Asiento ocupado
(Huancayo, 1982)
Me despiertan las náuseas. Lo que pasa es que los 42 kilómetros que separan a Huancayo de Jauja, el incómodo asiento cubierto de cretona descolorida, el olor a petróleo y a comida malograda que inundan el interior del ómnibus donde ahora me encuentro, son razones más que suficientes para causarme estos estragos.
El aire gélido que entra por la ventanilla averiada me despeina, se lleva un poco del desagradable olor, y eso hace que me sienta, extrañamente, algo aliviado.
El caso es que no me explico qué puede haber ocurrido; recuerdo haber cumplido con el ritual que acostumbro a realizar, mecánicamente, cada vez que salgo de viaje, aunque este no sea, como el de ahora, especialmente largo; me refiero a que no probé bocado alguno, y además tomé el antiemético de rigor: gravol, ¿o acaso fue dramamine?; sea cual fuere la pastilla que tragué, literalmente, hoy en la mañana, ahora lo sé, estaba vencida. Mala suerte.
Intento relajarme, convoco la imagen de una mujer. Andrea. No sé por qué pero recordar su nombre siempre me tranquiliza. Será que, cuando estoy algo incómodo, siempre reclamo la imagen de una mujer. Y Andrea, simplemente, es la última que cortejé. La que estoy cortejando, para ser sincero, por la que estoy soportando este asfixiante, agobiante viaje.
Es la enésima parada del autobús. Veo que sube una chica. Tiene unos 17 años y es muy atractiva. Es el tipo de chica que siempre quise que se sentara a mi lado. Morena. Viste informalmente, con jeans negros ajustados, y zapatillas. Su abrigo está cerrado, pero puedo distinguir el cuello redondo de una camiseta blanca. Viene hacia mí. Se sienta a mi lado. Es imposible, pero no puedo evitar mirarla.
Noto que también me mira.
Al principio es imperceptible. Pero lo noto. Voltea a verme por un instante, rápidamente, disimuladamente. Luego, cuando intento devolverle la mirada, ella baja los ojos. Se ruboriza. Sonríe. Finalmente, como venciendo su timidez, me dice:
—¿Por qué me miras tanto? ¿Ah? Ya sé —de pronto su rostro se entristece—. ¿Se nota, no? Pensaba que no. Bueno, si se me nota, no tengo por qué esconderla. ¿Quieres que te la enseñe? —esboza una sonrisa pícara—. ¿Te la enseño? —se da aires de interesante, luego, como quien trasmite un oscuro secreto baja la voz y alcanzo a escuchar:
—Esta bien, mira.
Se abre el abrigo y me deja ver una grave herida de puñal en medio del corazón. El resto de la camiseta blanca esta teñida en sangre.
—¿Ves? Estoy muerta. ¿Verdad que no se nota a primera vista? Apuesto que tampoco lo notaste tú. Ni yo lo noté. Es que todo fue tan rápido. Repentino. Sorpresivo. Es aburrido además, porque nadie que está vivo te escucha. Al principio me sentía tan insegura. Es como que si te diera la regla sin parar y por el pecho. Perdona que me interrumpa —me dice molesta— pero no me mires demasiado la herida por favor. Odio a los hombres que no pueden levantar la vista del pecho de una.
Aparto la mirada. Cierro los ojos. Estoy aturdido. Es demasiado para mí. Me siento flotando en una dimensión atemporal. De pronto escucho el sonido de una sirena de ambulancia cada vez más cerca. Veo a los pasajeros adosándose alarmados hacia donde me encuentro arrellanado. Algo anda mal —pensé. No sé por que, pero el rostro que alcancé a ver reflejado en los vidrios mugrientos, con los ojos lívidos y una mueca de espanto como hechizada, antes de que me bajaran del autobús y me depositaran en una camilla…no me sorprendió.
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