Testimonio de un suicida
(Guadalupe, 1969)
Mi papá me gramputeó feo, con mentada de madre y todo cuando llamé a mamá. Que la dejara en paz, que me hiciera una de barro, y que parecía un marica. Mamá no lo desautorizó como de costumbre, pero como de costumbre percibí que estaba conmigo, sus ojos negros y melancólicos me lo dijeron todo. Del corral venían más nítidas que nunca las sonrisas de mis sobrinos que brincaban entre los ciruelos.
Mamá hilvanó sonrisas especiales para papá. Y él me miró callado, pero revirando los ojos como toro enfurecido. Fue llenado de besos. Sonrió. Mamá lo abrazó fuerte y mansito lo condujo hasta la cocina. Mamá volteó y me guiñó dulcemente el ojo. Y papá murmuró que yo tenía suerte porque había llegado familia.
Papá estaba molesto conmigo por ser marica hoy tempranito. No papá, por favor, que te ayude Leoncio; tengo pena ver que matas el borreguito. Que me callara, maricón de mierda, resoplando; sus ojos encendidos ahuyentaron a los míos, ¡qué pena ni qué pena, ayúdame carajo! Leoncio que sí, papá yo te ayudo, que me dejara ir a jugar fulbito, ¡vete sonso!; pero papá que no y que no, tú dejarás de ser marica ahora, y que Leoncio más bien se esfumara antes de que lo cogiera a patadas. Y tú te salvas, mirando a mamá, porque hoy es tu cumpleaños y ¡zas!, degolló al pobre animalito, la sangre brincoteaba, ¿pena?, que ojalá así le tuviera pena cuando lo viera en el plato, allí quería verme. Y me dio vergüenza porque el arrocito con seco de borrego era mi plato favorito. ¡Cambia de cara carajo!, y al propósito zamaqueaba la cabeza del borreguito, que pendía de un jirón de carne, y me chisgueteaba con el tibio chorrito de sangre. Al comienzo no aguantaba y corría al pie de los ciruelos a arrojar mi desayuno, ¡jajaja, aguanta cojudo!, pero luego llegaba a superarlo, y él entonces inventaba nuevas tretas, como forzarme a que hundiera mis manos entre las vísceras humeantes, donde ahora mismo las tengo. Mis sobrinos juegan desconfiados y alertas entre los ciruelos velando, por turnos, a través de la puerta trasera, ¡avisan si mi tío vomita!, para que despejaran en un dos por tres el área.
Yo era el último de la familia, el conchito como me cochineaban mis hermanos. Papá cuando la comida era escasa y pobre recriminaba a mamá por haberme dejado escapar, y la golpeaba, ¡cómo mierda te equivocaste en la cuenta!, que así no estaríamos tan jodidos, que era una gran cojuda. Cada vez que papá se emborrachaba mi mamá desconsolada me decía hijito ve a la calle, corre escóndete, yo te aviso cuando se duerma; y es entonces que temblando me escapaba por la puerta trasera, y mi mamá al fin dolorosamente sonreía.
Era ya un rito inevitable rumiar y rumiar, mientras me vaciaba los jarros de agua fría sobre la cabeza, en la ducha, mi mala suerte: yo no había botado sal ni había pisado tierra de muerto. Las lágrimas, por más que las aguantaba para no parecer marica, caían por mi pecho junto con el agua. Y en mi cabeza saltaba como grillo la pregunta de siempre, la pregunta de mi vida indeseada: ¿papá lloraría si me muero?, quizá mamá, quizá Miguel; pero él, no creo; desaparecería su autogol de media cancha, el que le quita un poco de arroz de la boca. ¿Amorcito, hay otro poquito?, no viejo, si la pobre tenía que contentarse con un cucharoncito de concolón. Entonces él arrojaba su plato vacío con rabia hasta el mío, y se largaba renegando al corral: ...¡maldita la hora en que lo parieron!... Masticábamos en silencio, ojitos en el plato, en mamá, en el viento… ¡Por tu culpa so cojuda!, ¿acaso no sabía contar?, que otra vez no abriera las piernas, ¡aunque te saque la mugre a patadas! Ya basta papito, ya, y dime, ¿llorarías si me voy!, tú repetirías arrocito, mama no comería concolón y mis hermanos dirían adiós a tu negra canción de la mesa.
Cuánto diera, papá, por que me quisieras una pizca de lo que quieres a tu cañazo, a tu chichita y a tus borracheras; cuánto diera, viejo lindo, viejo desgraciado, por que me hubieras raspado los cachetes con tus barbas gruesas como solías hacerlo con Blanquita. La sentabas en tus rodillas, mi reinita, la llenabas de besos, para ti mi reinita, y le metías un chupetín en el pico, mientras de lejitos yo, con el biberón lleno de hierba luisa colgando de mis dientes, pegado a la pared te aguaitaba; pero nada, siempre nada, hasta que de un grito me espantabas: ¡qué miras carajo, lárgate a jugar!, y salía disparado hacia el corral pasando lo más lejos de ti que podía. Sólo quería hacerte falta, y que desesperaras por mí una pizca de lo que desesperas por tus cigarros en las noches de frío. ¿Papito, por qué no ríes en la casa la mitad de lo que ríes con tus amigos allá en la calle o la cantina? Todo el tiempo les haces chistes; eres muy popular en la esquina de don Flor, risotadas y risas; en la chichería te la pasas cantando, rasgando en tu pecho una guitarra de mentiritas, y mandando licor, risas y risas, pero a casa llegas siempre con la mierda revuelta: ¡allí viene el shapingo!, alertaba el que te divisaba primero, y yo huía por la puerta del corral con mi perro, mientras los demás se ponían quietitos. Papá, papito, quiero odiarte pero no puedo, no puedo. Ojalá viejo lindo, desgraciado, maldito, a pesar de todo guardes para mí una lágrima en tus ojos amarillentos. Aquel anhelo se hunde como estaca en mi pecho…
Me sequé bien los ojos antes de cruzar el comedor. Pasé silbando la misma cancioncita, aquella que silbo sin querer vagando por la noche oscura hasta que mamá murmura: ya hijito, entra, tu papá ronca como cerdo
Papá fue el primero en entrar al cuarto. Sus ojos se desorbitaron sobremanera. Y antes de que sus gritos aguardentosos alarmaran a todos los de la cocina, alcancé a ver, sin asombro alguno, mi cuerpo tirado al pie de la cama. Mis sesos parecían un poco de yeso esparcido con rabia sobre la colcha blanca, la pared verde caña, y el piso gris recién trapeadito con petróleo. Instintivamente reviré mis ojos y los clavé en los de papá. Inhalé con dificultad mi última bocanada de aire y, mientras lo exhalaba, lentamente, lo más lento posible, mis lágrimas y mi leve sonrisa iban perpetuando un dulce epitafio en mi rostro ensangrentado, al recibir de papá el mejor regalo del mundo; el regalo que por siempre había soñado: aquel par de lágrimas contundentes, perfectamente redondas, que pesadamente caen sobre sus mejillas verduscas de tanto afeitarse.
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