Fragmento de novela
(Lima, 1980)
Los veranos en casa de mis abuelos no comenzaban, como todo verano, una vez terminadas las fiestas de fin de año. Los veranos en casa de mis abuelos iniciaban, con más exactitud, hacia los primeros días de febrero, cuando mi padre se dignaba dejar de lado una de sus tardes de fin de semana y decidía manejar rumbo al sur.
-Hijo, todo listo. Partimos en una hora.
A pesar de que estas palabras no tomaban mucho tiempo en ser pronunciadas, en el caso de papá no resultaba fácil arrancárselas. Para conseguirlo debía elaborar y poner en marcha toda una estrategia de convencimiento que comenzaba, en realidad, al mismo tiempo que inician los verdaderos veranos. Estas maniobras de persuasión las dejaba primero en manos de personas con mayor poder de convencimiento. Así, cuando me ponía al teléfono y saludaba a la abuela por navidad, le pedía con voz afectada que hablara con papá, que lo convenciera de llevarme los primeros días de enero.
-Así podremos vernos más tiempo, mamajuana. Tengo muchas cosas que contarte.
-Tu papá ya es grande, mijito. Él sabrá cuándo traerte. Igual le diré que se apure, que mueva el culo y que te traiga de una buena vez.
Papá, la oreja ya en el teléfono, los párpados un tanto caídos, consentía el pedido de mamajuana.
-Claro que sí, mamá. La primera quincena de enero estará bien para mí.
Pero no era ni la primera ni la segunda quincena en la que veía mi cuerpo sentado en el carro de papá. Debía esperar su buena gana. Amoldarme a sus tiempos.
Con el correr de las semanas, mis tácticas empezaban a escasear y, en una relación perfectamente inversa, mis ganas de estar en casa de los abuelos crecían enormemente. Toda mi tramoya empezaba a verse reducida a rondar a papá en cada una de las actividades que el buen hombre realizaba en casa. Ciertamente, no lo rondaba en el sentido más estricto de la palabra. Más bien, lo incitaba a prestarme atención pues la experiencia me había enseñado que rondarlo resultaba, finalmente, contraproducente. Debía ponerme a su disposición. Ofrecerme disfrazado de un bien, pequeño y carente de sensaciones, que puede esperar sin ningún apuro. Sin embargo, por adentro, no era un bien del todo pasivo. Jugaba cerca de él, esforzándome por hacer cada vez más ruido, cuando el paciente hombre tomaba el café, junto a su esposa, por las tardes. Aparecía vestido en la puerta de su habitación con prendas que simbolizaban playas: cargaba toallas sobre los hombros, vestía pantalones cortos, llevaba flotadores de goma amarrados alrededor de mis brazos. Intentaba con esto sacarlo de su universo de tardes infinitas, tratando que al menos me esbozara una sonrisa cómplice. Sentir que el hombre me veía. Sospechar que estaba al tanto de mis deseos. Suponer que quería satisfacerlos.
De manera arbitraria, el primer sábado de febrero llegó el anuncio de que partiríamos por la tarde.
-Después de almuerzo, hijo.
Me recuerdo excitado con la noticia, pero no preparado: del bolso que tenía listo desde hacía casi treinta días había ido quitando, prenda por prenda, el número preciso como para que aquella tarde solo encontrara dos polos, un par de medias y un calzoncillo.
-Hay que armar todo de vuelta, Francisco. Así no puedes viajar –decía mamá. Mejor dile a papá que no es una buena idea partir hoy.
-Pero mamá, papá ya dijo que sí. Tengo casi una hora para tener mi bolso listo.
-Veremos.
Entonces nos convertíamos en un equipo. Madre e hijo unidos bajo la sombra de una eficiente rareza solidaria. Mamá corría de mi cuarto a la lavandería mientras yo permanecía a la espera de nuevas ropas que serían guardadas. Mamá corría. Seis pares de medias llegaban. No te olvides de dormir siempre con ellas, no te me vayas a resfriar. Mamá, ya no sufro de alergias. Mamá corría. Cuatro calzoncillos llegaban. Si te haces la caca encima, no se los des a la señora Juana, es de muy mala educación. Ay, mamá, ya estoy grande, hace mucho que no me hago la caca encima, no te das cuenta. Mama corría. Papá tomaba café, el diario siempre abierto en la misma página. Un cúmulo de prendas llegaba. Mamá me corría. Así no, hijo, cuántas veces tendré que decirte que los bolsos hay que hacerlos con calma, esa es la única manera. Y entonces mamá le inflingía aquella tranquilidad que solo ella era capaz de conseguir. Veía, disminuido en una esquina, cómo ropa tras ropa era acomodada en el maletín. De tanto en tanto mamá me pedía que buscara lo imprescindible: cepillo de dientes, peine, toalla, bloqueador solar, cortaúñas, manteca de cacao.
-Dile a papá que ya estás listo.
Pero papá ahora dormía, el diario siempre abierto en la misma página.
-Ni se te ocurra despertarlo. Pobre. Trabajó tanto ayer.
Entonces esperaba, disminuido una vez más. Lo observaba desde el sofá. Recorría con la mirada sus pantalones marrones, su barba de tres días, sus ojos semiabiertos a pesar de estar dormido. Esperaba, mientras rogaba que el buen hombre despertara de aquellas ensoñaciones que, estoy seguro, estaban muy lejos de la casa de mis abuelos.
-Francisco, caramba, mira la hora que es. Me hubieras despertado antes.
Ahora sí, nos metíamos en el auto y salíamos de la ciudad. El carro de papá siempre lucía más limpio que lo humanamente necesario. El tablero negrísimo. Los espejos reflejaban los rayos del sol. Los asientos forrados con cuero habían alcanzado el negro más brillante. Incluso podía ver reflejadas mis manos en ellos, transformadas en las manos de un adulto. Parecidas a las de papá, quien manejaba sin despegar su mirada de la avenida. Entonces me imaginaba sentado en la mecedora de mimbre de los abuelos. Sentado mi cuerpo en ella. Mis manos, que eran las de papá, sosteniendo un cigarrillo humeante. Mis pies, que también eran los de papá, rompiendo periódicos. Haciéndolos pedazos.
Del espejo retrovisor colgaba una estampita plastificada de la beatita de Humay. Vestida con precarias telas negras. Parecidas a una manta barata. Sólo su rostro y sus manos eran visibles.
Siempre me sentí impresionado por su aspecto. Papá me contaba, cada vez que subía a su auto, que la beatita de Humay era la mujer más bondadosa que haya estado sobre la tierra. Incluso más que tu madre y que tu abuela, me decía. No le creía. Si bien no la había conocido, para mí la beatita no era más buena que mi madre, mucho menos que mi abuela. Recuerdo que me parecía una especie de asesina con poderes divinos. Hasta llegué a pensar que quizá la noche y papá habían sido invenciones suyas. Sentía que detrás de su manto escondía toda una serie de maldiciones y de maldades dispuestas a ser llevadas a cabo.
Bastaba empezar a subir los cerros, para que las luces de la ciudad poco a poco fueran quedando rezagadas. De vez en cuando giraba el cuello y veía cómo la ciudad aparecía convertida en un pequeño conglomerado de luces amarillas. Sin ninguna forma, desperdigadas en un desierto que parecía infinito.
Un tremendo atasco detuvo decididamente el tránsito. Desde hacía varios años se venía hablando de un proyecto municipal que consistía en construir una conexión vial capaz de descongestionar la salida de la ciudad. Papá, como ingeniero, participaba del proyecto. Pronto, Ernesto, se decía, pronto terminaremos con este fiasco. Y fruncía el ceño. Golpeaba repetidas veces el volante. Mascullaba palabras. Mientras yo, de reojo, lo observaba a medias. Siempre de reojo viendo cómo sus patillas estaban cada vez más cerca de alcanzar su mentón. Cuántas noches soñé la cara de papá envuelta en un solo de pelos. Una selva negra y tupida. Un retrato paterno incomparable. Un casco enorme de cabellos negros. Un ser adorable. Los ojos tras bambalinas de un teatro que no levanta más su viejo telón. La boca tapada, en silencio. Imposible hablar. No hay diálogo.
-Puta madre, Francisco, justo hoy se te ocurre ir a la casa de tus abuelos.
Y volvía a balbucear insultos.
-Cholos de mierda, carajo. Si solo sacaran sus casas de la vía del tren, el proyecto estaría totalmente terminado.
Yo asentía mientras papá me observaba, al igual que yo, de reojo. Miradas que se encuentran sin querer.
Y lográbamos salir del atasco. Se conseguía la paz en la cabina del auto de papá. Nuevamente en silencio se alcanzaba la ansiada tregua. En ese momento yo abría la ventana. Sacaba la mano por ella y sentía cómo el viento la empujaba hacia el marco. La movía formando olas. Dibujando figuras diferentes. Escribiendo mi nombre. Cortando el aire. Me enzarzaba en una pelea de la que nadie podía separarnos. Una vez más llevaba mi mano al medio y volvía a sentir la feroz fuerza del aire. Era imposible vencerla. Papá me ordenaba cerrar el vidrio. Entonces me dedicaba a posar mi mano sobre la ventana. La imaginaba traspasando el vidrio con la facilidad con que se atraviesa una torta de crema. Con la rapidez con que se quiebra un cigarrillo, con que rompe un periódico. Mi padre manejaba, la estampita tambaleaba y yo corría a la par del auto, impulsado por la fuerza del viento que estaba a mi favor. Así era libre para crear mi propia historia. Para abrir y cerrar ventanas cuantas veces quisiera. Podía jugar mi mano al viento una y otra vez. Podía caer. Podía levantarme. Caer y levantarme yo sólo. Papá me pedía un cigarrillo, están en la guantera. Bajaba su ventana y lo encendía. Me quedé con el deseo de ordenarle a papá que cerrase su ventana. Podía haberle argumentado que entraba mucho viento. No se lo dije. En ese momento forjaba la realidad y me veía manejando el auto de papá. Los asientos de tela azul manchados y hediondos. La beatita de Humay, multiplicada por millones, junto al resto de beatitas existentes, depositada en su ciudad natal luego de haberlas incendiado una a una. Sobre el tablero bolsas llenas de tierra que se van rompiendo. Paquetes con excremento que rebalsan los pisos y que los ensucian. Papá, haciendo de copiloto, amarrado a su asiento con férreas sogas. Sin poder moverse. Conmocionado al ver cómo el humo de sus cigarrillos genera una cortina de vapor tóxico que lo envuelve en el anonimato. Espantado cuando las cuerdas son ajustadas cada vez con mayor fuerza. Haciéndolo gritar. Convirtiéndolo en un niño amedrentado que llora, que teme.
Papá me volvía al auto:
–Ya pasamos Chala, hijo. En media hora estamos en lo de los abuelos.
–Sí, y hace diez minutos pasamos Cerro de arena –le demostraba que ya sabía leer.
Papá no contestaba. Yo leía:
–Y ahora estamos en Planao.
–…
–Y ahora en Las rosas alta.
–…
–Y ahora en Las rosas baja.
–…
–Acabamos de pasar Atiquipa.
–…
–Ya estamos llegando.
–…
Hasta que doblamos por la calle de los abuelos y todo se volvía conocido. Retiraba mi mano del vidrio. Me sentaba correctamente en el asiento. Esperaba que papá terminara de cuadrar el auto. Yo baja apresurado. Escapando. Le pedía a papá que tocara la bocina, más fuerte, papá, nadie escucha. Entonces Feliciana abría la reja de madera. Corría hasta ella, saltaba y me colgaba de su cuello. La besaba todita. Le revolvía los pelos. Sentía su olor particular detrás de la oreja.
–No me sueltes, Feli, no quiero despedirme.
Feliciana se acercaba unos pasos al auto de papá.
–¿Cómo está don Ernesto?
Papa tocaba la bocina.
Yo no me soltaba del cogote de Feliciana que ya empezaba a tornarse rojo. Tenía un aroma propio, incomparable. Fusión de guisos y sudor acumulado. Lo sentía mío, conocido. Papá seguía aparcado en la puerta. Yo no quería despedirme. No quería despegarme de Feliciana.
–Ya se fue, Francisco –me decía.
Volteaba para comprobarlo. Veía el auto de papá alejándose por la calle. Perdiéndose entre el pavimento.
–Hasta que al fin llegó. Lo esperábamos desde hace tiempo. ¿Qué pasó que demoró tanto en llegar? Unos días más y se terminaba el verano.
–Papá, Feli, papá.
–Te ves muy oink con esos pantalones azules. Oink, oink, oinksísimo.
–No, pues, Feli. Sólo puede decirse oink. Oinksísimo no existe. Acuérdate.
–Tienes razón. Entonces estás muy oink y punto final. No se hable más.
–Y tú estás muy kion. Completamente kion.
Y ambos reíamos. La sonrisa de Feli no sólo mostraba sus dientes. También dejaba ver parte de sus encías color marrón tenue.
–Ahora que te veo mejor –le decía– también tienes una sonrisa muy kion.
Feliciana, ahora, sólo dibujaba un deforme arco con sus labios.
–Te voy a acusar con doña Juana por decirme que tengo una sonrisa kion.
–Si quieres dile. Mamajuana no sabe qué significa kion ni oink. Anda, corre. Kion, kion, kion.
Entonces dejaba a Feli quejándose solita. Le daba mi bolso y corría a darle el encuentro a mamajuana.
Al final del vestíbulo, mamajuana posaba frente al espejo. Cargaba unas telas violetas que formaban un gracioso conjunto. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de copa forrado con seda negra. Alrededor de las muñecas lucía pulseras de perlas grises. Desde el cuello le caían collares de plata. Mamajuana retrocedía unos pasos. Practicaba monerías. Trataba de encajar su labio inferior en una de las fosas nasales. Hacía muecas diversas. Guiñaba los ojos con una rapidez sorprendente. Volvía hacia el espejo y le encajaba tres besos sobre su superficie. Mientras yo, desde la puerta de entrada, la observaba sorprendido. Conteniendo la carcajada con una mano sobre mi garganta. Como una palabra a la que no se quiere dejar escapar. De pronto, mamajuana volteaba y, al verme ahí parado, sonreía. Se sonrojaba un poquito.
–Francisco, mijito, al fin llegas.
Se me quedaba observando. Sus ojos llenos de lágrimas. Entonces me alzaba a besos. Me zarandeaba por el aire. Haciéndome sentir libre en ese espacio que se seguía manteniendo mío. Con mis papás habíamos mudado de casa cuatro veces. Imposible sentir arraigo. Mi espacio, en realidad, no era mío. En cambio, la casa de mis abuelos seguía siendo la misma. Ningún espacio se había visto alterado por el paso de los años. La fachada, el vestíbulo, el patio, el jardín. Toda igual. La conocía mejor que cualquier otra casa. La casa de los abuelos era, en realidad, mi verdadera casa.
–A ver, mijito, ¿qué tanto tenías para contarme? Desembucha de una buena vez que el tiempo es corto y las flatulencias largas.
Reíamos mientras compartíamos miradas cómplices.
–Nada especial, mamajuana. Solo tenía ganas de verte.
–Mejor así, mijito. Ahora en la cena cacareamos todo lo que quieras.
–Feliciana –gritaba mamajuana– ponte a guisar la gallina. Haremos algo rico para festejar. ¡Felicianaaaa! Cholita de mierda, carajo. Ni siquiera escucha.
La abuela me soltaba. Me dejaba correr a mis anchas. Atravesaba la sala y llegaba al jardín. Allí estaban mis primos. Arrinconados todos contra la puerta del estudio del abuelo. Riendo. El abuelo, detrás de la puerta, tocaba el piano. Mis primos reían con cada nota equivocada. Joaquín simulaba tocar el mismo instrumento mientras imitaba los gestos del abuelo.
El cacareo desesperado de las gallinas alcanzaba nuestros oídos. Entonces dejábamos de atender a los errores del abuelo y corríamos hasta el patio. Feliciana con un machete en las manos abría una de las javas. Agarraba por el pescuezo a la gallina. La situaba en una tabla de piedra y dejaba caer el machete cortándole el pescuezo. Degollando a la pobre gallina. Haciendo gala de una ecuanimidad sorprendente.
–¡Kion asesina! –le gritaba Lita.
–Vendrán todas las gallináceas a destroncarte mientras duermes –le decía Paco.
–Dineches de porquería –nos gritaba Feliciana mientras levantaba el machete lleno de gotas de sangre y nos perseguía por el patio.
Corría pocos pasos y nos dejaba escapar.
Entonces volvíamos a la puerta del abuelo. Había dejado de tocar el piano. Mi primo Paco llamaba a la puerta.
–Chopin no lo podría tocar mejor –dijo Paco al abuelo.
–Déjate de joder, Paquito –el abuelo reía.
Entonces el abuelo cerraba la puerta de su estudio. Se sentaba en su escritorio y nos hacía parar frente a él. Las paredes llenas de escopetas. Algunas guardadas en criptas de vidrio. Las que usaba para cazar estaban al alcance de su mano. Cuatro repisas sostenían diversos trofeos. La mayoría ganados en peleas de gallos. Unos pocos obtenidos en competencia de caza. También colgaban de las paredes algunas fotografías. Se veía al abuelo sosteniendo un gallo de pico antes de soltarlo a la arena. El gallo aleteando con desesperación. En otra, se veía al abuelo parado frente a su cría de gallos. Vestido con un pantalón de lino negro y una guayabera blanca.
-A ver, cuéntenme, ¿cómo les fue en el colegio?
Paco, Lita y Joaquín habían jalado un curso. Andrea y yo salimos en el cuadro de honor. El abuelo miraba. Acaso sorprendido de cómo habíamos crecido durante el último año. Sus manos permanecían sobre el escritorio. No se movían. No creo que le importara realmente nuestro rendimiento escolar. Sólo quería, al igual que nosotros, divertirse un rato. Simulaba parecer interesado. Entonces metía su mano al bolsillo del saco y sacaba su billetera. Nos hacía poner en fila frente a su sillón. Cada uno recibía la misma cantidad de dinero. Ahora salgan, niños, decía el abuelo, en un rato voy a comer.
Volvíamos a quedar libres para corretear por el jardín. La sombra del platanero abarcaba toda el ala derecha del parque. Era un árbol espléndido. Tan alto como para que nos resultara imposible observar su cumbre.
-El último en trepar el árbol es un dinech –Joaquín lanzó el desafío.
Y todos corríamos en busca del pecíolo o de la lámina más accesible. Sólo Joaquín, Lita y Andrea lograron ascender al menos dos metros. Ensuciándose las ropas. Embarrándose con aquella mugre marrón que aparece sobre la superficie de los bananeros. Mientras Paco y yo, al ver que nos resultaba imposible emprender la subida, nos dedicábamos a saltar torpemente. Tratando de alcanzar los plátanos que colgaban allá arriba. Intentando conseguirlos de entre los haces formados por las espirales que hacían las hojas. Pronto estábamos todos sentados a los pies del árbol. Comiendo los plátanos que Joaquín había logrado conseguir mientras descendía de la cumbre.
-Ustedes dos ya tienen que crecer –nos decía Lita. Esta es la última vez que alguno de nosotros les consigue plátanos. De ahora en adelante, si quieren uno tendrán que buscarlo ustedes mismos.
-Así es –confirmaba Joaquín y más tarde Andrea.
-Palabras, palabras, palabras –contestaba Paco remedando una canción–, déjenme demostrarles algo.
-¿Qué cosa? –respondían a coro.
-Ven conmigo Joaquín.
Y ambos se paraban de las faldas del platanero. Escapaban del territorio cubierto por su sombra y caminaban hasta el árbol de pacaes, en el otro extremo del jardín.
-El que consigue recoger más pacaes en tres minutos gana –retaba Paco.
-Hecho.
-Andrea, tú tomas el tiempo.
-En sus marcas… listos… ya…
Si para trepar el platanero se requería altura, para conseguir la mayor cantidad de pacaes se necesitaba destreza. Era un árbol frondoso. Lleno de ramificaciones pequeñas. Acompañado de interminables y puntiagudas espinas.
Rápidamente Joaquín se puso a la delantera. Le llevaba más de una cabeza de tamaño. Sin embargo, Paco no lucía desanimado. Al contrario, parecía estar convencido de que al término de los tres minutos él sería el vencedor. Y así fue. Joaquín consiguió tres pacaes y seis pinchazos. Paco, ocho pacaes y ninguna espina clavada.
Entonces nos sentábamos, esta vez en el centro del jardín y degustábamos los pacaes. Fruta maravillosa, cuyo contenido parecía multiplicarse. Bastaba retirar la envoltura algodonosa y develar sus sabrosos frutos negros.
Aquel era nuestro territorio y éramos felices de tenerlo. En él no había límites. Nadie cortaba nuestras alas.
-La comida está servida –anunció Feliciana desde la cocina.
Sobre la mesa había dos jarras de chicha, una fuente con la gallina guisada y trozada y dos canastas llenas de plátanos, pacaes y uvas.
En cada uno de los extremos se sentaban los abuelos. Alejados entre ellos. Todos los primos sentados. Esperando las palabras del abuelo para empezar a comer.
-Falta Norma –dijo.
Y se paró la abuela. Esta Norma, carajo, chiquita de mierda. Cuándo aprenderá a respetar los horarios de la comida.
-Vamos, Normita, la comida está servida.
Entonces tía Norma salía de su habitación. Cargaba una barriga enorme. Siete meses de embarazo al menos. En una mano llevaba las hojas de varios periódicos donde habían sido publicados los horóscopos de la semana. En la otra cargaba una pequeña agenda de teléfonos abierta en la letra g.
Tomó asiento. No saludó a nadie.
-Bendice señor estos alimentos que con tanto esfuerzo hemos conseguido. Amén.
De pronto se rompía todo silencio y nos lanzábamos a comer la gallina. Jugosa, deliciosa. Tía Norma no comía. No hacía más que revisar su agenda. Copiaba algunos números sobre servilletas y, antes de guardarlos en su sostén, les daba un beso cerrando los ojos. Deseándoles suerte.
La comida transcurrió en silencio. Todos habíamos tenido un día largo.
-Niños a dormir, dijo la abuela.
Cada uno se acomodó en las habitaciones que había designado mamajuana con anterioridad. Me tocó la habitación situada junto al patio. Al costado, también, del cuarto de tía Norma. Saqué de mi maletín la ropa de dormir. Mientras lo hacía, encontré una nota de mamá con algunas recomendaciones: nombres de pastillas para cada malestar, oraciones para antes de dormir, antes de comer y al despertar, instrucciones sobre cómo lavarme los dientes y acerca de cómo debía acomodar mi ropa en el cajón del armario.
Me costó conciliar el sueño. Fuera de mi cuarto, tía Norma hablaba por teléfono. Su voz gangosa traspasaba las paredes.
-Buenas noches, ¿se encuentra Piero Granda? Ah. Por favor dígale que llamó Norma Neyra, que me devuelva la llamada. Gracias. Hasta luego.
La palanca del teléfono volvía a girar.
-¿Sí? Aló. No, no. Es que no se escucha muy bien. ¿Está Rogelio Pacheco? Rogelio, ¿cómo ha estado? Le habla Norma Neyra. Sí, sí, muy bien, gracias. Mire, lo llamaba para invitarlo a tomar el té mañana por la tarde. Sí, sí, podemos tomar el té. Compraré también unos bizcochitos dulces, de esos que sé que le gustan. ¿Qué dice? ¿A las cuatro? Claro que sí. Aquí lo espero. Adiós. Descanse.
Entonces escuchaba, desde mi cuarto, cómo tía Norma hacía sonidos con un lápiz. Al parecer escribía en su agenda.
-Aló. Hola, ¿Eduardo? Ah, don Martín, ¿cómo ha estado usted? Tanto tiempo sin escucharlo. Mire, llamaba para hablar con Eduardito. Gracias, don Martín. Salúdeme a la señora Flora. Eduardo, ¿cómo está? ¿Qué dice de tomar desayuno mañana por la mañana en mi casa? Compraré chicharroncitos bien calientes. Claro, podemos acompañarlo con un rico tesito. ¿Cómo que no? ¿Y por la tarde? Ah, no, no, olvídese de la tarde; estaré ocupada. Pero, ¿qué le parece pasado mañana? Por la mañana, pues, Eduardito. ¿A las diez? Listo, lo espero. Que descanse bien. Hasta luego. No, no, no es necesario que traiga nada. Aquí yo prepararé todo. Buenas noches.
El sonido del lápiz volvió a llegar hasta mi cama.
La palanca del teléfono no volvió a sonar. En su reemplazo, tía Norma empezó a llorar. Parecían lágrimas pesadas. Como si estuviera cargando algún malestar desde hacía tiempo. Sentí pena. No entendía el motivo de sus quejas. Parecía haberle ido bien con las llamadas. De tres, dos. No estaba mal. Pero algo me impidió, finalmente, salir a consolarla.
Ya mañana sería otro día. No habría más llantos de tía Norma. Lo más probable era que saliera el sol. Quizá podríamos ir a la playa. Yo tendría algo nuevo para contarle a mis primos. Para reírnos juntos. Sería el centro de atención y todos me preguntarían detalles. Vería a Joaquín jalándome los pelos para que le dé más información. Vería a Andrea y a Lita escépticas, acaso sin creerme del todo. Vería a Paco entusiasmado, apuntando en una libreta mis palabras. Quizá, divagaríamos en el jardín sobre las causas de su llanto nocturno. Nos preguntaríamos quiénes eran Granda, Pacheco y Eduardito. Trataríamos de averiguar para qué los había invitado a casa.
Mañana sería otro día. En ese momento sólo quedaba dormir. Estiré la mano, apagué la lámpara y recé la oración que mamá me había enseñado.
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