Monday, March 27, 2006

El iluminado

Autor: Javier Milligan
(Lima)

Me ha sido revelado que después de morir seguimos muertos. No hay vida, señores, después de la muerte. No hay paraíso, ni gloria eterna, ni purgatorio, y menos infierno. No hay nada. Agradezco sobremanera la confidencia, pues ha roto la última de mis cadenas. Ahora sí podemos hablar de libre albedrío.

Al comienzo, la típica mezcla de tristeza y felicidad, o tal vez más precisamente, de nostalgia y éxtasis, me hizo llorar un poco. Luego, en un arranque de generosidad, salí a pregonar la noticia.

Fui a la plaza de armas, me puse de pie sobre el borde de la pileta y comencé a comunicar la nueva. Dije así:

“Escuchen, hermanos y hermanas, lo que vengo a decirles: ¡No hay nada después de la muerte! No teman por sus almas pues no las tienen. Esta es su única oportunidad: vivan hasta que se mueran, que puede ser en cualquier momento y será para siempre. La muerte es eterna. ¡Morirán para siempre!”

Aunque algunos se volvieron hacia mí y aplaudieron divertidos, mientras que otros me gritaron bromas burlonas, la reacción en general fue tenue. Los más continuaron su paseo alrededor de la plaza, alimentando a las palomas, leyendo el periódico, conversando, mirando al vacío desde las bancas.

“¡Pueblo imbécil! —grité entonces—. Vota por mí para alcalde de esta ciudad de mierda. Vota por mí para presidente de este país de imbéciles. ¡Pueblo, masa, turba de mierda!”

Y salí corriendo dando carcajadas.

Vi que un hombre empezó a correr detrás de mí y aceleré. Doblando una esquina, tomé un puñado de chocolates de un quiosco y ahora tres hombres me perseguían. Luego fueron cinco y pronto se les unió un sexto hombre armado de un palo. Al ver esto, me di media vuelta, me le acerqué al hombre del palo y se lo quité de un movimiento. Por unos instantes fui yo el perseguidor, hasta que empezaron a zumbar piedras desde todas las direcciones y tuve que buscar refugio en un centro comercial, donde no paré de correr hasta llegar al último piso. La masa que me perseguía siguió creciendo, tragándose varios hombres, mujeres y niños en cada piso. El acceso a la azotea lo encontré bloqueado por un agente de seguridad que blandía su garrote amenazante. Le metí un palazo en la cara y me apoderé de su garrote. Doblemente armado, me apresuré hacia a la azotea, donde pensaba esperar a la masa informe y destruirla lanzando sus pedazos uno por uno al vacío, pero no bien puse un pie en el primer escalón, otros cuatro o cinco guardias de seguridad se me tiraron encima y ya no me pude mover. Me metieron unos cuantos golpes y luego me llevaron a la comisaría.

En la comisaría hice un escándalo. Insulté a todos. Me tiré contra las barras de la jaula, chillando como mono, y luego me tiré contra la pared, tratando de derribarla, entre gruñidos que pretendían ser no recuerdo si de oso o de gorila. No paré de maldecir hasta que me sacaron mis familiares.

Me encontraron ronco, empapado de sudor y del agua que me habían estado echando los policías y con algunas magulladuras en las manos y el rostro, nada más. Aun así insistieron en llevarme al médico pero sólo accedí a que viniera uno a visitarme a casa. Cuando se largó el médico, llamé a mi mejor amigo y quedamos en salir esa noche. Mis familiares no querían que saliera pero no pudieron retenerme. Les aseguré además que todo había sido culpa de la turba facinerosa de la plaza de armas, lo que no estaba muy lejos de la verdad, al fin y al cabo.

Entre copas, compartí con mi amigo la revelación con la cual había sido privilegiado. Mi amigo me aseguró que para él no era ninguna novedad.

“¿Y por qué nunca me contaste?”, le pregunté, fingiendo creerle. “Estamos hablando de una certeza que te cambia la vida”.

“A mí no me la cambió”, aseveró mi amigo.

Ah, mentía, pues, ¡mentía! Él era un simple escéptico, un mero dudador, y ahora para colmo un mentiroso o un tonto.

Me despedí de él, tras conminarlo a la reflexión y consecuencia.

De vuelta en casa, desperté a todo el mundo a gritos. ¡Eran las seis de la mañana, a levantarse! ¡Hay sólo veinticuatro horas en un día! Mis padres me amonestaron y mis hermanos trataron de llevarme a mi cuarto. Les dije que había bebido pero que me encontraba lúcido y luego compartí con ellos la revelación. Como no me hicieron caso, decidí largarme de ahí, pero se les dio por no dejarme ir. Vociferé indignado pero eso sólo afianzó su resolución de mantenerme encerrado.

Entonces fingí tranquilizarme, me fui a mi cuarto y cerré la puerta. Abrí la ventana de par en par y calculé al ojo que con suficiente impulso podría llegar de un salto hasta el muro que dividía nuestra casa de la del vecino. Salté con todas mis fuerzas pero no fue suficiente: caí al patio, diez metros abajo, y me rompí un pie. Ahí me quedé sin moverme, dando de alaridos, hasta que vino la ambulancia y me llevó al hospital.

Cuando estaba ya enyesado, me quise ir, y dale otra vez con no dejarme salir. No podía soportar ese atropello, pero esta vez decidí ser más calculador.

A medianoche, salí de mi cama y cojeé sigiloso hasta una ventana que daba a uno de los jardines laterales. No tendría que saltar porque estaba en el primer piso. Como era imposible abrir la ventana, me impacienté y la rompí de un sillazo. Pensé que podría cojear lo necesariamente rápido para llegar a la avenida y escapar en un taxi, pero los enfermeros salieron de sus huecos como las hormigas y me atacaron y me ataron y me encerraron solo en un cuarto hasta que vinieron mis familiares y me trajeron acá.

Eso es todo, para que vean que la vida es injusta.

Ya me cansé de gritar, pero no voy a llorar. Lloré por última vez en aquella ocasión que ya les comenté y parece que fueron mis últimas lágrimas. Ya no se puede llorar.

Insisto, yo no me quiero matar. No sé de dónde han sacado esa idea. Como le digo, de la ventana salté al muro, que no haya llegado es otra cosa. El corte me lo hice al salir apresurado por la ventana del hospital que acababa de romper. Nada más, señor.

Caray, ¿me van a decir ustedes a mí que soy un suicida? Pero si después de la muerte no hay nada, ¿no me han oído? Yo quiero vivir. Mi última cadena son ustedes, verdaderamente, junto a mis familiares y quien miércoles meta su jeta en mis asuntos, que sólo me conciernen a mí. Yo soy un adulto, señor, no estoy casado y no tengo hijos, a nadie le incumbe si me quiero matar, pero igual eso es tema aparte porque le repito por enésima vez que yo quiero vivir, pero fuera de esta sucia clínica o como se llame.

¡No, no vamos a volver a hablar mañana, señor!

Aunque, bueno, me desdoblo y me veo y es un tanto divertido—todo esto es nuevo para mí. Podría quedarme un tiempo, si la comida no es mala, pero que conste que yo no tengo por qué estar acá.

¿Quiere saber cómo me fue revelado el secreto?

Un pajarito se lo contó a mi dedo meñique, el cual se lo contó a mi boca a través de un moco en el cual había dejado todo registrado. Cuando me tragué el moco, el mensaje se propagó por todo mi cuerpo.

Bueno, digamos que eso es sólo la mitad de la historia, la parte que uno ve. Agradezca que por lo menos tiene acceso a las imágenes. La otra parte no se la cuento porque su perplejidad me indica que es tarde o tal vez muy temprano. O como dijo el poeta obscuro:

¿Para qué tallar la roca
Si es una perfecta roca?

Señores, llevo horas despierto, así que si me permiten vuelvo a mi cuarto. Espero no volver a despertar jamás, pero mejor ya no digo nada porque son capaces de no dejarme ni dormir.