Thursday, April 20, 2006

Fragmento de novela

Autor: Ezio Neyra
(Lima, 1980)

Los veranos en casa de mis abuelos no comenzaban, como todo verano, una vez terminadas las fiestas de fin de año. Los veranos en casa de mis abuelos iniciaban, con más exactitud, hacia los primeros días de febrero, cuando mi padre se dignaba dejar de lado una de sus tardes de fin de semana y decidía manejar rumbo al sur.

-Hijo, todo listo. Partimos en una hora.

A pesar de que estas palabras no tomaban mucho tiempo en ser pronunciadas, en el caso de papá no resultaba fácil arrancárselas. Para conseguirlo debía elaborar y poner en marcha toda una estrategia de convencimiento que comenzaba, en realidad, al mismo tiempo que inician los verdaderos veranos. Estas maniobras de persuasión las dejaba primero en manos de personas con mayor poder de convencimiento. Así, cuando me ponía al teléfono y saludaba a la abuela por navidad, le pedía con voz afectada que hablara con papá, que lo convenciera de llevarme los primeros días de enero.

-Así podremos vernos más tiempo, mamajuana. Tengo muchas cosas que contarte.

-Tu papá ya es grande, mijito. Él sabrá cuándo traerte. Igual le diré que se apure, que mueva el culo y que te traiga de una buena vez.

Papá, la oreja ya en el teléfono, los párpados un tanto caídos, consentía el pedido de mamajuana.

-Claro que sí, mamá. La primera quincena de enero estará bien para mí.

Pero no era ni la primera ni la segunda quincena en la que veía mi cuerpo sentado en el carro de papá. Debía esperar su buena gana. Amoldarme a sus tiempos.

Con el correr de las semanas, mis tácticas empezaban a escasear y, en una relación perfectamente inversa, mis ganas de estar en casa de los abuelos crecían enormemente. Toda mi tramoya empezaba a verse reducida a rondar a papá en cada una de las actividades que el buen hombre realizaba en casa. Ciertamente, no lo rondaba en el sentido más estricto de la palabra. Más bien, lo incitaba a prestarme atención pues la experiencia me había enseñado que rondarlo resultaba, finalmente, contraproducente. Debía ponerme a su disposición. Ofrecerme disfrazado de un bien, pequeño y carente de sensaciones, que puede esperar sin ningún apuro. Sin embargo, por adentro, no era un bien del todo pasivo. Jugaba cerca de él, esforzándome por hacer cada vez más ruido, cuando el paciente hombre tomaba el café, junto a su esposa, por las tardes. Aparecía vestido en la puerta de su habitación con prendas que simbolizaban playas: cargaba toallas sobre los hombros, vestía pantalones cortos, llevaba flotadores de goma amarrados alrededor de mis brazos. Intentaba con esto sacarlo de su universo de tardes infinitas, tratando que al menos me esbozara una sonrisa cómplice. Sentir que el hombre me veía. Sospechar que estaba al tanto de mis deseos. Suponer que quería satisfacerlos.

De manera arbitraria, el primer sábado de febrero llegó el anuncio de que partiríamos por la tarde.

-Después de almuerzo, hijo.

Me recuerdo excitado con la noticia, pero no preparado: del bolso que tenía listo desde hacía casi treinta días había ido quitando, prenda por prenda, el número preciso como para que aquella tarde solo encontrara dos polos, un par de medias y un calzoncillo.

-Hay que armar todo de vuelta, Francisco. Así no puedes viajar –decía mamá. Mejor dile a papá que no es una buena idea partir hoy.

-Pero mamá, papá ya dijo que sí. Tengo casi una hora para tener mi bolso listo.

-Veremos.

Entonces nos convertíamos en un equipo. Madre e hijo unidos bajo la sombra de una eficiente rareza solidaria. Mamá corría de mi cuarto a la lavandería mientras yo permanecía a la espera de nuevas ropas que serían guardadas. Mamá corría. Seis pares de medias llegaban. No te olvides de dormir siempre con ellas, no te me vayas a resfriar. Mamá, ya no sufro de alergias. Mamá corría. Cuatro calzoncillos llegaban. Si te haces la caca encima, no se los des a la señora Juana, es de muy mala educación. Ay, mamá, ya estoy grande, hace mucho que no me hago la caca encima, no te das cuenta. Mama corría. Papá tomaba café, el diario siempre abierto en la misma página. Un cúmulo de prendas llegaba. Mamá me corría. Así no, hijo, cuántas veces tendré que decirte que los bolsos hay que hacerlos con calma, esa es la única manera. Y entonces mamá le inflingía aquella tranquilidad que solo ella era capaz de conseguir. Veía, disminuido en una esquina, cómo ropa tras ropa era acomodada en el maletín. De tanto en tanto mamá me pedía que buscara lo imprescindible: cepillo de dientes, peine, toalla, bloqueador solar, cortaúñas, manteca de cacao.

-Dile a papá que ya estás listo.

Pero papá ahora dormía, el diario siempre abierto en la misma página.

-Ni se te ocurra despertarlo. Pobre. Trabajó tanto ayer.

Entonces esperaba, disminuido una vez más. Lo observaba desde el sofá. Recorría con la mirada sus pantalones marrones, su barba de tres días, sus ojos semiabiertos a pesar de estar dormido. Esperaba, mientras rogaba que el buen hombre despertara de aquellas ensoñaciones que, estoy seguro, estaban muy lejos de la casa de mis abuelos.

-Francisco, caramba, mira la hora que es. Me hubieras despertado antes.

Ahora sí, nos metíamos en el auto y salíamos de la ciudad. El carro de papá siempre lucía más limpio que lo humanamente necesario. El tablero negrísimo. Los espejos reflejaban los rayos del sol. Los asientos forrados con cuero habían alcanzado el negro más brillante. Incluso podía ver reflejadas mis manos en ellos, transformadas en las manos de un adulto. Parecidas a las de papá, quien manejaba sin despegar su mirada de la avenida. Entonces me imaginaba sentado en la mecedora de mimbre de los abuelos. Sentado mi cuerpo en ella. Mis manos, que eran las de papá, sosteniendo un cigarrillo humeante. Mis pies, que también eran los de papá, rompiendo periódicos. Haciéndolos pedazos.

Del espejo retrovisor colgaba una estampita plastificada de la beatita de Humay. Vestida con precarias telas negras. Parecidas a una manta barata. Sólo su rostro y sus manos eran visibles.

Siempre me sentí impresionado por su aspecto. Papá me contaba, cada vez que subía a su auto, que la beatita de Humay era la mujer más bondadosa que haya estado sobre la tierra. Incluso más que tu madre y que tu abuela, me decía. No le creía. Si bien no la había conocido, para mí la beatita no era más buena que mi madre, mucho menos que mi abuela. Recuerdo que me parecía una especie de asesina con poderes divinos. Hasta llegué a pensar que quizá la noche y papá habían sido invenciones suyas. Sentía que detrás de su manto escondía toda una serie de maldiciones y de maldades dispuestas a ser llevadas a cabo.

Bastaba empezar a subir los cerros, para que las luces de la ciudad poco a poco fueran quedando rezagadas. De vez en cuando giraba el cuello y veía cómo la ciudad aparecía convertida en un pequeño conglomerado de luces amarillas. Sin ninguna forma, desperdigadas en un desierto que parecía infinito.

Un tremendo atasco detuvo decididamente el tránsito. Desde hacía varios años se venía hablando de un proyecto municipal que consistía en construir una conexión vial capaz de descongestionar la salida de la ciudad. Papá, como ingeniero, participaba del proyecto. Pronto, Ernesto, se decía, pronto terminaremos con este fiasco. Y fruncía el ceño. Golpeaba repetidas veces el volante. Mascullaba palabras. Mientras yo, de reojo, lo observaba a medias. Siempre de reojo viendo cómo sus patillas estaban cada vez más cerca de alcanzar su mentón. Cuántas noches soñé la cara de papá envuelta en un solo de pelos. Una selva negra y tupida. Un retrato paterno incomparable. Un casco enorme de cabellos negros. Un ser adorable. Los ojos tras bambalinas de un teatro que no levanta más su viejo telón. La boca tapada, en silencio. Imposible hablar. No hay diálogo.

-Puta madre, Francisco, justo hoy se te ocurre ir a la casa de tus abuelos.

Y volvía a balbucear insultos.

-Cholos de mierda, carajo. Si solo sacaran sus casas de la vía del tren, el proyecto estaría totalmente terminado.

Yo asentía mientras papá me observaba, al igual que yo, de reojo. Miradas que se encuentran sin querer.

Y lográbamos salir del atasco. Se conseguía la paz en la cabina del auto de papá. Nuevamente en silencio se alcanzaba la ansiada tregua. En ese momento yo abría la ventana. Sacaba la mano por ella y sentía cómo el viento la empujaba hacia el marco. La movía formando olas. Dibujando figuras diferentes. Escribiendo mi nombre. Cortando el aire. Me enzarzaba en una pelea de la que nadie podía separarnos. Una vez más llevaba mi mano al medio y volvía a sentir la feroz fuerza del aire. Era imposible vencerla. Papá me ordenaba cerrar el vidrio. Entonces me dedicaba a posar mi mano sobre la ventana. La imaginaba traspasando el vidrio con la facilidad con que se atraviesa una torta de crema. Con la rapidez con que se quiebra un cigarrillo, con que rompe un periódico. Mi padre manejaba, la estampita tambaleaba y yo corría a la par del auto, impulsado por la fuerza del viento que estaba a mi favor. Así era libre para crear mi propia historia. Para abrir y cerrar ventanas cuantas veces quisiera. Podía jugar mi mano al viento una y otra vez. Podía caer. Podía levantarme. Caer y levantarme yo sólo. Papá me pedía un cigarrillo, están en la guantera. Bajaba su ventana y lo encendía. Me quedé con el deseo de ordenarle a papá que cerrase su ventana. Podía haberle argumentado que entraba mucho viento. No se lo dije. En ese momento forjaba la realidad y me veía manejando el auto de papá. Los asientos de tela azul manchados y hediondos. La beatita de Humay, multiplicada por millones, junto al resto de beatitas existentes, depositada en su ciudad natal luego de haberlas incendiado una a una. Sobre el tablero bolsas llenas de tierra que se van rompiendo. Paquetes con excremento que rebalsan los pisos y que los ensucian. Papá, haciendo de copiloto, amarrado a su asiento con férreas sogas. Sin poder moverse. Conmocionado al ver cómo el humo de sus cigarrillos genera una cortina de vapor tóxico que lo envuelve en el anonimato. Espantado cuando las cuerdas son ajustadas cada vez con mayor fuerza. Haciéndolo gritar. Convirtiéndolo en un niño amedrentado que llora, que teme.

Papá me volvía al auto:

–Ya pasamos Chala, hijo. En media hora estamos en lo de los abuelos.

–Sí, y hace diez minutos pasamos Cerro de arena –le demostraba que ya sabía leer.

Papá no contestaba. Yo leía:

–Y ahora estamos en Planao.

–…

–Y ahora en Las rosas alta.

–…

–Y ahora en Las rosas baja.

–…

–Acabamos de pasar Atiquipa.

–…

–Ya estamos llegando.

–…

Hasta que doblamos por la calle de los abuelos y todo se volvía conocido. Retiraba mi mano del vidrio. Me sentaba correctamente en el asiento. Esperaba que papá terminara de cuadrar el auto. Yo baja apresurado. Escapando. Le pedía a papá que tocara la bocina, más fuerte, papá, nadie escucha. Entonces Feliciana abría la reja de madera. Corría hasta ella, saltaba y me colgaba de su cuello. La besaba todita. Le revolvía los pelos. Sentía su olor particular detrás de la oreja.

–No me sueltes, Feli, no quiero despedirme.

Feliciana se acercaba unos pasos al auto de papá.

–¿Cómo está don Ernesto?

Papa tocaba la bocina.

Yo no me soltaba del cogote de Feliciana que ya empezaba a tornarse rojo. Tenía un aroma propio, incomparable. Fusión de guisos y sudor acumulado. Lo sentía mío, conocido. Papá seguía aparcado en la puerta. Yo no quería despedirme. No quería despegarme de Feliciana.

–Ya se fue, Francisco –me decía.

Volteaba para comprobarlo. Veía el auto de papá alejándose por la calle. Perdiéndose entre el pavimento.

–Hasta que al fin llegó. Lo esperábamos desde hace tiempo. ¿Qué pasó que demoró tanto en llegar? Unos días más y se terminaba el verano.

–Papá, Feli, papá.

–Te ves muy oink con esos pantalones azules. Oink, oink, oinksísimo.

–No, pues, Feli. Sólo puede decirse oink. Oinksísimo no existe. Acuérdate.

–Tienes razón. Entonces estás muy oink y punto final. No se hable más.

–Y tú estás muy kion. Completamente kion.

Y ambos reíamos. La sonrisa de Feli no sólo mostraba sus dientes. También dejaba ver parte de sus encías color marrón tenue.

–Ahora que te veo mejor –le decía– también tienes una sonrisa muy kion.

Feliciana, ahora, sólo dibujaba un deforme arco con sus labios.

–Te voy a acusar con doña Juana por decirme que tengo una sonrisa kion.

–Si quieres dile. Mamajuana no sabe qué significa kion ni oink. Anda, corre. Kion, kion, kion.

Entonces dejaba a Feli quejándose solita. Le daba mi bolso y corría a darle el encuentro a mamajuana.

Al final del vestíbulo, mamajuana posaba frente al espejo. Cargaba unas telas violetas que formaban un gracioso conjunto. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de copa forrado con seda negra. Alrededor de las muñecas lucía pulseras de perlas grises. Desde el cuello le caían collares de plata. Mamajuana retrocedía unos pasos. Practicaba monerías. Trataba de encajar su labio inferior en una de las fosas nasales. Hacía muecas diversas. Guiñaba los ojos con una rapidez sorprendente. Volvía hacia el espejo y le encajaba tres besos sobre su superficie. Mientras yo, desde la puerta de entrada, la observaba sorprendido. Conteniendo la carcajada con una mano sobre mi garganta. Como una palabra a la que no se quiere dejar escapar. De pronto, mamajuana volteaba y, al verme ahí parado, sonreía. Se sonrojaba un poquito.

–Francisco, mijito, al fin llegas.

Se me quedaba observando. Sus ojos llenos de lágrimas. Entonces me alzaba a besos. Me zarandeaba por el aire. Haciéndome sentir libre en ese espacio que se seguía manteniendo mío. Con mis papás habíamos mudado de casa cuatro veces. Imposible sentir arraigo. Mi espacio, en realidad, no era mío. En cambio, la casa de mis abuelos seguía siendo la misma. Ningún espacio se había visto alterado por el paso de los años. La fachada, el vestíbulo, el patio, el jardín. Toda igual. La conocía mejor que cualquier otra casa. La casa de los abuelos era, en realidad, mi verdadera casa.

–A ver, mijito, ¿qué tanto tenías para contarme? Desembucha de una buena vez que el tiempo es corto y las flatulencias largas.

Reíamos mientras compartíamos miradas cómplices.

–Nada especial, mamajuana. Solo tenía ganas de verte.

–Mejor así, mijito. Ahora en la cena cacareamos todo lo que quieras.

–Feliciana –gritaba mamajuana– ponte a guisar la gallina. Haremos algo rico para festejar. ¡Felicianaaaa! Cholita de mierda, carajo. Ni siquiera escucha.

La abuela me soltaba. Me dejaba correr a mis anchas. Atravesaba la sala y llegaba al jardín. Allí estaban mis primos. Arrinconados todos contra la puerta del estudio del abuelo. Riendo. El abuelo, detrás de la puerta, tocaba el piano. Mis primos reían con cada nota equivocada. Joaquín simulaba tocar el mismo instrumento mientras imitaba los gestos del abuelo.

El cacareo desesperado de las gallinas alcanzaba nuestros oídos. Entonces dejábamos de atender a los errores del abuelo y corríamos hasta el patio. Feliciana con un machete en las manos abría una de las javas. Agarraba por el pescuezo a la gallina. La situaba en una tabla de piedra y dejaba caer el machete cortándole el pescuezo. Degollando a la pobre gallina. Haciendo gala de una ecuanimidad sorprendente.

–¡Kion asesina! –le gritaba Lita.

–Vendrán todas las gallináceas a destroncarte mientras duermes –le decía Paco.

–Dineches de porquería –nos gritaba Feliciana mientras levantaba el machete lleno de gotas de sangre y nos perseguía por el patio.

Corría pocos pasos y nos dejaba escapar.

Entonces volvíamos a la puerta del abuelo. Había dejado de tocar el piano. Mi primo Paco llamaba a la puerta.

–Chopin no lo podría tocar mejor –dijo Paco al abuelo.

–Déjate de joder, Paquito –el abuelo reía.

Entonces el abuelo cerraba la puerta de su estudio. Se sentaba en su escritorio y nos hacía parar frente a él. Las paredes llenas de escopetas. Algunas guardadas en criptas de vidrio. Las que usaba para cazar estaban al alcance de su mano. Cuatro repisas sostenían diversos trofeos. La mayoría ganados en peleas de gallos. Unos pocos obtenidos en competencia de caza. También colgaban de las paredes algunas fotografías. Se veía al abuelo sosteniendo un gallo de pico antes de soltarlo a la arena. El gallo aleteando con desesperación. En otra, se veía al abuelo parado frente a su cría de gallos. Vestido con un pantalón de lino negro y una guayabera blanca.

-A ver, cuéntenme, ¿cómo les fue en el colegio?

Paco, Lita y Joaquín habían jalado un curso. Andrea y yo salimos en el cuadro de honor. El abuelo miraba. Acaso sorprendido de cómo habíamos crecido durante el último año. Sus manos permanecían sobre el escritorio. No se movían. No creo que le importara realmente nuestro rendimiento escolar. Sólo quería, al igual que nosotros, divertirse un rato. Simulaba parecer interesado. Entonces metía su mano al bolsillo del saco y sacaba su billetera. Nos hacía poner en fila frente a su sillón. Cada uno recibía la misma cantidad de dinero. Ahora salgan, niños, decía el abuelo, en un rato voy a comer.

Volvíamos a quedar libres para corretear por el jardín. La sombra del platanero abarcaba toda el ala derecha del parque. Era un árbol espléndido. Tan alto como para que nos resultara imposible observar su cumbre.

-El último en trepar el árbol es un dinech –Joaquín lanzó el desafío.

Y todos corríamos en busca del pecíolo o de la lámina más accesible. Sólo Joaquín, Lita y Andrea lograron ascender al menos dos metros. Ensuciándose las ropas. Embarrándose con aquella mugre marrón que aparece sobre la superficie de los bananeros. Mientras Paco y yo, al ver que nos resultaba imposible emprender la subida, nos dedicábamos a saltar torpemente. Tratando de alcanzar los plátanos que colgaban allá arriba. Intentando conseguirlos de entre los haces formados por las espirales que hacían las hojas. Pronto estábamos todos sentados a los pies del árbol. Comiendo los plátanos que Joaquín había logrado conseguir mientras descendía de la cumbre.

-Ustedes dos ya tienen que crecer –nos decía Lita. Esta es la última vez que alguno de nosotros les consigue plátanos. De ahora en adelante, si quieren uno tendrán que buscarlo ustedes mismos.

-Así es –confirmaba Joaquín y más tarde Andrea.

-Palabras, palabras, palabras –contestaba Paco remedando una canción–, déjenme demostrarles algo.

-¿Qué cosa? –respondían a coro.

-Ven conmigo Joaquín.

Y ambos se paraban de las faldas del platanero. Escapaban del territorio cubierto por su sombra y caminaban hasta el árbol de pacaes, en el otro extremo del jardín.

-El que consigue recoger más pacaes en tres minutos gana –retaba Paco.

-Hecho.

-Andrea, tú tomas el tiempo.

-En sus marcas… listos… ya…

Si para trepar el platanero se requería altura, para conseguir la mayor cantidad de pacaes se necesitaba destreza. Era un árbol frondoso. Lleno de ramificaciones pequeñas. Acompañado de interminables y puntiagudas espinas.

Rápidamente Joaquín se puso a la delantera. Le llevaba más de una cabeza de tamaño. Sin embargo, Paco no lucía desanimado. Al contrario, parecía estar convencido de que al término de los tres minutos él sería el vencedor. Y así fue. Joaquín consiguió tres pacaes y seis pinchazos. Paco, ocho pacaes y ninguna espina clavada.

Entonces nos sentábamos, esta vez en el centro del jardín y degustábamos los pacaes. Fruta maravillosa, cuyo contenido parecía multiplicarse. Bastaba retirar la envoltura algodonosa y develar sus sabrosos frutos negros.

Aquel era nuestro territorio y éramos felices de tenerlo. En él no había límites. Nadie cortaba nuestras alas.

-La comida está servida –anunció Feliciana desde la cocina.

Sobre la mesa había dos jarras de chicha, una fuente con la gallina guisada y trozada y dos canastas llenas de plátanos, pacaes y uvas.

En cada uno de los extremos se sentaban los abuelos. Alejados entre ellos. Todos los primos sentados. Esperando las palabras del abuelo para empezar a comer.

-Falta Norma –dijo.

Y se paró la abuela. Esta Norma, carajo, chiquita de mierda. Cuándo aprenderá a respetar los horarios de la comida.

-Vamos, Normita, la comida está servida.

Entonces tía Norma salía de su habitación. Cargaba una barriga enorme. Siete meses de embarazo al menos. En una mano llevaba las hojas de varios periódicos donde habían sido publicados los horóscopos de la semana. En la otra cargaba una pequeña agenda de teléfonos abierta en la letra g.

Tomó asiento. No saludó a nadie.

-Bendice señor estos alimentos que con tanto esfuerzo hemos conseguido. Amén.

De pronto se rompía todo silencio y nos lanzábamos a comer la gallina. Jugosa, deliciosa. Tía Norma no comía. No hacía más que revisar su agenda. Copiaba algunos números sobre servilletas y, antes de guardarlos en su sostén, les daba un beso cerrando los ojos. Deseándoles suerte.

La comida transcurrió en silencio. Todos habíamos tenido un día largo.

-Niños a dormir, dijo la abuela.

Cada uno se acomodó en las habitaciones que había designado mamajuana con anterioridad. Me tocó la habitación situada junto al patio. Al costado, también, del cuarto de tía Norma. Saqué de mi maletín la ropa de dormir. Mientras lo hacía, encontré una nota de mamá con algunas recomendaciones: nombres de pastillas para cada malestar, oraciones para antes de dormir, antes de comer y al despertar, instrucciones sobre cómo lavarme los dientes y acerca de cómo debía acomodar mi ropa en el cajón del armario.

Me costó conciliar el sueño. Fuera de mi cuarto, tía Norma hablaba por teléfono. Su voz gangosa traspasaba las paredes.

-Buenas noches, ¿se encuentra Piero Granda? Ah. Por favor dígale que llamó Norma Neyra, que me devuelva la llamada. Gracias. Hasta luego.

La palanca del teléfono volvía a girar.

-¿Sí? Aló. No, no. Es que no se escucha muy bien. ¿Está Rogelio Pacheco? Rogelio, ¿cómo ha estado? Le habla Norma Neyra. Sí, sí, muy bien, gracias. Mire, lo llamaba para invitarlo a tomar el té mañana por la tarde. Sí, sí, podemos tomar el té. Compraré también unos bizcochitos dulces, de esos que sé que le gustan. ¿Qué dice? ¿A las cuatro? Claro que sí. Aquí lo espero. Adiós. Descanse.

Entonces escuchaba, desde mi cuarto, cómo tía Norma hacía sonidos con un lápiz. Al parecer escribía en su agenda.

-Aló. Hola, ¿Eduardo? Ah, don Martín, ¿cómo ha estado usted? Tanto tiempo sin escucharlo. Mire, llamaba para hablar con Eduardito. Gracias, don Martín. Salúdeme a la señora Flora. Eduardo, ¿cómo está? ¿Qué dice de tomar desayuno mañana por la mañana en mi casa? Compraré chicharroncitos bien calientes. Claro, podemos acompañarlo con un rico tesito. ¿Cómo que no? ¿Y por la tarde? Ah, no, no, olvídese de la tarde; estaré ocupada. Pero, ¿qué le parece pasado mañana? Por la mañana, pues, Eduardito. ¿A las diez? Listo, lo espero. Que descanse bien. Hasta luego. No, no, no es necesario que traiga nada. Aquí yo prepararé todo. Buenas noches.

El sonido del lápiz volvió a llegar hasta mi cama.

La palanca del teléfono no volvió a sonar. En su reemplazo, tía Norma empezó a llorar. Parecían lágrimas pesadas. Como si estuviera cargando algún malestar desde hacía tiempo. Sentí pena. No entendía el motivo de sus quejas. Parecía haberle ido bien con las llamadas. De tres, dos. No estaba mal. Pero algo me impidió, finalmente, salir a consolarla.

Ya mañana sería otro día. No habría más llantos de tía Norma. Lo más probable era que saliera el sol. Quizá podríamos ir a la playa. Yo tendría algo nuevo para contarle a mis primos. Para reírnos juntos. Sería el centro de atención y todos me preguntarían detalles. Vería a Joaquín jalándome los pelos para que le dé más información. Vería a Andrea y a Lita escépticas, acaso sin creerme del todo. Vería a Paco entusiasmado, apuntando en una libreta mis palabras. Quizá, divagaríamos en el jardín sobre las causas de su llanto nocturno. Nos preguntaríamos quiénes eran Granda, Pacheco y Eduardito. Trataríamos de averiguar para qué los había invitado a casa.

Mañana sería otro día. En ese momento sólo quedaba dormir. Estiré la mano, apagué la lámpara y recé la oración que mamá me había enseñado.

Monday, April 17, 2006

Dr. Blue

Autor: Mario Béjar Apaza
(Cusco, 1981)

I

Mi llegada a Lima coincidió con la reunión del Grupo de los Nueve; no tenía planeado reunirme con ningún mandatario, después de crear el Arma Azul a partir de partículas biológicas en Camisea, la comunidad científica no me miraba con buenos ojos, no obstante los de Estocolmo me habían nominado al Nobel de Física.

Apenas llegué, el presidente de la República envió por mí para que fuera a Palacio. Me dijeron que estaba disgustado conmigo, por mis supuestas declaraciones desde el Cusco cuestionando su liderato en el Grupo de los Nueve. En realidad adonde apunté mis críticas fue hacia su Bioética en relación a las provincias semiautónomas del sur, especialmente hacia Chile, que después de la dominación había caído en la conmoción generalizada, la gente no salía de sus casas y moría de paralización.

Pero esas declaraciones no me importaban; el Presidente sabía de mis intenciones verdaderas bajo el influjo de esa controversia, que era mostrar que en la primera Tecnocracia Biológica del mundo, se ejercía la libre impresión, (Bioderecho superior al Derecho de la libre expresión), y si una de sus mentes más brillantes podía cuestionar decisiones bioéticas del hombre más Carismático del Globo hacía ver que el sistema Peruano funcionaba. Así llegué a Palacio en medio de la expectación de los políticos, (personas que se ocupaban a la actividad de difusión de ideas, ya que los periodistas habían descendido a la categoría de voceadores, especie de juglares que cantaban en las calles las ultimas noticias)

--Señor Presidente, estoy a vuestra disposición. Sin antes dejar de felicitarlo por la magnifica organización de la reunión del Grupo de los Nueve.

--Gracias Doctor Blue, aunque mucho no has contribuido a ese fin, con esas declaraciones que no han hecho sino lograr cierta desconfianza hacia nosotros.

- Era una obligación Bioética Presidente, miles de Chilenos se conmocionan por la falta de agua, no salen de sus casas para no agitarse, en algunos casos no se mueven y mueren sentados. En sus manos estaba la posibilidad de enviarlas agua del Lago Titicaca.

--Decisión que he decretado hace tiempo, sin hacerla pública, y que se va llevar a cavo en poco días.

--Entonces presidente, usted sabrá que la libre impresión es el Bioderecho más importante.

--Muy acuerdo contigo Blue. Pero tus declaraciones van a conseguir que nuestros vecinos, especialmente los Ecuatorianos, van a querer ayuda biotecnológica, sabes que se podría decir que estamos solos en la vecindad, recuperar nuestros territorios físicos nos ha granjeado enemistades, no quiero mandar Biovirus a más capitales del mundo.

--Pero presidente, usted es el hombre mas carismático del Globo, no había porque recuperar territorios físicos que de nada sirven.

--Ya esta hecho, alguna vez teníamos que darnos un gusto.

--Razones que yo no comparto Presidente, como Nación CosmoAndina y la primera potencia biotecnológica del globo no podemos dar ese tipo de espectáculos tan humanos, con esas gentes que se conmueven a miles, solo por caprichos y viejas reyertas.

--Bien que se la merecían.

--Presidente todos caen, Roma cayó, China cayó, EE.UU cayó, México cayó, Brasil Cayó, no vamos a durar mas de lo establecido.

--Eso ya no me digas a mí, no soy tan Joven para ver aquello, y tan masoquista para vivirlo. Bueno para eso no te hecho venir Blue.

--Entonces escucho Presidente.

--Sabes que mañana empieza la reunión del grupo de los nueve.

--Sí Presidente.

--Ellos están algo inquietos con la declaración de autonomía al departamento de Puno.

--Pero no ha sido posible hacer otra cosa Presidente, Juliaca es la Capital Biotecnológica del globo, y el departamento de Puno la capital del conocimiento, el aymará ya la hablan mas de cien millones de personas y las Biocomputadoras utilizan ese idioma.

--Claro que sí Blue, tema que pienso tocar en la deconstrucción de mi exposición. Lo que a ellos les preocupa que con la declaración de autonomía, los Púneños tengan carta blanca, para crear armas de conmoción masiva.

--Presidente le digo que es un tema muy delicado, Los Púneños se han caracterizado por lo conflictivos que son pero con el avance al que han llegado es innegable su predominio en la zona de Aymaroamérica.

--¿Qué me aconsejas?.

--Lo que puedo decirle es que les muestre la Declaración de autonomía, la parte donde se establece la prohibición a los Púnenos a la creación de armas de conmoción masiva.

--Eso vale Blue, ayudado por el peso Bioético va ser importante. Pero quiero algo más físico. A ti te respetan en Puno, los Cuzqueños han sido un espejo para ellos, y con el último descubrimiento que has conseguido, tu palabra es valiosísima para ellos. Quiero pedirte que te des un salto a Puno y que hables con el Presidente de la región, y lo convenzas para que de una conferencia donde declare que no va crear armas de conmoción masiva.

--Voy a hacer todo lo que usted me pida presidente si esto ayuda a su liderazgo en el globo.

II

Me di un salto a Puno como dijo el presidente, no bien salí de Palacio. Bajo las nubes, la meseta desértica era un recuerdo, ahora estaba cubierta por rascacielos desbordantes en hipermodernismo, no quería saber hasta donde querían llegar los Púneños. Después de haberse industrializado el Mineral PIN en la meseta del Collao su ascenso ha sido increíble, con dicho mineral que proporcionaba energía nuclear, conmocionó a la comunidad científica; quinientas veces mas poderosa que el petróleo, y cien mas que el gas, cero contaminante para el medio ambiente, la primera prueba concluyente fue el comprobar el funcionamiento de un automóvil con un Mililitro de PIN, eso provocó las ingentes investigaciones de científicos de todo el mundo, pronto Juliaca se convirtió la capital energética del Globo, donde las invenciones se daban a pedir de boca, no había científico lleno de ambición, que no se haya mudado prontamente a la meseta a estudiar dicho mineral, con la vorágine investigativa se crearon aparatos que prescindían de cables y enchufes, la energía eléctrica fue reemplazada, en unos años Juliaca de ser un pueblo atrasado de la periferia Andina, se llenó de rascacielos y su crecimiento fue un influjo de energía a la economía del Perú, miles de Puneños salieron de su estupidez fascinados por la nueva forma de vida que se presentaba a sus pies.

Miles de estudiantes volcados a los institutos Biotecnológicos, donde un premio Nobel de Física y Química podía ser su profesor, gracias al auge instructivo. A pesar que la mayoría de divisas producidas por el PIN se quedaban en Lima, el veinte por ciento que llegaba a Puno era una cantidad considerable, cerca de cincuenta mil millones de soles, dinero que se robada en parte por lo dirigentes, eso y todo quedaba mucho para destinarlo para la construcción de infraestructura Biocibernética, pronto todos los vestigios culturales milenarios comenzaron a desaparecer, salvo en el idioma y la comida, en el primer caso por su sintaxis reducida facilitaba el funcionamiento de los sistemas Bioinformáticos, y en el segundo caso, el Carachi fue industrializado, junto con la raíz de totora Chullo, que comenzaron a ser dieta obligatoria en las Escuelas Biotecnológicas. Los púneños pasaron de ser Tricicleros, comerciantes, agricultores de cuarta categoría, a hombres de ciencia de primer nivel, caminando por calles que tenían su propio sistema de limpieza, y casas con oxigeno purificado que se filtraban por sus ventanas, y que obedecían ordenes gracias a la investigación Biotecnológica que realizaban, es así que con su avance meteórico su poder se incremento al tiempo, de convertirse en el departamento mas importante del Perú, su poder de decisión en cuestiones Bioéticas eran de relevancia, tanto que en un abrir y cerrar de ojos lograron que se les declare el Primer Departamento Autónomo del Perú, su fama de conflictivos de épocas Incaicas provocaba zozobra.

III

La nave descendió en el rascacielos del palacio de Bioética de Juliaca, donde se había mudado la capital regional, (La ciudad de Puno se convirtió en un balneario para vacacionar, gracias a la construcción de una Terma gigante, que con el PIN daba calor a toda la ciudad que bordeaba el lago, la gente podía caminar en short y polo en la noche, y también bañarse en las aguas del Titicaca)

El Presidente regional había sido previamente enterado de mi visita, al arribar al rascacielos arribó a recibirme, con mucha cordialidad me dio la bienvenida, sabedor de mi prestigio como Científico siendo yo Cusqueño, y de ascendencia Puneña, mi padre era puneño, que me enseñó a hablar Aymará.

--Es un placer recibir su visita Blue, y que hablemos en la lengua de los Uros.

--Presidente del Departamento Autónomo de Puno, le doy los saludos el Presidente de la República, que por su encargo me presento ante usted.

--Será mejor que vayamos al balneario del Titicaca, para que podamos conversar. El Subterráneo nos espera.

--Cuando usted disponga presidente.

Descendimos a cien metros bajo tierra, donde un vehículo en forma de Caballito de Totora nos esperaba, llegamos a Puno en cuestión de minutos, luego descendimos en una cápsula al fondo del lago que en sus profundidades habían construido un restaurante, la ultima maravilla de los Púnenos, literalmente bajo el lago pudimos conversar.

--Me gusta mezclar cuestiones Bioéticas con la contemplación.

Sobre nuestras cabezas nadaban bancos de Carachi.

--Presidente usted sabe de la reunión del grupo de los Nueve Biocibernéticos del Globo.

--...

--Algunos de ellos presidente, con la declaración de autonomía que ustedes han logrado, tiene temor que ustedes quieran incursionar en la fabricación de armas de conmoción masiva. Lo que el Presidente de la república, para sofocar esas dudas, quiere una declaración de su parte asegurando la no incursión en ese campo. Sería una decisión Bioética que nos fortalecería.

--Mire Blue, usted sabe que ahora Puno, tendría que estar como miembro número diez de aquélla reunión, pero a nosotros no nos interesa la Bioética Global, ni las armas de conmoción masiva, pero sabría que la condición para lograr la autonomía a sido el agua que podemos ver, nosotros no estamos en contra de ayudar a los Chilenos, quizás hubiera sido mejor lograr una conexión con el agua del amazonas, o recongelar su cordillera como usted lo esta haciendo según sé, pero sabemos de la urgencia que acarrea todo esto, nosotros respetamos mucho al Presidente de la República, persona quién admiro personalmente, por haber recuperado territorios físicos como Leticia y Arica. Y si él quiere una declaración mía, no tengo problemas en dársela, en todo caso nosotros nos mantenemos en las líneas de la Bioética Nacional.

Cumplida mi misión el presidente de la Región tuvo la amabilidad de invitarme, a un paseo turístico por el lago Titicaca, buceamos en la zona septentrional donde contemplamos las ranas gigantes de colores, descubiertas relativamente hace poco, junto a la ciudad perdida de los Uros, era todo una atracción y un espectáculo, que contrastaba con el ambiente Biotecnológico de la superficie, al observar las ranas sentía que volvía a la era de los Dinosaurios, a quienes estos anfibios habían sobrevivido, miles de turistas se deleitaban observando todo aquel mundo natural, en un ambiente intemporal y fascinante, acápite aparte la expectación que provocaba la ciudad perdida de los Uros, que después de ser descubierta los Púnenos prohibieron cualquier investigación arqueológica, según algunos investigadores, que especulaban con la posible relación que existía, entre los Uros y los Atlantes, ya sea por la arquitectura o el destino fatal de las dos culturas desaparecidas bajo el agua. Los Puneños adictos al fututo y abominadores del pasado, prohibieron mayores investigaciones, especial idiosincrasia la de los del titicaca, tan distinto al espíritu Cusqueño.

Ya para despedirme después de aquel tour el presidente regional me obsequió dos conservas, uno de Carachi y otro de Chullo, alimentos de alto valor nutritivo ciertamente.

IV

Regresé al Cusco; a mi ciudad, al eterno pueblo de teja, que no había cambiado físicamente en nada, pero que bajo esas calles angostas y empedradas, y de colores locales, vivía un mundo apasionante desbordante de vida Bioestética (Concepción teórica que abarcaba a todas las tendencias políticas y artísticas, pasando por la música, la escultura, la poesía, la literatura, la oratoria, la Arqueología etc.) Después de un baño con agua helada traída directamente del Ausangate, tenía pensado ir a la exposición del último premio Nobel de Literatura, (premió que se le concedió por la excelente ilustración en sus ficciones de la decadencia de la cultura occidental, por consiguiente del Europeismo) Cusco era una de las pocas ciudades del Perú, junto a Trujillo, en el que las personas caminaban, de hecho en todo el valle se prohibieron, maquinas Biomecánicas, así el Cusco era fiel a su calidad de Capital histórica del Neo Andinismo, (corriente cultural que se consideraba superior a la cultura occidental, Teorizada en esta parte del Globo) el movimiento Bioestético era expectante en el Cusco, no era raro que un Premio Nobel de Literatura haga escala en esta ciudad a dar sus conferencias, mas bien era parada obligatoria para cualquier intelectual de moda, la avalancha Bioestética en el Cusco, se había dado en un contexto inaudito para todos nosotros, vimos como nuestra artesanal ciudad se convirtió en la capital Bioestética del globo, que pasó de ser un lugar puramente turístico al centro del debate, Literario, Poético, Arqueológico, Bioético, todo ello provocado por los grandes descubrimientos acaecidos, primero con el hallazgo de las tumbas de los Incas, de Manco Cápac a Huayna Cápac, que eran consideradas legendarias, al menos en el primer caso, por consiguiente, se creía inexistentes, y junto a esto el hallazgo mas importante, El Paititi, la ciudad perdida de los Incas, todo esto nos llevó a replantear nuestras teorías sobre los Incas, y nos dio nuevas luces sobre nuestro pasado, información que nos permitió teorizar sobre el Neo Andinismo, fue impactante, todos los medios de comunicación del globo, apuntaban al Cusco, la ciudad se llenó de arqueólogos, historiadores, antropólogos, novelistas, fue un desborde de las mentes mas brillantes, que a diferencia de los Puneños nosotros permitíamos, éramos amantes de la historia, todos querían vivir en el Cusco, publicar sus libros, estrenar sus obras de teatro, sus películas, dar conferencias, visitar las ciudadelas, investigar sobre nuestra historia. Así tuvimos novelistas que en sus ficciones recreaban la vida de los Incas, la construcción de sus ciudades, la conquista de los pueblos, su afán astronómico, y su inquietud matemática, tratando de develar la personalidad de los que construyeron el Paititi.

Antes de arribar a la conferencia literaria, recibí una llamada de Lima del Presidente, que ya había sido informado de lo exitosa que resultó mi reunión en Puno, me felicitaba y reconocía mis capacidades diplomáticas. Lo que mas me ofuscaba de todo esto era el poder que tenía aquella región, que ponía en vilo a nuestro orden recreado, al parecer todo esto viene como secuelas de la desaparición del Derecho y la Política; las ciencias humanistas que gobernaban nuestras instituciones estaban regidos por la Bioética y la Bioestética, concepciones teorizadas pos nuestros intelectuales, naturalmente todo esto a partir de la decadencia de la cultura occidental europea, estas teorías fueron desarrolladas en las universidades de la ciudad de Arequipa, los arequipeños; ellos tan adictos a pensar, a abstraerse, a creerse Griegos. Los arequipeños, tan propensos a la disidencia y a la especulación, no tuvieron mayor ocupación que desarrollar sus teorías observando las transformaciones del Perú. Arequipa la ciudad de los locos, de los elucubradores, de los cuentistas y novelistas, de los villanos y héroes, de los dizque pensadores, no soporté nunca sus pretensiones filosóficas, y cuando sus teorías se pusieron en boga, abominé de ellas, no teníamos necesidad del Neoandinsimo, ni de la Bioestética, creía mas en la cultura occidental con toda su decadencia.

V

Después de escuchar la conferencia del premio Nobel de literatura en el paraninfo de la facultad de ciencias Bioéticas. Asistí como invitado a una cena andina con el distinguido novelista en Choquequirao, en el único aparato biomecánico que los cuzqueños nos habíamos permitido, nosotros tan tradicionalistas como siempre, el Tren Ecológico, construidos obviamente por los puneños, vehículo que nos llevaba a todas las ciudadelas de los Incas, recorría Machupicchu, Choquequirao y el Paititi; dicho vehículo se mimetizaba con la naturaleza, era difícil ubicarlo desde el cielo, era como un gusano camaleónico que tomaba los colores de la naturaleza. El cielo estaba plagado de estrellas en cuando llegamos a Choquequirao, donde antes de cenar agradecimos a la tierra, masticando coca y alcohol. Terminada la cena nos levantamos del suelo, puestos nuestros lentes Infraverdes (lentes que permitía ver como si fuese de día) le mostré la ciudadela inca al novelista, que venía por primera vez, recorrimos la andenería y los sistemas hidráulicos Incas, se permitió tomar agua de los canales de irrigación,

Terminado ese paseo estaba exhausto, regresé al Cusco, caminaba de la estación de San Pedro a Wanchaq, ningún aparato mecánico estaba permitido en la ciudad, así es que las calles estaban siendo limpiadas por barrenderos Escandinavos, llegué a mi casa exhausto, agarré mi DVD portátil, una reliquia, casi todos esos aparatitos electrónicos había sido remplazados, pero como en el Cusco todavía seguíamos utilizando la energía eléctrica, me puse a escuchar música. Al día siguiente me llamaron de la Cordillera Blanca, acababan de terminar la instalación de la máquina que iba recongelar dicha cordillera, solicitaban mi presencia para la inauguración ya que había contribuido a su construcción; con el calentamiento global acelerado, los Andes estaban desapareciendo, pero con la construcción de esa maquina íbamos a recuperar muchos picos, si todo salía bien; el siguiente paso era recuperar el Parque Nacional de Huascarán.

VI

En Lima la reunión del grupo de los nueve estaba llevándose con éxito, la bioética internacional era un tema de trascendencia, se anunciaba que mañana se iba llevar a los jefes de estado de las otras potencias, (en la que solo había un país europeo, era otro orden que se había establecido, que en otro oportunidad les hablaré), a la selva amazónica, al centro de donde provenía todo nuestro poder, todo aquel inmenso laboratorio que se había convertido, toda aquel verde que hace algunos años era una selva olvidada nos había dado las respuestas para el futuro del Perú, primero nos había salvado de las pandemias que azotaba a la humanidad, y las enfermedades de conmoción masiva, los productos que nos había proveído, junto con algunos productos andinos, hicieron posible nuestro perfilamiento a ser la potencia biotecnológica.

Friday, April 14, 2006

El niño héroe

Autor: Luis Hernán Castañeda
(Lima, 1982)


Nosotros, los residentes de la urbanización Aruba, solo concebimos dos tipos de noticias del mundo exterior: las que no llegan nunca a nuestros oídos y las que llegan escritas en los libros de historia. La ciudad, esa maraña de sucesos incontrolables y personajes nefastos que gira tras la garita de seguridad, es una niebla lejana que a veces infecta nuestros sueños, pero se esfuma con la salida del sol. Las casas de la urbanización, blancas, enormes y separadas entre sí por altas paredes con cercos eléctricos, son otros pequeños refugios dentro del refugio mayor, y su existencia se resume en la melancólica contemplación de la playa – que tiene un hermoso muelle con barquitos de paseo – y en el brandy vespertino frente a la chimenea familiar. Somos amigos de la paz, y las pocas veces que nos vemos obligados a cruzar las fronteras de la urbanización, procuramos regresar lo más pronto posible a nuestros hogares, donde gozamos de un encierro jubiloso que, gracias a la valentía del Niño Héroe, nos mantiene alejados de todo peligro.

Quienes hayan tenido la fortuna de visitar Aruba saben exactamente quién fue este pequeño tan especial. No en vano nuestro mayor atractivo turístico es el Plazuela del Niño Héroe, una espléndida rotonda ubicada en el centro mismo de la urbanización que suele ser visitada cada tarde por cientos de palomas blancas. Allí, rodeada de parterres y banquitas, se alza una pequeña estatua de mármol con una placa recordatoria en la base: “A la memoria de nuestro Libertador”. La estatua representa a un simpático personajillo de pantalones cortos, que esboza una sonrisa congelada y sujeta la correa de su mejor amigo: un perrito marmóreo, réplica exacta del original, que parece cobrar vida cuando la llovizna humedece su lengua colgante.

- ¿Alguien quiere escuchar el cuento del Niño Héroe? - preguntan los padres de la región a sus hijos pequeños, abriendo los ojos como huevos duros y mirando de izquierda a derecha -. Pues bien, hace muchos, muchísimos años, en un país encantado donde los sueños se hacían realidad...

¿Cómo llegó este niño a convertirse en héroe de toda una comunidad? La historia empezó hace cuarenta años, cuando tuvo lugar una temporada que ha venido a recordarse como “el invierno de los idiotas”. Estos hombres, unos sujetos muy desagradables cuya procedencia sigue siendo desconocida, llegaron un día para hacer de las suyas y se marcharon al poco tiempo, todos juntos y sin motivo aparente, así como habían aparecido. ¿Por qué se les llamaba idiotas? No tenían largos y colgantes brazos de simio, ni grandes ojos de pescado que miraran con fijeza; lo cierto es que algún residente había inventado el apelativo y todos lo encontrábamos apropiado. Aunque los idiotas no eran vándalos ni mendigos, su presencia no fue bienvenida. Nadie sabía lo que buscaban entre nosotros. Se les veía merodear en grupo, recorriendo los descampados de grama o remando en los botecitos de madera. Nosotros, incapaces de elevar nuestro desconcierto a las fuerzas del orden por el sencillo motivo de que la presencia de los idiotas no violaba ninguna ley, nos cuidábamos de estar en casa al caer la noche para evitar encuentros peligrosos. Incluso contratamos los servicios de una empresa de guardianía para velar por la seguridad de nuestros hijos. Lo cierto es que Aruba había cambiado.

– ¡Raza inferior! – maldecían los vecinos.

La familia Benavides, una de las más antiguas y respetadas de la urbanización, se avino dulcemente al nuevo estado de cosas. Sus tres miembros, el padre, la madre y el hijo, tomaron la invasión de los idiotas como un fastidio transitorio, aunque menor y soportable al fin y al cabo. El hijo, un pequeño de nueve años llamado Cyril, tenía un perrito blanco de raza indefinida al que había bautizado como Antonio, nombre que generó cierta perplejidad por ser más adecuado – el argumento era esgrimido una y otra vez por la madre – a una persona que a un animal.

Cyril era un niño feliz. Sin embargo, siendo hijo único, apenas contaba con su imaginación como compañera de juego, y esto suscitó varios malentendidos. Sus padres lo amaban, pero cada uno a su manera intraducible. El señor Benavides era un abogado de sesenta años de edad que fue padre por primera vez con el nacimiento de Cyril. El niño lo veía como un señor inusualmente tétrico que iba siempre vestido de negro, como para asistir a un funeral imaginario. La señora Benavides era veinte años más joven que su esposo, y aunque Cyril carecía de una opinión formada sobre ella, no podemos recriminárselo. Lo cierto es que en su juventud había sido una mujer de carácter, pero el trato diario con su esposo había acabado por deprimirla para siempre.

El cachorro Antonio llegó a la casa en circunstancias difíciles. No era el primero ni sería el último de los perros de la familia, que gozaba de una reputación por la belleza de sus ejemplares. El padre los adoraba como si fueran sus hijos, e incluso más, pues su obediencia carecía de fisuras. Cuando apareció Antonio, tuvo que compartir el espacio con tres Rottweilers, tan sumisos y robustos como osos amaestrados, y con un pequeño Schnauzer ladrador que había sido adiestrado en todas las artes de su raza: hacerse el muerto, dar la pata, traer pelotas y desenterrar monedas a cambio de galletas eran algunos de sus trucos favoritos. Los cuatro inquilinos, que se trataban entre sí como compañeros de dormitorio, habitaban una jaula al fondo del jardín y solo se les permitía salir cuando llegaba un visitante – amigos de la familia, pero sobre todo clientes del padre – dispuesto a dejarse impresionar. Ese era, qué duda cabe, el truco fundamental de los perros Benavides, azuzados por la pasión entre filosófica y cirquera del padre, que los usaba como ejemplos en sus habituales reflexiones sobre la vida y la muerte:

– En tiempos antiguos – contaba, y su voz resonaba entre las paredes de una iglesia imaginaria –, se creía que las almas de los difuntos debían recorrer un páramo desértico antes de llegar al paraíso. Estos animales se encargaban de llevarles agua en el cuenco de sus orejas, y de ahí el gran amor que actualmente les tenemos.

El caso de Antonio fue especial. Llegó por casualidad y sin previa invitación. La mañana de un sábado, empezó a gimotear en la puerta y cuando lo dejaron entrar se descubrió que estaba herido. A todas luces había sufrido algún accidente, pues cojeaba y tenía una pata en alto. Fue sencillo determinar su edad, era solo un cachorro de cinco o seis meses, pero el problema de su raza jamás fue resuelto. Era muy pequeño, y se notaba que al cabo de varios años lo seguiría siendo. Su pelaje, blanco y pegado al cuerpo, no coincidía con sus orejas, grandes y negras, ni hacía juego con sus ojos, verdes y rasgados. El padre, un experto en materia canina, dio tres respuestas aproximadas, pero combinadas entre sí el resultado era una mutación innombrable. La madre concluyó que era un perro callejero, un ser tan peligroso y desamparado como los idiotas, y que lo más aconsejable era no acercarse demasiado pues de seguro ocultaba enfermedades contagiosas. El padre fue del mismo parecer, pero el pequeño Cyril, que hallaba fascinante la idea de que un perro careciera de dueño, cargó al cachorro en sus brazos y prometió cuidar de él hasta convertirlo en una mascota decente. La oposición fue tibia, pues los adultos se convencieron de que la responsabilidad sería provechosa para su hijo. Cyril tuvo libertad para escogerle un nombre y estuvo pensando durante días hasta dar con Antonio, un bautizo irregular que fue tolerado con la indulgencia suspicaz que dispensamos a los niños.

Al principio, Antonio vivió dentro de la casa, acurrucado en una cajita con frazadas en la habitación de Cyril. Desde el primer día, se negó a aprender los trucos que se esforzaban por enseñarle. Fue inútil ofrecerle galletas para recompensar una obedencia de la que parecía incapaz. Era remolón, ladino y despreocupado, y cuando no estaba robando el alimento de los otros, lo encontraban durmiendo o desgarrando los zapatos de la madre con un afán destructor que ella juzgaba premeditado. Entre sus vicios, el apetito desmesurado era el peor. Cyril lo alimentaba a escondidas para silenciar sus ladridos incesantes, y llegó a engordar como si lo hubieran cebado. Convertido en una pelota nívea, renuente a cumplir la más sencilla de las órdenes, se paseaba como un monarca por su reino de excrementos y jirones de ropa, hasta el padre lo confinó a la jaula de sus mayores, pero estos tampoco quisieron recibirlo. Como prueba de su rechazo, optaron por atacarlo entre los cuatro en una trifulca feroz que despertó a la familia entera una madrugada. Casi lo matan, de modo que el padre le mandó construir una jaula individual. Cyril vio con malos ojos esta resolución y recurrió a todas sus armas para obtener el perdón, desde la más primitiva, llorar implorando piedad, hasta una que aprendió de la televisión, declararse en huelga de hambre, pero solo consiguió que le permitieran sacarlo a jugar durante algunas horas a su regreso del colegio. El resto del tiempo Antonio permanecía enclaustrado, mirando a través de los barrotes y esperando que el niño lo liberara de su encierro.

– No te preocupes – dijo el señor Benavides -, los perros chuscos se acostumbran rápido.

La situación de Cyril no era muy distinta. Durante el invierno de los idiotas, eran pocos los niños que salían a la calle. Se hablaba de un peligro inminente, de una amenaza borrosa que acechaba a los residentes, pero que yo sepa estos temores nunca se concretaron. De todas formas, las casas permanecían cerradas con sus habitantes recluidos al interior. Cyril era llevado al colegio cada mañana y recogido cada tarde. Fue así como desarrolló un hábito extraño. Después de saludar a sus padres con el beso obligatorio, se quitaba el uniforme escolar de un par de zarpazos, despachaba las tareas, rescataba del jardín a un exaltado Antonio y se encerraba con él en su habitación hasta altas horas de la noche. Durante sus reclusiones, juzgaba como una profanación que los adultos se entrometieran por cualquier motivo, y si alguna vez le tocaban la puerta respondiendo a una curiosidad natural, o simplemente para avisarle que la cena estaba lista, el niño contestaba desde el interior con un chillido de roedor acorralado. Lo que hacía con Antonio en la soledad de su refugio era un misterio para todos los demás, y al parecer podía verse mortalmente afectado por la más leve interrupción. ¿Por qué no jugaban en el jardín, a la vista de todos?, se preguntaban los padres. Entre las cuatro paredes que protegían su intimidad, podía estar ocurriendo cualquier cosa, y era justamente esa indeterminación lo que excitaba la imaginación de los señores Benavides. Si Cyril encontró una ocupación, ellos inauguraron un deporte: el de atribuir cada noche, discutiendo las opciones con un celo parecido a la felicidad, un pasatiempo distinto a los compinches invisibles. Ignorante de sus cuchicheos, Cyril había hallado un motivo para asistir a la escuela, que solía aburrirlo hasta las lágrimas, con una sonrisa de felicidad. En la biblioteca de primaria, refundido entre textos de matemáticas, descubrió un libro de perros que exponía, con descripciones y fotos a color, la totalidad de las razas caninas existentes en el universo. Poco a poco, tomándose un recreo para examinar una raza en especial, fue enterándose de las diferencias, unas nimias y otras notorias, que distinguían a unos canes de sus parientes. Era inevitable intuir, con una mezcla de pavor y regocijo, que cada raza descartada lo acercaba más, como las pistas de un caso policial, a su descubrimiento, la esperada posesión de la verdad sobre Antonio. Hasta que un día, abriendo el libro de perros en la página marcada el recreo anterior, lo asaltó una revelación. La foto mostraba la cabeza y la cola tiesa, enhiesta como una antena. El resto del animal, blanco como la nieve que cubría la orilla cercana, estaba sumergido en las aguas del Atlántico, según rezaba una leyenda que incluía el nombre y el origen del animal.

– ¿Has oído hablar de los perros islandeses? – interrogó a su mejor amigo, un chiquillo de ojos adormilados que apenas si entendió la pregunta –. Son acuáticos. Pueden resistir temperaturas bajísimas gracias al pelaje, que está recubierto de una grasa especial. Usan la cola de timón y logran nadar kilómetros enteros antes de cansarse. Si se aburren de tanta agua, pueden bucear. Si están hambrientos, cazan un pez. Si sienten sueño, se toman una siesta, ¿y sabes cómo?, flotando panza arriba con los ojos cerrados. Ya sé lo que quiero para Navidad – miró al techo fingiendo inocencia –. Son los mejores perros del mundo, y uno de ellos será solo para mí.

En la imaginación de Cyril, Islandia se encarnaba en una imagen solitaria. Había una casa de madera, con un techo a dos aguas y una chimenea siempre humeante, frente a un jardín cubierto de nieve fresca. Desde el jardín, atravesando un sendero de sicomoros, se podía llegar a una playa desierta. La casa estaba habitada por hombres vestidos con ropas blancas que pasaban los días leyendo enormes libros de páginas interminables, y eran buenos y generosos como nadie podía serlo. Algunas noches, Cyril subía al techo de su casa y observaba las constelaciones de lucecitas diseminadas sobre los cerros, pensando que eran el mapa de una ciudad desconocida. ¿Así sería Islandia?, se preguntaba, ¿así sería? Entonces aparecía el sol iluminando las casuchas apiñadas y la ilusión se desvanecía. En realidad, Islandia era Aruba pero sin idiotas.

Mientras tanto, el señor Benavides había alcanzado un veredicto:

– Es una obsesión. El chico debería salir más, buscar amigos de su edad. Hablar con alguien por lo menos.

– ¿Y qué si prefiere estar solo? – intervino la madre –. Además tú le has prohibido salir.

– Es que no está solo. Está con Antonio.

– ¿Y si juegan juntos, cuál es el problema?

El señor Benavides suspiró profundamente y se apretó el tabique de la nariz con dos dedos, como siempre que perdía la paciencia.

– El otro día – rezongó –, los estuve espiando. Me puse detrás de la puerta y escuché un momento. Ya sé lo que hacen realmente.

Tomó la cabeza de su mujer con ambas manos y le susurró algo al oído.

– Es imposible – dijo ella –. Es perfectamente absurdo.

– Te lo estoy diciendo yo. Además, tú conoces a nuestro hijo.

La señora Benavides se volteó en la cama, dándole la espalda, y se echó a llorar. Pero como aún conservaba ciertas ideas propias en algún desván de la memoria, probó defender a Cyril por última vez:

– Que haga lo que quiera. Yo lo apoyaré.

– Basta, mujer. Este sábado llevaré a ese demonio a la perrera, y que no se diga más.

Fue la madre la encargada de comunicarle las malas noticias al niño, mientras el señor Benavides se empeñaba en darle cuerda a un viejo reloj bañado en oro que había adquirido en una feria de antigüedades. El pequeño escuchó la acusación con los ojos en el piso y las manos tras la espalda, y de pronto sintió un dolor, y era que casi se había desollado la palma de la mano de tanto rascársela con las uñas. Cuando terminó el discurso de la madre, el padre se acercó a acariciarle la cabeza y Cyril dio las gracias, pues ese gesto señalaba el término del ritual. Se dirigió a su habitación caminando con lentitud, contando cada uno de sus pasos, y cuando finalmente pudo echarse en la cama, se había esfumado del todo aquel deseo de morir que se le había manifestado en forma de sudores fríos. En su lugar dejó un agujero cálido, que el niño empezó a llenar con los detalles del plan concebido mucho tiempo atrás en previsión de una desgracia que sabía inevitable. Era un viernes por la tarde, de modo que apenas disponía de unas horas. El sábado por la mañana, su padre despertaría al amanecer, subiría al automóvil con Antonio y lo llevaría a un lugar oscuro y malvado, donde un hombre con un mandil manchado de rojo lo observaría con apetito a través de las rejas. El plan no era sencillo, pero si todo resultaba, Antonio podría respirar en paz, y todos los peligros que Cyril corriera para lograrlo habrían valido la pena. El mayor obstáculo era la posible intervención de los idiotas, pero dada la situación, ¿qué podía hacer si no arriesgarse? Así que estaba decidido. La noche siguiente, mientras todos estuvieran dormidos, Antonio partiría directamente hacia Islandia.

A la hora señalada, Cyril se deshizo de los cobertores y fue a la habitación de sus padres. En silencio, robó la navaja suiza del cajón y la deslizó en su bolsillo. “Puñal de pirata”, pensó. Luego salió al jardín y liberó a Antonio. El animal, que se mostraba dócil con él, bajó el cuello para dejarse enganchar la cadena de paseo. Estuvieron espiando durante diez minutos por el ojo mágico para comprobar que no había nadie en la calle. Seguros de su soledad, abandonaron la casa y empezaron a atravesar el balneario desierto, siempre hacia el mar, Cyril observando las fachadas silenciosas con una especie de fervor, y Antonio jalando de la cadena por cualquier distracción que le saliera al paso. Para su suerte, la playa estaba vacía. Había luna llena y la arena parecía brillar con su propio resplandor. Las olas se deslizaban como surcos casi imperceptibles, barridos por una brisa suave, y los botecitos se bamboleaban apenas sobre la superficie tersa. El muelle, un largo puente negro, se proyectaba hacia un horizonte cubierto de niebla. Por primera vez en la noche, Cyril esbozó una sonrisa. Desenganchó a Antonio, lo cargó en sus brazos y empezó a caminar sobre las tablas del muelle. Había dado unos veinte pasos cuando el manto de niebla perdió su espesor, permitiéndole ver una figura espigada que permanecía inmóvil en el último tramo del puente. Cyril se detuvo en seco y aferró la navaja suiza, pero como la figura parecía indiferente, dejándose bañar por las gotitas saladas de la brisa, decidió acortar la despedida. Apretó a Antonio entre sus brazos, lo besó en la cabeza y consintió que su mascota le lamiera la nariz, cosa que normalmente le daba cosquillas. Cargó al animal, que no cesaba de agitar la cola, por encima de la baranda, manteniéndolo en suspenso sobre las aguas. Tras un instante de vacilación, lo soltó. Sus manos quedaron vacías. Metros más abajo, en el punto del impacto, apareció una aureola de espuma blanca.

Ahora, vete a casa.

Permaneció un rato acodado en la baranda, esperando que Antonio reapareciera en la superficie y empezara a nadar siguiendo su instinto o su nostalgia. Esperó tres minutos, luego siete y con gran esfuerzo hasta los diez, pero a los quince minutos de espera ya no pudo soportarlo más. Sintió que era él mismo el que se hundía, y que a pesar de sus intentos de volver a flote, el océano se lo tragaba como un remolino invencible. No alcanzó al minuto dieciséis. Una segunda aureola blanca apareció junto a la primera, pero esta, más grande y pertinaz, tardó largo rato en desaparecer completamente.

Cuando Cyril despertó, estaba arropado con unas mantas extrañas. Una fogata encendida sobre la arena iluminaba el escenario. A su lado, un pequeño bulto recostado permanecía inmóvil como un objeto. De pronto el bulto se movió y Cyril supo, con un suspiro de gratitud, que podía respirar tranquilo. Allí estaba Antonio, pero había alguien más cuya presencia tardó en advertir. Sintió una sacudida y quiso huir, pero lo pensó mejor y permaneció quieto entre las mantas. Ella estaba sentada sobre un tronco y lo miraba fijamente. Vestía de azul, con una chompa y un pantalón del mismo color; su cabello negro estaba húmedo y brillaba en la claridad lunar. Era una mujer, pero ¿qué hacía aquí? Tenía el rostro pálido, la nariz pequeña y ojos cafés que no se apartaban de Cyril. Le sonreía. Incluso en la oscuridad podía adivinarse que era muy hermosa. Sin exagerar demasiado, era la mujer más hermosa que Cyril vería en su vida. Y además le sonreía. Sus ojos, ¿por qué lo miraban así, sin despegársele? Eran bellos, pero había algo en su manera de concentrarse exclusivamente en Cyril que lo ponía nervioso, que lo hacía sospechar. ¿No tenía miedo de salir sola? Una mujer sola, en plena noche, sonriéndole a Cyril tan desvergonzadamente, sería presa fácil para cualquier idiota vagabundo. Su madre, por ejemplo, jamás saldría sola a estas horas. Había algo muy raro en todo esto.

– Tranquilo, no te voy a comer – dijo ella –. Mi nombre es Mariana, ¿y el tuyo?

A menos que... – pensó Cyril, y la idea lo hizo saltar como electrificado al convertirse en certeza. Buscó con terror en su bolsillo, y por fortuna la navaja suiza seguía allí –. Puñal de pirata, mi salvación...

Una hora más tarde, el señor Benavides corría escaleras arriba con Cyril en brazos. Una comitiva bastante animada, compuesta por la madre de Cyril, el señor y la señora Lavalle, un vigilante de la urbanización y tres o cuatro curiosos, los seguía muy de cerca, cuchicheando con las manos en la boca. El señor Benavides entró al dormitorio de Cyril, depositó al niño en la cama, cubrió su cuerpecito con una manta y acto seguido se horrorizó:

– ¡Suelta eso! – le dijo al niño, arrebatándole la navaja manchada de rojo y arrojándola por la ventana abierta.

Ya la comitiva había invadido el dormitorio y sus miembros rodeaban la cama de Cyril. El vigilante era el más preocupado: “yo no tengo nada que ver, yo solo encontré al niño”, repetía para sí, temblando. El señor y la señora Lavalle, vecinos de la urbanización, estaban tomados de las manos y clavaban los ojos en Cyril con una extraña intensidad. La madre del niño se había arrodillado junto a él y acariciaba maquinalmente sus bucles castaños. Cyril se sentía sereño, más repuesto ya del chapuzón gélido. Antonio se hallaba sano y salvo en su pequeña jaula y nada más podía importarle.

– ¿Por qué lo hiciste, hijo mío? – exclamó el señor Benavides, llevándose las manos a la cabeza.

– Sí, ¿por qué? – corearon al unísono los esposos Lavalle –. ¿Qué te hizo nuestra Mariana para que quisieras...?

– ¡Hijo! – la madre de Cyril soltó un sollozo –. Pudiste haberla matado.

Cyril los miró a todos con infinita sorpresa. Y afectando una inocencia que le sentaba a las mil maravillas, pronunció las célebres palabras que lo convertirían en héroe para siempre:

– No sé de qué están hablando. Yo saqué a pasear a Antonio, y cuando llegué a la playa vi que un idiota estaba atacando a mi vecina. Si mi perro y yo no la hubiésemos defendido, piensen en lo que podría haber pasado.

– ¿Un idiota? – preguntó el señor Lavalle, esperanzado –. Hijo, ¿estás seguro de lo que dices? ¿Y dónde está ese idiota?

– En el fondo del mar, por supuesto. Y espero que nunca salga, por el bien de todos nosotros y por el futuro de nuestra urbanización.

Nadie pudo refutarlo.

Es triste el destino de los héroes. Cuando cae el telón, parece que todo discurre cuesta abajo. El caso del Niño Héroe no fue la excepción. Durante una corta primavera, el azar estuvo de su lado: la única persona que podría haber desafiado su versión de los hechos, falleció poco después del incidente, víctima de las heridas provocadas por el “ataque del idiota”. Los señores Lavalle, destrozados por el deceso de su única hija, hicieron circular una carta en la que se culpaba de todo “a esos miserables” y se felicitaba a Cyril Benavides por su “gran acto de valentía”. La carta incluía una narración de la escena heroica que bastó para despertar los chismorreos y cimentó las bases de una leyenda. El resto es historia conocida. Pasaron los años y la memoria se llenó de bruma. La presencia del Niño Héroe en los cuentos para niños sigue estando garantizada, pero si por casualidad algún visitante sin mayores luces sobre la historia local interrumpe esos lindos relatos para inquirir por el nombre real del pequeño, un silencio preñado de sarcasmo se encargará de responderle. Y luego las risas: “Por favor, ¿todavía cree en cuentos para niños?”, o: “¿Ha oído hablar de la ficción?”. De esta manera, el protagonista de esta historia se deslizó impunemente a una adolescencia anónima, pasó sin transición a una adultez mediocre, y, cuando ha tratado recientemente de reflexionar sobre sí mismo, descubrió que ya es demasiado tarde. Hoy nadie lo reconoce en la calle. Nadie sabe quién soy ni qué hice en el pasado. He cambiado tanto, que a veces ni yo mismo me veo reflejado en la estatua del parque. Me gustaría venir a visitarla cada fin de semana, pero con las restricciones impuestas a los turistas se ha hecho muy difícil ingresar a Aruba. Así es, ahora soy un extranjero. La narración de mi destierro tendrá que esperar hasta una ocasión más propicia. Por el momento, contar esta historia me ha hecho feliz, pues he podido experimentar la fugaz ilusión de que nada ha cambiado. Mientras escribo estas líneas, el Niño Héroe continúa inmóvil en su gelidez marmórea, alimentando con su silencio una leyenda feliz que cada vez me pertenece menos.