Recuerdos
(Cusco, 1985)
“¿Dónde estaba el mensaje? ¿Qué decía el mensaje? En ese momento empezaron los fuegos de artificio y el cielo resplandeció. Luminarias rojas, azules, naranja, ascendían alumbrando como nunca el rosedal. Silvio trató otra vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de tintes, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco...”
Julio cerró el libro sin terminar de leer el final que ya conocía. Había leído aquel cuento dieciséis veces. En cada una, siempre, creyó descubrir algo nuevo, algo que de alguna manera se relacionaba con su propia vida. Se apartó del escritorio y se echó sobre la cama, extendiendo sus brazos y piernas. Levantó su mano brevemente para apagar la luz de la habitación y escuchar en silencio las canciones que sonaban en la radio. Cerró los ojos.
¿Qué faltaba en su vida? Sentido, se dijo a sí mismo. Prefirió no pensar en ello. Quiso que su mente viajara por el río de sus recuerdos, donde se refugiaba cada vez que sentía miedo. Vinieron a su mente la imagen de sus padres aplaudiéndolo una mañana de agosto, en medio de la plaza del Cusco, mientras bailaba capac colla. Vino a su mente el recuerdo del día en que ingreso a la universidad y Carmen lo abrazó y le dijo que lo quería mucho. Su imagen subiendo a un bus que lo llevaba a Lima pasó fugazmente.
Entre la sucesión desordenada de imágenes, una lo paralizó. Era el recuerdo de un jueves, del último jueves en el que se sintió vivo. Se vio a él mismo, abrazando una almohada y diciendo que aquel día era el mejor de su vida, que la vida era hermosa, irrepetible y única. Sintió -creyó sentir- el calor de un beso que lo fulminaba. La imagen del primer amor pasó nuevamente e hizo que contuviera la respiración por unos segundos. Débil, se increpó, eres débil. Ya no le importaba, siguió recordando.
Recordó a un amigo que le tocaba el hombro y le decía “bien hecho”. El sonido del ulular del viento vino a su mente y sintió temor. Aparecieron las hojas de los eucaliptos tambaleando en la oscura noche en que caminaba hacia el señor de Huanca. La escarcha que entumecía sus manos y el olor del café en las alturas de Ocongante volvieron. Todo era tierno en el pasado, pero ahora todo estaba perdido. Aun así quiso llegar más lejos, hundirse más, no abrir los ojos a la realidad y siguió recordando, pero esta vez los recuerdos ya no eran bellos.
La mano de Carmen que se apartaba. El día en que murió mamá. Las paredes frías del hospital y unas sondas en su boca. La humillación de sentirse sólo. El deseo de abrazar a alguien y no encontrarlo. Una niña mirándolo y riendo con crueldad. El recuerdo de los meses perdidos en la monotonía. El sueño del primer amor que nunca fue. Todo, ahora, era cruel.
Quiso volver sobre sus recuerdos bellos pero no pudo. Imagen tras imagen volvían recuerdos llenos de dolor y soledad. Muertes, fracasos, amores perdidos y desilusiones se continuaban. Un mundo ininteligible que lo abrumaba. El dolor de no tener certezas.
Estuvo a punto de prender la luz y abrir los ojos, pero se resistió. No, no otra vez, pensó. Quiso volver sobre lo bello. Recordó las películas que lo hicieron feliz y los libros que amaba. Trató de no sentir la angustia por saber que su vida dependía de aquellos objetos y que terminaba siendo algo impersonal. Pero las historias de viajeros y caminantes, sordos, vaqueros, seres infernales y mundos fantásticos lo llenaron de alivio. El dolor y el amor se juntaron. Mundos dulces y amargos en aquellas historias, en aquellos recuerdos. No prendió la luz.
En la oscuridad, tomó el libro de cuentos y lo apretó con fuerza contra su pecho. Un último recuerdo vino a su mente: “Era una noche espléndida. Levantando el violín lo encajó sobre su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor”.
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