Monday, February 19, 2007

De autores respetables y famosos - Robert Jara

Y llegó el catedrático al pueblo.

Yo era uno los cinco gatos que había logrado pisar una universidad, y para colmo, la misma donde enseñaba aquel catedrático. Nunca había visto a tanto vecino junto para un evento cultural. Ya recuerdo, la propaganda decía que habría agasajo.

La vaca sagrada del pueblo lo presentó. Y lo juro, sin exagerar, que se aventó tal rollo, que cuando el catedrático, de terno y corbata, empezó la magistral disertación, ya algunos se habían quedado dormidos. Para colmo, una vieja roncaba en primera fila, boquita pintada, perfumada, bracitos cruzados, alhajada. El catedrático, para el roche, carraspeó, pero la vieja, ni con el culo. Sin más remedio, luego de arreglarse sospechosamente la corbata y sin dejar de acomodarse los lentes, con ese amague cojudo que delata a los intelectuales creídos, se derritió devolviendo bombos y platillos a la vaca, a quien por supuesto había conocido hace apenas unos diez minutos. Mientras tanto, la vieja, había subido descaradamente el volumen de su magistral roncadera. Pero él no le prestó importancia: estaba bastante ocupado en retribuir con una cordial sonrisa, la sonrisa complacida de la vaca, quien era vecino de silla de la vieja. Otra vez, se acomodó la corbata y los lentes, y por si las moscas alguien no había estado atento o recién había llegado, se gastó media hora en lamerse el ojo con fruición y sadismo él mismo; eso sí, magistralmente. No se le escapó mencionar ni una de las trece universidades, entre nacionales y extranjeras, donde había estudiado y enseñado, como tampoco dejó de forzar antojadizamente cierto grado de familiaridad, a la cual arribaba a través de los más disímiles atajos, con cuanto autor él etiquetaba de respetable y famoso; y un centenar de indiscreciones más por el estilo: como la pléyade de profesores eminentes que había tenido y la pléyade de eminentes alumnos que había formado; lo único que le faltó, por que no pudo y no por no quería, fue mostrar su colección de desteñidos pergaminos que sustentaban su tan publicitada excelencia académica. Abundó tanto en el tema que, honor a la palabra, no me acuerdo ni mierda. Pero eso sí, cómo olvidar los magistrales ronquidos de la vieja que para ser sincero, me caí en gracia. Yo gozaba cada vez que el catedrático entre carraspeos y acomodos de lentes y corbata, reprochaba los ronquidos lanzándole miradas furibundas; pero la vieja, como siempre, ni con el culo.

Cuando yacía medio abandonado sobre mi silla, sacándome flojeras de los dedos, aguantando bostecitos, ¡qué ironía!, oí que dijo: ahora sí amable concurrencia, de frente al grano. Pero fue un bendito bálsamo, y tanto, que me acomodé decentemente en mi sitio. Lo que vino, fue incomprensible, esotérico, magistral para los eruditos; lo único que sé, es que se la pasó citando y citando nombres de autores y las grandes elucubraciones mentales de éstos; según él, famosos, y por supuesto, muy respetables. La vieja, ni decirlo, seguía con la cantaleta de sus ronquidos; pero eso sí, muy respetables también; tanto, que nadie le decía ni pío. Por ratos la vaca sagrada, indignado, disimulada e infructuosamente le metía codazos para despertarla; pero eso sí, sin desatender al catedrático, quien aprobaba la medida con una sonrisa gentil y un pendejo reacomodo de lentes y corbata, sin cortar un ápice el hilo de su soberbia charla, qué cosa loca. Los ronquidos, hermosos, imán que no me deja huir despavorido. Entretenido entre la vaca, el catedrático y la adorable vieja, tardé en fijarme que un par de asistentes más hacía rato que habían caído rendidos en los brazos de Morfeo; tapé fuerte mi boca para que no escapara ni una hebra de carcajada; pero aún así se oyó un poquito; y lo sé por que el catedrático me desaprobó con la mirada, la cual coronó con un clásico reacomodo de lentes y corbata ¡que ya me tenía una bola hinchada y la otra a punto de reventar! Pero allí no acababa todo; el resto, a excepción de la vaca y un chato, que sentábase al fondo, libraban una lucha quijotesca, injusta, desmedida, por mantener los parpados abiertos; el flaco de mi costado graciosamente se echaba saliva a los ojos. Yo, prohibido quitarme la mano de la boca. Las citas seguían a la orden; los cuatro gatos despiertos, no hacían más que decir "sí, sí" con la cabeza; no sé si por purita inercia, para no quedarse dormidos o simplemente para camuflar y solapar la ignorancia. Mientras tanto, yo, a medida que avanzaba el tiempo oía más hermoso los ronquidos de la vieja; tanto, que llegué a sentir remordimiento por no haberme sentado junto a ella. Por otro lado, la elocuencia del "profesor" era envidiable, !vaya cuánto sabia!, !qué avalancha de ideas es su cabeza!, !Vaya, y de autores respetables y famosos! Pero un bálsamo repentino volvió a distraerme cuando oí que dijo: eso ha sido todo respetable concurrencia, muchísimas gracias. Por diosito, lo juro, ni sé por qué carajo pero me levante de mi sitio como si me hubieran reventado una bomba en el mismísimo culo, y me puse a aplaudir como loco. La hembrita de amarillo, al fin dejó de removerse los mocos con el dedo. Morfeo, ni darle vueltas, se palteó conmigo; y no por las huevas, pues mi furibundo aplauso le arrancó de los brazos a casi todos sus acólitos; digo casi, por que la vieja, nada que ver. El flaco de mi costado se paró aún somnoliento, creo yo, para rascarse el culo, pero hubo tal confusión que todos, uno a uno, se fueron poniendo de pie remedándolo; y el aplauso, por diosito, en menos de lo que canta un gallo, podía escucharse clarito a mil metros a la redonda. El catedrático infló el pecho; sonreíase; tenía cara de emperador romano dirigiéndose a su pueblo; aunque a ratos más bien parecía la cara que pongo tras vencer un puto estreñimiento; como nunca se acomodaba y reacomodaba los lentes y la corbata, regodeándose, moviendo la cabeza para atrás y para adelante. Todo me recordó el final de un concierto rancio y apolillado de algún pianista, disquen muy respetable y muy famoso. El aplauso inercial parecía destinado a ser eterno, infinito.

En la ronda de preguntas participaron muchos, pero claro, para transportarlo al paraíso a punta de halagos, excelente, magistral, buenísimo... Su cara, sinceramente, inspiraba una inexplicable reverencia, el humilde San Martín de Porras le quedaba chiquito, sus ojos tiritaban de gloria. Tras calcular que nadie más levantaría la mano, me atreví a levantar tímidamente la mía, congelado de miedo, claro, por que rompería el hilo de alabancia, y además por que me asusta tanto ojo clavado en mí al mismo tiempo. Quise ser mago y desaparecerme, pero nada; Luis y Dorotea que se daban piquitos en la banca del fondo me subieron la moral e hicieron que participe: profe, dígame en cinco palabras, ¿qué es la identidad cultural? Sonrió y me dijo, mierda acomodándose los lentes y la corbata, que era una excelente pregunta y no sé cuánta pendejada más. Tampoco sé cómo demonios, aunque me consuela el que él tampoco quizá lo sepa, comenzó con su cantaleta de citarme y citarme libros y autores respetables y famosos, e inflaba el pecho y caminaba como pavo real. No miento, citó 27 autores en 3 minutos, y es que para no aburrirme ni dormirme, en vez de atenderlo, mejor me puse a hacer estadísticas. Todos lo miraban con atención, con qué atención lo miraban, ¿cuándo acabaría?, que se apure, ya huele rico el agasajo, las tripas rechinan, y fue cuando el chato bien al arete y pelo pintado, aprovechando la leve y única pausa que el catedrático hiciera, tratando de recordar a cierto autor, respetable y famoso, prorrumpió desde el fondo: el chino podrá irse a Francia, a Perú, a la luna, a donde quiera, pero cuando vuelve, vuelve igualito de chino. El catedrático, carraspeó, le quitó la mirada furtivamente, se acomodó la corbata, y continuó con su clásica cantaleta. La vieja, abrió más la boca, le quedarían apenas tres muelas podridas, se reacomodó sobre la silla, soltó un pedo chiquito pero apestoso, y subió al máximo el volumen de sus magistrales y adorables ronquidos.

Tres poemas - David Jiménez Huarhua

VENUS TENTADA

Está frente al espejo examinando el reflejo de sus cabellos, los dedos inútiles tocan deliciosamente la cabellera excitada. Un pedazo de sol brilla en su habitación y acaricia con delirio su piel de hechizos. El reflejo tímido de su rostro influye en el deseo que recorre su vientre: cortarse los cabellos con la ayuda de sus dientes oscuros. Enciende la radio, la vieja melodía de una canción se desnuda en sus oídos, asoma su tristeza animal.

Va en busca del tiempo (sortilegio y suicidio) Evoca su imagen de niña, una niña desnuda corriendo tras la sonrisa de un ángel, un ángel que le desolla el vientre y se lo llena de gritos y muertas caricias. Palidecen los hombros de la doncella. Bruscamente recuerda a Eva, primera mujer, venus tentada, la condenada a ser solo una costilla, la elegida para ser ultrajada por la serpiente.


CRUCIFIXIÓN SERPIENTE

Observamos el loto desde el abismo

Nuestras manos se acercan a la nube fugitiva

Y se alejan del dios prisionero

Infame sollozo del cráneo crucificado

rumor del astro en la incandescente pureza

la tormenta de labios decapitados

desaparece el vuelo del pájaro cegado

para que la sierpe no se alimente de sus heridas

eternidad negra en la asfixia negra

la sierpe se arrastra por el desierto de espejos


LA ÚLTIMA MUJER

Una mujer roba lágrimas

Para calmar el incendio de sus delirios

Protege su herida

Y da comienzo a un sutil destino

Busca fuego más hambriento

Busca el cerebro de la soledad

Desnuda ante el amanecer de las rosas

Al joven dios nunca olvidará

Personajes de San Francisco 2

Fotografías de José Antonio Galloso


El abrazo





















El castigador





















Homeles




















Pareja





















Vendedor




















Friday, February 16, 2007

El deseo infame - Jorge Luis Huamán Sánchez

De aquellos días recuerdo poco. Apenas unas cuantas escenas despachadas aleatoriamente bajo la intemperie del olvido.

Mis recuerdos se confunden con las lecturas de ficción que mi padrastro me hacía leer desde muy pequeño, y bajo parámetros estúpidos, muchas veces me he creído y he asumido actos y desgracias de cada personaje que encontraba en mis autores favoritos. Por eso mis ojos aprendieron a confundir las partículas de polvo de mi memoria con los ruidos virulentos de las historias de muerte y terror. Después de estos minúsculos episodios, siempre me vence el olvido.

Dentro de todos esos escombros se encuentra mi tránsito frenético por una especie de locura temporal infantil. Seriamente, hoy, viejo y con un par de hijos, yo no sé si realmente haya tenido la osadía de haber cometido actos vehementes y desacatos desenfrenados que llevaron a mis padres a tomar la decisión, en aquella época, de deshacerse de mí. Nunca me lo explicaron.

Mi locura no duró más que unas cuantas horas. Por eso la recuerdo a medias, por ser sencilla y algo contraria a lo que antes y después de esas horas salvajes, siempre he sido.

No recuerdo el tiempo, menos el lugar exacto. Haciendo un esfuerzo, considero que podría tratarse del patio de la casa de mis abuelos. No estoy seguro. Y no podría ser el departamento rústico, donde vivíamos, porque en ese lugar cabíamos con las justas, mi madre, mi padrastro, mis tres hermanastros y yo…

No entiendo. Cada vez que intento escribir acerca de aquel suceso, tengo la sensación un tanto cruzada: el recuerdo me salta limpio —a veces exageradamente— hasta que hurgo alguna parte de él. Pareciera que está protegido por una serie de claves en innumerables combinaciones que no descifro. La memoria me da unas pistas y luego me entierra todo, todo. No me permite contarle a mi propio presente la verdad de un día del que no tengo la menor idea si sucedió o me lo inventé. Quizás, sólo fue parte de un hecho escrito en las fábulas sangrientas de Dylan Thomas, qué sé yo.

Ahora sólo puedo recordar algunas gotas de sangre en mi pantalón. Un momento… se me vuelve a confundir el recuerdo. Procuraré escribir esta malsana reminiscencia.

Parece que caminé un poco. Salté, sí salté. Había sangre en mis pantalones. No, no, la sangre todavía no estaba, primero corría, salté y caí sobre un bulto. El bulto aulló muy fuerte. A pesar que es una pueril evocación, sería capaz de volverme sordo en estos momentos con ese retumbo agudo emitido por quizá un objeto. Yo sonreía. ¡No! ¡Por Dios! tengo bajo mi cuerpo a Julián, mi perro. Se ve alegre, así me parece, me mira con su ternura, parece que me habla. No puedo recordar más. Mis padres me llevan. Estoy frente a unos sujetos. Ya puedo saber cuántos años tengo. Bordeo los seis. Mi padrastro me odia con su mirada. Siempre me ha odiado, pero esta vez me odia completamente. Mi madre llora y también me odia. Hay un espejo. No, otra vez, mi memoria se ha confundido. Hay otra cosa. Ya entiendo. En un espejo enorme, empotrado desde el piso, puedo ver mi boca teñida de rojo escarlata. No, no, es más oscura. Me doy miedo frente a mi débil imagen. Ahora comprendo. Me comí el corazón de Julián. No recuerdo más. Me siento mal. Alguien está fuera de mi habitación. Me ha interrumpido en mi vivencia secreta. Es mi hijo. Continuaré desenterrando. Puedo percibir los aullidos que Julián pegó esa mañana. Sus gritos caninos me atormentan, no me dejan seguir escribiendo, me detienen. Lo descuarticé. No puede ser cierto, yo no pude haber cometido semejante barbaridad. Por qué, por qué tengo este recuerdo, por qué no me acuerdo de algo bello o por lo menos de algo tranquilo. He provocado esto. Puedo sentir un líquido caliente que navega por mis manos. Pero me veo sosegado. Con serenidad tomé los restos de Julián, que fueron despedazados, no por mí, sino por el cuchillo de mamá. Insiste, mi hijo está llamado detrás de esa puerta que ahora observo mientras escribo. No entiendo por qué ahora mismo tengo la idéntica sensación de aquel día. Tengo sed. Llaman a la puerta y estoy confundiendo los llamados con ladridos. Tengo más sed. No podré continuar escribiendo esto. Mi sed es más grande. Mi hijo empieza a aullar como Julián. Nada me detendrá esta vez…

En tierras lejanas - Lino Sangalli

Mañana bailaremos sobre sus entrañas desparramadas por nuestro suelo, beberemos el vino de la victoria en sus cráneos y tensaremos nuestros arcos con sus tendones. El Sol calcinará sus huesos y toda huella del invasor desaparecerá de la tierra de nuestros ancestros.

Mil hogueras brillan en el horizonte, en ellas se calientan los usurpadores confiados en la victoria que no conocerán. A mi espalda el peñón se yergue orgulloso e invicto. Y seguirá así hasta que el tiempo se detenga. El guerrero rodeado por sus lugartenientes se encontraba de pie sobre la muralla oteando la llanura iluminada por la luna, en la que al día siguiente sería la batalla.

Llegaron un día a aquellas costas en enormes y extrañas embarcaciones, cubiertos con metal y trayendo sus animales. Parecían decididos a quedarse y no recibieron a los mensajeros de buena voluntad enviados hasta sus carpas. No les interesó conocer a los amos de esas tierras y a los pocos días de su arribo empezaron a avanzar internándose hacia las alturas, arrasando todo lo que encontraron a su paso. Montados sobre negros corceles cabalgaron por las praderas matando e incendiando. Prosperaron como la peste, lanzándose en las cinco direcciones. Las mujeres y los niños fueron esclavizados y los viejos muertos.

Y los dioses pisoteados. Los extraños estaban hambrientos. ¡El conflicto estalló! Los señores de la guerra se reunieron en el templo y realizaron sacrificios jurando venganza y destrucción para los paganos. Recuerdo los tiempos felices en que mi señorío floreció en armonía con los elementos. ¿Y mi estirpe desaparecerá? No, ellos serán condenados. Las flechas volaron oscureciendo el sol, matando e hiriendo a muchos en los dos sectores del campo. Luego soltaron a los caballeros en estampida, seguidos por los infantes que rugían fieramente mientras corrían hacia los invasores, dispuestos a destrozarlos o a ser destrozados. El choque de ambos ejércitos fue terrible. La sangre manaba de las heridas y los lamentos de los hombres casi apagaban el rugir de los aceros al morderse. Los miembros cercenados volaban por todas partes, los combatientes resbalaban en charcos llenos de sangre coagulada y tropezaban con los anónimos despojos. Los animales guerreaban con el mismo fragor que los hombres y se destrozaban a dentelladas. Muyshit en su enorme y pesado caballo se lanzó contra una muralla de lanzas y escudos tirando golpes hacia todas direcciones, rompiendo cráneos y costillas con su enorme espada. Bramante pisoteaba y mordía a los enemigos de su chalán, que caían bajo la fuerza de su brazo. Cuando la brecha que ambos dejaban en las filas adversarias fue cubierta por los guerreros solares, la batalla fue inclinándose hacia el bando tocado por la mano de Dios. La matanza era descomunal y no me gustaba estar ahí. Desperté con el toque de diana. Era de madrugada y me vestí a toda prisa. Mis borceguíes relucientes reflejaron el sol que empezaba a mostrarse en lo alto de las montañas y cuando el teniente pasó revista pude notar una mueca de aprobación en su rostro reflejado en ellos. Las banderas de nuestro regimiento ondeaban orgullosas en la cima del peñón que resguardábamos y jamás permitiríamos que fuera ocupado por aquellos perversos que nos acosaban por todos lados. Al frente en el mar, lo que quedaba de nuestras fuerzas trataba de darnos el máximo de cobertura, que no era suficiente, sobretodo comparada con la abrumadora potencia del enemigo artero. ¡Carajo! Qué bonito se veía el bicolor ondeando hinchado en lo alto, me llené de orgullo al verlo ahí bajo ese cielo limpio, ¡César los que vamos a morir te saludamos! Espero que ninguno de los hijos de puta allá abajo se llame así y qué bien que se le ve al viejo vestido con sus galones de coronel que debería ser mariscal a estas alturas. Los mineros de mierda, boliches tenían que ser, ¿no podían haberlos sacado a los rotos carajo? hijito no hay necesidad de enrolarse, la guerra es en el sur lejano y tú tienes aquí un futuro promisorio. Sí, así como este sol que es calcinante además y me hierve los sesos, pobre viejita si vieras cuántos son estos rotos malditos. Si pareciera que copularan toda la noche entre ellos y al día siguiente son muchos más que la víspera, son incontables, pero no pasarán. Nos hemos jurado resistir hasta quemar el último cartucho, que restan pocos, y así será. Toque de zafarrancho suena en lo alto y el pabellón del Comandante anuncia el asalto y ordena fuego a discreción. Todo comienza a explotar alrededor. Caos total. Un numeroso grupo de soldados con uniformes distintos al mío se acerca a la carrera disparando. En sus caras puedo notar la crispación y también el miedo. El teniente grita: ¡apunten bien hijitos!, Aguarden hasta poderles contar los pelos de sus bigotes. Aguanten, aguanten, ¡FUEGO, FUEGO, FUEGO! Sentí que me quemaba el lado izquierdo de la cabeza, como si me hubiera pegado a la olla hirviendo en la cocina de mi casa, sí abuela, me quema, y ella; quédate quieto bebe que con la manteca te aliviarás. Un jinete con uniforme de oficial pasa al galope envuelto en una bandera atravesada por muchos proyectiles. Se ven varios incendios en la ciudad allá abajo y de los grandes navíos se desprenden botes repletos de uniformes extraños con dirección a la playa. Siento que me revuelven los bolsillos. Mis plumas de dibujo y una foto de casa están allí junto con algunos cartuchos que no explotaron. Abro los ojos y veo el corvo que se lanza hacia mi cogote. Siento humedecerse el cuello de mi guerrera y alcanzo a escuchar una fuerte explosión. ¿O fue dentro de mi cabeza? ¡Qué dolor carajo! No sabía que la muerte doliera tanto.


El encuentro - Mariano Carranza Lucero

Bajé del taxi y sentí en mi rostro las finísimas gotitas frías de la inclemente garúa limeña, y enseguida me apresuré hacia la pollería donde otras veces había estado. Al franquear la puerta del establecimiento pensé: “Esto me vendrá bien”, y era todo lo que tenía en mente.

En el camino dejé a Hilda, una amiga que esa noche me acompañaba y con quien no tengo ninguna relación sentimental, aunque Mona piensa lo contrario. Debí traerla, pero la hora no me pareció propicia; y evité quizá, que con su presencia torciera los sucesos en los que hoy me encuentro inmerso.

Mi lugar me permitía divisar la calle atestada de gente a la medianoche: taxistas, vendedores ambulantes que desafiaban la llovizna, mujeres que delataban su condición de prostitutas; más allá, travestís en espera de clientes, carretillas vendiendo hamburguesas y pan con pollo, con cuatro o cinco hambrientos, gente de toda clase, y también, muchachos con actitudes agresivas.

Mientras, yo me hallaba seguro dentro del establecimiento.

Pero lo que pasó rompió mis presunciones sobre lo que tenía que pasar, luego que terminara de engullir los alimentos: pagar, tomar un auto que me lleve a mi domicilio, meterme en la cama y dormir hasta tarde.

Dude de que se tratara de él. Y él no me miró a mí sino mi plato, y sólo después se fijó en mí.

Su rostro adquirió una expresión que denotó estar a punto de colapsar. En su laberinto, se deben de haber producido una serie de conexiones para finalmente desembocar en mí. Luego de unos instantes de confusión de ambos, asomó esa sonrisa embobada: casi estúpida, que nos envolvió y nos transportó a una época donde yo era una especie de subordinado con relación a él, y él no era lo que hoy era.

Todo dio un vuelco.

Ya no podía seguir adelante con lo mío, pero tampoco podía dejarlo marcharse así nomás. Y cuando hizo un amague de largarse, mi reacción fue tocar el vidrio de la ventana, y llamarlo invitándolo a pasar.

Me hizo un gesto ambiguo de que tenía que irse, pero insistí, y cuando vi que se daba la vuelta para venir, me apresuré a decirle al mozo que lo dejase entrar: que era un amigo. A regañadientes aceptó cuando lo vio aparecer.

– ¿Qué ha sido de tu vida? –inquirí sin salir de mi asombro.

–Bien –me dijo–. Ya ves –y se señaló a sí mismo irónico.

Me apresuré a ofrecerle un menú como el mío llamando al mozo. Vi vergüenza en ese rostro extraviado, pero lo tranquilice diciéndole que era mi amigo de toda la vida.

Entablar una conversación con él fue complicado al principio. No lograba articular una idea sin que se le cruzara otra, mientras trataba de explicarme algo, o hacer memoria de aquellos años de juventud. El nerviosismo jugaba también en su contra. Era conciente de que la gente del local lo observaba, y de que yo hacía esfuerzos por comportarme relajadamente, cuando estaba tan tenso como él.

Con esfuerzo fuimos reconstruyendo esa adolescencia compartida, y recordando a muchos de los que compartieron con nosotros esa etapa de nuestras vidas. Me marché del barrio, y aunque al principio me dejaba caer por ahí, poco a poco me fui distanciando hasta que los perdí de vista. Incluso de Dany que fue mi mejor amigo, y el líder juvenil de esos tiempos.

Y estaba muy presente en mi memoria, la discusión que hubo en casa cuando encontraron en mi habitación un cigarrillo de marihuana y se armó un lío, y mis padres –ese día fuera de sí– tomaron la decisión de mudarse con sus hijos. Yo no quería irme de un lugar al que había llegado a amoldarme perfectamente, pero el argumento de mi madre fue contundente: “Vas a terminar siendo un drogadicto si sigues con estas juntas”, y en los días siguientes se abocó con una energía increíble, a buscar una casa de alquiler lejos de allí hasta que dio con una, y toda la familia a causa de un cigarro de marihuana, se tuvo que marchar de ahí.

Si no me hubiera mudado, estoy seguro que yo no habría ido tan lejos como Dany. De los amigos del barrio que continuaron ahí, y que quizá continúan hasta hoy, ninguno se volvió un drogadicto como temía mi madre. Entonces, era un problema solamente de Dany.

Con el correr del tiempo su confianza se fue asentando, y me dijo:

–La droga me tiene jodido. –Y esa risa estúpida que le vi en la ventana asomó a su rostro.

– ¿Y has intentado dejarla? –pregunté interesado y frontal.

–Puta… que te digo. A veces. –Y vi en su mirada escepticismo.

–Tú mismo lo has dicho. Te jode la vida, –y lo miré, pero bajó la cabeza y empezó a devorar sus alimentos. Tomó un trago de su bebida, y a continuación me dijo:

–Te destruye, pero supongo que uno elige su perdición y su forma de morir. Esto lo elegí. Tú tienes más suerte y elegiste otra cosa. Además, pese a la pesadilla que esto supone, te da una perspectiva sobre la vida que de otro modo no hubiera conocido. Claro que eso cuesta y uno tiene que pagarlo, aún a costa del dolor de la familia, y la perdida de los amigos que se hacen los que no te ven. En cambio tú me llamaste. Me invitas a sentarme contigo. Tú amistad no la hubiese experimentado de otra manera. –Y sus palabras me desconcertaron pensando que quizá, le era mejor fingir demencia para justificar ese estado.

Se calló y dirigió su atención hacia su plato. Hice lo mismo con lo que aún me quedaba pero ya no tenía apetito. Cualquier indicio del alcohol que había ingerido desapareció. Miré a mi harapiento amigo, y vi que sólo había tocado una parte de sus alimentos. Apartó el plato. No era mucho lo que probó, y dijo:

–Está bueno, ¿puedo hacer que lo envuelvan para llevármelo?, ¿no es cierto?

Cuando trajeron su comida envuelta salimos de ahí, y pensé que venía la despedida. Me era difícil decirle: “espero volver a verte”, cuando era todo lo contrario lo que sentía. Aún no habíamos llegado a la esquina, cuando escuchamos: “¡Dany!”. Ambos volteamos hacia la dirección de donde venía la voz que llamaba con insistencia: “¡Dany, Dany!”

Era una muchacha que bien alimentada y arreglada debía ser atractiva. Nos detuvimos a esperarla, y cuando nos alcanzó, pareció recién notar mi presencia y preguntarse: “¿Quién es este extraño?”

–Mi amigo Ariel. De mi antiguo barrio, –le informó Dany, y la chica dijo: “Hola”, cáustica.

Dimos unos cuantos pasos, y la muchacha dirigió su mirada hacia la bolsa que contenía la comida, y Dany dándose cuenta, le dijo:

–Mona, llevo algo para comer en casa, –pero la chica no hizo ningún gesto.

El hecho que Mona, y Dany sean pareja me llenó de intriga, pues formaban una pareja peculiar unida sin lugar a dudas por las drogas. La muchacha –muy joven– se le notaba desgastada por una vida de excesos, pero su apariencia no era la de una abandonada. Quizá se tratara de una cuestión de tiempo, pensé.

La presencia de ella hizo que no tomara un taxi y me marchara.

Avanzamos una cuadra más, y Dany de golpe locuaz empezó a rememorar situaciones del pasado, mientras Mona seria y taciturna iba a su lado. Intenté intercambiar unas palabras con ella, pero no me contestó, lo que molestó a mi amigo que la recriminó, y generó un instante de tensión que incomodó a los tres. Pero luego de unos pasos la muchacha se dirigió a mí:

– ¿Eres muy amigo de Dany?

–Del barrio. Desde que éramos chicos. Me mudé y dejamos de vernos. Hasta hoy.

– ¿Te parecerá extraño verlo así ahora? –dijo, y me extrañó que hablara como si Dany no estuviera.

–Bueno. No sabía nada de él, –respondí cohibido.

Dany ahora iba en silencio dejando al parecer que nos conociéramos.

Ella continuó:

–Es un buen hombre, pero sus amigos le han dado la espalda. Él me ha dicho que muchos se hacen los que no lo conocen cuando se lo cruzan.

–Así es la gente, –le contesté, sintiendo que bajo otras circunstancias podía encajar dentro del perfil de esa gente a la que se refería.

Me hallaba incómodo, cuando Dany saliendo de su mutismo vino en mi ayuda:

–No digas eso amor. Mira lo que nos invita mi amigo, –y volvió a mostrarle la bolsa que llevaba en la mano. Mona lo ignoró, y dirigiéndose a mí:

–Si eres tan amigo –se detuvo un momento para recordar–: ¿Ariel?, –e hizo un mohín gracioso, y continuó–: porque no le dices que pare la mano. Se mete unas perdidas que ni te cuento. Un día va a aparecer muerto. A mí no me hace caso. Quizá a ti te escuche si son tan amigos.

No supe qué contestarle.

– ¿Y tú? ¿Qué me dices? ¿También estás en eso? –pregunté en cambio.

–No lo niego. Así conocí a Dany, pero no llego a los extremos de él.

–Pero a la larga te jode.

–Quizás, pero yo sé lo que me meto. Él no. Le entra a todo. A veces no puede hablar en días.

Avanzamos un poco más y pensé que no teníamos nada más que decirnos, y aguardaba el momento oportuno para decir: “me marcho”, cuando Dany propuso:

– ¿Vamos un momento a casa? Vivo cerca. ¿No sé si te incomodará la pobreza?

Mona pareció dudar, pero luego de unos instantes me hizo señas para que aceptara cuando Dany miraba hacia otro lado. Después discerní que ella aceptó que vea la miseria en la que vivía, con tal de apartarlo aunque sea unos momentos de las drogas.

Nos introdujimos en una habitación maloliente y ruinosa.

Me ofrecí a comprar la cerveza, cuando vi que Dany se aprestaba a servir un trago inclasificable que, después sabría, era ron con Coca – Cola quien sabe de cuantos días. Tuve que persuadirlo de que no quería cambiar de trago, y quería seguir con cerveza como había estado bebiendo en la reunión antes de detenerme a comer algo, pero la verdad no quería beber más. La hora era inconveniente para adquirir la bebida. Ambos: Mona y Dany, se pusieron a deliberar en dónde podía conseguir la cerveza. Dany molestó a un vecino para que nos preste las botellas y éste refunfuñando se las dio.

Lo normal era que Dany y yo fuésemos a comprar, pero él no hizo ningún amague de acompañarme, por lo que salí con Mona a la calle. Pasaron algunos tipejos que al verla la saludaron. Pasó un taxi y lo paré, y guiados por Mona, fuimos a dar a un lúgubre callejón donde nos atendieron de mala gana. La mujer al verme dijo que no vendía licor, pero Mona fue persistente y al final aceptó, advirtiéndonos que eran las últimas y que no se nos vaya a ocurrir volver.

Le había dicho al taxista que nos espere y nos traiga de vuelta, pero el hombre que se negó en un principio, pues no quería arriesgarse a que le roben o le robemos, en el camino tomó confianza y terminó esperándonos, y trayéndonos de regreso.

Cuando regresamos Dany había hecho algunos mínimos arreglos, disponiendo todo para que nos sentáramos en unas viejas sillas alrededor de una mesa enclenque. Había tendido la cama que cuando llegamos estaba revuelta. Estaba eufórico, e iba de un lado a otro, y hasta se disculpó por no haberme acompañado, aduciendo que le debía a uno de los expendedores de licor, pero Mona le dijo que no habíamos ido ahí, sino donde Las Luciérnagas, que era como conocían al lugar. Dany se alarmó, y no por la seguridad de Mona, sino por la mía. Nos sentamos y brindamos por el reencuentro luego de muchos años. Mona también lo hizo pero por razones distintas a las nuestras, y luego de probar un sorbo, se abocó a querer invitarnos de la comida que Dany trajo. Yo rehusé, pero Dany probó algo, mientras iba tomando.

Me incomodó el olor a meado y humedad de emanaba del cuartucho; pero luego de algunos tragos dejé de percibirlo. Mona terminó de comer, y se aunó a nuestra conversación y los residuos de desconfianza que me había mostrado hasta entonces, incluso cuando fuimos a comprar, se diluyeron. Festejaba las ocurrencias de Dany de buena gana, y se mataba de risa cuando éste trataba explicar algo y de pronto perdía la ilación.

Al fin había logrado sentirme cómodo con ellos, cuando oímos pasos, y alguien tocó la puerta. Dany miró a su chica con angustia, y se diría que le era imposible levantarse. Fue Mona quien lo hizo de una manera impetuosa. Yo me quedé estático y a la expectativa, como si algo malo nos fuese a suceder, pero la voz de la muchacha me convenció que no era un peligro real el que nos amenazaba con ese llamado que parecía de ultratumba; sino que tenía que ver única y exclusivamente con Dany, y quien sabe también con ella, que era una drogadicta aún itinerante, y no como Dany: a tiempo completo.

Fue áspera con el autor de la llamada, pero luego se hizo a un lado y dejó pasar a una figura tan espectral como la de Dany. El hombre me miró extrañado, y luego que se saludó con Dany, éste me presentó.

El hombre me estiró la mano, y fue a sentarse en la cama que estaba a nuestras espaldas. Yo tenía la botella, así que creí conveniente pasársela para que se tome un trago, pero al recibir la botella dijo que estaba muy helada, y Mona le ofreció el ron con Coca – Cola. El hombre se alegró y agarró la botella de gaseosa donde estaba el contenido de la mezcla. Se sirvió en un vaso de plástico que le alcanzó Mona –que dudo que estuviese limpio–, y empezó a degustar su bebida.

Mientras bebía con mi amigo, y con Mona que se notaba intranquila, supe que algo extraño pasaba, pero no lograba discernir el motivo. El sujeto había dejado de parecerme amenazante, aunque por satisfacer su adicción debía ser capaz de cualquier cosa.

No dejaba de observarme y empecé a preocuparme, cuando Dany le dijo severamente:

–Carajo, es mi amigo. Cómo mi hermano, y lo que le pase a él es cómo si me pasara a mí. Estamos Cucho. –Y el tal Cucho asintió en el acto, y me percaté enseguida de lo que estaba haciendo: sopesar cuánto podía llevar encima.

Pasó el tiempo, se terminó la última cerveza y supe que tenía que marcharme.

Los gestos del tal Cucho eran para avisarle a Dany que me picase con algo para ir a conseguir droga, como luego comprobé. Me sentí terrible entre si ofrecerle algo de dinero, sabiendo en qué lo utilizaría, o irme. Lo penoso era que estaba seguro que me lo pediría, y no tendría valor para negárselo. Pero cuando me paré y saqué un billete, resignado a mi suerte, diciendo: “para los cigarrillos”, Dany se sonrojó, y en un arrojo de dignidad, rechazó de plano el ofrecimiento. No saben cómo se lo agradecí. Por el contrario, el tal Cucho no hizo sino mostrar su disgusto y lo hizo saber en voz alta: “Puta causa, eres un huevón”, a lo que Mona le increpó colérica: “Y tú un pastrulo de mierda”, pero él la ignoró levantándose para irse.

La idea de salir con aquel sujeto me desanimó. Prolongue la despedida dándole tiempo al tal Cucho de alejarse del lugar. Estaba amaneciendo, y pensé que lo mejor era esperar hasta que esté bien claro para marcharme. Cuando Dany bostezando le dijo a Mona:

–Acompáñalo a tomar su carro, –y dirigiéndose a mí–. ¿Tomas un taxi, no?

–Sí –le respondí débilmente contra mi voluntad; pues hubiese querido decirle que no se molestara, que podía irme sólo, o en todo caso que fuese él quien me acompañara, pero Mona no me dio tiempo a decidirme por una u otra cosa. Dijo:

–Vamos. –Y salí tras ella.

Me sentí ridículo secundando a ese cuerpo que, a la luz de la amanecida, insinuaba algo del esplendor de su juventud, y que recién notaba; pues todo este tiempo sólo me había llamado la atención su agraciado rostro, y su ronca voz.

Cruzamos la calle para detener un taxi, y yo me mantenía alerta por si aparecía el tal Cucho, o cualquier otro malandrín y nos hacía pasar un mal rato, cuando ella, le hizo señas a un taxista que aminoraba la marcha para que se vaya. “Va a pedirme dinero”, pensé.

Me preguntó si verdaderamente estimaba a Dany. Le dije que sí, pero con tan poca convicción, que decepcionada, me dijo que era posible que no me volviese a ver, pues nunca más regresaría a donde ellos. No me quedó más remedio que asegurarle que eso no iba a suceder, sintiéndome un farsante. Su mirada era de condescendencia. Era como decirme que bueno, que al menos habíamos pasado un buen momento; pero luego, como si la mañana que nos caía encima la liberara de todo recato, me soltó:

–Si quieres lo hacemos. Podemos ir a cualquier lado. Voy a decirle que me voy a mi casa y regreso. No vivo con él. De qué viviríamos. Vivo con mis padres. No creas que Dany no lo sabe. Pero a ti te aprecia. Le dolería si se entera. No se atrevió a picarte con un sencillo. Nadie se le escapa, y sin embargo contigo…

Y aún hoy sé que amar a Mona es un acto inextricable. Dany murió hace dos años, y estuve en su velorio. Unos cuantos parientes que sentían alivio por haberse librado de un indeseable y lo disimulaban mal, una madre que no se consolaba de la muerte de su hijo, y que repetía que era un buen chico. Yo también lo creo. Lo cree Mona, pero estoy seguro que el resto de personas que asistieron no. Muchas tenían alguna queja contra él: un artefacto robado, un préstamo no devuelto, un hurto mientras le daban la espalda, y no sé cuántas quejas más. De los últimos amigos de sus andanzas, aparecieron unos cuántos, y para ver si pasaban alguna bebida fuerte, como no fue así, se marcharon enseguida.

Mona se mantuvo a mi lado y sufrió sin revelarlo. La señora Norma, la madre de Dany, extrañada de mi presencia de la que no había vuelto a saber desde que me fui del barrio, me agradeció que estuviera ahí. Me encontré con algunas personas que no veía hace años.

Después de esa mañana volví por ella.

Desembolsé dinero para que Mona no se entregara a nadie para financiar su adicción, o la de Dany. Por él dejé de sentir afecto. La lástima me ganó y una amistad basada en lástima no tiene sentido. Sé que Mona no siente por mí lo que sintió por Dany, pero también sé que lo que sintió por él no fue amor verdadero. Entre ellos había dejado de existir toda relación carnal. Él dejó de tener interés por cualquier mujer, incluida su madre.

Su único gesto de respeto hacia mí fue no haber aceptado esa noche mi dinero. No sé si su aprecio fue genuino, pero no me importa. La versión de ella es que me respetaba. Pero apenas volvió a verla le pidió dinero para perderse. Una noche sin drogarse había sido más que suficiente.

Ella nunca le dijo que me siguió frecuentando, y él jamás preguntó por la procedencia del dinero que ella le traía, ni por las mínimas cosas que le compraba para su subsistencia.

Y sin embargo a mí, miles de veces me echó de su lado por tratar de impedir que siguiera viéndolo. Cuando esta lúcida es una persona fuera de serie, pero cuando se abandona a su desgracia es difícil de lidiar. Sus conocidos me conocen y he tenido uno que otro altercado con alguno, pero leves, y han aprendido a soportarme. La práctica me ha convertido en un experto en manejarlos. Ahora no se meten conmigo ni con ella, que ya no necesita su cuerpo para conseguir unos gramos de muerte. Saben que cada vez que la encuentro con ellos la levanto en peso para llevármela a casa, pues se mudó conmigo luego de unos meses de conocerme. Ya no está Dany. Está conmigo, y siento que algo del dolor que ella sintió por él, se ha trasferido a mí para ahora sentirlo por ella.

Poemas - Salomón Valderrama Cruz

Caníbal

Y velocidad no ver

Sentir inicios…

El jardín de no despertar, materia inerte

Te estrellas de atacar sobre cualquier ciudad

No reluciente de escapar a otra vida

La arena de aquel que no esperó el mar

En el final de mi brutalidad no espero

Soy en la no oscuridad la libertad brutal

Caigo… caigo… en la soledad de amar el No

Pedir una cosa sangrante… más que el hielo

Virus ligado del sonar para mirar atrás

Me mirarán zorzal blanco de la noche fría

Ya no despierto. Todo es la última señal

De cualquier forma detener el río de los pies

Y veo si no quiero ver la muerte del fuego

Dónde está el final… soñar otra vez besar


Torre de la voz…

Sólo el silencio te aguarda

Contra el tiempo


Torre de la voz… una olvidada sueñas

Arte en realidad, que no moría

Del dormir, anestesia, ya no un día

Punto, en que no morir… al abismo sueñas

Realeza invertida de los cielos… Hades

Pregunta amores, mudos, de la guitarra

Zeus, jinetes de las, luz de la, chatarra

María sin Fe, infecto de los Andes

Des ne éxtasis eternidades miras

Descubrir presionante aguas del secreto

Profusión de aquella noche, en cuerpo, iras

Abstracto del cantar, como la luz… rocar

Juega en la luz hasta no morir concreto

Arte del Final, no volverte a no tocar


Rímac

Oscuridad de no decir por aquí…

Por aquí se ha perdido.


Negro de ir… escapar al sueño vivo

Cual color no elegido por figura

Atravesar la última nota oscura

Cual Poesía: Carta de la Nada

Comenzar una eternidad que termina

Principiante del deísmo carcomido

Bosque de la nueva virtud que olvida

Encerrar deidad que humilla el brinco

Lo que no me roba… integrarlo todo

Mar, sangre, ilimitud… ver así no mío

Revivir decreto de lo no prohibido

Desposar como la insana voz del lunes

Resucitar herido… hombre tardío

Por la paz, inercia en sueños robóticos


Quipu

Toda la escritura nos supera

Porque somos más que ella…

Un Claro de luna…


Para no sonar tan nudo del desaparecer

Perder, quemar… dormir, la escritura de la luz

Capilla del mirar alado, hasta la no luz

Reparta en la mitad que se toca por nacer

Lira, de una vez, elígeme en mal sonido

Soñar… entonación de los caminos que no ves

Semiótica del qué no ser para ser otra vez

Morir despierto así… bajo la luz de un ruido

De la mujer en que pirámide discó Virú

Percápita aislar a todos del Nuevo Mundo

Abel de volar… hasta la estrella de Perú

Deidad que es círculo de fuego… no futuro

Partir para no llegar a Deucalión desnudo

En propio correr de los amantes del futuro


Gymnopédies

no digo nada, no persigo el cielo

ni la estación, existo hacia lo extenso

donde hacia me levó tu veloz vuelo!

José Pancorvo


En nos… terrible, pienso: Volcán de la memoria

Inmoral… no olvido, no violación, no final

Llorar… desempolvar: Atormentar de criminal

Decir No… decir Sí… horrible la cosa palmaria

A disparar, oler… la daga que me invita

Holgura del morir, no a sí, santificado

Lujuria por no comer… partir justificado

Prontitud de no ver. Todo… ¡lo que aun no grita!

Núcleo, todo de materia sin superficie

Preámbulo de velocidad… Rescatar :: Vago

Revestir para mentir… Temprano… sola especie

Piojos verdes y sólidos… estás de aguante

De no bailar… no libertad total, no estrago

Destino on refugio, piano del inconstante…


Tiempo

Hacer de Dios... deshacer

Vuelo, mocedad, frío.

Lagrimar lento río,

Corazón, permanecer.

Presente, homo, no nacer...

Santa luz malherida.

Poesía, armar vida...

Desnacer, culpar fuente

Develada. ¡Oh! Poniente:

¡Hora de Dios fallida!


Lima, Pachacámac, 2006.

Salomón Valderrama Cruz

El monstruo - Luis Gallardo

El monstruo se levantó esa mañana de ningún humor, con un ánimo neutro, como usualmente sucedía. Luego de bañarse, vestirse y poner ropa en su maletín deportivo, desayunó solo, viendo el televisor, mientras sus padres –con quienes vivía desde la separación– dormían en el segundo piso. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo con el pretexto de arreglarse por última vez el cabello. No era bien parecido, ni alto, ni muy fuerte. Ya había pasado los cuarenta años y su vientre, que nunca había sido plano, ahora era imposible de esconder bajo la camisa. Practicó en el espejo la mirada de amable desdén con la que trataba a todos en la oficina. Podía no ser bien parecido, pero le gustaba su cara cuando tenía esa expresión. Adquiría carácter, personalidad. Así era una cara que inspiraba respeto y que de vez en cuando podía gustar a alguna mujer. Sonrió con sólo las comisuras de los labios, dejando los ojos fijos en donde se encontraba su interlocutor imaginario. Esa constante combinación de cortesía y frialdad no permitía a nadie más que a él saber lo que estaba pensando. Asintió varias veces, con movimientos cortos y secos, sosteniendo la mirada y la sonrisa, exagerando un poco el modo con el que saludaba a sus superiores. Era el punto exacto en que podía ser solícito y al mismo tiempo conservar la dignidad. Fue suficiente, le dio un último ajuste a la corbata, cogió su maletín deportivo y salió de la casa.

Su auto también había sido escogido bajo esas condiciones. No era un lujo demasiado caro para alguien con sus ingresos, es decir que no se había endeudado hasta las pestañas para obtenerlo, lo cual podría haber sido motivo de burla, pero tampoco era uno que pudiera ser confundido con el de alguien inferior. Recordó lo que había proyectado para esa noche, después de la reunión con el abogado de su mujer. No había cubierto todos los detalles, pero estaba seguro de que no era prudente averiguar más. Estaba ligeramente sorprendido de no estar intranquilo. Nada podía salir mal, pero no se trataba exactamente de eso, sino de que esa noche iba a hacer algo que en otra época habría considerado un acto vil, repugnante e incluso malvado, algo que sólo un monstruo podría hacer. “Es esta noche,” pensó durante una luz roja, “después de la reunión con el abogado de mi mujer...” Pero recordarlo no parecía hacer gran diferencia.

Cumplió el trabajo del día con soltura, porque en esos días del mes no había mucho movimiento. Todo transcurrió sin sobresaltos, todos los problemas encontraron su camino, el trabajo fue canalizado adecuadamente. Varias veces al día se repitió a sí mismo esa frase, “es esta noche”; pero nada, no le producía ninguna emoción. Ninguna intranquilidad. Aunque no podía esperar otra cosa, se dijo a sí mismo, porque alguien acostumbrado al trabajo bajo presión, a la eficacia en las peores circunstancias y a la eficiencia en medio del caos, algo como esto no pasa de ser una pequeña escaramuza, una cosita de nada... Sin embargo, aunque no lo admitía, seguía allí, en algún lado de su cabeza, la ligera extrañeza de no estar intranquilo, aguijoneándolo con suavidad, sin hacer que su pulso se acelere, como la señal de que algo iba a suceder. Grande o pequeño, importante o leve... quién podría saberlo. A eso de las seis de la tarde se despidió de sus subalternos y salió a la cita con el abogado de su mujer.

La cita era para tratar algunos detalles del divorcio. Estaban allí él, su abogado, el abogado de su mujer y la silla previsiblemente vacía que le correspondía a ella. Se discutió aproximadamente durante una hora. Él examinó varios papeles, imperturbable, con su expresión estándar. Cuestionó varias partes que ya antes había admitido como válidas, dándose además el lujo de soltar un par de frases graciosas. Su estrategia era admitir la legitimidad de cualquier reclamo de la otra parte, y empantanar al mismo tiempo el procedimiento para llevarlo a cabo. Todo estaba resultando como quería, las demandas de ella se reducirían a su nivel más bajo en unos seis meses más, cuando mucho, pensó mientras daba un profesional apretón de manos al abogado de su mujer y le dedicaba una de sus sonrisas petrificadas a modo de despedida.

Se dirigió al centro de la ciudad, a una cochera que estaba en una de las calles estrechas de la parte antigua. Estaba oscuro, pero no le importó, porque varias veces había dejado su auto allí a modo de práctica. Se estacionó en el lugar más oscuro. Cogió su maletín deportivo, lo abrió y sacó un jean viejo. Miró en todas direcciones para ver si alguien lo estaba observando. Oscuridad total. Hizo retroceder el asiento de su auto, se quitó torpemente el pantalón de vestir y se puso el jean. Luego cambió sus zapatos por unas zapatillas baratas. Luego se quitó el saco, la corbata y la camisa, y los reemplazó por un polo y una casaca jean. Por último, sacó un par de lentes muy gruesos y se los puso. Prendió la luz interior del auto para observarse en el espejo retrovisor. Sí, nadie podría reconocerlo a simple vista. Guardó sus cosas debajo de los asientos, cogió el grueso periódico que estaba allí desde la mañana, apagó la luz y salió.

Caminó por las calles con la cabeza gacha hasta llegar a un bar de mala muerte. Había muy poca clientela. Eran apenas las ocho y media y tenía que esperar hasta las once, cuando ya no hubiera tanta gente en la calle. Miró el televisor que colgaba en una esquina, aburrido. Pidió una cerveza. Leyó varias veces el periódico e intentó completar el crucigrama. Poco después de las diez notó que tenía mojadas las axilas; no lo tomó como una señal de nerviosismo, pero quince minutos antes de las once fue imposible negarlo. Pidió una cerveza más y tomó el primer vaso de golpe. Ahora sus manos estaban algo tiesas y frías. Llegó la hora. Se paró sintiendo un leve temblor en las rodillas y en su estómago. Fue al paradero y cogió un bus que lo dejó unas veinte cuadras más lejos.

Esta parte del centro era aun más ruinosa que la anterior. Los edificios llevaban años sin pintarse y estaban impregnados de smog y polvo. Había letreros por todas partes, en colores chillones, muchos con luces de neón oscurecidas por telarañas y suciedad. Había gente por todos lados, vendedores ambulantes que recogían su mercadería, peatones que esperaban su transporte, niños sin sus padres, algunos sosteniendo bolsas de plástico en sus bocas. Bajó en una esquina justo en las narices de una pareja de mujeres policía y tres o cuatro prostitutas. Eran pequeñas y gordas, con varios años encima. En cuanto las policías cruzaron la avenida, las mujeres le ofrecieron sexo por el equivalente a un par de cervezas. No las escuchó y siguió caminando. La caminata le permitía no prestar atención al temblor en sus manos. Esquivó un montón de basura y varios huecos en las veredas. Un par de cuadras después la tarifa de las prostitutas se había reducido a la mitad; en la siguiente, a la cuarta parte. Ya casi no había gente, sólo un par de transeúntes que tampoco prestaban atención a las señoras. Entonces vio la señal que estaba buscando: un hostal en una esquina con un letrero de plástico blanco y fluorescentes del mismo color. Tenía una sola H mayúscula, en negro, y al lado de ella se veían las siluetas sucias de las letras faltantes. Se detuvo en la puerta y desde allí miró la calle -muy mal iluminada- que estaba al doblar la esquina. A mitad de la cuadra había un par de bultos parados en el zaguán de una casa. Entonces sí se puso nervioso; empezó a sudar por cada uno de sus poros y no dejó de hacer temblar un solo hueso de su cuerpo; era el momento de la verdad; podía arrepentirse en cualquier instante y retroceder, pero sabía, por como se había comportado en otros momentos difíciles, que una vez dado ese paso no habría vuelta atrás. Avanzó hacia los bultos hasta que cobraron forma humana, y le preguntó a uno de ellos si podía pasar.

El muchacho se sacó la mano de la bragueta y le abrió la puerta. Avanzó por un largo corredor, que tenía un fluorescente verdoso. Al final había una puerta. La tocó. Una mujer mayor le abrió. “¿Viene a tomar un servicio, señor?” Respondió que sí, que cuánto costaba; le dieron el precio; dijo que estaba bien y lo dejaron pasar a una salita. Había tres chiquillos de no más de catorce años sentados en un sillón. La señora los señaló extendiendo la mano. Entonces él se sintió más extraño aún. Ya no temblaba, ya no sudaba. No entendía qué pasaba. Se sentía normal, otra vez en neutro. Le daba igual escoger a uno u otro. Pero de todas maneras señaló al que le parecía el más joven de los tres y se metieron ambos a un cuarto al lado de la sala. Allí vio al chico sacarse la ropa delante de él, automáticamente, como la cosa más común del mundo. Cuando terminó se sentó sobre la cama, y él procedió a hacer lo mismo. “¿Te vas a poner condón, no?”, le dijo el chico. “Sí, claro”, respondió.

Veinte minutos después se estaba vistiendo, con el ánimo totalmente apagado. En vez de un jovencito podría haber estado con su mujer, su secretaria, una vieja barata, un puto callejero o su propia mano, y habría dado igual. Al menos te sacaste el clavo, se dijo con indiferencia, ya viste que es la misma vaina. Aunque sea sólo por eso, ya era ganancia. La calma lo hizo perder cautela, salió sin ponerse los lentes ni fijarse si había alguien más en la pequeña sala. Allí se dio de golpe con algo que se había repetido un millón de veces que podía pasar: uno de los empleados de limpieza de la oficina bromeaba con la señora y los chiquillos, regateando el precio. Se abalanzó sobre la puerta y tropezó con el empleado, que se disculpó mirándolo a la cara. El corazón le golpeó el pecho como si quisiera escapar por su propia cuenta. No respondió, caminó rápidamente hacia la puerta y una vez allí, emprendió la carrera. No paró hasta llegar a una avenida. Abordó un taxi. Tenía el rostro deformado. ¿Estaba suficientemente oscuro? ¿Llegó a verlo bien, o sólo fue de reojo? ¿Lo habría reconocido? ¿Hablaría? He tirado todo por el caño, se dijo, estoy muerto, me voy directamente a la basura. No puede ser que haya cometido un error tan estúpido. No puede ser que yo sea tan imbécil. Cómo he podido caer por una tontería como esta, no puede ser cierto. Por favor, díganme que no es cierto; por favor, por lo que más quieran, díganme que no es cierto...

Esa noche apenas durmió algunas horas. Constantemente se sobresaltaba, se despertaba y volvía a repetir en su mente los tres segundos de debilidad que tuvo. Ya no había nada que hacer, se decía, pero eso no evitaba que volviera a pensar en ello. Al día siguiente trataría de ver la forma de que despidan a ese empleado y que nunca vuelva a trabajar en una oficina como la suya. No podría hacerlo personalmente, sería peligroso, tendría que buscar a alguien que... Estuvo así hasta que amaneció y no le quedó más remedio que prepararse para ir a la oficina.

Casi como un zombi, luego de bañarse y vestirse, desayunó solo, con los ojos en el televisor. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo. Estaba ojeroso y con el rostro hinchado. Se arregló el cabello, ajustó su corbata, y se fue.

Estuvo tenso toda la mañana. Le comunicó a su secretaria que le evitara en lo posible las reuniones, lo que era relativamente fácil porque era el último día de la semana. Despachó varios asuntos por teléfono y un par cara a cara. Cada duda en el tono de voz y cada mueca inesperada lo hacían sudar. Esto era demasiado, no podía imaginarse a sí mismo viviendo como un mariquita, teniendo miedo de su sombra toda el tiempo; decidió que tenía que terminar con la duda. Llamó a su casa para avisar que no iba a ir, que almorzaría en la cafetería de la oficina. Quería ver allí al empleado de limpieza, verlo a los ojos, para saber qué estaba en juego. ¿Lo había reconocido o no? Y si era así, ¿lo delataría? ¿Trataría de chantajearlo? ¿O sólo jugaría con él, para sentir que tenía en sus manos a alguien mil veces superior? En su mente jugó con los significados de cada una de sus posibles miradas, pensó en todos los primeros pasos que podría dar en cada caso; agotó todas las soluciones que su mente pudo imaginar, incluyendo a la única que podría apropiadamente llamarse definitiva.

Al medio día, hora de almuerzo de los empleados de limpieza, bajó a la cafetería. Luego de recoger su comida en una bandeja, se sentó justo frente a la mesa que siempre ocupaban ellos. Fueron llegando en pequeños grupos, con sus uniformes verdes y zapatillas rotas. La mayoría lo reconocía y volteaba a saludarlo con respeto y luego volvían a su conversación; cogían una bandeja y se ponían en la fila.

De reojo reconoció al empleado canoso, cincuentón, de muy baja estatura. Su corazón empezó a golpear con fuerza. No volteó a verlo. Dejó la cabeza inmóvil, colocó los cubiertos a ambos lados del plato y puso las manos sobre la mesa, temiendo que alguien notara algún movimiento fuera de lugar. Sin embargo, su rostro, tieso por el miedo, no era muy diferente al de todos los días.

Uno de los empleados volteó a saludarlo, y mecánicamente los demás siguieron el saludo, incluyendo al bajo y canoso. Por fin pudo mover los ojos. Para cuando logró enfocarlo, éste ya había volteado y seguía conversando y riendo con sus compañeros.

¿Podría ser que se hubiera equivocado? ¿Estaba seguro de que era el mismo hombre? Lo observó con cuidado. Sí, era el mismo. El movimiento de la cabeza y los brazos, la forma de pararse, la sonrisa amplia, la alegría en los ojos, el tono de voz casi eufórico. Palmeaba a sus amigos y les pasaba la voz de una forma que no era para nada diferente a como había tratado a las personas del prostíbulo.

Se dio cuenta de que no corría peligro. El empleado de limpieza no había mostrado la menor señal de haberlo reconocido. Además, aunque fuera así, ¿cómo podría delatarlo, sin también delatarse a sí mismo? Qué tontería, se dijo, debió haber pensado en eso antes.

Secó con la palma de la mano las pequeñas gotas de sudor frío que tenía en la frente, mientras la piel de su cara tomaba algo de color. Volvió a ver al empleado canoso –pero ahora con una leve sonrisa, aliviado– que bromeaba con sus amigos como si ninguno de ellos se hubiese pasado la mañana entera fregando pisos con la espalda torcida. Su sonrisa se desdibujó.

Y entonces sucede algo de verdad inesperado. O quizás no. Tal vez, después de todo –aunque es probable que dentro de algunos minutos ya lo haya olvidado–, es justamente lo que con tanto afán buscaba.

El monstruo está lagrimeando.

Thursday, February 15, 2007

Personajes de San Francisco

Fotografías de José Antonio Galloso
(selección)


CONTRA LA GUERRA EN IRAK

























HOMBRE EN MONOCICLO
























LA DAMA DE NEGRO
























EL VERDUGO
























CAMIONERO DE CINCUENTA AÑOS

























BUSH

























ABRAZOS GRATIS