Como una Reina
Bajó del autobús y se puso a caminar a través de las polvorientas calles de su barrio. La tarde caía sobre la urbe. El cielo gris se oscurecía sobre la línea de los cerros próximos. Llevaba una bolsa de papel entre los brazos. Avanzaba a paso lento, como si su mente se encontrara atrapada en espacios lejanos. Se detuvo frente a un teléfono público, colocó la bolsa entre los pies, sacó una moneda del bolsillo trasero del pantalón, la metió en la ranura metálica y marcó un número. ¿Aló? Reconoció la voz fingida a través del auricular. ¿Shirley?, preguntó y no pudo evitar fingir la propia. Era ya casi un acto natural. Sí, ¿quién habla? La Reina. ¡Ay! Mírala a esta loca, ¿dónde has estado metida, oye? No sé, me dio la locura. ¡Por eso te mandaste a mudar sin avisar!, ¡malagradecida! Discúlpame Shirley, no fue a propósito. ¡Perra loca! Me tenías súper preocupada. Pensaba que te había pasado algo. Lo siento. Pero, ¿cómo estás?, cuéntame, cuéntame. Estuve un poco mal, pero ya estoy mejor. ¿Tienes algo? No, dijo después de un segundo de silencio. ¿De verdad?, ¿estás segura? Ay, querida, dijo tratando de fingir buen ánimo, ¿quién está segura de nada en estos días? ¿Y, adónde te fuiste? No muy lejos de tu casa, ¿por qué no apuntas la dirección? ¿Ahora sí, no, ingrata? Ya te dije que lo siento. Un ratito, voy por un lapicero. Rápido que se me acaba la moneda. Ya, listo. A ver, dime. Le dio la dirección. Pero, ¿de verdad estás bien? Sí, te lo juro. No sé por qué no te creo, tienes una voz de muerta. De verdad, Shirley, todo está bien. ¿No quieres que vaya a tú casa ahora mismo?, Mira que salgo al toque. No, le dijo, esta noche no puedo, ya tengo planes, Pero por qué no te vienes mañana. Mañana, ¿cómo a qué hora? Como a las seis de la tarde estaría bien. ¿Estás segura de que estás bien? Si amiguita, no te preocupes. Te quiero mucho. La comunicación se cortó. Colgó el auricular. Una lágrima se descolgó lenta. Resbaló por la mejilla hasta el mentón y cayó sobre la tierra. Se limpió el rostro con una mano, recogió la bolsa de papel y retomó el paso a través de las calles del barrio. Las casas se sucedían en silencio. No había gente transitando por las pistas sin asfaltar. De vez en cuando se cruzaba con uno que otro transeúnte que, como todo el mundo, no podía evitar mirarlo de reojo. Siempre había sido así. Todo el mundo tenía que mirarlo. Las luces de los postes se encendieron. Sacó un manojo de llaves y se detuvo frente a una puerta. Entró a una casa muy pequeña. Las pesadas cortinas de lona estaban cerradas. Una gruesa viga de madera sostenía el techo de calaminas. El lugar se encontraba sumergido en la penumbra pero no encendió la luz. Olía a humo de cigarro y a polvo pegado en los muebles, en la ropa, en las paredes. Colocó la bolsa sobre la mesa y se dejó caer sobre el único sillón. Estaba sumamente flaco. Más que nunca en su vida. Las extremidades largas y huesudas se estiraban como patas de araña. El pelo largo y negro le cubría la mitad del rostro e intensificaba las facciones de la parte descubierta. El pómulo salido. La piel oscura. La ceja depilada hasta quedar convertida en una línea negra que todos los días tenía que volver a pintar sobre los huesos toscos de la frente. Metió la mano al bolsillo del pantalón, extrajo una cajetilla de cigarros, la abrió, sacó uno y lo encendió. La flama del encendedor reveló la profunda oscuridad contenida en su mirada. El vacío y la tristeza parecían habitar en cada uno de sus movimientos. La flama reveló también esas manos de dedos largos y chuecos. Fumaba con mucha paciencia, con la mirada perdida en el cielo raso.
Crecer había sido duro. Cada año había sido un siglo de dolor constante y de reparo, de descubrimiento paulatino de esa verdad atroz que sería su felicidad única y también su cruz. Cada año interminable en esa casa, en esa escuela, como si hubiera nacido para no ver jamás la luz del día. Nunca supo otra cosa que no fuese eso de saberse diferente, de esperar desde chiquito el momento de quedarse a solas para vestirse apurado con la ropa de su madre. Rápido y con miedo, pero ansioso por mirarse al espejo y sentirse feliz por un segundo, porque, después, venía el miedo enorme que lo obligaba a sacarse la ropa y dejar todo tal y como estaba. El miedo enorme que era su padre en la casa. Una sombra oscura con olor a alcohol y a gritos y a golpes. Porque el hombre tenía la obligación de corregir y para corregir había que dar golpes. Pero con Ernesto su padre no pudo, a pesar de que lo había golpeado duro y hasta cansarse, nunca pudo arreglarlo. Ernesto había nacido estropeado, torcido. Simplemente había sucedido así. Chueco desde el principio. Sufrido para siempre. Por más que lo intentaba no podía ocultarlo. Saltaba a la luz cuando corría por las calles con sus hermanos, cuando no le salía ni una miserable jugada en la cancha de fútbol, cuando prefería mil veces jugar al vóley con las chicas o sentarse en la vereda con las rodillas juntas, juntísimas.
Se adelantó un poco hasta quedar sentado al borde del sillón, dejó el cigarro colgando entre los labios, tomó la bolsa de papel, extrajo una caja, la apoyó sobre los muslos, la abrió y sacó una botella de whisky Swing. La observó un rato entre sus manos, la colocó sobre la mesita y con un leve golpe activo el movimiento pendular. Le había costado un ojo de la cara pero no era para menos, la ocasión lo ameritaba. Se quedó mirando la botella y por unos instantes todo fue el sonido de ese vaivén de vidrio rebotando en las paredes. Se levantó, tomó la botella por el pico, se fue a la cocina, echó unos cubos de hielo en un vaso y la llenó hasta el borde. La cocina estaba inmunda. Los platos con comida seca y pegoteada desbordaban el lavabo. Los vasos usados y las ollas ocupaban las repisas. Bebió un sorbo largo y seco. Se concentró en el sabor a madera, en el olor antiguo del whisky. Con el vaso en la mano se dirigió hacía el cuarto de baño. El piso de la ducha estaba cubierto de moho. Tiró lo que quedaba del cigarro en la taza del excusado y tomó otro trago antes de empezar a desvestirse. Su cuerpo flaquísimo y desnudo dejó expuesta la fealdad imposible de su cuerpo. Volvió a beber. El espejo sobre el lavabo estaba roto. Evitó encontrarse con su reflejo fragmentado. Entró a la ducha y, con los brazos caídos y los ojos cerrados, dejó que el agua fría recorriera el cuerpo.
Las primeras explosiones se escucharon a las diez de la mañana. Sus hermanos y sus padres se estaban terminando de arreglar para ir a la plaza. Ernesto estaba echado en la cama, tapado con las frazadas hasta la cabeza. Tú no vas, le había dicho su padre durante el desayuno, No quiero pasar vergüenzas, Esta es una fiesta decente. Pero viejo, quiso intervenir su madre. Pero nada, él se queda a cuidar la casa y punto. Escuchó la puerta al cerrarse. Era la primera vez que le prohibía ir con ellos a la fiesta del patrono San José. Con seguridad su padre no se había podido olvidar de la fiesta del año anterior, cuando, después de haberse bebido unas cervezas de más, Enrique, con sus catorce años confusos, se había puesto a bailar como loco, como si nadie lo estuviera viendo, había perdido la compostura que siempre había tratado de mantener, y su padre, que estaba más borracho que todos, lo jaló con fuerza por el brazo, le dio una cachetada tremenda y lo mandó a su casa para siempre. Esperó unos minutos para asegurarse de que no regresarían. Se secó las lágrimas, se destapó, se puso de pie, fue a la sala y encendió el viejo televisor blanco y negro. Se pasó toda la tarde viendo telenovelas mejicanas mientras sufría al escuchar la música, la risa, las explosiones de los cohetes en la plaza. Y, como siempre, se sintió sólo, lejos de todos, desplazado. Cuántas veces había tratado de cambiar, de arrancar de su corazón aquella verdad que significaba vergüenza, pecado, oscuridad. Cuántas veces se había jurado que se iba a portar como todo un hombre, que iba a conseguir una enamorada y que iba a dejar de ser aquello que inevitablemente era. Pero siempre había sido inútil, a pesar de las interminables horas de rezo, de súplica desesperada: Por favor Diosito, por favor, haz que me despierte siendo como mis hermanos, como mi padre, haz que no vuelva a mirar a los hombres con estos ojos que me duelen en el alma. Pero nada pasaba. Cada día se levantaba siendo más que nunca aquello que nadie quería que fuese, ni siquiera él. Se quedó dormido frente al televisor. Enroscado sobre si mismo. El sonido del timbre, seguido por una serie de golpes insistentes en la puerta lo despertaron. Abrió los ojos y se levantó. Ya era de noche. Se acercó a la puerta y miró por el ojo de buey. Era su primo Edson. ¿Qué pasa?, le preguntó al abrir la puerta. Nada, nada. ¿Todo está bien? Sí. Entró tambaleándose hasta dejarse caer en el sofá. Tenía los ojos muy rojos y le costaba fijar la vista. Edson tenía 19 años y era el sobrino favorito de su padre. Jugaba fútbol en el equipo del barrio como centrodelantero y ya llevaba dos años siendo el goleador del equipo. Era alto, de rasgos fuertes, con la cara cortada en ángulos definidos, con los ojos marrones y almendrados, con el pelo negro, lacio y largo hasta los hombros, con el cuerpo estilizado y atlético de los jóvenes deportistas. Todas las chicas del barrio se morían por él. ¿Tienes hambre?, le preguntó. Sí. Enrique se levantó y fue a la cocina a prepararle algo de comer. Encontró un poco de pan y un par de huevos. Sacó la sartén, la colocó sobre la hornilla, la encendió y le echó un chorrito de aceite. Edson cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Enrique no podía sacarle los ojos de encima mientras freía los huevos. Siempre le había gustado. Cada vez que había un juego, él era el primero en estar listo para ir a la cancha. Su padre y sus hermanos pensaban que era porque le gustaba el fútbol, pero eso no era cierto, él iba para ver a Edson, para verlo correr sobre la cancha de tierra, sudando, con el pelo mojado, con ese short azul que dejaba expuestos esos muslos poderosos contrayéndose tras cada zancada. Tomó una espátula, sacó los huevos de la sartén y los colocó en un plato junto con dos hogazas de pan. Apagó la hornilla y retiro la sartén del fuego. Toma, Es lo único que había. Edson abrió los ojos, se enderezó con esfuerzo y tomo el plato. Espero que te guste. Se sentó junto a él y lo observó en silencio mientras devoraba la comida como un animal salvaje. La yema líquida, amarilla y tibia, se le chorreaba entre los dedos que lamía con fruición. Masticaba con la boca abierta produciendo una serie de sonidos que, en cualquiera de sus hermanos le habría producido asco, pero en su primo no, ante él, todo era diferente. Al terminar de comer, Edson dejó el plato sobre la mesita de centro y volvió a recostarse en el sofá. Olía a cerveza, a sudor de baile tupido en la plaza. La camisa estaba mojada, pegada a los pectorales, la respiración se escuchaba muy fuerte, el pecho subía y bajaba. De pronto, una arcada le hizo convulsionar el cuerpo, se paro de un solo impulso y salió corriendo hacia el baño. Ernesto fue tras él. ¿Necesitas ayuda?, le preguntó pero no obtuvo respuesta. Estaba arrodillado con la cabeza sobre el excusado. Ernesto se acercó para ayudarlo. Se agachó, con una mano le sujetó la frente y con la otra lo tomó por el estómago. Tranquilo, tranquilo, le decía, tienes que botar todo el alcohol, Después te vas a sentir mejor. La mano que sujetaba la frente lo empezó a acariciar poseída por una fuerza superior a cualquier voluntad.
Como una reina y al diablo todo, se dijo y abrió los ojos. Tomó una esponja, le echó un champú especial para la piel y empezó a frotarse el cuerpo. Con ambas manos. Despacio. El pecho. Las piernas. Lentamente. El cuello. La nuca. Muy despacio. Con los ojos cerrados. Se imaginó que estaba en un baño muy elegante. Blanco. Era una visión muy clara. Un baño blanco. Una gran tina blanca. Una gran ducha blanca. Blanquísima. Se imaginó lejos de ese lugar decadente y apestoso en el que se encontraba atrapado. Era gratificante sentir el agua corriendo. El agua que todo lo limpia. La esponja que todo lo limpia. Los ojos cerrados que todo lo limpian. Y las manos. Las dos manos. Sobre el pecho. Sobre las piernas. Sobre el sexo. Despacio. Una y otra vez. Lentamente. Sobre el sexo. De nuevo. Otra vez. Y los cuerpos de fuego empezaron a surgir caprichosos en la mente. Y el agua. Y la esponja. Y las lenguas de fuego. Y las manos de fuego. Y ese hombre de fuego imposible de olvidar. Todo era sólo él hombre en ese instante. Todo era sólo el hombre. Los ojos cerrados. La mente. La esponja. Las visiones de esos cuerpos sudorosos. Y el agua. Y las manos. Y el sexo. Todo era el sexo. Todo era el sexo blanco hasta el final. Todo era sólo Edson en la memoria. Todo era sólo el fuego. Abrió los ojos y se encontró consigo mismo, horrible y olvidado, lejos del mundo. Tomó un frasco de crema de afeitar, lo agitó y lo untó a lo largo de su piel grisácea, enferma. Tomó luego una máquina de afeitar y empezó el proceso mil veces repetido de rasurar todo su cuerpo.
Edson terminó de vomitar. Su camisa y sus pantalones estaban manchados, con olor a bilis, a fermentos etílicos. Enrique sabía que estaban solos, acompañados por las voces que llegaban desde la sala en blanco y negro, por las explosiones de los cohetes, por la música débil de la plaza que le decía como un susurro oscuro que nadie llegaría pronto. Recostó a Edson contra la tina. Tranquilo, le dijo, jaló la cadena del excusado y limpió el piso con papel higiénico. Luego se dejó llevar por los impulsos. Trataba de que cada movimiento surja natural desde el centro de su corazón acelerado. Mira cómo estás, le dijo, qué vergüenza, pareces un borracho cualquiera, no quiero que mi madre te encuentre así. Será mejor que te bañes y te cambies. No, déjame, le dijo Edson. Tranquilo, tranquilo, insistió Ernesto, no va a pasar nada, déjame ayudarte, yo te puedo prestar ropa. A ver, párate, párate, Ah su macho, estás bien pesado, a ver, ayúdame un poco, Así, eso es. Empezó a desabrocharle la camisa, botón por botón, muy despacio. El pecho fue quedando al descubierto, la piel morena, los músculos jóvenes y definidos. Tenía un poco de reparo antes de ejecutar cada movimiento, pensaba que Edson podría reaccionar mal, largarlo de un solo manotazo violento y ofendido, pero nada de eso pasó. Su primo se quedó muy tranquilo, con los ojos cerrados se dejó sacar la camisa. No dijo nada cuando Ernesto se agachó y después de desabrochar el botón del jean empezó a bajarlo lentamente. El corazón se le salía del pecho. Nunca antes había estado tan cerca a un hombre. Nunca antes el deseo lo había tomado con tanta fuerza desmedida. ¿Qué haces?, murmuro Edson. Tranquilo, primo, un baño te va a caer muy bien. Ven siéntate aquí. Obedeció y se sentó sobre la taza del excusado. Ernesto colocó el tapón, abrió el grifo del agua caliente y fue al cuarto de sus hermanos a buscar algo de ropa que le pudiera prestar. Estaba ansioso, dominado por una serie de emociones extrañas, intensas, desorbitadas. Regresó al cuarto de baño, dejó caer la ropa al piso, cerró el grifo y probó con la mano que el agua no estuviera demasiado caliente. Listo, primo, ahora, sácate la ropa interior y métete al agua. Todo se salió de proporciones al ver el cuerpo desnudo tendido bajo el agua. Sin poder controlarse, tomó una esponja y empezó a frotar la piel de cobre. ¿Qué estás haciendo?, le preguntó Edson, ¿estás loco? Ernesto se detuvo por unos instantes, esperaba que Edson le pidiera que se fuera, que lo dejara en paz, pero no lo hizo. Por el contrario, cerró los ojos y se relajó por completo. Muy despacio, volvió a colocar la esponja sobre el pecho desnudo, casi no rozaba la piel. El presentimiento de algo oscuro bullía en su interior pero no podía dominar el instinto, no podía detenerse. Después de todo, Edson no se estaba rehusando a las caricias, después de todo, él seguía con los ojos cerrados, como no queriendo ver, o quizá, como queriendo imaginar escenas lejanas. Nada existía en el mundo. Sólo Edson dejándose tocar. Sólo la certeza de saberse pleno, más cerca que nunca de si mismo, con unas ganas terribles de mirarse al espejo y estallar en carcajadas de alegría plena. Luego, después de que todo había terminado, mientras su primo dormía muy tranquilo en la cama de su hermano y él lo contemplaba desde el vano de la puerta, Ernesto tuvo la clara certeza de que no habría vuelta atrás. El viaje más oscuro y radiante de su vida, el único, había comenzado.
Se terminó de bañar. Cerró el grifo. Se envolvió en una bata de felpa blanca. Tomó el vaso de whisky y lo secó de un solo trago. Fue a la cocina, tomó la botella y se dirigió a su habitación. Encendió la luz. Colocó la botella y el vaso sobre la mesa de noche. Se sentó al filo de la cama. Abrió un cajón. Sacó un maletín rectangular en la que guardaba todo su maquillaje. Volvió a llenar el vaso. Encendió otro cigarro. Luego de la primera calada, una tos seca y metálica lo obligó a agarrarse el pecho con ambas manos para intentar aplacar el dolor. Dejó el cigarro sobre el cenicero que descansaba sobre la mesa de noche. Abrió la caja. Sacó un frasco de crema y la aplicó con mucha paciencia en los brazos y en las piernas. Después, sacó un frasquito de esmalte para uñas y una bolsa de algodón. Colocó sendas bolitas blancas entre los dedos de los pies flacos y huesudos. Agitó con fuerza el pomito, lo abrió y, muy despacio, empezó a cubrir las uñas con ese esmalte rojo fuego que tanto le gustaba.
Durante dos años Edson fue su amante. El primer hombre de su vida. Lo único que a Ernesto le molestaba era que sólo iba hacia él cada vez que estaba borracho. No había manera de que sucediera algo en el campo de la sobriedad. Ni siquiera lo miraba directo a los ojos. Es más, lo trataba con cierta indiferencia, o peor aún, como si nada de lo otro estuviera ocurriendo entre ellos. Pero cuando se emborrachaba todo cambiaba. Ernesto había establecido ya esa relación directa entre el alcohol y el sexo. Y, ni bien lo veía destapando las primeras botellas, su corazón empezaba a segregar las sustancias celestes del deseo. Sabía que entonces sería posible acariciar ese cuerpo atlético con el que tanto soñaba. Estaba enamorado. Loco por completo. Escribía su nombre en las páginas finales de sus cuadernos y lo decoraba con corazones y flores. Escribía largas cartas de amor que guardaba celosamente bajo el colchón de la cama. Qué feliz se sentía. No importaba nada más que ese amor desmedido que, en el fondo, sabía jamás sería correspondido. Se acostumbró a las migajas que Edson le daba cuando estaba lo suficientemente ebrio como para fingir no darse cuenta de lo que estaba haciendo. Y, sus encuentros secretos y furtivos, fueron ganando en osadía hasta que llegó esa tarde oscura de Julio. Ernesto entró a la casa luego de un día de colegio y encontró a sus padres sentados en la sala. Ella lloraba desconsolada y él sostenía entre las manos las cartas de amor que él le había escrito a Edson. Lo botó como a un perro. Le dijo que agarrara sus cosas y se largara. Lo borró por completo de su memoria. Nada pudo hacer su madre si no llorar y llorar. Le dijo que se avergonzaba de él, que si pudiera lo mataría pero que no quería terminar en la cárcel. Lo golpeó hasta cansarse. Ernesto no dijo nada. Ni siquiera lloró. Metió su ropa en una mochila y se fue.
Terminó de pintarse la uñas de los pies y las de la manos. Bebió y volvió a llenar el vaso. Se echó en la cama para esperar que el esmalte se seque. El efecto del alcohol empezaba a tomar el cuerpo con esa calma inexplicable. Encendió otro cigarro. El silencio de la noche próxima se acrecentaba en la mente. Tosió. Tomó el cenicero y lo puso sobre su vientre. Pensó en su familia. Hacía ya diez años que no había vuelto a hablar con ellos o a verlos. Salvo por esos días en los que la nostalgia lo llevaba de regreso al barrio. Entonces, observaba su casa desde la esquina, nervioso, oculto tras el maquillaje, la peluca y los enormes lentes de sol. A veces se quedaba mucho rato de pie, esperando ansioso a que su madre saliera rumbo al mercado. Qué ganas le daban entonces de correr hacia ella, de abrazarla. Pero nunca lo hizo. Dio una calada larga y el dolor arremetió de nuevo. Se preguntó, así como lo había hecho muchas veces, si su padre se habría arrepentido de haberlo echado de la casa con tan sólo quince años. Sabía que lo más probable era que no, pero le gustaba pensar que sí, que se arrepentía, que cuando se quedaba sólo le asaltaban los remordimientos. Bebió. Se volvió a preguntar también, cómo diablos habrían explicado su repentina desaparición. Su padre era demasiado macho como para aceptar ante el resto de la familia que tenía un hijo maricón. ¿Me habrán matado?, ¿me habrán enviado a un país lejano?, ¿qué mentira habrán inventado? ¿Y, mis hermanos?, ¿cómo habrán sobrellevado todo lo ocurrido?, ¿me recordarán siquiera?, ¿o ya me habrán borrado por completo de sus memorias? ¿Y Edson?, ¿como le habrá ido a Edson?, ¿mi padre habrá hecho algo en su contra o lo habrá perdonado por ser el goleador del equipo del barrio? Fumó. Ya que importa, se dijo. Ya nada importa. Mi única familia es Shirley. Ella se encargará de todo. Como siempre.
Te maldigo, para mí estás muerto. Fueron las últimas palabras que le escuchó decir a su padre antes de que la puerta de su casa se cerrara para siempre. Solo, desesperado y sin saber qué hacer, deambuló por las calles del barrio. Pensó en tirarse bajo las ruedas del primer autobús que pasara por la carretera. Pensó en caminar hasta el primer edificio alto que encontrara en su camino para subir al último piso y saltar al vacío. Pasó varias veces por la puerta de su casa. Tenía unas ganas locas de tocar la puerta y suplicar arrepentido. Pero no tuvo el coraje para hacerlo. El miedo que le tenía a su padre era superior a todo. Terminó sentado en un parque muy cerca de su casa. Lloraba, esperaba en vano a que su madre apareciera en la penumbra a decirle que regresara, que su padre estaba arrepentido. Sacó una casaca de su mochila, se la puso, se recostó encogido al costado de un árbol y siguió llorando. Lo despertó el duró frío del amanecer limeño. Recogió su mochila y empezó a caminar sin rumbo. Fue entonces que, al doblar una esquina, vio a la mitad de la cuadra a Shirley barriendo la puerta de su casa: ¿Qué te pasa?, le preguntó al verlo tan triste. Me han botado de mi casa, respondió. ¿Qué?, No puede ser, Ven, pasa, pasa, Cuéntame, qué ha pasado. Shirley era alto, de piel trigueña y pelo rubio hasta los hombros. Tenía una peluquería en la salita de su casa en la que atendía a todas las chicas del barrio. Lo recibió con mucho cariño desde un principio. Sin dudarlo siquiera, le ofreció un espacio donde quedarse, una cama, un plato de comida. Nunca antes lo habían tratado de esa manera. Nunca antes lo habían hecho sentirse tan bien consigo mismo. Uno es lo que es y hay que aceptarlo. No hay más vuelta que darle. El problema no eres tú, Ernesto, el problema son tus padres. Shirley fue más que un amigo, una madre. Le enseñó con mucho gusto el oficio de la belleza y el arte de sobrevivir siendo uno mismo. Fue él también quien le puso La Reina mientras le teñía el pelo de rubio. Despertarse cada mañana con una sonrisa y vivir contagiado por las tremendas ganas de vivir de Shirley, así como conocer a sus amigas, escuchar sus historias entre música y cervezas, todas semejantes o peores que la suya, lo ayudaron muchísimo en el proceso de superar la crisis emocional y la depresión provocada por el rechazo. Sin embargo, la felicidad no duró mucho.
Apagó el cigarro y se levantó. De un cajón de la cómoda sacó toda su ropa interior y la tiró sobre la cama. Escogió un conjunto de encaje negro y se lo puso. Acomodó el pene como sólo un travesti experto puede hacerlo. Se puso el sostén y colocó los rellenos de esponja para las nalgas y el pecho. Cada vez que empezaba a realizar aquella transformación, algo en su cuerpo reaccionaba con un placer sutil e intenso. Así como lo que dijo Agrado en “Todo sobre mi madre”: Uno es auténtico en la medida en la que se parezca lo más posible a como se ha soñado. Cuanta verdad en esas palabras. Como disfrutaron Shirley y ella cuando vieron la película en un cine del centro. Se rieron y lloraron con locura. Desde esa película se volvieron adictas al cine de Almodóvar. Se miró en el espejo y se sintió como uno de sus personajes. Como una Rosi de Palma, sí, así como ella, fea pero bonita al mismo tiempo. Secó el vaso de whisky y lo volvió a llenar. El alcohol suavizaba su reflejo, lo hacía más tolerable en su fealdad y en su decadencia. Se sentó al filo de la cama, tomó un par de medias negras de nylon y se las puso. Su vida había sido un drama al mejor estilo de Almodóvar. Por eso mismo no podía hacer otra cosa que comportarse como una reina y punto. Se recostó en la cama y pensó en Shirley, en que vendría al día siguiente. Sintió una breve ráfaga de pena recorriendo la piel. Se preguntó si su padre o sus hermanos habrían tenido que ver con la desgracia aquella que los obligo a dejar del barrio. Pobre Shirley, se dijo. Ernesto sentía que él la había tocado con su maldita mala suerte. La que llevaba encima por culpa de su padre. De eso estaba seguro.
Era sábado. Habían estado tomando cerveza y escuchando música toda la tarde. A la media noche decidieron acostarse. Pero ni bien empezaban a conciliar el sueño un estruendo de cristales rotos las levantó en vilo. Luego escucharon una serie de voces de hombres que venían desde la sala. Shirley se levantó y Ernesto salió tras ella. Al llegar a la sala encontraron a cuatro hombres con pasamontañas y patas de cabra que estaban destrozando todo lo que encontraban a su paso. Maricones de mierda, gritaban, sidosos del diablo, nadie los quiere en este barrio, váyanse de acá cabros salados. Shirley corrió a la cocina en busca de un cuchillo para defender lo que con tanto trabajo había logrado, pero uno de los tipos la vio y le atestó un golpe fortísimo en la cabeza que la dejó sangrando y tendida en el suelo. Ernesto sólo atinó a correr hacia ella y observarlo todo mientras le sujetaba cabeza aterrado. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo: El odio desplegado por esos hombres. Los espejos explotando en mil pedazos y esa galonera anaranjada con la que uno de ellos empezó a rosearlo todo. A Ernesto no le hicieron nada más allá de las infinitas amenazas. Después vino el incendio. Las lenguas de fuego devorando la vida de Shirley por completo. La culpa se quedó enquistada en el corazón de Ernesto, a pesar de que, Shirley, le dijo después que le iba a estar eternamente agradecida por haberle salvado la vida. Cuando los bomberos terminaron de apagar las llamas, ya no quedaba nada, sólo un armazón negro cayéndose a pedazos.
Se puso el vestido de lycra rojo, el que mejor le quedaba. Saco sus botas de charol negro y, mientras se las ponía, las lágrimas empezaron a resbalar por el rostro sin expresión. El alcohol confundía las emociones contenidas. Se secó las lágrimas, agarró la caja del maquillaje y empezó el proceso final de la transformación. Untó el rostro entero con base oscura a través de la cual se percibía el color cenizo de la piel. Dibujó las cejas sobre los huesos de la frente. Pegó las pestañas postizas con delicadeza. Pinto los labios de un rojo incendiado. Delineó la boca de la Reina más allá de los labios. Aplicó chapas sobre los pómulos salidos y cerró la caja. Se puso de pie y se miró frente al espejo. Esa era ella. La Reina. La única. La verdadera. Ernesto era alguien que ya no conocía. Una historia oscura del pasado. Un error terrible que la había llevado por laberintos nefastos. El único culpable.
Se refugiaron en la casa de La Diabla, una de las amigas de Shirley. Entonces Ernesto conoció el verdadero rostro de la noche. Ahí donde Shirley había comenzado su sueño del salón de belleza. Las esquinas tristes de la avenida Arequipa, de la Javier Prado, de la Canadá. Esas largas noches esperando a los clientes que, pronto descubrió, eran de todo tipo. Jóvenes, viejos, borrachos, fumones, ricos, pobres. Se dio cuenta entonces que no era un bicho raro, que habían mucho hombres llevando la doble vida de la urbe. Casados respetables, hombres de familia que esperaban las altas horas de la madrugada para dejarse llevar por el lado oscuro del deseo. Al principio fue muy raro. Un acto extraño de intercambio. Sexo por dinero. Dolor. Asco. Rara vez el placer de un hombre guapo. Pero el dinero llegaba y, según Shirley, pronto podrían independizarse y salir de eso. Sin embargo, Ernesto nunca pudo dejar de sentir la culpa. Y, ni bien hubieron reunido el dinero para alquilar una casita en el Cono Norte y empezar de nuevo el negocio del salón de belleza, Ernesto desapareció. Tomó sus cosas y se fue arrastrando su mala suerte a cuestas.
Sacó toda la ropa de sus cajones, la llevó a la sala y la tiró sobre la mesa de centro. Se sentó en el sillón y ató todas las medias de nylon con nudos fuertes cuya resistencia comprobaba con las manos. Tomo la botella de whisky y bebió directamente del pico. Se subió al sillón y amarró la tira de medias a la biga de madera que sostenía las calaminas del techo. Shirley vendría al día siguiente. Tomó el encendedor, encendió un cigarro y le prendió fuego a su ropa. Shirley se encargaría de todo. Ella sabría comprender. Ella era la única capaz de comprender. Terminó de fumar frente al fuego que empezaba a correr sobre la alfombra, se subió al sillón, ató el extremo de las medias alrededor del cuello y, con una sonrisa desmedida en el rostro se despidió de Ernesto y, como una Reina, saltó.
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