Saturday, April 14, 2007

Blanco y negro

[cuento]
Edmir Espinoza


Una bocanada de humo marcó el final de este cuento. Lo selló para siempre. Terminó con el desenlace perfecto, sorprendente, que todos los relatos quisieran tener.

Y es que una bocanada de humo como aquella, venida de quien vino, puede acabar con cualquier clase de cosa. Sea esto un relato, una hoja de papel, o un trabajo de ocho horas frente a un monitor, haciendo cuentas interminables o contestando un teléfono que, inexorablemente, seguirá sonando.

Úrsula no tiene una edad en particular. Ni edad, ni tiempo, ni color, ni sabor ni marca ni nada que la clasifique de entre todas las mujeres como ella. Pero pongámosle edad por hoy. Digamos que Úrsula está en sus veintes. En sus veintitantos. Veintisiete. Veintisiete años que pasan volando, y que acumularon en Úrsula toda esa energía y ese poder y esas turbias ganas de todo y nada. Será que, simplemente, su belleza denotaba algo de misterio. Pero tampoco es que fuera el misterio del siglo. Quizá lo que más llamaba la atención de Úrsula eran sus manos. Blancas y espinosas. Con las uñas roídas de tanto mordérselas, pero adornadas por una movilidad que le daba una energía distinta a todas las demás movilidades y a las demás energías.

Esta mañana Úrsula anda medio distraída. Sus manos hacen alarde de su hiperactividad al jugar con el boleto de micro, doblado de mil maneras. En su hombro cuelga una Canon 300D. Anda tomando fotos a todo y a todos. Las expresiones, los colores en sí a mismos (y eso que hoy Úrsula toma fotos en blanco y negro). Juega con las sombras, con las luces que irradia una mañana perfecta como la de hoy. Va de un lado al otro, sosteniendo un cigarrillo prendido con la misma mano con la que sostiene la cámara. Anda feliz. Ligera, en todo sentido. Sus faldas revolotean con el viento fresco de la mañana y sus lentes oscuros reflejan las pocas nubes que adornan un cielo inmenso y azul. A estas horas de la mañana, Úrsula está tan concentrada en las luces, en las gentes y en cada cuadro, maravilloso, que le da la ciudad, tan milimétricamente desproporcionada consigo misma, que ni caso ha dado a las formas, algunas graciosas y otras terribles, que el humo espeso del cigarrillo rojo que aspira, va creando al salir de su boca y su nariz.

Y es que Úrsula es una de esas personas que repara en este tipo de cosas, en cada pequeño detalle, imperceptible para todos. Para ella, no hay nada más que detalles. Detalles que forman detalles. Por ejemplo, los colores. Úrsula siempre anda preguntándose el porqué cada cosa es de tal o cual color. Gusta jugar a ponerle colores a cosas que, en cualquier otro caso, tienen colores muy distintos. Así, Úrsula camina viendo rosados donde hay turquesas, y verde limones donde solo se ven amarillos patitos (no hablemos de los patitos vistos por ella de verde limón y viceversa, que nos abriríamos del tema aún más, y en lo que estamos no es en los colores y los patos y los unicornios verde limón, sino en esto del relato que se acaba con una bocanada de humo espesa y profunda).

De vez en cuando prefiere quedarse en su casa, y repasar los diarios de todas las formas posibles. Anda de aquí para acá, haciendo que cada acción, supuestamente trivial, tome un cuerpo esencial que ya quisieran tener las cosas importantes. Úrsula y sus formas de actuar son tan peculiares, incluso en situaciones tan cotidianas como el comer con cubiertos, tomar una cerveza, subir el ascensor o prender un cigarrillo, que el común de la gente tiende a voltear disimuladamente para detenerse en cada gesto, en cada acción, en cada manera y ademán que realiza con ese aire a distracción que
lo envuelve todo.

Si pensamos, por ejemplo, en su manera de comer con palillos chinos, podríamos encontrar mil y una particularidades en sus maneras. Su cabeza agachada, siempre, como desconfiando de su destreza para atrapar y ahorcar cada fideo, sus dedos, traviesos, cambiando a cada segundo de posición, en
un intento vano pero insistente de encontrar la posición perfecta de comer sin amar una cochinada de aquellas.

En fin, Úrsula se tomaba en serio cada acción, a simple vista trivial. Por ejemplo prender un cigarrillo o aspirar con fuerza el humo de un cigarrillo, o lanzar, lentamente, una bocanada de humo de un cigarrillo sin saber a ciencia cierta que es lo que viene después de todo esto del cigarrillo.

Finalmente Úrsula ha llegado a su casa ansiosa, sin saber exactamente que esperar. Y es que hace días que anda medio neurótica. De pronto, un día despertó con esa sensación, tan terrible, de aquel que espera algo. Y Úrsula, como todos, detesta esa angustia de no saber que es lo que uno debe
esperar.

Para Úrsula no hay nada peor que la espera. Lo peor de todo es esperar algo, a alguien, a algún suceso o cosa, sin saber a ciencia cierta que es lo que maldita sea se espera. Entonces, pasa una brisa que refresca el ambiente y hace bailar las cortinas, y uno se queda con esa incertidumbre terrible de no saber si es que lo que debía pasar, pasó ya, en forma de brisa fresca, o es que lo tan esperado debe llegar todavía, y la brisa -la dulce y fresca brisa- fue solo un preámbulo de todo.

Hoy, sin embargo, la mañana es deliciosa por sus 12 costados. Así que deja a un lado su cámara fotográfica, y emprende, de nuevo, una caminata saltarina que invade la ciudad, casi siempre turbia y melancólica, y la transforma en surrealista y calida.


2

En contraparte, Antonio no espera nada de nada. Para el todo es más simple. Más práctico. Antonio no se preocupa de los colores. Para él todo tiene el mismo color. Para Antonio, las comidas y los desayunos y las cenas y eso de comer con palillos chinos no merece tanta importancia. Si hablaras con el, te diría que todo está dicho. Que no hay mucho más que pensar. Que todo ya se pensó. Absolutamente todo.

Pongamos, por ejemplo, que este día el carro de Antonio se averió. No quiso prender. Así que el gritó, puteó y maldijo al pobre auto. Lo golpeo incluso. Lució furibundo por un momento. Que el maldito auto no avanza, que no quiere prender. Claro, a él no se le ocurre que la mañana está como nunca. Que la
brisa que pasa en esta mañana lo mantiene a uno especialmente fresco, que el sol brilla, pero no calienta lo suficiente como para que Antonio tema que los sobacos comiencen a sudar y entonces la camisa blanca mojada en las axilas. Y toda la oficina que no dice nada, pero que asco.

No. Antonio jamás se detendría a ver que todo está perfectamente tramado para que ese día, justo ese día, vaya al trabajo a pie. Pero que puede hacer, es tarde, la oficina está a apenas 10 cuadras y el maldito Peugeot no le dan las perras ganas de arrancar. Así que el saco del terno al hombro, colgando del dedo medio, y a andar.

Una lástima que Antonio sea como es. Porque las personas como Antonio no se detienen a ver nada de nada de lo que realmente interesa ver. Bien podría pasar un avión United por los cielos esa mañana, o aparecer un arco iris de colores totalmente vagos, difusos e inexistentes, o de pronto, escucharse entre el murmullo solitario de todos los oficinistas en traje y sastre a las 8 de la mañana, un sonido de arpas y violines que viene desde lejos y que se deja llevar por el viento, enarbolando melodías que tampoco existen o existirán, y a Antonio le hubiera dado exactamente lo mismo. Es más… de seguro el avión de United sería lo único que le haría pensar un segundo en el vuelo que debe tomar el fin de semana para una reunión de directorio muy importantes. Las personas como Antonio siempre tienen reuniones de directorio que siempre son muy importantes.

Las personas como Antonio, muchos dirían, tienen un concepto algo retorcido -incluso quijotesco- de lo que es lo importante y lo trivial. Digamos que su pirámide de prioridades anda medio de vuelta y media, como después de un tornado que lo despelota todo de buenas a primeras. Entonces las mañanas perfectas pasan a ser cosas que no vale la pena ver, y las reuniones de directorio son, a lo menos, urgentísimas e imperdibles. Y pasa que una noche jugando con los niños, acariciando al perro y cocinando con mamá pastas, es menos vital para uno, menos excitante, que ver el partido de fútbol que pasan en canal 30 a las 8. Las personas como Antonio son los adultos del que habla el Principito. No entienden un carajo de nada, y le dan vuelta a toda lógica, por más obvia y previsible que esta sea.

Entonces, pasa que Antonio camina, con la camisa blanca impecable, la corbata celeste impecable y el terno azul marino de todos los días. Y resulta que no se detiene a ver las perfectas nalgas de la mujer que no solo lo acaba de cruzar, sino que lo ha mirado a los ojos, fijamente, atraída por esa estabilidad y esa sensualidad propia de gente con el cabello recortado, la afeitada al ras y el terno bien puesto. Antonio no se ha inmutado, no ha volteado ni de reojo. Lo único que pasa por su mente es el viaje del viernes y el partido del sábado y Diana, la compañera de oficina que se tira de cuando en cuando y en el polvo que se va echar con ella en unas horas,
porque ha salido apurado y no ha tenido ni tiempo para hacerse una paja antes de vestirse de corbata celeste y terno azul marino.

Tampoco se ha percatado, camino a la oficina, que la luz del día está peculiarmente perfecta, apropiada, para tomar fotos en blanco y negro, y jugar con las sombras y con las luces que se reflejan en las ventanas de los edificios.

Finalmente Antonio llega a la oficina y, lejos de sentir en el pecho esa leve tristeza de quien entra en una caja de zapatos por 8 horas y se pierde el resplandor de una mañana de fotografía en blanco y negro, siente un enorme alivio de saberse en la seguridad de su oficina con café recién
servido y el aire acondicionado estratégicamente acondicionado a el. Vuelve entonces, a esa modorra feliz en la que viven miles de personas. Vuelve a los edificios y oficinas y ordenadores y llamadas importantes y citas y agendas llenas y rutinas y sonrisas hipócritas y todo eso que el resto del mundo detesta con todas las fuerzas que un pueda tener.

Yo también odio esas cosas. Porque, al fin y al cabo, lo que es Antonio es un producto más de todo lo que se debe ser. Y no hay nada peor que ser, en esencia, políticamente correcto. Y no hay nada mejor que, cada día, decepcionar un poquito a cada quien con cada cosa.

Pero en fin, no es nada ético ir juzgando a los personajes que uno mismo va engendrando. No hay mérito en jugar a Dios y decir Antonio tal cosa y, en cambio, Úrsula tal otra. Sigamos con Antonio, que a estas alturas debe estar cómodamente apoyado en el respaldar de su silla de cuero, respirando profundamente todo ese aire artificial de la oficina, o quizá ya en la sala de fotocopias, con el pantalón en los tobillos, y las manos sosteniendo las nalgas de Diana, que es la encargada de recursos humanos y anda también medio estresada porque el gerente le ha pedido hace un par de días no se que documentos que uff…, la obligan a trabajar más de la cuenta toda la semana.

3

Aunque, quizás sí. De repente todo se va al diablo, lo mando al diablo digo.
Porque aquí el que manda o no las cosas al diablo soy solo yo. El que le puso esa corbata celeste a Antonio fui yo, el mismo que desabrochó la blusa de Diana, el que le dio el puesto de encargada de recursos humanos. Soy el que le enseñó cada una de sus particularidades a Úrsula y aquél que organizó la reunión del viernes para Antonio. Yo les puse el nombre a los dos y a los dos les enseñé a comer comida china. Yo le compre el Peugeot a Antonio.

Es cierto… ando un poco alterado. Pero es que Antonio y toda su rutina me terminan por sacar de quicio siempre. No soporto sus aires de éxito hueco, vacío. No soporto que no reconozca la frustración cada mañana, cuando lo cachetea cada vez que, frente al espejo, se afeita al ras con su match 3. No comprendo como, algunas noches, no llora en un rincón de su cuarto, maldiciendo la vida acartonada y terrible que le toco padecer. No me entra en la maldita cabeza como fue que aceptó sin murmuraciones el papel que le encomendé en este relato.

Quizás es que simplemente no sepa vivir de otra forma. Así como un niño pobre del África no extrañará jamás los viajes en jet privado, y en cambio se sentirá feliz con tener un pan que comer cada día, así mismo Antonio no puede sentir añoranza por una vida que no le tocó vivir. Que no le dejé vivir. Por eso, quizá, vive contento. Por eso no mira los fulgores de una mañana perfecta, por eso pasa de largo ante un par de nalgas que, rítmicamente galopan cubiertas por apenas una minifalda mínima. Antonio nació, fue creado en un medio hosco, en una jaula de víboras en la que la felicidad y el éxito se miden por el tamaño del pene, de la oficina y del apartamento. No sabe mirar. No sabe sentir.

Y bien. De repente el causante de tanto martirio para el pobre de Antonio sea, justamente, quien deba otorgarle, de cuando en cuando, un poco de libertad. Quizás, quien sabe, Antonio solo requiere ese empujoncito tibio, ese abrir de puertas para darse cuenta en la mierda en la que se halla embarrado. Tal vez basta una simple ojeada alrededor y zas!, Antonio se me deja de tanta tontera y comienza a tomarse las cosas importantes un poquito menos en serio, y las triviales, con algo más de atención.

Así que Antonio acaba de dejar a Diana relamiéndose toda, como una gata en celo. Ha sentido como la corbata de todos los días, de repente, le ajusta de una manera terrible, y se la ha quitado como ha podido. Antonio ha caminado hacia su oficina, y la ha visto tan inmunda, tan llena de papeles y números y de paredes y ventanas, que de pronto, ha sentido unas ganas inmensurables de ver la mañana de frente y sin el vidrio polarizado de su oficina de por medio. De modo que ha hecho desbarajuste y medio con las mangas de su camisa, en un intento atolondrado de remangarse y ha cancelado, a gritos, todas sus citas del día. Antonio, finalmente se ha largado de la empresa dando pequeños saltos, similares a los que da un niño pequeño cuando sale al recreo, con una sonrisa súper extraña, una sonrisa que denota una felicidad tremenda, ajena a esa oficina tan cuadrada y rectangular y pentagonal y hexagonal que nada tiene de chiste, una sonrisa que, al fin y al cabo, nadie del trabajo le había visto antes.


4

Antonio no entiende nada. Está en su departamento, parado, apoyado en el balcón mirando al infinito. Anda sin la lustrosa e impecable corbata celeste de siempre. Está con las mangas dobladas y la camisa arrugada. Es mediodía y no está en la oficina…. Justo hoy que tenía tantas cosas que hacer.

Antonio hace, entonces, lo que siempre uno hace cuando todo pareciera ser solo un sueño extraño y desprovisto de todo hálito de realidad. Se frota los ojos, con los nudillos primero y luego con la palma de las manos. Nada. Todo sigue igual de confuso, igual que hace instantes, cuando todavía existía un ápice de esperanza que todo fuera una mera ilusión.

Pero parece que las sorpresas siguen llegando. Y Antonio nunca hubo de aprender a reaccionar ante las sorpresas de otra manera, que no fura con terror. A sus espaldas, hay alguien. Una persona que se contornea en el sofá y ríe. Hielo en las venas de Antonio. Entonces, cuando Antonio todavía no comprende nada, oye una voz extraña, distinta a todas las que escuchó alguna vez. La voz ésta, hipnotizante y juguetona, lo llama. “Antonio, no te quedes pegado, ven acá”.

A Antonio le vinieron mil y una fiebres de golpe. Los bellos se le encresparon de repente y una pelota imaginaria se le atravesó en el esófago, dejándolo casi sin aliento. Miedo, terror, angustia, nervios, quien sabe que. Alguna de las tantas sensaciones que produce la voz de alguien nombrando a uno, fue la causante de que, a pesar de las infinitas ganas de saltar en ese mismo momento del balcón, Antonio solo atinara a voltear y, una vez con aire, observar con algo de encanto y algo de espanto a esa mujer, tan lejana y tan cercana, que tomaba cerveza de pico y que lucía –o deslucía- un moño apresurado en el pelo, y una camiseta blanca que dejaba ver sus pechos, pequeños, redondos y abultados, en toda su esencia.

Antonio no andaba seguro de nada ni de nadie. Menos aún de aquella mujer que, tan campante, lo llamaba con un tono de voz tan familiar, tan casual, tan de todos los días. No sabía nada de nada. Así que prefirió no hacer nada que no hubiera hecho en cualquier otro momento. Buscó una de sus tantas corbatas en el armario donde se alojaba un mundo organizado y meticuloso de camisas y corbatas y pantalones y zapatos y correas y gemelos y todas esas cosas. Eligió una al azar y articuló su mejor nudo en pocos segundos. El cuello sintió la presión incandescente de la corbata atada a un punto imposible. Se sintió extraño. Al fin, buscó uno más de sus tantos sacos y se dispuso a salir de nuevo del apartamento a diez cuadras de la oficina y, ahora sí, encontrar que su Peugeot estaba listo para arrancar y ocupar el estacionamiento 215 de todos los días.

Regreso en el ascensor. No estaba su Peugeot. Nada parecía ser como debía. Tampoco estaban en el bolsillo las llaves del departamento ni el celular de última de generación que llevaba en el estuche de siempre, siempre en el mismo estuche, en la misma correa.

Al tocar la puerta, furibundo, el mundo pareció caérsele encima. Una duda tremenda lo invadió durante largos segundo, hasta que Úrsula abrió la puerta con un estuche, bastante más grande que el de su celular de última generación:

- Olvidaste tu cámara.

Luego, como no, Úrsula chupó el cigarrillo casi consumido que sostenía entre sus dedos, y sopló una bocanada profunda y espesa de humo.