Monday, April 03, 2006

Una venganza

Autor: Miguel Ruiz Effio
(Lima, 1977)

Para Rosa: La felicidad debe tener la forma de una sala de cine y el aroma
de tu cabello recostado en mi hombro.


La casa estaba vacía cuando él llegó, y no encontró señales que le indicaran qué significaba esa ausencia. Era sencillo deducir que ningún ser humano había habitado aquel lugar desde hacía mucho tiempo; lo revelaban las múltiples picaduras en las paredes de madera, los techos en decadencia, la hierba que empezaba a asomar entre las tablas del piso. Sorpresivamente, casi por casualidad, divisó la silueta de un jinete que se acercaba desde muy lejos, a todo galope, castigando al caballo con la varilla para que aumentase la velocidad aún más allá del límite de sus fuerzas. Parecía que venía a buscarlo, pero era imposible asegurar que se tratara de algún conocido suyo. Eran casi las seis de la mañana y difícilmente habría alguien despierto a esa hora, por lo menos en aquella región. El jinete se acercaba, pero aún no se podían reconocer sus facciones; estaba bastante oscuro todavía. Pensó que era mejor estar preparado, es mejor prevenir que lamentar, le habían dicho siempre. Lentamente fue desenfundando el cuchillo que tenía oculto en el cinturón, cuidando que el jinete no se percatase de sus movimientos, no fuera a ser que se tratase de un enemigo que estuviera mejor armado.

Ya tenía el arma en la mano cuando vio que el jinete descabalgaba antes de llegar a la casa, a unos cien metros de la entrada, y se aproximaba lentamente mientras su caballo lo seguía haciendo un ruido seco con los cascos. Por unos segundos la silueta se detuvo, se acomodó algo que llevaba en la mano izquierda y siguió andando. Si lo que sujetaba era un arma tenía que ser un zurdo, pero él no recordaba haber conocido alguna vez a alguien que manejase bien la mano izquierda. La penumbra del crepúsculo le permitió apreciar el poncho de color verde, las botas negras que ahora aparecían cubiertas de barro. Se sobresaltó: de pronto le parecía recordar a alguien con esas características, esa manera de andar, ese movimiento nervioso de las manos. Descartó esa posibilidad porque lo remitía al recuerdo de alguien que él mismo había enterrado quince años atrás, una noche lluviosa, después de una pelea con navajas. Nunca había sido supersticioso; menos aún hubiera creído en aparecidos. Ya podía oír sus pasos, el sonido de las hojas crujiendo debajo de sus botas. Y si se acercara tanto que pudiera matarme con un solo golpe de navaja, si de pronto saca un revólver y no me da tiempo para reaccionar, y si yo lo mato a él primero. Divisó un brillo tenue entre las manos del hombre que se acercaba: podía ser el acero de una navaja, pero el ruido metálico le indicó que se trataba del tambor de un revólver donde introducía algunas balas. No había más casas en un kilómetro a la redonda: un disparo a esa hora de la mañana no despertaría a nadie. Pensó que sería absurdo morir de esa manera, completamente solo, en un lugar adonde ni siquiera tenía que haber ido (Temporada de caza. Te espero lunes en mi finca), atrapado inocentemente en una emboscada a la que se había dejado llevar con la docilidad de un cervatillo. El telegrama de un viejo amigo no era suficiente razón para haber acudido solo a un lugar así, tan apartado del resto del mundo. El niño que me jalaba del poncho era zurdo, pensó, y la luz amarillenta del amanecer lo devolvió a un campo sembrado de algarrobos hasta donde llegaba el murmullo del río como un responso lejano.

No necesitaba un gran esfuerzo para deducir el desenlace. Cuando sintió el primer disparo ya había reconocido al sujeto del poncho verde, pero a esas alturas resultaba inútil mostrar su extrañeza. Todavía faltaban tres giros del minutero de los relojes para que se anunciasen las nueve. La gente de aquella región dormía hasta muy tarde, recordó una vez más: era sencillo imaginar que recién entonces encontrasen un cadáver y que ya no pudieran ubicar al responsable, o que simplemente no les preocupase. Pensó en escapar: un impulso repentino lo alentó a intentarlo, pero el dolor de la herida en la pierna lo tiró al suelo, boca abajo, y sintió el sonido de aquellas botas fangosas acercándose lentamente, sin ninguna prisa. De seguro que aún quedaba por lo menos una bala más en el revólver. Oyó el girar interminable del tambor y los proyectiles entre las manos de su verdugo, pero no quiso verle la cara: una lágrima corrió incontenible por su mejilla, y se vio a sí mismo, quince años atrás, acercándose silenciosamente a un hombre tendido en el suelo, mientras un niño de diez años le jalaba del poncho, le rogaba que por favor no matara a su padre.