardaba un silencio sepulcral. Luego de unos momentos, con el cachete hinchado por la acumulación de la hierba, continuó-: Te contaré lo que sucedió hace exactamente quince años. ¿Conoces el ataúd de los pobres?

-¿Cuál es ése?- preguntó el niño, extrañado.

-Es ese ataúd que se encuentra en el velatorio de la municipalidad. Es el que sirve para llevar a los cadáveres de los indigentes desde la capilla mortuoria hasta la fosa común. Ese ataúd sólo se conserva en buen estado por sus duras tablas y su excelente barnizado… Bueno, el hecho es que los seres humanos son siempre los que van a ese ataúd. Hombres y mujeres, de todas las edades, se dirigen a su compartimiento, y lo ocupan por un lapso de tiempo. Pero, de repente, un 16 de enero, el ataúd fue hacia los hombres y las mujeres. Aunque no lo creas, el dichoso ataúd salió de su morada y empezó a perseguir a la gente por la calle. Abría y cerraba su tapa como si fuera una boca enorme, y volaba sobre su base de la misma forma que lo hacen los espíritus. Pese a que las personas huyeron en estampida, el ataúd atrapó a una viejita cegatona que barría la vereda. Sólo así tranquilizó su hambre maléfica. Al día siguiente tuvimos que enterrar a la viejita.

-Eso no ha sucedido- soltó el niño, e hizo una mueca de sorpresa tan graciosa que le provocó una risita al abuelo-. Tengo que ir a ver ese ataúd.

Sin despedirse, el niño partió en seguida, levantando una breve estela de tierra seca. Corrió a lo largo de tres cuadras, llegó a la plaza principal (en donde numerosas palomas comían migas de pan) y, esquivando las bancas y los jardines de flores vistosas, se dirigió hacia el velatorio. Cuando llegó a ese lugar, con mucha cautela, y respirando agitadamente, pues sentía que un miedo inevitable crecía en su interior, abrió su portón de metal. En la habitación, que, debido a las ventanas cerradas, tenía una atmósfera lúgubre, encontró el referido ataúd. Estaba colocado sobre un armazón de bronce, lo rodeaban unas lámparas de focos apagados y, cerca a la cabecera, tenía una cruz de ornamentación barroca.

“Pero el ataúd no vuela ni come gente”, pensó el niño. Iba a adentrase para ver de cerca al protagonista de la historia del abuelo, pero fue interrumpido por el guardián.

-¿Qué haces aquí?- le preguntó, con un rostro de amargura-. Éste no es un espacio para pequeños. Vete de una buena vez.

El niño miró al guardián, luego al ataúd, y se marchó sin decir una palabra.

De regreso en la casa, halló al abuelo en el mismo lugar, mascando coca y, como una iguana, calentando el cuerpo con los intensos rayos solares.

-Me has engañado- soltó el niño-. El ataúd ni siquiera tiembla.

El abuelo emitió una sonrisa, y respondió: -Por supuesto que el ataúd no se mueve. Te dije que eso sucedió hace quince años. Ahora el ataúd descansa tranquilo, como un animal sedado.

-Ah ya -dijo el niño, con ojos de molestia, pues percibía que le habían tomado el pelo-. ¿O sea que el ataúd se quedará quieto para siempre?

-No necesariamente -mencionó el abuelo- Mejor te cuento otro hecho que aconteció hace 25 años, en un 16 de enero tan similar al que vivimos hoy.

-A ver -dijo el niño, con un tono de suspicacia-. Comienza.

-Bueno -soltó el abuelo, metiéndose más coca en la boca-. ¿Conoces a la partera y la tendedera?

-Sí -respondió el niño, preocupado porque esta vez los personajes eran de carne y hueso-. Son amigas de mi mamá.

-Entonces podrás preguntarles a ellas si miento o no –dijo el abuelo, tranquilo y sin remarcar que planteaba un desafío-. Bueno, aquí va la historia… Lo que sucede siempre es que los individuos, para llegar a esta tierra, salen del vientre materno. Algunos con facilidad, otros con dificultad, pero todos pasan alguna vez por entre las piernas de sus madres. Pero un 16 de enero, en el que caía un aguacero con una furia espantosa, la partera fue llamada al hogar de la tendedera. Aquélla creía que iba a ayudar en un nacimiento común, uno semejante a los tantos otros que había visto pasar por sus experimentados ojos. Pero, cuando llegó a su destino, se encontró con algo monstruoso. Un recién nacido, todavía con el cordón umbilical intacto y con manchas de sangre en el cuerpo, pugnaba por introducir su cabeza en la vagina de su madre. “Ayúdeme”, le dijo la tendedera a la partera. “Haga que mi hijo se meta en mí”. La partera, aterrorizada porque nunca antes le habían hecho un pedido igual, se quedó quieta, sin saber cómo enfrentar la situación. “¡Ayúdeme, por Dios!”, agregó la tendedera. “¡Acaso espera que lo haga sola!”. La partera venció su temor e, impulsada por la fuerza del deber que exige todo oficio, puso las manos a la obra. A la mañana siguiente, cuando en el horizonte podía apreciarse un arco iris, la tendedera tenía a su hijo en su interior.

-No puede ser -dijo el niño, con un mohín que indicaba tanto escepticismo como perplejidad-. Tengo que comprobarlo.

Sin decir más, el niño partió de inmediato. Se dirigió al puesto de la tendedera, que se ubicaba frente a un descampado, en el cual se acumulaban las palomas, pues aprovechaban los charcos que había dejado el temporal para beber diminutos sorbos y mojar sus plumas. El niño llegó a su destino agitado, ya que había acelerado como si lo persiguiera el demonio. Desde una distancia de pocos metros, observó a la tendedera (una mujer entrada en años y con una contextura extremadamente delgada) que atendía con solicitud a sus clientes.

“Pero si no está embarazada”, caviló el niño, decepcionado. Por un instante quiso interrogar a la tendedera sobre lo que, según el abuelo, había pasado hacía 25 años. “Mejor no lo hago. Podría pensar que estoy loco. Pues lo más probable es que lo que me ha dicho el abuelo sea mentira”.

Pensativo, el niño retornó donde el abuelo. Tenía muchas preguntas que realizarle sobre el ataúd y la tendedera, y, sobre todo, deseaba saber por qué le contaba esos embustes.

Cuando retornó a la casa, el sol se había elevado de entre los cerros llenos de pasto y, con una potencia soberbia, brillaba en el punto más elevado, justo en la perpendicular a la tierra. Las escasas nubes que restaban se habían alejado gracias a un viento suave, que aliviaba a la gente del calor sofocante que se había apoderado de la atmósfera. Las palomas, en especial las jóvenes, dejaban los nidos y aprovechaban el ambiente agradable para ir de techo en techo jugueteando.

En el patio, el niño no encontró al abuelo. En el sitio que había ocupado, que aún estaba tibio por el calor de las sentaderas del viejo, sólo había algunas hojas de coca, ordenadas de una manera muy particular: formaban la frase 16 de enero.

***

Caminando por el atrio de la iglesia principal, el niño reflexionaba sobre los relatos que le había descrito el abuelo. Abstraído, se sentó en las escaleras de piedra y puso su cabeza sobre la palma de sus manos. Muy cerca, veía cómo un bebe, de aproximadamente dos años de edad, perseguía a las palomas, intentado agarrarlas sin conseguirlo. Saliendo de sus cavilaciones, el niño sonrió por la ingenuidad del bebe. Sin embargo, su gesto cambió de pronto. Sin que haya una advertencia previa, variaron los papeles en la escena que veía: las palomas empezaron a perseguir al bebe. Éste escapaba dando pasos zigzagueantes, hasta que, a causa de su torpeza, cayó de bruces al piso. Las palomas lo recogieron y, sujetándolo con sus patitas agudas, se lo llevaron, desapareciendo en el horizonte amarillo.

Thursday, July 12, 2007

Febrero lujuria, de Christian Reynoso

[Noveno capítulo]

Después del dos de febrero, la ciudad de Lago Grande quedó a la espera del octavo día del mes. Ese día se celebraría la Octava de la fiesta y las actividades de veneración a la Virgen de la Candelaria continuarían. En el programa, se había previsto realizar, el día siete, la víspera de la Octava de la fiesta y el día ocho, nuevamente la celebración de una Misa de Fiesta con procesión. Sin embargo, esta última actividad no tendría sonada repercusión porque el mismo ocho se llevaría a cabo en el estadio Monumental el Concurso de Danzas con Trajes de Luces. Y al día siguiente, nueve, las principales calles y avenidas de la ciudad serían el escenario de la Parada de Danzas.

Muchos consideraban que la festividad empezaba en toda su magnitud, recién la noche en que se celebraba la víspera de la Octava. La plaza Pino se colmaba de gente, se reventaban cohetes y el cielo se convertía en una galería de fuegos artificiales. Así, se imprimía el sello que marcaba el inicio de la fiesta. Todo el mundo estaba atento a esa noche.

Y claro que es así dijo el tío Augusto, mientras se disponía a leer, echado en su cama, el último libro que había comprado. Con la víspera no sólo empieza la fiesta, sino también la borrachera generalizada de todos sentenció.

Y antes de concentrarse en la lectura no pudo evitar algunos pensamientos. Sabía que los siguientes días serían los peores de la festividad. Sabía que cada vez que llegaba febrero su vida se convertía en un infierno, porque la historia se repetía cada año, y él que había vivido toda su vida en Lago Grande podía decirlo:

“El rostro de la ciudad cambia. Los días se hacen más largos. El pasaje Lima, corazón de la ciudad, se llena de desconocidos y caras nuevas. Los foráneos empiezan a llegar, solos o en grupo. Los hoteles y las empresas de transportes incrementan sus tarifas al igual que los restaurantes, bares y tiendas de turismo. Yo hago lo mismo en mis pastelerías. Somos empresarios y tenemos que aprovechar la demanda. Los administradores hoteleros advierten a los agentes de turismo que hagan las reservaciones con anticipación, porque siempre ocurre que en el momento menos pensado todas las habitaciones se llenan y los viajeros no encuentran una sola en toda la ciudad. Tienen que ingeniárselas para pasar las noches al amparo de cuatro paredes y una cama; aunque otros, más optimistas, dicen que es imposible no encontrar una habitación, que siempre hay una y que además, en medio de la fiesta ¿a quién se le va a ocurrir dormir? Y es que, aparte del jolgorio de la festividad, hay todavía más diversión. Los bares, discotecas y centros nocturnos atienden hasta la madrugada y sus clientes bailan y beben a discreción. Las parrandas se prolongan por todo lugar, y el sexo, disfrute de común denominador, está latente en los deseos de todos. Y si los locales tienen capacidad limitada, las calles se convierten en cómodos lugares para acariciar las horas de la noche, al lado de botellas de pisco, ron o vodka. El frío no importa. Todos se empeñan en agotar las fuerzas de sus cuerpos. Son unos borrachos de mierda. Esa es la verdadera festividad. Y los días van pasando y a medida que se acercan los acontecimientos los conjuntos verifican los últimos detalles de su coreografía; los danzarines, de sus trajes y de sus cuotas; y los alferados, de sus compromisos y recepciones. Todos revisan la agenda que tienen que cumplir. Los que no bailan, los que no participan como yo, queramos o no, también nos vemos involucrados en la festividad. Unos con beneplácito, otros con fastidio. Los espectadores, animosos, se alistan para entregarse al deleite. Saben que requerirán dinero: unos para ir a ver el Concurso de Danzas, y otros, para separar lugares óptimos desde donde puedan ver con comodidad la parada; pero la gran mayoría, no concibe la posibilidad de pasar la festividad sin beber un par de cervezas o buscar un amor pasajero. Pobres diablos. Como siempre, las ganas de beber y fornicar están presentes en la fiesta”.

Sí Augusto. Y te acuerdas cuando eras niño y salías con tu hermana Aurorita y tus padres para ir a ver la Parada de Danzas, y se acomodaban en cualquier esquina que no rebalsara de gente, y tú, adelantándote a todos y sopesando la gente te metías, todo un hombrecito como decía tu papá aunque los mocos se te salieran de la nariz, y llegabas, cómplice, hasta adelante, al medio de la calle, para ver las danzas y luego, esa valentía se te quitaba porque aparecían esos aterradores danzarines disfrazados de osos y gorilas que te asustaban y corrías y corrías desesperado hasta llegar donde tu papá y tu mamá y temblabas y decías que ya no querías ver, que había que regresar a casa porque tenías miedo de esos malditos osos y gorilas, todos negros y abominables que se acercaban haciendo muecas, y entonces, había que regresar a casa, aunque no sabías que después, en la noche, te soñarías con ellos y tendrías horribles pesadillas, y que cuando despertarías, llorarías y llorarías y empezarías a odiar la fiesta y a todo ese jolgorio de música y danza. Pero, al día siguiente, niño valiente, otra vez ibas de la mano de tu padres y ellos te decían, Augustito, sólo son disfraces, no son osos ni gorilas de verdad, son muchachos disfrazados y te los señalaban y tú los veías caminando con sus máscaras en la mano, y en serio pues, eran hombres nada más, pero tú ya no les creías, porque ya no querías verlos, porque sabías que en la noche te soñarías con ellos y te darían pesadillas. Y entonces chillabas, gritabas y hacías escándalo y la gente se reía y Aurorita se reía y tus padres se reían. Y había que calmar tu furia y te decían, ya, ya, Augustito, mejor vamos a la iglesia San Juan a escuchar la misa. Y tú preferías mil veces estar allí, antes que ver a esos malditos osos y gorilas. Y entraban y te hacían persignar y luego, mirabas todas esas imágenes de santos con velas a sus pies que no sabías quiénes eran, mientras tus padres y Aurorita se sentaban a escuchar la misa, pero tú, Augusto, otra vez te convertías en ese niño valiente y te escapabas de ellos y te ibas a caminar por la iglesia escuchando las voces de los devotos que se paraban y sentaban a cada rato respondiendo al señor que dirigía la misa. Y te acuerdas, Augusto, de ese saquito plomo, al que tu papá llamaba el saquito de soltero, que te ponían cada vez que iban a la iglesia y que a ti te gustaba porque todos los niños que conocías no tenían ese saquito, así plomo y de soltero como el tuyo, y te acuerdas también, Augusto, de tu gorrito de lana rojo que hasta ahora lo tienes guardado en algún lugar, y que hacía juego con tu saquito de soltero. Sí, Augusto, claro que te acuerdas. Y entonces, te escapabas de tus padres y te ibas a caminar por la iglesia, porque te gustaba bajarte el gorro hasta el cuello y caminar así, con el rostro cubierto, para que los devotos no te reconozcan y no te digan nada, y qué placer que sentías mirándolos sin que ellos supieran quién eras porque claro que tú veías a través del gorro. Y los fastidiabas, sí, no lo niegues, porque justo en el momento de la ofrenda, cuando el sacristán pasaba la bolsa donde recibía las monedas de los devotos, tú te ponías a su lado y lo seguías; y él te votaba, pero tú no le hacías caso, y en plan de juego estirabas la mano pidiendo más monedas a los devotos, sin moverte de lugar hasta que te dieran algo. Y unos se sorprendían y otros decían: ¿dónde están los padres de este niño? Y tú te reías viendo sus caras y sólo ahí te olvidabas de esos malditos osos y gorilas. Hasta que una vez te perdiste dentro de la iglesia y empezaron a salirte las lágrimas porque había tanta gente que no podías encontrar a tus padres ni a Aurorita, y no supiste qué hacer y en tu desesperación, sin pensarlo, tiraste tu gorro frente a la imagen de la Virgen de la Candelaria y lloraste como un manantial. Y entendiste que ella no te haría ningún favor y la miraste, y viste sus ojos y sus labios que no te decían nada y entonces la odiaste. Y estuviste ahí, parado, sin saber dónde estaban tus padres y tu hermana hasta que sentiste un jalón y entendiste que era la mano de tu papá que te encontraba y que te decía: ¡dónde te metiste! Y tú, limpiándote los ojos, recién respiraste tranquilo y fuiste feliz. Aurorita se encargó de recoger tu gorro.

Wednesday, May 30, 2007

Tsunami

Susanne Noltenius


De pequeña, Mariela le tenía miedo al mar. Recuerda cómo se paralizaba en la orilla ante las olas que pensaba gigantescas. Poco a poco, aprendió a manejar sus temores, pero las imágenes en las noticias parecen el regreso de una antigua pesadilla. Con frecuencia, trata de ignorar los asuntos que la perturban, pero en este caso no puede. Se detiene a observar el mar unos segundos con recelo. Un pequeño recreo en el agotador trabajo de ordenar la casa de playa, a donde acaba de llegar esa mañana, junto con los dos niños y el camión de mudanzas. A sus hijos apenas los volvió a ver a la hora del almuerzo, aunque desde la terraza del segundo piso ha podido ubicarlos un par de veces a lo largo del día. Fue una buena idea traer los binoculares.

Los niños tienen ocho y diez años, un par de bicicletas azul y roja, un scooter y un balón de fútbol de cuero muy desgastado. Con los amigos del condominio comparten un horario inamovible de llegar a casa por la noche para irse a dormir -las madres son muy hábiles en acordar los mismos horarios para todos-. Los niños están felices de quedarse durante todo el mes. Carlos convenció a Mariela de no regresar a Lima y así aprovechar la casa que han alquilado. A ella le incomoda un poco dejarlo solo entre semana, pero él insistió en que sobreviviría sin mayores problemas y haría lo posible por llegar temprano los viernes.

Ha decidido hacer deporte en la playa. Se calza un par de zapatillas viejas y trota junto a la orilla del mar. La mañana es celeste y de olor fresco. El aire está limpio y se puede ver con claridad la silueta de la isla mar adentro. Del otro lado están las hileras de casas. Mariela corre hacia el norte y pronto se da cuenta de que las fachadas se vuelven más llamativas. Algunas parejas mayores la saludan con una venia mientras pasean hacia el sur. También se encuentra con varios pequeños que juegan en la arena junto a sus niñeras vestidas con uniformes blancos, como velas de barco. La observan curiosos mientras ella da media vuelta y empieza la carrera de regreso. ¿Cuánto habrá recorrido? Probablemente dos kilómetros. Desde hace unos meses, Mariela entrena en un gimnasio. La falta de ejercicio se le ha hecho más evidente durante los últimos veranos. Hace unos días, Carlos bromeó sobre sus nalgas y ella se quedó pensativa. En abril cumplirá cuarenta años.

Mientras trota hacia el sur, el viento la resiste. El sonido del mar se le cuela frío por una oreja. Se acerca a la isla y ve una bandada de gaviotas sobrevolándola, como sombras pálidas. Al llegar al punto de partida se detiene a escuchar el mar, pero el sonido se opaca por su propia respiración agitada y los gritos de las aves. Tal vez ha hecho un esfuerzo mayor que en el gimnasio. Se pone en cuclillas y siente que el olor salado de la brisa se diluye con el calor del sol que sube a sus espaldas. Medio enterradas en la arena encuentra pequeñas conchas con las que juguetea mientras recupera el aliento. Elige dos o tres que le gustan y de regreso en su casa las coloca en el baño dentro de un recipiente de vidrio.

Tiene algunas amigas en esta playa. Como al medio día, aterrizan todas frente a la orilla, con sus sombrillas multicolores y asientos plegables en combinación. Hijos de diferentes edades circulan alrededor de cada una, dibujando órbitas, como satélites. Los maridos están trabajando en Lima y llegarán el fin de semana para la fiesta de Año Nuevo. Durante el verano, las parejas se separan de lunes a viernes y se reúnen en la playa el fin de semana. Las relaciones se vuelven intermitentes como una línea punteada.

Al igual que cada año, los cuerpos de las demás mujeres son el tema central de la primera semana frente al mar. Así, Mariela y sus amigas intercambian bocaditos mientras establecen un ranking entre las siluetas vecinas. Hay una mujer a quien ella quiere colocar en primer lugar, pero nadie le hace eco. La mayoría se inclina por una pelirroja que evidentemente ha perfilado sus medidas con silicona. Sus pechos se yerguen hacia el cielo mientras el cuerpo pálido yace boca arriba tratando de absorber algo de color. La mujer que Mariela eligió es castaña y tiene una figura muy atlética -alguien le cuenta que ha sido nadadora-. Piensa que es el tipo de mujer que le gustaría a Carlos. Aunque él no es de esos hombres que coquetean, en varias ocasiones lo ha visto esconder miradas. Esto le disgusta, pero nunca se lo ha dicho. La nadadora camina hacia el mar. Sus piernas son muy firmes y en sus brazos se perfilan ligeramente los bíceps. Mariela amasa los suyos, blandos como almohadas.

Durante la noche, las amigas salen a caminar por el malecón y luego se reúnen en casa de Inés en primera fila. Mariela simpatiza mucho con Inés, aunque envidia ligeramente su figura espigada y la soltura con que expone sus ideas y desata los desacuerdos en el grupo. Sobre todo, le causa cierta admiración descubrir que Inés aún no se tiñe el pelo. Esa noche, mientras comentan la noticia sobre el tsunami, aparece una mujer en la terraza. Se presenta como la nueva vecina y se sienta a conversar con ellas. Se llama Susana, tiene una sonrisa agradable y un sentido del humor contagioso. Inés le hace algunas preguntas sobre su familia y ambas descubren que tienen algunos parientes lejanos en común. Entonces se miran como quien reconoce a alguien de su equipo. De alguna manera, Mariela se siente desplazada, así que prefiere permanecer en silencio unos minutos y luego se despide para irse a su casa a dormir.

Hace un poco más de un año, conoció a un hombre. Fue durante los entrenamientos de natación de su hijo mayor. La hija de él también nadaba a esa hora y ambos coincidieron sentados en las graderías un par de veces. Le pareció muy atractivo desde que lo descubrió la primera vez. Le gustaron sus manos grandes y sus ojos claros sostenidos por ligeras arrugas. Cuando sonreía, mostraba dientes muy parejos y unas suaves líneas se dibujaban a los lados de su boca. Al principio hablaban de temas muy generales en un tono casual, pero luego se dio cuenta de que le había confiado asuntos privados, como un pleito que tuvo con Carlos una vez que éste llegó tarde a casa. Esperaba con ansiedad las conversaciones frente a la piscina y ponía especial atención en la ropa y el perfume que elegía cada vez. Cuando aquel hombre faltaba, una profunda tristeza la invadía. Una vez, él le propuso almorzar juntos, pero Mariela inventó una excusa. Algo la había asustado. Fue entonces cuando decidió hablarle a Inés sobre el hombre de la piscina.

Tienes que cortar esa amistad ya mismo – le contestó Inés.

¿Por qué? No creo estar haciendo nada malo. Mientras sólo nos veamos en la piscina, no hay problema.

Entiende algo, Mariela. No necesitas acostarte con un hombre para sacarle la vuelta a tu marido – Mariela sonrió y tuvo que desviar la mirada.- Ese pata y tú están tratando de manejar un vínculo cargado de tensión sexual y eso ya es una infidelidad. No puede terminar bien.

Mariela dejó de acompañar a su hijo a los entrenamientos y al poco tiempo, cuando éste le dijo que quería dejar de nadar, no hizo ningún intento de disuadirlo e incluso experimentó cierto alivio. Sin embargo, una nueva idea empezó a atormentarla. Se consideraba a sí misma una persona escrupulosa. Aún así estuvo muy cerca de bajar la guardia y, tal vez, dejarse enredar por una aventura amorosa. Empezó a sentir a Carlos permanentemente expuesto. Por otro lado, su hijo decidió retomar las clases de tenis que había dejado un par de años atrás y esto la complació. Pensaba que el tenis era un deporte elegante, así que matriculó a los dos niños en una academia cerca de su casa.

Las noticias sobre el tsunami son cada vez más alarmantes. Los periódicos parecen competir sobre el número de muertos como en una subasta. Mariela se siente mortificada por la tragedia y pregunta entre sus amigas si sería probable un tsunami en estas costas. Recibe un unánime “no”. Inés bromea con respecto a su casa en primera fila -la primera en desaparecer- y la vecina nueva celebra con una risotada que a Mariela le borra el sentido del humor.

Se le ocurre preparar un postre para el fin de semana. No es muy hábil en la cocina, pero domina tres o cuatro recetas. Primero derrite el chocolate y la mantequilla. Mientras la mezcla se enfría, enciende la radio y llena a medias un vaso con jugo de naranja. Luego bate a mano algunas claras hasta convertirlas en una espuma liviana en la que dibuja sus iniciales con el mango de un tenedor. De inmediato las borra con la espátula. La canción que empieza a sonar la entusiasma y vierte un chorrito de pisco en su jugo de naranja. Bate las yemas y el azúcar. Una medida de licor de chocolate no le parece suficiente, así que echa un par más. Termina la preparación con una lluvia de pasas y pecanas y luego todo va al congelador. El resto del jugo lo bebe en la terraza mirando hacia el mar. El sol está a punto de zambullirse en el horizonte y varias parejas de adolescentes lo contemplan sentados bajo las sombrillas de paja.

Algunos maridos han empezado a llegar, pero Carlos ya advirtió que aparecerá al día siguiente, antes de la fiesta, pues tiene mucho trabajo. A ella no le gusta que la vean sola mientras todas sus amigas se pasean por la playa del brazo del esposo, así que prefiere ocultarse en su cuarto a leer. No le apasiona la lectura, pero siempre tiene un libro en su mesa de noche para ayudarse a conciliar el sueño. A veces sólo necesita unas cuantas páginas para quedarse dormida y por eso una misma novela le puede durar varias semanas.

Cuando Carlos llega, Mariela acaba de secarse el pelo. Susana ha contratado una mujer que peine a todas en su casa, pero ella decidió arreglárselas sola. Carlos la abraza, la besa con ternura y le dice que la ha extrañado toda la semana. Ella le cuenta lo bien que lo han pasado los niños, a quienes apenas logra rastrear a punta de horarios estrictos de comidas y acostadas. Él está ansioso por verlos y parece feliz cuando comen los cuatro juntos. Mariela lo contempla desde el otro extremo de la mesa. Le gusta su sonrisa y la manera como bromea con sus hijos. Piensa que ella también lo ha extrañado.

Durante la fiesta, Carlos y Mariela se sientan en la misma mesa que Inés y su esposo. También están Susana y el marido. Carlos parece congeniar con él y Mariela cree entonces poder desprenderse del recelo hacia la vecina nueva. Le encanta bailar. Le gustan las fiestas y son muy pocas las canciones durante las que ella y Carlos permanecen sentados. Casi al final de la noche, están caminando de la mano y se cruzan con la mujer que ella vio en la playa el primer día: la nadadora. Él trata de disimular su impresión, pero ella nota cómo los ojos se le desvían varias veces, como jalados por un imán. Al notar su incomodidad, Inés trata de tranquilizarla con una frase poco efectiva.

Carlos y Mariela se unen a un grupo que toma cervezas en la playa. El esposo de Susana propone elaborar un plan de evacuación en caso de tsunami. Se le ocurren algunas medidas como series de pitadas entre los vigilantes, la manera como deben estacionarse los autos, las rutas a seguir para alejarse de la orilla y un kit para emergencias que todas las familias deben tener listo. Carlos opina que el problema “reside no tanto en el sistema de alarma, sino en la manera como la gente entiende el mensaje; es muy difícil lograr que todos actúen del mismo modo”. Mariela no entiende bien a qué se refiere Carlos, pero igual piensa que ha dicho algo inteligente y lo admira por eso. Se le acerca por la espalda para sacudir la arena sobre sus hombros en un gesto cariñoso que él agradece con una sonrisa muda. Le gusta cuando él la mira a los ojos de esa manera sosegada. Entonces, alguien interrumpe diciendo que es imposible un tsunami en esta zona. Lo dice con mucha seguridad y a Mariela la tranquiliza oírlo. Susana en cambio, comenta lo ensordecedor que ha escuchado el mar durante las últimas noches. Incluso ha estado tentada de salir al malecón a cerciorarse de que la marea no ha llegado hasta él. Su tono de voz es melodioso y su ánimo relajado, por lo que el resto toma la broma con gusto y le sigue la cuerda. Susana es de esas personas que alegran a las demás de una manera natural, su abuela diría que es como una castañuela. Antes de que termine la tarde, Mariela ha recolectado un par de conchuelas muy blancas y un caparazón de molusco casi entero que parece una cornucopia. Tal vez logre llenar el recipiente en el baño antes de que acabe el mes.

¿Qué te parece lo del tsunami? ¿Realmente deberíamos estar preparados?

No, Mariela, cómo se te ocurre.

Pero tú dijiste...

Yo sólo le seguí la cuerda al esposo de tu amiga. Tú sabes, para caerle bien y dejarlo tranquilo.

Luego del fin de semana, Carlos regresa a Lima para trabajar. Tras su partida, Mariela se lamenta que no hayan hecho el amor. Se está calzando las zapatillas viejas para salir a trotar por la orilla. Esta vez correrá hacia el sur. La mañana es gris, pero sin viento, calurosa. Reflexiona sobre su vida íntima. Se da cuenta de que durante los últimos meses, es ella quien toma la iniciativa y que han pasado más de tres semanas desde la última vez. Una ola se arrastra casi hasta sus pies, por lo que debe desviar su ruta algunos centímetros y está a punto de tropezar en un desnivel. La marea le parece desordenada y recuerda las fotos en el periódico: los rostros desencajados, los techos cubiertos de agua, olas que arrastran muebles y árboles. Una pesadilla. Casi al final, se cruza con la nadadora quien también trota. Se miran y Mariela ensaya una sonrisa mínima, pero la otra mujer ni se inmuta. Lleva pesas en los tobillos y su figura de deportista la avergüenza un poco, así que apresura el paso para llegar a casa y desayunar con sus hijos.

Los niños no están. Mariela demora tratando de ubicarlos por el condominio. Pregunta en las casas de sus amigas y entre las amistades de sus hijos. Nadie parece haberlos visto. Sube a la terraza y apunta con los binoculares en todas las direcciones. Repasa la mirada alargada por la orilla varias veces y piensa en hablar con el salvavidas, pero de inmediato desecha la idea y trata de calmarse. Cuando al fin los encuentra, los empuja a gritos hasta la casa. Está furiosa, angustiada. En sus manos hay un ligero temblor. Ellos tratan de explicarle que sólo han ido un momento al condominio de al lado para ver una manta raya que alguien pescó. Pero Mariela insiste en que ella debe saber en todo momento dónde y con quién están sus hijos. No pueden alejarse sin avisar. Ella debe saber dónde y con quién.

La vendedora de helados se le acerca por la tarde con la cuenta del fin de semana. Ella le paga y observa la caja amarilla llena de helados. Se siente tentada por uno de vainilla y chocolate, pero contiene las ganas y se despide con una sonrisa.

Despierta a mitad de la noche sobresaltada por un mal sueño que no puede recordar con claridad. Después de beber un sorbo del vaso con agua sobre el velador, trata de volver a dormir. Sin embargo, hay algo que se lo impide. Hay algo que no la deja ceder al cansancio. Presta atención y le parece que el rugido del mar llega demasiado fuerte. No puede evitar pensar en el tsunami, así que se levanta y se asoma por la ventana. La quietud en la calle se interrumpe sólo cuando un vigilante pasa en bicicleta rumbo al malecón. Lo más probable es que una alerta se hubiera extendido ya entre los vecinos. Tal vez podría leer un poco. Dirige una mirada de soslayo al libro junto a la lámpara apagada. Hace días que no avanza la novela y mientras se esfuerza por recordar lo último que leyó se queda dormida.

Sale muy temprano a trotar. Quiere acercarse a la orilla y cerciorarse ella misma. Las olas se ven inofensivas y le devuelven el olor salado de siempre con cada embate. Toma el camino hacia el sur otra vez. Le parece una ruta menos concurrida y ella la prefiere así. Sin embargo, las gaviotas se ven algo agitadas esta mañana. Su revoloteo es errático y sus alaridos muy sonoros. Se impacienta un poco al pasar cerca de ellas, pero trata de calmarse diciéndose que no debería sugestionarse con todo lo que ocurre a su alrededor. Durante el último tramo, acelera ligeramente el paso, pero pronto se queda sin aliento y apenas logra esquivar una ola que se arrastra hasta sus pies. Entonces pisa con torpeza y cae de bruces sobre la arena húmeda. Jadea y le duele un tobillo. Aunque le cuesta apoyar el pie, no cree habérselo roto. Cojea hasta su casa y pasa el resto de la mañana sentada en la terraza. Hoy no irá a la playa. Más tarde decide llamar a Carlos al celular. Es la hora de almuerzo y ella piensa que no sería un momento inoportuno.

Me doblé un tobillo.

No me digas, ¿cómo así? – en la voz de él se percibe un enarcamiento de cejas.

Estaba trotando por la orilla, pisé mal y...

Bueno, pues, ya te dije que mejor corras por el malecón. La orilla tiene mucho desnivel. Camina por donde sea más seguro.

No estaba caminando. Estaba corriendo.

Bueno, lo que sea.

Me dolió mucho.

Me imagino –se abre un silencio en la línea–. ¿Ya te sientes mejor?

Estás ocupado, ¿no?

La verdad, sí. Prefiero llamarte más tarde.

Sus amigas no han dejado de hablar sobre el caso de una de las vecinas del condominio. La mujer descubrió una infidelidad del marido y lo echó de la casa. Ahora él anda libre con la amante y ella no termina de recuperarse del golpe. Además, él le ha cancelado la tarjeta de crédito y la mensualidad apenas cubre los gastos básicos de la casa y los niños.

Ella tiene la culpa por armar un escándalo – escucha decir a alguien.

Sí, pues, le abrió la puerta de la jaula al canario – añade otra.

Hay demasiado en juego como para actuar impulsivamente –como siempre, todas parecen estar de acuerdo con Inés.

¿Tú qué harías, Mariela? – Susana la sorprende con la pregunta.

No sé – responde luego de un momento y la perturba darse cuenta de que ha dicho la verdad. Fija la mirada en la isla mar adentro y desatiende las voces de las demás.

Una tarde, conversa con el jardinero sobre las margaritas amarillas plantadas en cuatro macetas de la terraza. Dos de ellas se han marchitado. Sus hojas verdes se han ennegrecido y están cubiertas por una extraña pelusa gris. “Eso es pulgón”, afirma el hombre examinando las plantas con sus manos gruesas y sucias. Mariela exhala una frase de desaliento. Ella misma las riega todas las tardes al regresar de la playa y, en cierto modo, se ha encariñado con las flores. Una de ellas es menos frondosa y Mariela la contempla con lástima como si fuese un niñito enfermo. El jardinero le deja un plaguicida y le explica cómo aplicarlo. Ella encuentra un rociador en uno de los armarios y mezcla en él el veneno con agua. La palanca está algo dura y se le entumecen los dedos al presionarla varias veces, así que alterna ambas manos. Derecha tsh, tsh, tsh. Izquierda tsh, tsh, tsh.

En el comedor, los niños juegan monopolio con un amigo. Es pelirrojo y tiene enormes dientes que muestra en una sonrisa casi permanente. Los lados de su nariz están salpicados por pecas de diversos tamaños; algunas son tan grandes que parecen lunares, especialmente una sobre la oreja izquierda. Mariela se une a la partida. Piensa en dejarse ganar, pero pronto se da cuenta de que los chicos manejan muy bien el juego y ella se esfuerza por no rezagarse. El pelirrojo le causa ternura con sus manchas pardas y sus dientes cuadrados. Les ofrece a todos galletas de vainilla y leche y trata de conversarles sobre los demás niños de la playa, pero no le hacen mucho caso.

Al hablar por teléfono con Carlos, le dice cuánto le gustaría que llegase temprano al día siguiente. Su tono de voz, casi siempre cariñoso, es distinto esta vez. Hay algo triste en sus palabras, como una súplica. Él parece notarlo y, después de preguntar si todo está bien, le promete que hará lo posible por ir a la playa alrededor del mediodía. Esa noche se quedará hasta tarde adelantando el trabajo. Mariela se siente complacida al principio, pero al acostarse le cuesta quedarse dormida. Avanza varias páginas de la novela antes de conciliar el sueño. Es una historia divertida sobre un hombre que quiere ser escritor y va a París, en donde le suceden anécdotas y tragedias que él enfrenta con una extraña pasividad. Siente los párpados cada vez más cansados, pero no quiere abandonar el libro en la parte en que el personaje se deprime y recurre a un psiquiatra. Finalmente, los ojos de Mariela se cierran y la novela cae al piso.

Ha pasado muy poco tiempo cuando despierta algo angustiada. Está segura de haber sentido un temblor. La lámpara de su mesa de noche está encendida y por eso el ambiente le parece distinto que otras veces. Algo la preocupa. Piensa en que un tsunami siempre es precedido por un temblor fuerte. Se levanta de la cama con brusquedad y mira a través de la ventana. No hay movimiento en la calle, pero el rugido del mar es muy fuerte y ella se asusta. Los niños duermen plácidos en el dormitorio contiguo. Toma una casaca del clóset y sube rápido a la terraza a mirar hacia la orilla. La noche es oscura y no logra distinguir el tamaño de las olas, apenas unas líneas de espuma blanca que se dibujan y se borran intermitentes. El pelo se le revuelve. Hay mucho viento. A lo lejos se da cuenta de que algunas casas están iluminadas y unas pocas siluetas se mueven en ellas. ¿Habrán sentido el temblor? Decide buscar los binoculares. Demora un poco en encontrarlos, pues alguno de sus hijos los ha dejado fuera del lugar habitual. Con ellos logra divisar mejor la orilla. No nota nada anormal, pero sigue nerviosa. Las peores tragedias ocurren cuando uno se confía. Regresa a su cuarto y consulta el reloj: son más de las once de la noche. Va a llamar a Carlos. Intenta primero al celular. Éste da varias timbradas, pero nadie responde, sólo la voz grabada de su marido. Entonces marca el número de la casa y esta vez es su propia voz la que le habla desde el contestador. Vuelve a llamar y ocurre lo mismo. En la central de la oficina nadie contesta. Por varios minutos, alterna los números de la casa y el celular, recibiendo siempre las voces grabadas de ambos.

Regresa entonces a la terraza. Aún con los binoculares es difícil medir el tamaño de las olas. Sale descalza y se dirige hacia el malecón. Antes de llegar a él, camina entre las casas de Inés y Susana. Lucen casi iguales, iluminadas por fuera y apagadas por dentro. Sobre una de las mesas de la terraza de Inés, descubre un par de velas que continúan encendidas. No se cruza con nadie. Hunde los pies en la arena extrañamente fría. Sus pasos son lentos, constantes. El tobillo aún le molesta. Se detiene bajo una sombrilla de paja, inútil a esa hora. El mar está tranquilo, la marea parece uniforme y piensa en regresar. Sin embargo, continúa su marcha y alcanza la orilla. La brisa salada rocía gotas mínimas de agua sobre su cara. Recuerda otra vez los rostros del periódico y la voz de Carlos en el teléfono. No le ha contestado. Antes de darse cuenta, una ola le cubre los pies. El agua no está tan fría después de todo. Avanza un metro y el siguiente embate acaricia sus rodillas. No, no está tan fría. Con unos pasos más logra mojarse el pijama hasta los muslos. Al retirarse, el mar tira de la tela que ella siente pesada, como un lastre. Entonces se asusta de estar ahí. Es como si estuviese despertando de un trance. Da la vuelta y sale del agua con largos pasos de plomo. Al pisar la orilla acelera un poco y siente una punzada en la planta del pie. Se ha cortado con el borde filudo de una almeja que debe despegar de su piel. Una mancha oscura le impide ver el corte.

Cojea hasta el baño. Nuevamente, no se cruzó con nadie y esto la alivia. Primero lava el caparazón que trajo dentro de un bolsillo. Tiene vistos tornasolados y el borde es muy fino. Lo repasa con las yemas de los dedos. Al clavársele en el pie, un pequeño pedazo se desprendió, pero sigue siendo hermoso. Lo coloca dentro del recipiente de vidrio y entonces se ocupa de limpiar y curar la herida. Ya no sangra, pero la arena se ha metido a través del tajo. Se ha aferrado a los pliegues abiertos de su piel. Se da cuenta de que no puede sacarla toda. Deberá dejar algo de suciedad para no empeorar la herida. Aguanta el antiséptico con expresión de dolor. Entonces se mira en el espejo y llora. Luego se lava la cara y regresa a la cama a seguir leyendo la novela que recoge del piso. Al principio le cuesta insertarse en la trama otra vez, pero finalmente se deja convencer por la historia y cuando se queda dormida falta muy poco para el final.

Durante los días que siguen, las noticias sobre el tsunami se espacian, se distancian de las primeras planas como una marea que se retira de la orilla. En las noches, cuando duermen juntos, Mariela se acurruca a la espalda de Carlos para sentirse cerca de él. A veces quisiera colarse en sus sueños. Piensa que así el sonido del mar ya no la intimidaría. Tal vez incluso la arrullaría. Cada mañana, sube a la terraza a examinar las margaritas. La más pequeña parece curada. Luego busca en las últimas páginas de los periódicos. Algunos continúan contando los muertos, otros se centran en las tragedias de los sobrevivientes.

Lima, septiembre de 2005

( De, Crisis respiratoria, Estruendo mudo, Lima 2006)