Saturday, April 14, 2007

La línea en medio del cielo

Francisco Ángeles
[Fragmento de novela]


"Cada acto lleva su justificación en sí mismo,
al menos para quien ha sido capaz de cometerlo".
André Breton




Tercera parte

EL CUADERNO

1

Al escribir sobre el pasado, escribió el viejo, las palabras caen como piedras y aplastan la verdadera historia, que queda deformada, oculta entre las sombras. El rumor se acalla y sólo quedan las líneas que pretenden capturarlo, escribió el viejo, y lo único que queda es una ilusión, el espejismo de una realidad falsamente representada.

El viejo estaba sentado al escritorio y escribía sin prisa, con una letra pequeña y ordenada. Empezaba a oscurecer, y se había detenido un momento para ver pasar transeúntes bajo su ventana. Acomodó el lapicero entre las páginas y aspiró el aire fresco de la noche que se colaba entre las cortinas abiertas. Vivía solo y últimamente ocupaba la mayor parte del día en llevar un registro coherente de la historia, un falso registro, una historia que nunca sería, que nunca podría ser, un verdadero registro.

Tiempo atrás, mucho tiempo atrás, incluso antes de la noche de su matrimonio, el viejo había conseguido un puesto menor en un ministerio. Tal vez allí debía trazar la línea, el límite arbitrario que necesitaba como punto de partida. El trabajo en el ministerio le dejaba libre a partir de las cinco de la tarde, y a la salida acostumbraba ir a un bar cercano a reunirse con un grupo de jóvenes que se sentaban en una mesa del fondo del local y pasaban las horas hablando de política. Pero eso fue después, un poco después, cuando ya tenía un par de semanas en el ministerio y había trabado cierta relación con la muchacha que trabajaba en la oficina de al lado.

Las cosas ocurrieron bastante de prisa. La primera vez que vio a Virginia no le causó ninguna impresión. La joven llevaba un vestido veraniego y una ruma de papeles en la mano, y al pasar delante de su oficina lo saludó de pasada con una naturalidad que le hizo pensar que tal vez lo había confundido con otra persona. El que mucho tiempo después sería el viejo que escribe, a quien a partir de ahora llamaremos Ignat, salió a la puerta de la oficina y la vio alejándose por el pasillo. Volvió a su puesto y siguió trabajando. Rato después, la muchacha volvió a pasar por delante, pero esta vez se detuvo en la puerta, le dijo su nombre, hizo algunos comentarios superficiales sobre el trabajo y volvió a desaparecer.

Cuando llegó el receso de mediodía, la muchacha estaba de vuelta. Le preguntó dónde tenía pensado almorzar. Ignat contestó que no había previsto nada en especial. Entonces la muchacha le habló de un restaurante cercano, donde se reunía con unos amigos que trabajaban en otras oficinas de la zona. A Ignat le pareció un poco extraño la coincidencia de horarios con gente ajena al ministerio. Sin embargo, aceptó acompañarla.

Salieron al tibio sol del mediodía, anónimos entre la multitud de burócratas que se lanzaban a las calles con un entusiasmo dormido durante el inicio de la jornada. Al llegar al restaurante, Virginia lo presentó a cuatro tipos que ya habían terminado de almorzar, e Ignat tuvo la rara impresión de que lo estaban esperando. Apenas cruzaban la puerta de entrada, y antes de que Virginia hiciera un ademán que le indicara dónde tenían que dirigirse, ya Ignat había notado que cuatro tipos lo estaban mirando. Casi de inmediato, mientras se iban acercando, los cuatro de la mesa fingieron sorpresa y uno de ellos hizo comentarios sueltos sobre un campeonato deportivo. Virginia les dijo su nombre y él escuchó el de cada uno de ellos mientras les tendía la mano. Pero era difícil quitarse de encima la sensación de que todo estaba preparado, de que ellos sabían de antemano de que Virginia lo llevaría, que sabían su nombre e incluso que habían visto su cara, tal vez en una fotografía. Vinieron los primeros comentarios, las preguntas sobre el trabajo (cuándo había entrado al ministerio, cuál era exactamente su labor), pero Ignat sintió que ellos ya sabían las respuestas. Había una rara artificialidad en el modo en que se alternaban las intervenciones. Todo era extrañamente claro, fluía con demasiada naturalidad. Ignat sintió que entraba a formar parte de una coreografía que ellos habían ensayado previamente, que era la pieza nueva que ellos esperaban encajar , y que incluso sus respuestas ya estaban previstas, que ellos sabían todo sobre él.

El mesero se acercó a tomar el pedido y después Ignat comió en silencio. Los demás parecían haberse olvidado de él, pero eso también debía estar planificado. Hablaban de diversos temas, pero él sentía que ésa era una conversación repetida, que cada uno ya sabía lo que el otro iba a decir, que muchas veces habían hablado exactamente lo mismo, palabra por palabra, como si cumplieran un libreto aprendido de memoria. Aunque tal vez estaba equivocado, y el cansancio por el duro trabajo de la mañana, la súbita aparición de Virginia y un leve mareo lo habían puesto en disposición de interpretar signos en el vacío. Quizá todo era demasiado vulgar, y por eso había sido tentado por la imaginación. Terminó de comer, convencido de que todo estaba bien y no había de qué preocuparse. A fin de cuentas, no encontraba un indicio concluyente para suponer que ellos estaban informados sobre él. No tenía más que un pálpito, y sabía bien que esa sensación podía ser absolutamente injustificada. Pero lo cierto que estaba allí, con esos cuatro desconocidos, llevado por una muchacha a la que acababa de conocer, y la rotunda certeza de la situación hizo que volviera a pensar que nada era tan inocente como parecía. ¿Qué hacía allí? Si estaba en lo cierto, y en verdad todo estaba planificado, debía haber una razón. ¿Qué interés podían tener en él?

Ignat miró su reloj y se alegró al ver que el tiempo del refrigerio llegaba a su fin. Repitió la hora en voz alta, como si ello bastara para dar a entender que debía retirarse. Esperó una voz de protesta, que alguien dijera que se quedara un rato más. Pero nadie lo hizo. Todos callaron e Ignat sintió que ése era un silencio calculado. Seguramente sospechaban que él sería el primero en mostrar interés en retirarse y no debían despertar sospechas tratando de retenerlo. Tenían que hacerle sentir que podía ir y venir cuando quisiera, que daba igual si se retiraba y no volvía más.

Ignat se puso de pie y Virginia lo imitó. Al despedirse, uno de los tipos le dijo que al día siguiente era el cumpleaños de otro, que escuchaba sin darse por aludido, y que en la noche se iban a reunir para celebrar a la salida del trabajo. De manera que estoy en lo cierto, se dijo Ignat. La cortesía no era, no podía ser gratuita. Ni siquiera lo del cumpleaños era creíble.

Ignat salió junto a Virginia del restaurante y en el camino hacia el ministerio la escuchó hablar sin hacer ningún comentario. El del cumpleaños, le dijo Virginia, se había casado muy joven, antes de cumplir los veinte. Tenía ya una década de matrimonio y últimamente andaba en problemas con su esposa, una mujer algo mayor que sentía haber desperdiciado su vida al lado de él, pero que se resignaba a ello incluso con satisfacción. El del cumpleaños quería terminar la relación, pero esperaba que la mujer diera el primer paso. De manera que usaría la vieja estrategia de convertirse en víctima. Pero la inversión de papeles no era tan simple. Esa noche no llegaría a casa, no sería su culpa que justo el día de su cumpleaños tuviera más trabajo que de costumbre. Se trata de despertar las sospechas, le dijo Virginia, sin dar la prueba definitiva. La mujer debe pensar que él anda liado con otra, y en algún momento será incapaz de soportar la situación. Pero siempre, incluso cuando decida abandonarlo, quedará un espacio para la duda. Siempre podrá suponer que tal vez él decía la verdad.

Entraban al ministerio e Ignat se preguntaba si acaso Virginia quería hacerle notar de un modo sutil que ellos tenían todo previsto. Hay que despertar la sospecha, le había dicho Virginia, agotar todas las posibilidades para despertarla. Pero nunca dar la prueba definitiva. Luego le guiñó un ojo, se metió a su oficina y cerró la puerta. Ignat volvió a la suya. Tenía bastante trabajo que hacer esa tarde, pero le costaba concentrarse. Después de un rato, resolvió que necesitaba un respiro. Así que fue a la cafetería del ministerio, pidió un botella de agua y se sentó a beberla de espaldas a la puerta. Miraba por una pequeña mampara el patio de los trabajadores y pensaba en cuál podía ser el interés que tenían en él. Por la manera en que se habían presentado los acontecimientos, parecía evidente que su elección no había sido al azar. No era una víctima intercambiable, un transeúnte que un ladrón elige sobre la marcha. No, lo habían escogido precisamente a él, y quien muchos años después sería el viejo que escribe era el primer sorprendido por la elección. Tampoco llegaba a entrever qué esperaban obtener a cambio. Desde la hora de almuerzo una sensación de peligro lo había agobiado, y sabía que lo más prudente era tomar distancia y alejarse del grupo antes de verse involucrado. Pero decidió ir a la reunión de la noche, al menos para descubrir qué se estaba tramando. Pensaba asumirse como un contraespía, y aunque desde una perspectiva práctica ese papel no le daba ninguna ventaja, al menos lo pondría en confianza consigo mismo. Si algo le llegaba a ocurrir, podría darse por satisfecho pensando que todo era consecuencia de un riesgo que decidió asumir.

Poco antes de las cinco, Virginia apareció en la oficina y le recordó la celebración del cumpleaños. Una hora después entraban juntos al restaurante. Los amigos de Virginia estaban en la misma mesa, como si no se hubieran movido de allí desde el almuerzo. Ninguno parecía tener un ánimo festivo, acorde con la supuesta celebración. El homenajeado repitió a grandes rasgos lo que ya le había contado Virginia, los problemas con la mujer y sus planes para terminar la relación. El único dato adicional fue que no tenían hijos y que lo atribuía a que uno de los dos era estéril, pero nunca se habían hecho pruebas para descubrir cuál de los dos era el afectado. Ignat pensó que le estaba dando una falsa prueba de confianza, que no era ninguna confesión espontánea sino un plan. No hizo ningún comentario y propuso pedir unas cervezas.

Hicieron el primer brindis. El del cumpleaños se había puesto de pie y anunció que sería más radical y que esa noche no pensaba volver a casa y al día siguiente no iría a trabajar. Dijo que cumplía treinta años y le parecía la edad ideal para renunciar al pasado. Nunca más volvería a ver a la mujer, no regresaría al trabajo. Lo único que quería era desaparecer. Era la única manera de poner en marcha el cambio que venía esperando por tanto tiempo. Cuando terminó de hablar, los otros aplaudieron y lanzaron exclamaciones de júbilo. El anciano se esforzaba por leer la escena entre líneas, pero no entendía bien lo que ocurría. Bebió otro vaso de cerveza y se dijo que, ya que estaba ahí, haría lo posible por disfrutar.

El que lo invitó a la reunión era un tipo al que los otros trataban con cierta distancia. Le decían Zeta y tenía la cabeza rapada. Mantenía un aire de superioridad y daba la impresión de estar acostumbrado a que las cosas se hicieran a su manera. Preguntó si alguien tenía un cigarrillo y, al ver que nadie le ofreció uno, le dijo a Ignat que lo acompañara a comprar un paquete afuera. Cuando volvieron, los otros dos se habían puesto a discutir de política.


La línea en medio del cielo ya se dibujaba entre las nubes (escribió el viejo a oscuras, muchos años después, sin encender la luz de la habitación y adivinando las letras perdidas en el cuaderno), pero es entonces cuando se va perfilando con claridad, se vuelve nítida, legible, necesaria. La línea se hace gruesa y quiebra el cielo por la mitad. Yo estoy debajo y es como si el cielo entero fuera a caerse en dos pedazos justo sobre mi cabeza. Intento cubrirme con las manos, pero el gesto es estúpido, no tiene ningún sentido, es una defensa inútil ante la inmensidad de lo que se desploma y está a punto de aplastarme. Lo extraño es que saco las manos apenas me doy cuenta de que no soy yo el blanco que se quiere derribar. Es a otro a quien se dirige el ataque, pero me resigno a la equivocación y acepto ser la víctima por error, juego a cambiar de identidad sabiendo que, en algún lugar desconocido, alguien quedará a salvo.

No es generosidad ni desprendimiento. Me gusta pensar en que tal vez yo también fui alguna vez salvado de un modo semejante. Pero no se me ocurre cómo ni cuándo pudo suceder. De cualquier manera, hay que actuar como si ya hubiera ocurrido. De lo contrario, hay que inventarlo.


En el camino hacia los cigarrillos, por primera vez a Ignat se le ocurrió que podía tratarse de un error. Si ir a comprar juntos no era más que un pretexto para dejarlo a solas con Zeta, tal vez allí estaba la prueba de la confusión. El plan no hubiese surtido efecto si él sacaba un paquete y le ofrecía un cigarro. Y era imposible suponer que ellos supieran que ese día no llevaba cigarrillos. Tal vez les habían dicho que no fumaba y se habían equivocado. Pero a la luz de los acontecimientos, el pasado siempre es capaz de ofrecer luces que entonces, cuando nada ha sucedido, permanecen ocultas. Aparecen indicios antes escondidos, se pueden leer señales que antes eran signos en blanco, no podían interpretarse. Así que, finalmente, las coincidencias eran posibles. Aunque tal vez no era el caso.