Saturday, April 14, 2007

LA ÚLTIMA PARADA

[cuento]
Juan Carlos Romero Girón


Es una tarde única, muy distinta a muchas otras tardes normales. Tristemente el tiempo se presenta sosegado. Aprovechando la última parada del viaje, por vez primera pronuncia lo que siempre le estaba negado por su estúpida creencia de varón primitivamente formado.

-Te amo intensamente desde el día en que te conocí. Ella sumisamente permanece callada, con los ojos cedidos por el cansancio.

La calle luce desolada. El cielo advierte un azul pálido, el bullicio del viento ha desaparecido por un instante. Empujado por el cese oportuno de las cosas, se va procurando lentamente grandes dotes de animo, durante el recorrido no a querido hablarle, no a tenido las fuerzas necesarias para dirigirle palabra alguna, y es que en su conciencia reposa el recuerdo de lo cruel que a sido con ella. Quien en su venerable y sufrida vida, la única falta que ha cometido es haberlo amado. A cada evocación sus males se desbordan para aprisionarlo y hoy, más que nunca, el remordimiento lo ha tomado por asalto. Hace poco a vuelto de sus acostumbradas escapadas, con otras, que en nada se parecen a ella. Es uno de los tipos de los tantos que hay, un don Juan, libertino y fanfarrón, que llegado el momento se divierte como si no hubiera un mañana. Y hoy por única vez es conciente de ser el causante de que su mujer emprenda el viaje a muy temprana edad, parece ser que la gracia divina a tocado su cruel, laxo y tozudo corazón. Antes de que ella emprenda el viaje, lo que debe decir, es lo que nunca dijo, en su tan descarriada vida.

Ella. Una mujer de las pocas que quedan bajo el firmamento, de un buen don humano, con quien la vida no ha sido muy justa, algunas veces ha sido tremendamente horrible y dura, muy dura. Han sido contadas las veces en que también ha sido bella, como cuando nacieron sus dos hijos, por quienes se deshizo y soporto las peores calamidades. Y hoy en el silencio absoluto, sin el grato bramido del viento, con el compás ausente del canturreo de las palomas, sin el eterno cielo sereno y azulado y sin la compañía de los que apasionadamente ha querido. Debe partir. Pues le ha llegado la oportunidad única que da la vida. Él por su parte, quisiera ir junto a ella y así poder enmendar lo que no hizo en su debido momento, quisiera estar a su lado para conquistarla como religiosamente están acostumbrados los hombres de buena fe a ser suya a una mujer. Pero hay hijos que cuidar.

Detrás de él, silenciosos también esperan, los pocos amigos con los que ella ha congeniado lejos de su familia y de su tierra, son los pocos amigos que uno encuentra en los lugares donde no se cuenta con la libertad absoluta para hacer o deshacer las cosas, son amigos que cuando las cosas de la vida no marchan del todo bien, bienaventurados como caídos del cielo recaen ante tu presencia y dignamente te enseñan que la vida, a veces, aunque en pequeñas porciones es bella, inmensamente bella. Ignorados por el marido han venido, para desearle con justa razón un feliz viaje. Pero, él, como siempre ha creído que por ser su esposa es como si fuera de su propiedad, y por tal legitimidad ha dispuesto tomarse el tiempo que crea conveniente para hablar con ella. La mira. Y como si esta fuera la primera vez advierte en ella su hermosura que a pesar de sus años y de las tantas golpizas que le propinaba conserva todavía su subliminal perfección. Los golpes injustos que ha recibido a sabido bien guardárselos muy dentro de ella, de tal forma que su aspecto físico, se muestre ante los ojos del hombre que siempre amo, con toda la claridad que le brindo la naturaleza. Su cuerpo firme y dotado de hermosura, se mantiene como en sus años mozos cuando era de verdad feliz. Ese velo blanco guarnece su rostro cansado y marchito, ella va trajeada lindamente con el vestido que nunca llego a ponerse. Sobre sus negros cabellos – entremezcladas con unas cuantas canas perdidas- lleva sujetado un gancho de su madre, que con su aprisionar han calmando el bailoteo de su blanda cabellera, como cuando era niña. Sobre su cuello reposa, un collarcito flotante de la “Virgencita de Chapi”, conocedora de sus maltratos incontables. A quien casi siempre a tenido que recurrir para descargar sus penas, y hacerlas mas livianas.

- Perdóname, por haber sido muy malo contigo.

- En silencio siempre te he amado. Perdóname por no haberte demostrado mi cariño.

Su rostro rígido y envejecido, se mueve, cuando mansamente le habla, parece por el tono irónico de su voz no muy apenado, ni sus ojos vivaces sueltan ni por asomo pequeñas gotas de lágrimas, permanece a su lado mirándola fijamente, mientras en los rostros apesadumbrados de los otros, se vislumbra un desconsuelo muy profundo y dan rienda suelta a sus lágrimas. Ella permanece inmóvil como queriendo con su silencio eterno vengarse de ese hombre que le hizo pasar muchos sufrimientos. Permanece con la boca sellada, y parece ser que a optado por no responderle, de alguna manera se regocijara al saber que ese hombre duro e incomprendido tiene dentro de si un amable corazón, pero ya es tarde, quedara sólo para él , la maldición del eterno sufrimiento.

- Se que siempre quisiste que llegara este momento. Ahora me dejas. Quiero que sepas que, hoy, la habitual bondad de mi corazón de cuando era niño ha vuelto a renacer.

Él no llora, quizás llora su corazón. Por la dura realidad que ha tenido que afrontar durante su niñez, es incapaz de entregarse a sus brazos y abrazarla y con todo lo que siente muy dentro de él quisiera decirle que siempre la amado y querido, pero es tanta la terquedad y el egoísmo que recorre por sus venas que no piensa sucumbir y mostrar su lado mas débil. Pues se avergüenza descubrirse ante lo ojos de los demás que dentro de ese físico pedregoso, descasa, el niño manso e inocente que algún día muy distante fue.

Uno de los otros, hace caer su mano, sobre su hombro robusto y abatido indicándole que es hora. Ella tiene que partir. Él, no parece reparar, a perdido la noción del tiempo y el espacio, estos últimos minutos que le queda para él sólo existe ella, y nada mas. Tal vez la iluminación se ha impregnado muy dentro de su corazón y parece haberle quitado ese antifaz que tenia desde que era joven y hoy mas que nunca a dadóse cuenta que fueron tantos los errores que había cometido para con ella, la había maltratado vilmente, abandonado cuantas veces quiso para recaer en el regazo sumiso de otras tantas desafortunadas. Y hastiado de los placeres indómitos de la carne con la complicidad del tiempo que con su pasar veloz hace olvidar las amarguras, volvía a seguir explotándola.

Con la dicha angustiosa, pero dulce, de saberse eternamente enamorada de su hombre. Sabiendo también que con ímpetu y valor ha sabido resistir a cada golpe de la vida. Con la dignidad imperecedera a vivir una vida más digna que la que tuvo. Hoy se marcha. A sus cortos 42 años, bien a sabido que la vida es un autentico sufrimiento y que el mundo esta lleno de dolor.

Hace recién unos cuantos meses, él, ha reparado que sus dos hijos ya han crecido y claman con justicia ser reconocidos, y de tantas veces haberlos negado, con la silenciosa presencia de la madre los ha aceptado. Hoy, que ha vuelto a nacer - con el sufrimiento de su alma rendida - a pedido durante la semana, miles de disculpas a los que tanto daño hizo.

Y su venganza para con el hombre culpable de su pronta despedida, es quizás, no haber oído todo lo que él ha dicho, por que ella se a vengado con su silencio y con su mirada ausente. Por que ella. Ha muerto. Su cuerpo reposa tiesamente en el vestido que no llegó a ponerse el día de su matrimonio. Y es ésta – con el recibimiento quieto del día que desfallece - su última parada, antes de ingresar al camposanto y pasar a una mejor vida, si Dios se lo permite. Seguro que sí.

NO SÓLO ES AGUA

[cuento]
Juan Carlos Romero Girón


Son ya las tres de la tarde y, Mamá no llega, son pocas las veces que su retraso ha pasado de los 10 minutos, pero ya llevo más de 40 minutos esperándola. ¡¿No sé qué habrá pasado?! Me fastidia que no me acompañe a lo que ella misma me ha acostumbrado: ver a Papá fluir por debajo del puente. Es como un ritual que le rendimos en memoria a su muerte, una vez a la semana venimos al río que esta a unos kilómetros más abajo de nuestra casa. Los viernes al salir del colegio me dirijo de frente al río, Mamá después de dejar lista la comida me da alcance. Pero hoy no vino.

De regreso a mi casa tampoco la he encontrado, todo me parece misterioso. La comida esta como todos los días, envuelta en un mantel de lana. Esta media fría. Igual en el taper no queda nada, ni los huesitos del pollo.

Van a dar como las seis de la tarde y ella que no llega.

La bulla generalizada del campo lentamente va llegando a su fin, como la tarde que agoniza, los pajarillos se van acurrucando en sus nidos, las vacas van rumiando silenciosas sólo para ellas, el débil graznido de los búhos se oyen remotamente, y muy cerca algún perro con su aullido pretende opacar el silencio y encumbrar de nuevo la bulla que descansa.

De pronto la puerta de la entrada rechina angustiosamente. ¡Es Mamá! Corriendo salgo a su encuentro, de inmediato lanzo la pregunta que estaba mortificándome.

- Mamá, ¿Por qué no fuiste?

- ¿No fui? ¡A donde!

- Al puente. A ver el río, y ver a Papá -, respondo.

- Hijo de que río me hablas, ¿cuál puente? Tú padre nos dejo y no se sabe donde estará. Mira hijito, son como las diez de la noche, es sólo un sueño, ve, descansa. Hoy el trabajo ha estado pesado. Necesito dormir.

Me despierto con el reinicio del bullicio: el gallo que no deja de cantar, las vacas que no dejan de mugir, los caballos que no dejan de relinchar, los perros que ladran lastimeramente.

Bajo a la cocina, Mamá esta elegantemente vestida con su terno de oficina.

- Hola hijo, como amaneciste -. Me dice

- Bien Mamá -. Mami, por la tarde podemos ir a ver el río.

- Sigues con eso verdad. Por estos lugares no hay ningún río, ni puente, ni cosa parecida. Tú sólo has soñado. Mira. De este caño sale agua, como por el río que sólo discurre agua y es sólo agua y nada mas, como tu sueño, es sólo un sueño.

Mamá se ha ido al trabajo, me dejó comida para que la calentara, ha dicho que no volverá hasta muy entrada la noche. Hoy no hay clases. Es sábado. Después de tomar desayuno, he decidido volver al puente, a ver si puedo distinguir por entre las aguas del río a Papá. También, deseo saber si por debajo del río corre agua y es sólo agua y nada más. Como tercamente me lo repite Mamá.

Por un polvoriento camino, rodeado de árboles verdosos que amablemente se desprenden de su savia fresca, llego al puente. Es un río pequeño, de poca agua y muy mansa. Agarro varias piedras y una a una voy arrojándolas a la corriente que sólo es agua. Las piedras sin mayores dificultades se sumergen para perderse en lo más recóndito del rió. La corriente no parece poner resistencia a las piedras. Cada vez que arrojo con todas mis fuerzas o calmadamente, las piedras, sin mayores problemas igual se sumergen.

Dentro de él no esta Papá, sólo fluye agua y nada más. Mamá tenia razón el agua es solo agua.

Cuando de pronto una densa neblina, espesa y turbia emerge de los suelos y comienza a taparme. No veo más allá de unos cuantos pasos. Estoy asustado. Las neblinas por estos sitios son muy esporádicas. Cada vez más turbia y pesada la neblina va opacando por completo el río y sus alrededores. Por momentos sólo se escucha el inocente borboteo del discurrir del río. No sé qué hacer. Decido a tientas marcharme. Casi al final del puente, una imagen como formada por la neblina se viene acercando lentamente hacia mí. ¿Será Mamá? ¡Que alegría! ha venido a decirme que Papá no esta en el río, y que por él, fluye agua y nada mas. Pero ¡no! Es un hombre de aspecto sensible y envejecido, con un costal al hombro, se viene acercando. Lo saludo.

- ¡Buenos días señor!

- Como estas jovencito, ¿Qué haces por estos campos solitarios? Te has perdido.

- No, señor. He venido a ver el agua del río, y que al final es sólo agua y nada más.

- De veras crees, que el agua es sólo agua y nada más.

- No sé. Pero en el río no veo otra cosa que sea agua.

Amablemente me pide que me siente - te explicare que el agua no es sólo agua- a cogido una pequeña piedra y va lanzándola al cielo una y otra vez.

- Te diré. Que la vida es un ciclo de transformaciones. No es eterna. Está en constante cambio. Y mostrándome la piedra, prosigue. Esta piedra, dentro de un tiempo determinado quizá sea tierra o tal vez polvo, y ese polvo se convertirá en un arbusto o en otro ser, de la misma forma que el agua hoy se te presenta como tal, como agua, algún día puede ser otra cosa, y en general las cosas dejaran de ser lo que hoy son, para luego adquirir otro valor y otro sentido.

Al escuchar atentamente su explicación, volteo la mirada a contemplar el agua - en la que creo ver a Papá - que algún día será otra cosa ¿pero qué cosa? ¿No lo sé? Quiero agradecerle por su explicación, vuelvo la mirada hacia él. Pero ya no esta. Se ha marchado. Más de pronto el esclarecer del día vuelve a mostrarse como siempre, la neblina se borra dando pasó a lo incierto, estoy en medio de la nada.

Sin reparar a mis alrededores sólo corro y corro, hacia el trabajo de mi madre. Le diré que el agua no es sólo agua, que la piedra no es sólo piedra y que algún día se trasformaran, para recibir otra vida nueva. La calle adquiere otra realidad. Esta tupida de carros. De tiendas. De edificios. De peatones y de bullicio. Mamá trabaja en una notaria. Jadeante, llego a su oficina – sin tocar - abro la puerta y me quedo absorto. Mi madre no es mi madre. Es otro ser. Es mi Padre. Sin los saludos de por medio pregunto por mi madre. Más él me mira con dulzura y me dice -. Mira hijo, tú sabes que tu madre ha fallecido hace 14 años ya, pero me alegra que siempre la recuerdes y preguntes por ella. Después de estar un rato con Papá, recordamos que Mamá se nos fue en un accidente de transito, y como ella había falleció en el torrente de un río, quizá por eso sueño con ella y la veo fluir en las aguas del río. Salgo de la oficina y me voy de regreso a casa.

Sin duda lo que ha pasado conmigo podría ser sólo un sueño y nada más. Pero me alejo rebosando de una colosal alegría. Así como el agua no es sólo agua. La piedra no sólo es piedra. Mis sueños no sólo son sueños. Quizá algún día, se transformen en realidades y pueda por fin conocer a Mamá y ser quizás el testigo presencial - un día muy lejano – de la trasformación de las cosas.

8 Poemas

[poesía]
Denise Vega Farfán


Oscuridad

Humedecida hollada

Y no saciada la oscuridad

Persiste

Dilata más las cuencas

Estruja la cárdena cima

La mujer en su insistencia

Cede su cuerpo como la sed del jaguar

A la sangre de una liebre

Es la cruz central del sacrificio

Cada poro se desbasta y vuelve a tramarse

La ebullición cuesta abajo

Es un hogar de rojas y azules exequias

En la oscuridad esa mujer sortea nombres

Mientras que cómo infantiles recuerdos

Punzantes manos la auscultan más allá

Del revés de sus ojos

Hasta que finalmente en medio del más alto gemido

Encuentra el suyo

Despegarse de sí

Como el sol de sus vanas metáforas

Descubrir los verdaderos reflejos del silencio

Verse partir de mil formas

Como un pequeño fuego

Un animal mitológico

Una égloga vacía

U otro camino de batientes horizontes

Ah

Pero todo sería menos soez

El hundir fúlgidamente mis pasos

Hasta en cualquier lenguaje surcado

Por venenosas fragatas con baluartes

De sanguinolentas patrias

Sin fermentar mis raíces

Si tan sólo la mano túrgida de luz

Emancipadora

Que prometiste sobre mi cabeza

Se construyese

Hasta quedar en mis ojos un pabellón

De definitivas señas

Tu cuerpo cae en el poema

Como en un lecho de vivas lápidas

Ha muerto tu nombre

El aire de tus alas

El misterio que aullaba advirtiéndote el encanto

Como en una procesión detrás de tus ojos también van

Los seres que amamantaste

La soledad como fantasma mordaz y riente

El placer como caracol que se encoje succionando

Lo áureo de tus llagas

Tu cuerpo cae en el poema

Y acaso estas palabras germinando en tu tierra muerta

Sean los perfectos pies

Para comenzar los verdaderos pasos?

Cubierta

Moldeada de ti

Renazco

Para seguir el rigor contrario de tu sombra

De ancianos huimos

Por la vertiente de las demoliciones

Ahí entre rocas y restos de antiguos mares

Que dejamos vaciar de nuestras manos

Por intentar atrapar lo que nunca tuvimos

Encontramos nuestros rostros

Reclamantes letargos de agonía

Y al fin y al cabo

Infinita legua de verdad

Ha de también ver esto la pequeña

(La última de nuestra oscura estirpe)

De una buena vez

Para que cuando retorne a su destino

Ya no tenga que apoyarse en las oquedades de nuestros pasos

Dejados en la vertiente como un advertencia

Sino ascender como la blanca trayectoria de un ave

Luego de ver cómo cortan los filos

De un absurdo combate contra tropas

Que no son sino uno mismo

No deseas que este día sea una puerta más que se atora

Un salobre elipse más que se desvanece en el río

Olvida las lápidas

Borra los epitafios con los que estocas cada pasado día

Adora tu vientre cortado y sellado seis veces

El emplasto de nubes negras que delinean tus pasos

La esquina cada vez más carcomida y estrecha de sol

La oleosa medalla enmohecida que brilla en tu alma

El último grano de arroz que agoniza en el fondo de tu plato

Las esteras que arman tu cuadrangular de destierros y soledades

Ese timbre celestial que ya no suena

Para llamarte a danzar

A volar

A aterrizar

Como un hacha de luz en medio de tu existencia

Porque es ahí

Donde otro cielo aromado de placenta fresca nace

Porque es ahí

Donde la nada no sólo desova

Sino que también devora sus propias crías


Ven a esta sombra llena de espigas

Llena de rostros sin reflejos y dedos como tijeretas

Que te agujerean el corazón para ensordecerte

Ven

Quítate el pelo

La piel

Las palabras

El cuerpo

El nombre que usas

No te servirán

Ven a esta sombra

Al cordón umbilical de tu verdadero nombre

O retraso

Escupe las estrellas que hurtaste

El estómago vacío y azul es mejor

Tiéndete sobre el agujero

Y sabrás lo que es hablar con las nubes

El mar es una pregunta

El mar es una respuesta

El mar es un escapulario

Donde todos los rostros acuden

El mar es un ojal por el que se engasta la muerte

El mar es el mar de cada uno

El mar es el desierto de cada uno

El desierto también es el mar de cada uno

Pero estamos hablando del mar

Y el mar es una estrofa inabarcable

Que sólo se llega a cantar

Con la cuenca entre sus olas


Hay mucha música

Hasta en la pata seccionada del insecto

Que aún se mueve

En los pinceles frígidos

El lienzo moteado

La lluvia traspasando las paredes

La carta que no se responde

Y la que no llega también

Hay mucha música

En las cuencas selladas de tus pasos

En el azul que te lacta

En el mar que se absorbe entre dos cuerpos

En el cuchillo que retrocede

En la ceniza arremolinándose en el paladar

En los sucios cartones del perro

En las nubes que se atragantan

En la calle que no se cruza

En la puerta que no se toca

Hay mucha música

Demasiada

En el llameante vaivén que se resiste

En el corazón que estorba y muerde

El cuerpo que lo enluta

En las raíces que no cesan de contraerse

En las fuerzas que se rechazan

En el corvo sigilo del exilio

En la prótesis que conjuga al golpe contra el suelo

El dardo sonido de la transparencia

La luna

-ese ojo derramado

esa tundra de vientos que arrastran muñones y

cadáveres celestes-

No aflora

Tu nombre se secciona en carnívoras lianas

La duda es un niño de leche

Y hay mucha música

Desmedida

Hasta donde no ha quedado nada más

Que un cirio chamuscado

Reunión

[cuento]

Jesús Jara Godoy

Primero: una reunión con personas confiables, conocedores de todo. Segundo: mi ex enamorada hace su ingreso para presentarnos a su nueva pareja. Tercero: los vinos trepan lentamente. Cuarto: una favorita pieza musical me invitaba al centro. Quinto: observo detenidamente a Nadia. Sexto: recuerdos renacen cuando me encamino hacia ella. Séptimo: un tipo se interpone. Octavo: un empujón consigue derribarlo. Noveno: la tomo del brazo y salgo de la reunión, mientras el caído es pieza de golpes financiados por mí. Décimo: frente a frente le digo que no la he podido olvidar, y súbitamente un beso nos une. Dejamos la reunión, olvidando el motivo: mi onomástico. Tomados de la mano caminamos en silencio. Las calles resultan acogedoras a nuestros pasos. Las tenues luces de algunos postes alumbran lo que tienen que alumbrar: dos seres abandonados al presente, al momento. Y a unos cuantos metros, el espacio al cual nos dirigimos: un hotel. Ahí nos esperan Carlos y Enrique.

El recepcionista nos entrega la llave del cuarto ya alquilado por mis amigos. Subimos hacia el tercer piso. En su mirada noto predisposición, un confío en ti el cual me hace su dueño provisional. Mi celular vibra. Pido unos segundos a Nadia para contestar la llamada, y me alejo un poco. Ya está. Todo terminado. Era lo que necesitaba oír. Cuelgo y voy directamente hacia la chica la cual me espera en la puerta del cuarto. La beso tocándole sus pequeños senos. Introduzco la llave e ingresamos. Una oscuridad nos envuelve. Enciendo las velas aromatizantes preparadas para la ocasión. Empezamos a desvestirnos, y me percato, por vez primera, de que la niña de diecinueve años ha quedado relegada, olvidada en la nueva anatomía que mis ojos presencian dificultosamente. Para qué describirlo. Llegamos a la cama y el sexo es el protagonista. Acomodándonos para una nueva posición, ella los ve. Sentados, con las piernas abiertas, Carlos y Enrique se masturban.

Nadia intenta separarse desesperadamente de mí. Grita estruendosamente. Nadie la escucharía. El hotel está dispuesto a mi dinero. El recepcionista es Ricardo, un antiguo condiscípulo de la universidad. Cuando le comenté mi venganza no lo aceptó. Pero después de proponerle una buena cantidad de dinero, más de lo que ganaría en un día entero, aceptó. Todos tienen un precio, Ricardito. No te acuerdas por qué terminaste aquí, sentado como huevón, y esperando a gente que se apiade de tu jodido hotel? Dime tú qué pasó, caído abogado. Ten en cuenta que te estoy ofrecieron más dinero del que te dieron esa vez. Defendiste muy bien al acusado. Pero eso de conseguir testigos falsos fue todo un revuelto. A todos nos llega nuestra hora. Fue así que se convirtió en nuestro nuevo cómplice, uniéndose a los demás.

Los gritos continúan. Le propino un fuerte golpe en su rostro para que guarde silencio. Y lo consigo. Sus lágrimas acompañan a una línea de sangre que aparece de su nariz. Me pide explicaciones, y yo se las doy. Nunca había perdonado su traición, haberme dejado por un lamentable y mediocre escritor. Un tiempo largo había pasado para enterarme de su ruptura, y de su nueva relación. Pero ésta, también finiquitó. Ya se han encargado de desaparecerlo. Mi participación en el cuerpo y vida de Nadia, terminó. Doy la señal para que Carlos y Enrique continúen. Ahora sería yo el observador. La amarran en la cama, y empiezan a tomarla. No siento piedad alguna por ella. Cuando le dije que aún no la había podido olvidar, fue para traerla hacia este lugar, hacia esta situación. Sabía que por más que ella continuaba con su lista de enamorados, no conseguía apagar la llama de mi amor, de mis recuerdos. Me paro para darles a los hombres que tengo al frente ciertas navajas y cuchillos. Hagan lo que deseen, les digo, y salgo del hotel.

Pasaron cuatro horas para que mis amigos lleguen al bar en donde me encuentro yo. Ya, Jesús. Todo hecho. Y el cuerpo? No te preocupes. Nunca aparecerá. Y se marchan cuando les entrego el paquete con el dinero dentro en agradecimiento a su trabajo. Termino mi vaso de ron, y ante la vista de los parroquianos, me disparo un balazo en la cabeza.

Noche acabada

[cuento]
Jesús Jara Godoy

El semáforo proyecta una luz roja, cruzas. Piensas en sus últimas palabras diciéndote que ya no te ama. ¿Qué error cometiste? Unas lágrimas acompañan a una lluvia lúgubre. Caminas acompasamente en esta calle que desconoces. ¿Por qué? ¿Por qué te lo dijo? Recuerdas el primer encuentro. El primer beso. La primera noche juntos. Enciendes un cigarro. Tu larga melena se presta al viento que lo deshace. Te la sujetas y empizas a suspirar. Aspiras fuertemente. Te resignas a todo esto.

La noche es una larga manta de tristeza. Tu rostro se demacra de odio y de fisuras hospedadas. ¿Por qué hoy? Su rostro desaparece en un mar oscuro. Su sonrisa destroza el cuadro mental que le hiciste. Tus manos intentan en vano alcanzar un ángel sombrío. Aspiras y expiras con los ojos cerrados.

A dónde te diriges. Observas a tu alrededor sólo sombras, imágenes desgastadas por la circunstancia. Respiras un aire contaminado de traición. Llegas a un bar. Entras y pides una botella de vino. Empiezas a tomar ese líquido dulce que te sabe amargo. Escupes lo tomado. Arrojas la botella: un sonido que llama la atención de la gente que poco tiene que ver con lo que te sucede. Los mandas a la mierda en silencio.

Enciendes otro cigarro. Tu destino lejano está cerca. Logras verlo. Tu traje negro se abandona a las gotas oblicuas que llegan a ti. Te preparas a dar ese salto, te anticipas. Imaginas sangre diluída en la pista. Nadie te observa. ¡Qué más da!

Saltas. Tiempo rápido. ¿Por qué te dijo eso? Y un bloque de concreto te recibe.


Blanco y negro

[cuento]
Edmir Espinoza


Una bocanada de humo marcó el final de este cuento. Lo selló para siempre. Terminó con el desenlace perfecto, sorprendente, que todos los relatos quisieran tener.

Y es que una bocanada de humo como aquella, venida de quien vino, puede acabar con cualquier clase de cosa. Sea esto un relato, una hoja de papel, o un trabajo de ocho horas frente a un monitor, haciendo cuentas interminables o contestando un teléfono que, inexorablemente, seguirá sonando.

Úrsula no tiene una edad en particular. Ni edad, ni tiempo, ni color, ni sabor ni marca ni nada que la clasifique de entre todas las mujeres como ella. Pero pongámosle edad por hoy. Digamos que Úrsula está en sus veintes. En sus veintitantos. Veintisiete. Veintisiete años que pasan volando, y que acumularon en Úrsula toda esa energía y ese poder y esas turbias ganas de todo y nada. Será que, simplemente, su belleza denotaba algo de misterio. Pero tampoco es que fuera el misterio del siglo. Quizá lo que más llamaba la atención de Úrsula eran sus manos. Blancas y espinosas. Con las uñas roídas de tanto mordérselas, pero adornadas por una movilidad que le daba una energía distinta a todas las demás movilidades y a las demás energías.

Esta mañana Úrsula anda medio distraída. Sus manos hacen alarde de su hiperactividad al jugar con el boleto de micro, doblado de mil maneras. En su hombro cuelga una Canon 300D. Anda tomando fotos a todo y a todos. Las expresiones, los colores en sí a mismos (y eso que hoy Úrsula toma fotos en blanco y negro). Juega con las sombras, con las luces que irradia una mañana perfecta como la de hoy. Va de un lado al otro, sosteniendo un cigarrillo prendido con la misma mano con la que sostiene la cámara. Anda feliz. Ligera, en todo sentido. Sus faldas revolotean con el viento fresco de la mañana y sus lentes oscuros reflejan las pocas nubes que adornan un cielo inmenso y azul. A estas horas de la mañana, Úrsula está tan concentrada en las luces, en las gentes y en cada cuadro, maravilloso, que le da la ciudad, tan milimétricamente desproporcionada consigo misma, que ni caso ha dado a las formas, algunas graciosas y otras terribles, que el humo espeso del cigarrillo rojo que aspira, va creando al salir de su boca y su nariz.

Y es que Úrsula es una de esas personas que repara en este tipo de cosas, en cada pequeño detalle, imperceptible para todos. Para ella, no hay nada más que detalles. Detalles que forman detalles. Por ejemplo, los colores. Úrsula siempre anda preguntándose el porqué cada cosa es de tal o cual color. Gusta jugar a ponerle colores a cosas que, en cualquier otro caso, tienen colores muy distintos. Así, Úrsula camina viendo rosados donde hay turquesas, y verde limones donde solo se ven amarillos patitos (no hablemos de los patitos vistos por ella de verde limón y viceversa, que nos abriríamos del tema aún más, y en lo que estamos no es en los colores y los patos y los unicornios verde limón, sino en esto del relato que se acaba con una bocanada de humo espesa y profunda).

De vez en cuando prefiere quedarse en su casa, y repasar los diarios de todas las formas posibles. Anda de aquí para acá, haciendo que cada acción, supuestamente trivial, tome un cuerpo esencial que ya quisieran tener las cosas importantes. Úrsula y sus formas de actuar son tan peculiares, incluso en situaciones tan cotidianas como el comer con cubiertos, tomar una cerveza, subir el ascensor o prender un cigarrillo, que el común de la gente tiende a voltear disimuladamente para detenerse en cada gesto, en cada acción, en cada manera y ademán que realiza con ese aire a distracción que
lo envuelve todo.

Si pensamos, por ejemplo, en su manera de comer con palillos chinos, podríamos encontrar mil y una particularidades en sus maneras. Su cabeza agachada, siempre, como desconfiando de su destreza para atrapar y ahorcar cada fideo, sus dedos, traviesos, cambiando a cada segundo de posición, en
un intento vano pero insistente de encontrar la posición perfecta de comer sin amar una cochinada de aquellas.

En fin, Úrsula se tomaba en serio cada acción, a simple vista trivial. Por ejemplo prender un cigarrillo o aspirar con fuerza el humo de un cigarrillo, o lanzar, lentamente, una bocanada de humo de un cigarrillo sin saber a ciencia cierta que es lo que viene después de todo esto del cigarrillo.

Finalmente Úrsula ha llegado a su casa ansiosa, sin saber exactamente que esperar. Y es que hace días que anda medio neurótica. De pronto, un día despertó con esa sensación, tan terrible, de aquel que espera algo. Y Úrsula, como todos, detesta esa angustia de no saber que es lo que uno debe
esperar.

Para Úrsula no hay nada peor que la espera. Lo peor de todo es esperar algo, a alguien, a algún suceso o cosa, sin saber a ciencia cierta que es lo que maldita sea se espera. Entonces, pasa una brisa que refresca el ambiente y hace bailar las cortinas, y uno se queda con esa incertidumbre terrible de no saber si es que lo que debía pasar, pasó ya, en forma de brisa fresca, o es que lo tan esperado debe llegar todavía, y la brisa -la dulce y fresca brisa- fue solo un preámbulo de todo.

Hoy, sin embargo, la mañana es deliciosa por sus 12 costados. Así que deja a un lado su cámara fotográfica, y emprende, de nuevo, una caminata saltarina que invade la ciudad, casi siempre turbia y melancólica, y la transforma en surrealista y calida.


2

En contraparte, Antonio no espera nada de nada. Para el todo es más simple. Más práctico. Antonio no se preocupa de los colores. Para él todo tiene el mismo color. Para Antonio, las comidas y los desayunos y las cenas y eso de comer con palillos chinos no merece tanta importancia. Si hablaras con el, te diría que todo está dicho. Que no hay mucho más que pensar. Que todo ya se pensó. Absolutamente todo.

Pongamos, por ejemplo, que este día el carro de Antonio se averió. No quiso prender. Así que el gritó, puteó y maldijo al pobre auto. Lo golpeo incluso. Lució furibundo por un momento. Que el maldito auto no avanza, que no quiere prender. Claro, a él no se le ocurre que la mañana está como nunca. Que la
brisa que pasa en esta mañana lo mantiene a uno especialmente fresco, que el sol brilla, pero no calienta lo suficiente como para que Antonio tema que los sobacos comiencen a sudar y entonces la camisa blanca mojada en las axilas. Y toda la oficina que no dice nada, pero que asco.

No. Antonio jamás se detendría a ver que todo está perfectamente tramado para que ese día, justo ese día, vaya al trabajo a pie. Pero que puede hacer, es tarde, la oficina está a apenas 10 cuadras y el maldito Peugeot no le dan las perras ganas de arrancar. Así que el saco del terno al hombro, colgando del dedo medio, y a andar.

Una lástima que Antonio sea como es. Porque las personas como Antonio no se detienen a ver nada de nada de lo que realmente interesa ver. Bien podría pasar un avión United por los cielos esa mañana, o aparecer un arco iris de colores totalmente vagos, difusos e inexistentes, o de pronto, escucharse entre el murmullo solitario de todos los oficinistas en traje y sastre a las 8 de la mañana, un sonido de arpas y violines que viene desde lejos y que se deja llevar por el viento, enarbolando melodías que tampoco existen o existirán, y a Antonio le hubiera dado exactamente lo mismo. Es más… de seguro el avión de United sería lo único que le haría pensar un segundo en el vuelo que debe tomar el fin de semana para una reunión de directorio muy importantes. Las personas como Antonio siempre tienen reuniones de directorio que siempre son muy importantes.

Las personas como Antonio, muchos dirían, tienen un concepto algo retorcido -incluso quijotesco- de lo que es lo importante y lo trivial. Digamos que su pirámide de prioridades anda medio de vuelta y media, como después de un tornado que lo despelota todo de buenas a primeras. Entonces las mañanas perfectas pasan a ser cosas que no vale la pena ver, y las reuniones de directorio son, a lo menos, urgentísimas e imperdibles. Y pasa que una noche jugando con los niños, acariciando al perro y cocinando con mamá pastas, es menos vital para uno, menos excitante, que ver el partido de fútbol que pasan en canal 30 a las 8. Las personas como Antonio son los adultos del que habla el Principito. No entienden un carajo de nada, y le dan vuelta a toda lógica, por más obvia y previsible que esta sea.

Entonces, pasa que Antonio camina, con la camisa blanca impecable, la corbata celeste impecable y el terno azul marino de todos los días. Y resulta que no se detiene a ver las perfectas nalgas de la mujer que no solo lo acaba de cruzar, sino que lo ha mirado a los ojos, fijamente, atraída por esa estabilidad y esa sensualidad propia de gente con el cabello recortado, la afeitada al ras y el terno bien puesto. Antonio no se ha inmutado, no ha volteado ni de reojo. Lo único que pasa por su mente es el viaje del viernes y el partido del sábado y Diana, la compañera de oficina que se tira de cuando en cuando y en el polvo que se va echar con ella en unas horas,
porque ha salido apurado y no ha tenido ni tiempo para hacerse una paja antes de vestirse de corbata celeste y terno azul marino.

Tampoco se ha percatado, camino a la oficina, que la luz del día está peculiarmente perfecta, apropiada, para tomar fotos en blanco y negro, y jugar con las sombras y con las luces que se reflejan en las ventanas de los edificios.

Finalmente Antonio llega a la oficina y, lejos de sentir en el pecho esa leve tristeza de quien entra en una caja de zapatos por 8 horas y se pierde el resplandor de una mañana de fotografía en blanco y negro, siente un enorme alivio de saberse en la seguridad de su oficina con café recién
servido y el aire acondicionado estratégicamente acondicionado a el. Vuelve entonces, a esa modorra feliz en la que viven miles de personas. Vuelve a los edificios y oficinas y ordenadores y llamadas importantes y citas y agendas llenas y rutinas y sonrisas hipócritas y todo eso que el resto del mundo detesta con todas las fuerzas que un pueda tener.

Yo también odio esas cosas. Porque, al fin y al cabo, lo que es Antonio es un producto más de todo lo que se debe ser. Y no hay nada peor que ser, en esencia, políticamente correcto. Y no hay nada mejor que, cada día, decepcionar un poquito a cada quien con cada cosa.

Pero en fin, no es nada ético ir juzgando a los personajes que uno mismo va engendrando. No hay mérito en jugar a Dios y decir Antonio tal cosa y, en cambio, Úrsula tal otra. Sigamos con Antonio, que a estas alturas debe estar cómodamente apoyado en el respaldar de su silla de cuero, respirando profundamente todo ese aire artificial de la oficina, o quizá ya en la sala de fotocopias, con el pantalón en los tobillos, y las manos sosteniendo las nalgas de Diana, que es la encargada de recursos humanos y anda también medio estresada porque el gerente le ha pedido hace un par de días no se que documentos que uff…, la obligan a trabajar más de la cuenta toda la semana.

3

Aunque, quizás sí. De repente todo se va al diablo, lo mando al diablo digo.
Porque aquí el que manda o no las cosas al diablo soy solo yo. El que le puso esa corbata celeste a Antonio fui yo, el mismo que desabrochó la blusa de Diana, el que le dio el puesto de encargada de recursos humanos. Soy el que le enseñó cada una de sus particularidades a Úrsula y aquél que organizó la reunión del viernes para Antonio. Yo les puse el nombre a los dos y a los dos les enseñé a comer comida china. Yo le compre el Peugeot a Antonio.

Es cierto… ando un poco alterado. Pero es que Antonio y toda su rutina me terminan por sacar de quicio siempre. No soporto sus aires de éxito hueco, vacío. No soporto que no reconozca la frustración cada mañana, cuando lo cachetea cada vez que, frente al espejo, se afeita al ras con su match 3. No comprendo como, algunas noches, no llora en un rincón de su cuarto, maldiciendo la vida acartonada y terrible que le toco padecer. No me entra en la maldita cabeza como fue que aceptó sin murmuraciones el papel que le encomendé en este relato.

Quizás es que simplemente no sepa vivir de otra forma. Así como un niño pobre del África no extrañará jamás los viajes en jet privado, y en cambio se sentirá feliz con tener un pan que comer cada día, así mismo Antonio no puede sentir añoranza por una vida que no le tocó vivir. Que no le dejé vivir. Por eso, quizá, vive contento. Por eso no mira los fulgores de una mañana perfecta, por eso pasa de largo ante un par de nalgas que, rítmicamente galopan cubiertas por apenas una minifalda mínima. Antonio nació, fue creado en un medio hosco, en una jaula de víboras en la que la felicidad y el éxito se miden por el tamaño del pene, de la oficina y del apartamento. No sabe mirar. No sabe sentir.

Y bien. De repente el causante de tanto martirio para el pobre de Antonio sea, justamente, quien deba otorgarle, de cuando en cuando, un poco de libertad. Quizás, quien sabe, Antonio solo requiere ese empujoncito tibio, ese abrir de puertas para darse cuenta en la mierda en la que se halla embarrado. Tal vez basta una simple ojeada alrededor y zas!, Antonio se me deja de tanta tontera y comienza a tomarse las cosas importantes un poquito menos en serio, y las triviales, con algo más de atención.

Así que Antonio acaba de dejar a Diana relamiéndose toda, como una gata en celo. Ha sentido como la corbata de todos los días, de repente, le ajusta de una manera terrible, y se la ha quitado como ha podido. Antonio ha caminado hacia su oficina, y la ha visto tan inmunda, tan llena de papeles y números y de paredes y ventanas, que de pronto, ha sentido unas ganas inmensurables de ver la mañana de frente y sin el vidrio polarizado de su oficina de por medio. De modo que ha hecho desbarajuste y medio con las mangas de su camisa, en un intento atolondrado de remangarse y ha cancelado, a gritos, todas sus citas del día. Antonio, finalmente se ha largado de la empresa dando pequeños saltos, similares a los que da un niño pequeño cuando sale al recreo, con una sonrisa súper extraña, una sonrisa que denota una felicidad tremenda, ajena a esa oficina tan cuadrada y rectangular y pentagonal y hexagonal que nada tiene de chiste, una sonrisa que, al fin y al cabo, nadie del trabajo le había visto antes.


4

Antonio no entiende nada. Está en su departamento, parado, apoyado en el balcón mirando al infinito. Anda sin la lustrosa e impecable corbata celeste de siempre. Está con las mangas dobladas y la camisa arrugada. Es mediodía y no está en la oficina…. Justo hoy que tenía tantas cosas que hacer.

Antonio hace, entonces, lo que siempre uno hace cuando todo pareciera ser solo un sueño extraño y desprovisto de todo hálito de realidad. Se frota los ojos, con los nudillos primero y luego con la palma de las manos. Nada. Todo sigue igual de confuso, igual que hace instantes, cuando todavía existía un ápice de esperanza que todo fuera una mera ilusión.

Pero parece que las sorpresas siguen llegando. Y Antonio nunca hubo de aprender a reaccionar ante las sorpresas de otra manera, que no fura con terror. A sus espaldas, hay alguien. Una persona que se contornea en el sofá y ríe. Hielo en las venas de Antonio. Entonces, cuando Antonio todavía no comprende nada, oye una voz extraña, distinta a todas las que escuchó alguna vez. La voz ésta, hipnotizante y juguetona, lo llama. “Antonio, no te quedes pegado, ven acá”.

A Antonio le vinieron mil y una fiebres de golpe. Los bellos se le encresparon de repente y una pelota imaginaria se le atravesó en el esófago, dejándolo casi sin aliento. Miedo, terror, angustia, nervios, quien sabe que. Alguna de las tantas sensaciones que produce la voz de alguien nombrando a uno, fue la causante de que, a pesar de las infinitas ganas de saltar en ese mismo momento del balcón, Antonio solo atinara a voltear y, una vez con aire, observar con algo de encanto y algo de espanto a esa mujer, tan lejana y tan cercana, que tomaba cerveza de pico y que lucía –o deslucía- un moño apresurado en el pelo, y una camiseta blanca que dejaba ver sus pechos, pequeños, redondos y abultados, en toda su esencia.

Antonio no andaba seguro de nada ni de nadie. Menos aún de aquella mujer que, tan campante, lo llamaba con un tono de voz tan familiar, tan casual, tan de todos los días. No sabía nada de nada. Así que prefirió no hacer nada que no hubiera hecho en cualquier otro momento. Buscó una de sus tantas corbatas en el armario donde se alojaba un mundo organizado y meticuloso de camisas y corbatas y pantalones y zapatos y correas y gemelos y todas esas cosas. Eligió una al azar y articuló su mejor nudo en pocos segundos. El cuello sintió la presión incandescente de la corbata atada a un punto imposible. Se sintió extraño. Al fin, buscó uno más de sus tantos sacos y se dispuso a salir de nuevo del apartamento a diez cuadras de la oficina y, ahora sí, encontrar que su Peugeot estaba listo para arrancar y ocupar el estacionamiento 215 de todos los días.

Regreso en el ascensor. No estaba su Peugeot. Nada parecía ser como debía. Tampoco estaban en el bolsillo las llaves del departamento ni el celular de última de generación que llevaba en el estuche de siempre, siempre en el mismo estuche, en la misma correa.

Al tocar la puerta, furibundo, el mundo pareció caérsele encima. Una duda tremenda lo invadió durante largos segundo, hasta que Úrsula abrió la puerta con un estuche, bastante más grande que el de su celular de última generación:

- Olvidaste tu cámara.

Luego, como no, Úrsula chupó el cigarrillo casi consumido que sostenía entre sus dedos, y sopló una bocanada profunda y espesa de humo.

Microcuentos

Edmir Espinoza

Pum Pan

Lo miró, con sus ojos viejos y cansados. Lo miró por última vez y vio en él a un pedazo de hombre. Solo era un niño, un pequeño con ínfulas de héroe. Lo encontró tan desprovisto de todo, tan a merced de una suerte ya esquiva, que sintió lástima por él. Aquel jovencillo travieso solo había querido llamar la atención con sus mataperradas, pero estas habían causado ya, muchos disturbios. Así que al Capitan Garfio no le quedó más remedio que apretar elgatillo, y con esto, todo el país del Nunca Jamás se vio envuelto en llamas.

Señal que avanzamos

Con los ojos tibios, atiborrados de lágrimas huérfanas, miró el cuerpo desgarbado y raquítico de su oponente, que yacía tumbado en la hierba, inerte y baboso. Tomó el sable con aquellas manos grasosas y mofletudas, y lo volvió a hundir en el abdomen del muerto. La lucha había terminado luego de innumerables anocheceres y amaneceres, testigos de un combate sin precedentes. Luego, con la manga sucia de su camisa borró los últimos vestigios de un llanto que nunca más lloraría. Tranquilo ya, montose Sancho Panza en Rocinante, y cabalgó al encuentro de Dulcinea, su amada damisela.

Relatividad del tiempo

[cuento]
Antonio Taboada

Encarar al espejo es todo un dilema, Marisa lo piensa por lo menos dos veces antes de animarse a cruzar el pasadizo hasta el baño y luego asomar ese rostro tan bien cuidado por las mañanas en la estética y por las noches con sus mascarillas; pero sabe que es una obligación ineludible pues de no ser así no podría empezar el día o por lo menos no tendría la sensación de haberse despertado realmente y entonces levantándose con mucha pereza se dispone a desmadejar la rutina que el Lunes se le hace más pesada. Ya de por sí cruzar la puerta de su cuarto implica serias dudas, llegar al pasadizo y empezar con el calvario de imaginar lo que pasaría sí... Asoma la cara y un brillo en el espejo le provoca cierto escalofrío, pero Marisa no se da por vencida y a continuación da otro paso, los siguientes ya no son tan incómodos, y ya cerca del grifo no sabe si asumir su reflejo o simplemente seguir lavándose obviando por completo el objeto. Al final se mira (la vanidad puede más que cualquier miedo) y encuentra sorprendida que un surco rubrica un tramo de su párpado izquierdo, con lo que angustiada se lava la cara una y otra vez a fin de que la pesadilla se desvanezca, pero al mirarse nuevamente la grieta que se resiste a irse, fina ironía, parece más bien resplandecer. Pensando en las consecuencias del hecho le pide prestado los lentes de sol a Gabo, que no entiende cuál es el motivo puesto que estamos en pleno invierno, y aludiendo una excusa inverosímil se dispone a cogerlos de su mesa de noche. Marisa no deja de pensar en los motivos de su vergüenza, piensa en la dieta que lleva, en que quizá no lleva un régimen adecuado y la sequedad de la piel, en la preocupación por los quehaceres, en el jabón de baño, en Gabo que le saca canas verdes, y así sin darse cuenta es presa del pánico. No hace otra cosa que pensar día y noche en el pliegue molesto, teme que el novio lo note, teme que de repente su cara termine pareciendo un plano hidrográfico; en fin, no duerme pensando como va a hacer mañana para cruzar el pasadizo. El reloj de pared, tic tac, la trastorna con su perorata monótona, recordándole como es que pasa el tiempo sin tenerle consideración a uno, y mientras se muerde las uñas se percata que ya clarea el día y que no ha pegado una pestaña. Establecida la mañana no hace otra cosa que meditar estrategias para obviar la engorrosa cita, se debate entre el deber y la premeditada negligencia, pero el sermón del reloj, tic tac, la presiona a levantarse, sin darle mucho tiempo para pensar, y enfrentar un nuevo día. Llena de desconfianza se despereza un poco y luego se pone de pie, piensa que tiene muy buenas razones para deshacerse del reloj; respira un poco antes de decidirse a caminar por el pasadizo. El miedo la llena de incertidumbre pero el tiempo transcurre y en ese momento escucha la voz del abuelo que le avisa que el desayuno está en la mesa y más bajo critica malhumorado el ocio de la juventud de hoy. Al final termina por infundirse el valor que necesita y pone marcha al baño, se repite a sí misma que seguramente ha sido una confusión, una de esas fluctuaciones de la percepción, esas cosas estúpidas por las que uno se preocupa y llegando, muy suelta de huesos, desafía oronda al espejo que, para desgracia, termina por someterla a su capricho y encuentra ahora no sólo el riachuelo del día anterior sino que todo un delta y pega un grito que el abuelo casi se ha infartado del susto; Gabo sube atropelladamente las escaleras y llegando al baño le pregunta intrigado por el escándalo, a lo que Marisa responde con una excusa inverosímil (quién entiende a las mujeres) bien puestos los lentes. El día transcurre sin novedad puesto que no tiene más preocupaciones que su monomanía, en la oficina los minutos se le hacen horas sospechando con rabia que la gente murmura a sus espaldas, refugiada tras su escritorio aguaita con cuidado a diestra y siniestra y no puede evitar sentir que la miran como a bicho raro, se acomoda los lentes y se concentra en escribir la carta notarial que le ha encargado el señor Prado. Piensa un poco en los síntomas que la aquejan, a veces se le ocurre meditar en la locura, en que un loco jamás se da cuenta que está loco, después con más calma reflexiona acerca del miedo y sus consecuencias: las uñas tan cuidadas que ahora son ruinas sin revocar. En monólogo recita muy bajito apologías gerontológicas, se sonríe algo tímida. Mira al reloj, aun faltan tres largas horas para que termine la faena del día. Su mente que no puede estar tranquila elucubra cierta medida para aprovechar el tiempo que resta. Coge el teléfono y llama al novio que ha contestado desde su carro y sin preámbulos le pone fin a su relación. Ultimado este asunto se pone algo triste porque ahora es una vieja y sola, llora un poco (pero esto es normal dentro de los patrones de una saludable anormalidad). Más tarde llega a casa y consigue trasladar la mecedora del cuarto de sus abuelos al suyo, encantada se pone a revisar el álbum de fotos donde aparece Gabo y ella pequeñitos, en el tobogán, en un restaurante, en el Peugeot de papá, ahí con cara de rabo para no comer, por acá abrazada de mamá, y que rápido se pasa el tiempo, en un suspiro. Suspira. La noche la ha sorprendido en plena nostalgia, una sonrisa ajada se esboza sobre su rostro; se peina con dedicación el pelo que solía ser negro y con vida. Sabe que ya no hay nada de que preocuparse, ni de la universidad por las mañanas o de la chamba por las tardes, todas esas frivolidades pasaron a segundo plano, y se acomoda en la cama para descansar. Temprano aún de madrugada la alarma del despertador suena regular y molesta, así hasta que entra Gabo que encuentra el cuerpo de Marisa sin movimiento.

- Es una pena el índice tan alto de decesos hoy por hoy- dice y que se conduele sinceramente-, si te juro que se me crispan los nervios de pensarlo.

- Déjame decirte que este café es una porquería- dice x consternada-, no sé, me parece que vendría bien un poco más de esmero, digo yo.

- Pero si la depresión es todo un síndrome en la generación actual- dice y acercándose al cadáver.

- Y la verdad es que tampoco la salita me parece apropiada para un evento semejante- dice x que vacía el café en una maceta-, hay que ver el poco gusto de estos anfitriones, con eso que de por sí el negro es triste.

- Pobre niña- dice y suspirando.
- Tan chiquilla y tan bonita la condenada- dice x-, no sé, en mi opinión esas colas no le favorecen, ¿no te parece?

Imagen: Norman Rockwell


Los ojos de Gertrude

[cuento]
Antonio Taboada

Un rayo. Antes, Farnsteiner, jamás habría revelado la existencia de semejante tatuaje. Antes tampoco lo habría visto transpirar así, mientras se quita la casaca para dejar a la intemperie su reciedumbre vikinga. Breve, como era en rigor de una melancolía que nadie se explicaba, me ordena que ingrese en el establecimiento. Una llamada al mediodía denunció la tercera víctima que cerraba la serie de asesinatos, celebrada anualmente, en Mannheim. Algo hay de profano y divino en el todo. Ya en el cuartel los colegas especulaban el modus operandi de alguna secta o, en su defecto, algún fanático. Nuestro fantasma. Cuatro años de pogrom sistemático le habían valido una antología selecta de epítetos como paliativo de la mediocridad de nuestro departamento. El aspecto de la mercería es propicio para gestar las formas más acabadas de la aprensión. La fatiga surca el rostro de Farnsteiner que desenfunda su arma, hecho incongruente teniendo en cuenta la sicología criminal. Incongruente también es, en mi opinión, el tiempo que le hemos deparado a madame Gertrude. Superstición alguna es intolerable para ciertas ortodoxias, para la ciencia y la religión. Confieso que la habilidad de la síquica no excede en poco a mi prejuicio, y, sin embargo, poco crédito he consentido a sus inferencias.

En la Monadología, Leibniz supone que todos los elementos del universo están estrechamente relacionados, desde la especie más rudimentaria hasta la divinidad. Esto equivale a decir que la ejecución de una idea no concierne meramente al espacio, sino que, de alguna manera, involucra también al tiempo; no sólo a la austeridad física del cuerpo, sino a la incomprensible vastedad del cosmos. A menudo, una catástrofe depende de un hecho arbitrario, cuyas consecuencias son infinitas; acaso el asesinato de John F. Kennedy lo inspiró el canto de un pájaro. ¿Qué oculta razón justificaría al genocida? De la meditación me extrae la elocuente parabellum de Farnsteiner que me señala el recinto contiguo. Se pasa una mano rechoncha sobre la frente. Los cuartos son estrechos, la ventilación mezquina. Con la luz de una linterna devela un mohoso sótano cuyo fondo es extirpado por la penumbra. Bajamos. Recuerdo aún el primer atentado, Heinz abreviaba las horas con una candente polémica que versó, en primera instancia, sobre el Götterdämmerung. De esa precaria alegría nos despertó el teléfono. La anónima voz de una mujer nos informaba el hallazgo de un cuerpo en las inmediaciones de Augustaanlage. Inmediatamente Farnsteiner emergió de algún recodo para darle curso a la investigación. Era fama que su existencia se remitía a manifestaciones periódicas, nada que no correspondiera al deber. La víctima había sido estrangulada. Su nombre era Benjamin Albalak. Era judío. Era un ginecólogo que ejercía piadosamente la medicina a unas calles del crimen. Era un espíritu generoso que asistía desinteresadamente a parturientas sin recursos.

En un inicio pensamos que el asunto no iba más allá del entrevero habitual de alguna pandilla. Nos equivocamos rotundamente. En días subsiguientes mi correo en la computadora del despacho fue saturado con la denuncia impersonal de dos homicidios más. Mis temores no eran infundados, ésta vez también se trataba de judíos: Heinrich Bejakar y Evelyn Camhi. Fácil fue prever el patrón que los asociaba. La sucesión alfabética había sido, para el psicópata, durante más de un siglo una forma simbólica de exterminio. Eso y la fecha de ejecución me reportaron una suspicacia de mártir. Un año tuve que esperar para atreverme a formular la terrible sospecha que inquietaba mi lógica. Cuando asesinaron, en una visita a nuestra ciudad, al prestigiado rabino de la sinagoga de Othmarschen, Gunnar Martin Dubrowski, el 8 de Agosto, confirmé la secreta ilación del móvil: la equivalencia con el calendario lunar hebreo que computaba la fecha como 9 de Ab. Fecha funesta para todo el que profesara la fe talmúdica, pues evocaba las coincidencias más desagradables para la raza: así, la destrucción del fastuoso santuario, que mandara erigir el sapientísimo Salomón, por los babilonios al mando de Nabucodonosor; así, la ignominia que recayó sobre el pueblo cuando Tito asoló el segundo santuario; así, el ultimátum que les diera España antes de expulsarlos del país en 1492. Tres son las ceremonias que el consenso ha determinado. Un muerto por cada una, así operó nuestro flagelo. La historia ha demostrado que la forma más elevada del oprobio no consiste en ultrajar al individuo, sino a la memoria de los ancestros. Acaso de este modo procedieron los romanos cuando, acallada la rebelión de Simón Bar-Kojba, rebautizaron Judea con el nombre de Palestina en honor a los filisteos, enemigos acérrimos de los hebreos.

Dos días atrás encontramos el cadáver de David Jacobi, un cuchillo le había perforado la garganta. Ya antes hemos recurrido al talento de Gertrude por órdenes de Heinz, cuya inteligencia se dejaba sobornar fácilmente por esas misceláneas (como le gustaba llamarlas). En lo que a mí respecta mi único pretexto consiste en la inútil exposición de las evidencias —quién decía que el terreno en que nos internábamos no era precario—. «Necesita traerme, usted, alguna prenda o posesión del finado. Después ya veremos». Así lo hice. Gertrude era baja, neurótica y sumamente católica. El aroma lánguido del incienso saturaba la habitación. Cosa común era entre adivinos atribuir propiedades esotéricas al incienso. No menos estereotipado se me antojó el cráneo sobre la cómoda y las diversas imágenes distribuidas a lo largo del salón. Cuando regresamos, Brandt y yo, ella tomó la camisa de Jacobi y se puso a auscultarla. Después entró en trance. Brandt, aburrido hasta la impaciencia, prendió un cigarrillo y se lo enchufó en la boca para ocultar una burla que le agrietaba la cara. «Le veo, sí. Es un callejón empedrado. Hace frío y está oscuro, sumamente oscuro. Tiene mucho miedo, mucho miedo de las sombras». Nada dijimos que interrumpiera el exabrupto, nos supeditamos a sentir una incómoda solidaridad; con paciencia esperamos a que volviera en sí. «Señores, deben tener mucho cuidado con este hombre que buscan. Puedo sentir que su alma es negra como una noche sin luna. ¿Se ríe, usted? Ya me dará la razón... Así es, volverá a atacar». Fritz Brandt, devoto del método policiaco, sin perder tiempo cuestionó directamente a la médium sobre las características del asesino. «La tragedia ha sido acometida con un arma blanca». Una vena gruesa y azul le surcó la sien. Poco nos llevó comprender lo ilógico de la situación. «Verá usted, lamento muchísimo no haberlos podido aproximar. La visión fue difusa, la noche ayudó. Esperemos tener mejor suerte la próxima vez». Yo le alcancé un billete, Brandt se volvió sin despedirse. De regreso, Brandt criticaba la ingenua propensión del capitán a convenir con cada patraña. Se vanagloriaba de un carácter inherente teutón: la dialéctica. Recordó a Hegel, cuyo fundamento sumió en el sepulcro la morfología filosófica; recordó a Spengler, cuyo pesimismo lo equiparaba al inconsolable Tiresias. Le dije que Alemania adeudaba al misticismo alguna secreta victoria, añadí que la astrología y el tarot fueron predilección íntima de Hitler, que no podía omitir por simple intransigencia lo evidente. En un tono de infinito desprecio, observó que el fervor del poder es capaz de deteriorar la forma más elevada del pensamiento; dijo que el mayor pecado del alemán siempre ha sido desear todo o nada. Antes, prosiguió, ya se había atribuido a magia la gloria de Alejandro de Macedonia, o, por citar un ejemplo local, el patrimonio de Karl der Grosse (el impostor Carlomagno de Francia). Que defender el infundio es renegar de la causalidad. Mucho distaba de estar en desacuerdo con él, pero es sabido que un credo sólo es templado en la contradicción. El frío de la noche entumecía mis huesos, como ahora. He reiterado a Farnsteiner mi intención de interrumpir las acciones y salir por un café. No sé por qué se lo digo, sé muy bien lo que significa trabajar con él. A Brandt le habían asignado otro caso. Pasándose un pañuelo sobre la frente, sin contestarme, me pide que mueva un poco el estante de los vinos. Un olor a miasma sube desde el mueble.

Cuando llegamos, Heinz, dirigiéndose a Brandt, reclamó los resultados de nuestra investigación. Brandt respondió que no teníamos nada. Yo me encargué de los detalles, estaba visto que mi compañero no tenía la más mínima intención de rendir cuentas. Mientras tanto, Oberländer fustigaba al Internet para dar con la sección K del directorio de familias judías de Mannheim. Los pocos judíos que quedaban en Alemania vivían temiendo el resurgimiento de la patriotería, temor que no estaba lejos de la realidad. La obesidad y la alta presión impelían al capitán a movimientos pausados (dos meses atrás, durante su traslado, ya había sufrido un infarto en Westfalia); frunció el ceño y articuló, luego, una morosa imprecación.

Ayer fue el peor de los días. Impotentes, esperábamos la llamada funesta que denunciara la segunda víctima. Para entonces ya se habría consumado el acto. Eso, sumado a la revisión de una cantidad exorbitante de antecedentes nos inundó de un sentimiento parecido al de la agonía. Cuando el teléfono berreó ya nadie se sorprendió de que del otro lado la voz fría de un equis señalara la ubicación del infeliz. Como cuando un enfermo espera que se le dé el terrible diagnóstico y lo único que anhela es saber, por muy malo que sea, su estado, y así enterado, una feliz resignación lo embarga, del mismo modo el piso se sumió en un silencio unánime. Busqué con los ojos a Brandt para arribar los dos a la nueva dirección. Él escribía no sé qué reporte mientras apagaba su noveno cigarrillo. Me dijo que Farnsteiner lo había destacado a otra misión, la del secuestro del chico Bergner que, también, había quedado pendiente. Los diarios matutinos trizaban el prestigio de la policía.

La distancia, atribulada de iglesias góticas y de abadías barrocas y de castillos inverosímiles, entretejía alguna molesta corazonada. Al volante, Farnsteiner rumiaba alguna estrategia. Vi el Rin; recordé que el tiempo es como el río. Estiércol de pájaro ungió la luna del carro.

La cartera vieja de Margarite Kreskis tal vez sería suficiente para estimular las habilidades de madame Gertrude; eran las siete de la noche cuando toqué a su puerta. Un grueso puro estorbaba su dicción. «Sabía muy bien que volvería, usted». Álgido temblor recorrió mi espalda. Difícil sería hablar de las fluctuaciones de conciencia que experimenté; básteme reconstruir, a efecto de un justo discernimiento, las acciones que se remiten al crimen. Entramos al salón. Las últimas palabras de Gertrude aún resuenan en mi cabeza. ¿Qué quiso decir con que la disposición del cosmos no admite negligencias? Dos cosas hay que mortifican el ánimo: la intriga y el silencio. Bien podría Farnsteiner reunir las dos condiciones. Ni una ligera contracción de repudio le merece el que haya develado la fetidez de la rata muerta. La humedad del sótano amplifica el frío. «Se escondía entre los árboles. Ella no lo podía ver, no lo iba a ver». De vez en cuando intuía en Heinz un rictus que delataba su fascinación por las misceláneas. Sobre todo cuando relataba mis entrevistas con Gertrude. Pensé que nuestra torpeza y su morbo, conjugados, daban excesiva justificación a los agravios, que la prensa, largaba contra nosotros. «Ella grita, pero es inútil, no hay nadie alrededor. Veo una glorieta, una canaleta que vierte agua turbia...». Cuando volví al cuartel, los colegas se debatían, con un afán grotesco de burla, en una discusión acerca de quién sería el siguiente. Yo reprendí el hecho. Alguien dijo que la humanidad suele ser monstruosa cuando se desciende del Sinaí. Alguien más dijo que era aceptable que, siendo el apellido de mi madre Leoy, anduviera preocupado. Era tonto pensar en esa opción. Tanto detalle excluía la osadía como posible virtud del criminal. «Ahora lo veo, lo veo claramente. Tiene como un profundo resentimiento en los ojos». Me incomodaba no saber con precisión la incidencia de su mirada; dejé escapar, luego, un exasperado bostezo. Estaba aburrido de todo lo concerniente a materia sobrenatural. Le pido a Farnsteiner que baje la pistola. No me oye, como siempre. «Hay algo en él, algo sobrenatural». No pude evitar pensar en la relación que existe entre la ciencia y lo esotérico, que casi es la misma que hay entre la razón y la percepción. Siendo, acaso, las últimas, una instancia anterior. (Conocí a un yoghi en Ludhiana que sostenía, mientras caminaba sobre brasas vivas, que todo hábito es una distracción, que el fuego quema porque hemos resuelto creer que quema). Siglos de conventículos científicos nos ha llevado a la irrevocable conclusión de que nuestra percepción del mundo es imperfecta; esta desavenencia concede, imperativa, cierto fuero a la divinidad. ¿Podrá el intelecto alcanzar la trayectoria del espectro? He contemplado, en algún momento, la torpeza como posibilidad; no hay mayor torpeza que tratar de interpretar la geometría de un dios. «Hay un signo, no comprendo su significado, es un carácter antiguo, escandinavo, creo, una runa, o quizás una S en el alfabeto tradicional, o quizás...».
—¡Un rayo!