Thursday, February 23, 2006

La extraña fila

Autor: Bruno Portillo
(Lima, 1978)


Cuando era pequeño, éramos varios en una casa.
Después nunca fuimos tantos. Jugábamos y reñíamos mucho. Se la pasaba uno bien. Recuerdo un poco a mi mamá, recuerdo su olor, y bebíamos de ella, de sus tetas, suaves y calientes. A veces mamá no estaba, y teníamos miedo, y chillábamos. Por ese tiempo fue la primera vez que los erguidos nos pincharon. Nos alzaron y nos dieron el pinchazo sin hacer caso a nuestro berrinche. Uno recuerda lo peor, pero en realidad casi siempre todo era bueno: mamá, la leche, y los juegos.

Lo que sí fue muy malo pasó al final de ese tiempo, cuando nos cambiaron por primera vez de casa y dejamos a mamá. Los erguidos se la habían llevado y estábamos solos. Al tiempo abrieron la casa y nos hicieron salir a la fuerza a un corredor repleto de otros como nosotros. Los erguidos nos hicieron correr a gritos y palmadas. Fue terrible: corríamos pisándonos, aplastándonos, chillando desesperados sin saber qué pasaba. Desde las puertas de varias otras casas salían más y se nos unían, y cada vez estábamos más apretados. Otros nos miraban desde sus rejas cerradas, entre los barrotes, muertos de miedo, pero no tanto como nosotros. Al final, un erguido me cargó y me puso encima de un piso frío y brillante. Luego otro erguido me hincó algo en la oreja. Yo no había parado de chillar desde el principio. Por fin, al lado del piso frío se abrió una puerta, y entré corriendo a otro corredor. La cosa de la oreja me fastidiaba y me ardía, y ya casi me explotaba el corazón cuando me metí a la primera casa que encontré abierta.

En la segunda casa éramos menos y no conocía a ninguno, perdí a mis hermanos en el tumulto que me trajo allí. No bebí leche nunca más, sólo agua de unas tetas duras y frías que salían de los muros de la casa. Pero me acostumbré rápido, gracias a los erguidos que empezaron a tratarnos muy bien. Nos daban mucha comida, cinco veces al día, deliciosa comida que comíamos hasta no poder más. Se vivía bien, siempre estaba uno fresco, los erguidos mantenían la casa siempre limpia y húmeda, porque dejaban la caca el tiempo justo para que no hubiera poca para refrescarse, ni tanta que fuera incómodo caminar. Todo era bueno y no queríamos que se detuviera. Tanto así que nos volvimos engreídos, queríamos comer antes y renegábamos siempre pidiendo que adelantaran la comida. También nos poníamos agresivos cuando los erguidos se acercaban para el próximo pinchazo. Pero había una cosa que nos molestaba más: empezamos a sentir la necesidad. El aire traía un olor que nos ponía locos, un olor parecido al de mamá. Lo traía el viento, y apenas lo sentíamos nos acalorábamos, nos crecía lo de abajo, y queríamos montarnos unos a otros. La necesidad no pasaba, y terminábamos peleándonos y mordiéndonos hasta quedar agotados y caer dormidos.

Todos engordamos y crecimos mucho, pero yo más que los demás, y creo que por eso recibí un trato especial en la tercera casa. Allí éramos sólo cuatro y aparte de darnos mucha comida exquisita y buen ambiente, los erguidos nos quitaban la necesidad. Era delicioso. Cada cierto tiempo, a alguno de nosotros, dos erguidos lo llevaban al lugar del placer, y el placer acababa con la necesidad. En el lugar del placer a uno lo montaban sobre una cosa que tenía ese olor desesperante. El olor te atraía y te tirabas sobre la cosa, y te movías sobre ella, restregabas lo de abajo, uno gemía, sentía esta vibración deliciosa por todo el cuerpo que iba en aumento hasta que uno ya no daba más, ya no soportaba tanto, y terminaba en un momento interminable, perfecto, glorioso, que se apagaba lentamente en sueño. Al final me tenían que levantar porque no me desmontaba, quería estar allí para siempre.

Fue un lindo tiempo que duro mucho, uno se olvidaba de sentirse mal, del miedo que alguna vez pasó. Vivíamos embriagados por la comida y el placer. Nos quedábamos tirados la mayor parte del tiempo sobre la fresca caca disfrutando el peso de la comida en el estómago, recordando la última visita al lugar del placer, y esperando la próxima.

Un día se llevaron a uno de nosotros. Se fue contento pensando que iba al lugar del placer. Pero no volvió. Fue raro, nos habíamos acostumbrado los cuatro. Más raro fue cuando trajeron al nuevo: un joven grande, como nosotros cuando recién llegamos. Al poco tiempo vinieron por mí, me fui contento, pensaba también que iba al lugar del placer. Pero no, me llevaron a otro lado, por los corredores por donde llegué a la tercera casa. Me llevaron hasta una reja, y entre los barrotes vi que pasaba una muchedumbre por un corredor. Recordé la primera mudanza y la piel se me encogió. Cuando abrieron la reja quise regresar, pero me agarraron y me empujaron al corredor. Chillé con todas mis fuerzas, no podía venir a pasar de nuevo por ese sufrimiento en vez del placer de siempre. Me resistí, pero con los erguidos era imposible hacer lo que uno quería si ellos no estaban de acuerdo. Me metieron en la fila apretada, entre los otros que chillaban, y yo empecé a chillar aún más entre ellos. Estos otros eran nuevos, mas chicos que yo, más jóvenes, y no entendía qué hacia yo ahí. Corrimos lejos hasta que entramos a una casa grande, enorme, donde muchos otros ya habían llegado. Allí había comida y agua, entonces me relajé.

Mientras comía, vi que de rato en rato iban saliendo algunos por una reja. La abrían y la cerraban, pasaban sólo unos cuantos. Me acerqué por curiosidad y pensé que por allí llegaría a una casa nueva y mejor. Eso me tranquilizaba, recordaba el placer y me acercaba a la reja de donde venía un olor maravilloso, dulce, el dulce exquisito que tan pocas veces los erguidos me habían dado. Me uní a los que se estaban apretujándose contra la reja, hasta que la abrieron y entramos. Pero no había nada dulce allí, nada bueno, lo que había allí era miedo, mucho miedo. Entramos a un corredor corto y muy estrecho que hacía que la fila avanzara de uno en uno. El primero empezó a chillar como nunca había escuchado, tanto que todos nos contagiamos, y chillamos también fuertísimo. Yo estaba último y de repente un erguido saltó al corredor, detrás de mí. Del susto brinqué, me resbalé y quedé patas arriba, atorado en el corredor. El erguido me pasó por encima, y fue empujando a los de adelante. Se escuchaban chillidos muy fuertes y como silencios, chillidos y silencios. Hasta que hubo sólo silencio.

Entre dos erguidos me enderezaron. Inmediatamente abrieron la reja de atrás y entraron tres que me hicieron ir hasta la reja final. Lo que vi hizo vibrar mis huesos y mi corazón, tanto que no podía ni chillar. Era un cuartito asqueroso, sucio todo con el líquido que sale de las heridas, con un par de erguidos echándole agua al piso, quitándole el rojo que lo cubría. Todo esto sólo me daba la idea de que lo que se venía era malo, lo más malo, y yo no debía estar allí. Abrieron la puerta y me arrastraron al medio de cuarto, frente a corredor oscuro y alto. Uno de los erguidos sucios levantó una vara larga y me la acercó al lomo. En el momento justo en que la vara me tocó, sentí que me atacaban miles de dolores, como si me apretaran con fuerza, al mismo tiempo, cada uno de los adentros del cuerpo. Luego todo se puso negro, como cuando se duerme. Sentí un ligero calor en la garganta, sentí que me movían, me ponían de cabeza. Después un hincón en la pata, y después frío, mucho frío, hasta que no sentí nada más.

He aparecido aquí, y floto no sé hacia donde. Es un lugar todo negro, y atrás, adelante, y a los lados, flotan conmigo unas luces, cantidades de luces sin brillo, grandes y ovaladas. No veo mis patas y no tengo hambre. Esto es muy extraño, espero que algún erguido me saque de esta fila.

Imagen: Barri Olson, Dark Abstraction.