Friday, February 16, 2007

El encuentro - Mariano Carranza Lucero

Bajé del taxi y sentí en mi rostro las finísimas gotitas frías de la inclemente garúa limeña, y enseguida me apresuré hacia la pollería donde otras veces había estado. Al franquear la puerta del establecimiento pensé: “Esto me vendrá bien”, y era todo lo que tenía en mente.

En el camino dejé a Hilda, una amiga que esa noche me acompañaba y con quien no tengo ninguna relación sentimental, aunque Mona piensa lo contrario. Debí traerla, pero la hora no me pareció propicia; y evité quizá, que con su presencia torciera los sucesos en los que hoy me encuentro inmerso.

Mi lugar me permitía divisar la calle atestada de gente a la medianoche: taxistas, vendedores ambulantes que desafiaban la llovizna, mujeres que delataban su condición de prostitutas; más allá, travestís en espera de clientes, carretillas vendiendo hamburguesas y pan con pollo, con cuatro o cinco hambrientos, gente de toda clase, y también, muchachos con actitudes agresivas.

Mientras, yo me hallaba seguro dentro del establecimiento.

Pero lo que pasó rompió mis presunciones sobre lo que tenía que pasar, luego que terminara de engullir los alimentos: pagar, tomar un auto que me lleve a mi domicilio, meterme en la cama y dormir hasta tarde.

Dude de que se tratara de él. Y él no me miró a mí sino mi plato, y sólo después se fijó en mí.

Su rostro adquirió una expresión que denotó estar a punto de colapsar. En su laberinto, se deben de haber producido una serie de conexiones para finalmente desembocar en mí. Luego de unos instantes de confusión de ambos, asomó esa sonrisa embobada: casi estúpida, que nos envolvió y nos transportó a una época donde yo era una especie de subordinado con relación a él, y él no era lo que hoy era.

Todo dio un vuelco.

Ya no podía seguir adelante con lo mío, pero tampoco podía dejarlo marcharse así nomás. Y cuando hizo un amague de largarse, mi reacción fue tocar el vidrio de la ventana, y llamarlo invitándolo a pasar.

Me hizo un gesto ambiguo de que tenía que irse, pero insistí, y cuando vi que se daba la vuelta para venir, me apresuré a decirle al mozo que lo dejase entrar: que era un amigo. A regañadientes aceptó cuando lo vio aparecer.

– ¿Qué ha sido de tu vida? –inquirí sin salir de mi asombro.

–Bien –me dijo–. Ya ves –y se señaló a sí mismo irónico.

Me apresuré a ofrecerle un menú como el mío llamando al mozo. Vi vergüenza en ese rostro extraviado, pero lo tranquilice diciéndole que era mi amigo de toda la vida.

Entablar una conversación con él fue complicado al principio. No lograba articular una idea sin que se le cruzara otra, mientras trataba de explicarme algo, o hacer memoria de aquellos años de juventud. El nerviosismo jugaba también en su contra. Era conciente de que la gente del local lo observaba, y de que yo hacía esfuerzos por comportarme relajadamente, cuando estaba tan tenso como él.

Con esfuerzo fuimos reconstruyendo esa adolescencia compartida, y recordando a muchos de los que compartieron con nosotros esa etapa de nuestras vidas. Me marché del barrio, y aunque al principio me dejaba caer por ahí, poco a poco me fui distanciando hasta que los perdí de vista. Incluso de Dany que fue mi mejor amigo, y el líder juvenil de esos tiempos.

Y estaba muy presente en mi memoria, la discusión que hubo en casa cuando encontraron en mi habitación un cigarrillo de marihuana y se armó un lío, y mis padres –ese día fuera de sí– tomaron la decisión de mudarse con sus hijos. Yo no quería irme de un lugar al que había llegado a amoldarme perfectamente, pero el argumento de mi madre fue contundente: “Vas a terminar siendo un drogadicto si sigues con estas juntas”, y en los días siguientes se abocó con una energía increíble, a buscar una casa de alquiler lejos de allí hasta que dio con una, y toda la familia a causa de un cigarro de marihuana, se tuvo que marchar de ahí.

Si no me hubiera mudado, estoy seguro que yo no habría ido tan lejos como Dany. De los amigos del barrio que continuaron ahí, y que quizá continúan hasta hoy, ninguno se volvió un drogadicto como temía mi madre. Entonces, era un problema solamente de Dany.

Con el correr del tiempo su confianza se fue asentando, y me dijo:

–La droga me tiene jodido. –Y esa risa estúpida que le vi en la ventana asomó a su rostro.

– ¿Y has intentado dejarla? –pregunté interesado y frontal.

–Puta… que te digo. A veces. –Y vi en su mirada escepticismo.

–Tú mismo lo has dicho. Te jode la vida, –y lo miré, pero bajó la cabeza y empezó a devorar sus alimentos. Tomó un trago de su bebida, y a continuación me dijo:

–Te destruye, pero supongo que uno elige su perdición y su forma de morir. Esto lo elegí. Tú tienes más suerte y elegiste otra cosa. Además, pese a la pesadilla que esto supone, te da una perspectiva sobre la vida que de otro modo no hubiera conocido. Claro que eso cuesta y uno tiene que pagarlo, aún a costa del dolor de la familia, y la perdida de los amigos que se hacen los que no te ven. En cambio tú me llamaste. Me invitas a sentarme contigo. Tú amistad no la hubiese experimentado de otra manera. –Y sus palabras me desconcertaron pensando que quizá, le era mejor fingir demencia para justificar ese estado.

Se calló y dirigió su atención hacia su plato. Hice lo mismo con lo que aún me quedaba pero ya no tenía apetito. Cualquier indicio del alcohol que había ingerido desapareció. Miré a mi harapiento amigo, y vi que sólo había tocado una parte de sus alimentos. Apartó el plato. No era mucho lo que probó, y dijo:

–Está bueno, ¿puedo hacer que lo envuelvan para llevármelo?, ¿no es cierto?

Cuando trajeron su comida envuelta salimos de ahí, y pensé que venía la despedida. Me era difícil decirle: “espero volver a verte”, cuando era todo lo contrario lo que sentía. Aún no habíamos llegado a la esquina, cuando escuchamos: “¡Dany!”. Ambos volteamos hacia la dirección de donde venía la voz que llamaba con insistencia: “¡Dany, Dany!”

Era una muchacha que bien alimentada y arreglada debía ser atractiva. Nos detuvimos a esperarla, y cuando nos alcanzó, pareció recién notar mi presencia y preguntarse: “¿Quién es este extraño?”

–Mi amigo Ariel. De mi antiguo barrio, –le informó Dany, y la chica dijo: “Hola”, cáustica.

Dimos unos cuantos pasos, y la muchacha dirigió su mirada hacia la bolsa que contenía la comida, y Dany dándose cuenta, le dijo:

–Mona, llevo algo para comer en casa, –pero la chica no hizo ningún gesto.

El hecho que Mona, y Dany sean pareja me llenó de intriga, pues formaban una pareja peculiar unida sin lugar a dudas por las drogas. La muchacha –muy joven– se le notaba desgastada por una vida de excesos, pero su apariencia no era la de una abandonada. Quizá se tratara de una cuestión de tiempo, pensé.

La presencia de ella hizo que no tomara un taxi y me marchara.

Avanzamos una cuadra más, y Dany de golpe locuaz empezó a rememorar situaciones del pasado, mientras Mona seria y taciturna iba a su lado. Intenté intercambiar unas palabras con ella, pero no me contestó, lo que molestó a mi amigo que la recriminó, y generó un instante de tensión que incomodó a los tres. Pero luego de unos pasos la muchacha se dirigió a mí:

– ¿Eres muy amigo de Dany?

–Del barrio. Desde que éramos chicos. Me mudé y dejamos de vernos. Hasta hoy.

– ¿Te parecerá extraño verlo así ahora? –dijo, y me extrañó que hablara como si Dany no estuviera.

–Bueno. No sabía nada de él, –respondí cohibido.

Dany ahora iba en silencio dejando al parecer que nos conociéramos.

Ella continuó:

–Es un buen hombre, pero sus amigos le han dado la espalda. Él me ha dicho que muchos se hacen los que no lo conocen cuando se lo cruzan.

–Así es la gente, –le contesté, sintiendo que bajo otras circunstancias podía encajar dentro del perfil de esa gente a la que se refería.

Me hallaba incómodo, cuando Dany saliendo de su mutismo vino en mi ayuda:

–No digas eso amor. Mira lo que nos invita mi amigo, –y volvió a mostrarle la bolsa que llevaba en la mano. Mona lo ignoró, y dirigiéndose a mí:

–Si eres tan amigo –se detuvo un momento para recordar–: ¿Ariel?, –e hizo un mohín gracioso, y continuó–: porque no le dices que pare la mano. Se mete unas perdidas que ni te cuento. Un día va a aparecer muerto. A mí no me hace caso. Quizá a ti te escuche si son tan amigos.

No supe qué contestarle.

– ¿Y tú? ¿Qué me dices? ¿También estás en eso? –pregunté en cambio.

–No lo niego. Así conocí a Dany, pero no llego a los extremos de él.

–Pero a la larga te jode.

–Quizás, pero yo sé lo que me meto. Él no. Le entra a todo. A veces no puede hablar en días.

Avanzamos un poco más y pensé que no teníamos nada más que decirnos, y aguardaba el momento oportuno para decir: “me marcho”, cuando Dany propuso:

– ¿Vamos un momento a casa? Vivo cerca. ¿No sé si te incomodará la pobreza?

Mona pareció dudar, pero luego de unos instantes me hizo señas para que aceptara cuando Dany miraba hacia otro lado. Después discerní que ella aceptó que vea la miseria en la que vivía, con tal de apartarlo aunque sea unos momentos de las drogas.

Nos introdujimos en una habitación maloliente y ruinosa.

Me ofrecí a comprar la cerveza, cuando vi que Dany se aprestaba a servir un trago inclasificable que, después sabría, era ron con Coca – Cola quien sabe de cuantos días. Tuve que persuadirlo de que no quería cambiar de trago, y quería seguir con cerveza como había estado bebiendo en la reunión antes de detenerme a comer algo, pero la verdad no quería beber más. La hora era inconveniente para adquirir la bebida. Ambos: Mona y Dany, se pusieron a deliberar en dónde podía conseguir la cerveza. Dany molestó a un vecino para que nos preste las botellas y éste refunfuñando se las dio.

Lo normal era que Dany y yo fuésemos a comprar, pero él no hizo ningún amague de acompañarme, por lo que salí con Mona a la calle. Pasaron algunos tipejos que al verla la saludaron. Pasó un taxi y lo paré, y guiados por Mona, fuimos a dar a un lúgubre callejón donde nos atendieron de mala gana. La mujer al verme dijo que no vendía licor, pero Mona fue persistente y al final aceptó, advirtiéndonos que eran las últimas y que no se nos vaya a ocurrir volver.

Le había dicho al taxista que nos espere y nos traiga de vuelta, pero el hombre que se negó en un principio, pues no quería arriesgarse a que le roben o le robemos, en el camino tomó confianza y terminó esperándonos, y trayéndonos de regreso.

Cuando regresamos Dany había hecho algunos mínimos arreglos, disponiendo todo para que nos sentáramos en unas viejas sillas alrededor de una mesa enclenque. Había tendido la cama que cuando llegamos estaba revuelta. Estaba eufórico, e iba de un lado a otro, y hasta se disculpó por no haberme acompañado, aduciendo que le debía a uno de los expendedores de licor, pero Mona le dijo que no habíamos ido ahí, sino donde Las Luciérnagas, que era como conocían al lugar. Dany se alarmó, y no por la seguridad de Mona, sino por la mía. Nos sentamos y brindamos por el reencuentro luego de muchos años. Mona también lo hizo pero por razones distintas a las nuestras, y luego de probar un sorbo, se abocó a querer invitarnos de la comida que Dany trajo. Yo rehusé, pero Dany probó algo, mientras iba tomando.

Me incomodó el olor a meado y humedad de emanaba del cuartucho; pero luego de algunos tragos dejé de percibirlo. Mona terminó de comer, y se aunó a nuestra conversación y los residuos de desconfianza que me había mostrado hasta entonces, incluso cuando fuimos a comprar, se diluyeron. Festejaba las ocurrencias de Dany de buena gana, y se mataba de risa cuando éste trataba explicar algo y de pronto perdía la ilación.

Al fin había logrado sentirme cómodo con ellos, cuando oímos pasos, y alguien tocó la puerta. Dany miró a su chica con angustia, y se diría que le era imposible levantarse. Fue Mona quien lo hizo de una manera impetuosa. Yo me quedé estático y a la expectativa, como si algo malo nos fuese a suceder, pero la voz de la muchacha me convenció que no era un peligro real el que nos amenazaba con ese llamado que parecía de ultratumba; sino que tenía que ver única y exclusivamente con Dany, y quien sabe también con ella, que era una drogadicta aún itinerante, y no como Dany: a tiempo completo.

Fue áspera con el autor de la llamada, pero luego se hizo a un lado y dejó pasar a una figura tan espectral como la de Dany. El hombre me miró extrañado, y luego que se saludó con Dany, éste me presentó.

El hombre me estiró la mano, y fue a sentarse en la cama que estaba a nuestras espaldas. Yo tenía la botella, así que creí conveniente pasársela para que se tome un trago, pero al recibir la botella dijo que estaba muy helada, y Mona le ofreció el ron con Coca – Cola. El hombre se alegró y agarró la botella de gaseosa donde estaba el contenido de la mezcla. Se sirvió en un vaso de plástico que le alcanzó Mona –que dudo que estuviese limpio–, y empezó a degustar su bebida.

Mientras bebía con mi amigo, y con Mona que se notaba intranquila, supe que algo extraño pasaba, pero no lograba discernir el motivo. El sujeto había dejado de parecerme amenazante, aunque por satisfacer su adicción debía ser capaz de cualquier cosa.

No dejaba de observarme y empecé a preocuparme, cuando Dany le dijo severamente:

–Carajo, es mi amigo. Cómo mi hermano, y lo que le pase a él es cómo si me pasara a mí. Estamos Cucho. –Y el tal Cucho asintió en el acto, y me percaté enseguida de lo que estaba haciendo: sopesar cuánto podía llevar encima.

Pasó el tiempo, se terminó la última cerveza y supe que tenía que marcharme.

Los gestos del tal Cucho eran para avisarle a Dany que me picase con algo para ir a conseguir droga, como luego comprobé. Me sentí terrible entre si ofrecerle algo de dinero, sabiendo en qué lo utilizaría, o irme. Lo penoso era que estaba seguro que me lo pediría, y no tendría valor para negárselo. Pero cuando me paré y saqué un billete, resignado a mi suerte, diciendo: “para los cigarrillos”, Dany se sonrojó, y en un arrojo de dignidad, rechazó de plano el ofrecimiento. No saben cómo se lo agradecí. Por el contrario, el tal Cucho no hizo sino mostrar su disgusto y lo hizo saber en voz alta: “Puta causa, eres un huevón”, a lo que Mona le increpó colérica: “Y tú un pastrulo de mierda”, pero él la ignoró levantándose para irse.

La idea de salir con aquel sujeto me desanimó. Prolongue la despedida dándole tiempo al tal Cucho de alejarse del lugar. Estaba amaneciendo, y pensé que lo mejor era esperar hasta que esté bien claro para marcharme. Cuando Dany bostezando le dijo a Mona:

–Acompáñalo a tomar su carro, –y dirigiéndose a mí–. ¿Tomas un taxi, no?

–Sí –le respondí débilmente contra mi voluntad; pues hubiese querido decirle que no se molestara, que podía irme sólo, o en todo caso que fuese él quien me acompañara, pero Mona no me dio tiempo a decidirme por una u otra cosa. Dijo:

–Vamos. –Y salí tras ella.

Me sentí ridículo secundando a ese cuerpo que, a la luz de la amanecida, insinuaba algo del esplendor de su juventud, y que recién notaba; pues todo este tiempo sólo me había llamado la atención su agraciado rostro, y su ronca voz.

Cruzamos la calle para detener un taxi, y yo me mantenía alerta por si aparecía el tal Cucho, o cualquier otro malandrín y nos hacía pasar un mal rato, cuando ella, le hizo señas a un taxista que aminoraba la marcha para que se vaya. “Va a pedirme dinero”, pensé.

Me preguntó si verdaderamente estimaba a Dany. Le dije que sí, pero con tan poca convicción, que decepcionada, me dijo que era posible que no me volviese a ver, pues nunca más regresaría a donde ellos. No me quedó más remedio que asegurarle que eso no iba a suceder, sintiéndome un farsante. Su mirada era de condescendencia. Era como decirme que bueno, que al menos habíamos pasado un buen momento; pero luego, como si la mañana que nos caía encima la liberara de todo recato, me soltó:

–Si quieres lo hacemos. Podemos ir a cualquier lado. Voy a decirle que me voy a mi casa y regreso. No vivo con él. De qué viviríamos. Vivo con mis padres. No creas que Dany no lo sabe. Pero a ti te aprecia. Le dolería si se entera. No se atrevió a picarte con un sencillo. Nadie se le escapa, y sin embargo contigo…

Y aún hoy sé que amar a Mona es un acto inextricable. Dany murió hace dos años, y estuve en su velorio. Unos cuantos parientes que sentían alivio por haberse librado de un indeseable y lo disimulaban mal, una madre que no se consolaba de la muerte de su hijo, y que repetía que era un buen chico. Yo también lo creo. Lo cree Mona, pero estoy seguro que el resto de personas que asistieron no. Muchas tenían alguna queja contra él: un artefacto robado, un préstamo no devuelto, un hurto mientras le daban la espalda, y no sé cuántas quejas más. De los últimos amigos de sus andanzas, aparecieron unos cuántos, y para ver si pasaban alguna bebida fuerte, como no fue así, se marcharon enseguida.

Mona se mantuvo a mi lado y sufrió sin revelarlo. La señora Norma, la madre de Dany, extrañada de mi presencia de la que no había vuelto a saber desde que me fui del barrio, me agradeció que estuviera ahí. Me encontré con algunas personas que no veía hace años.

Después de esa mañana volví por ella.

Desembolsé dinero para que Mona no se entregara a nadie para financiar su adicción, o la de Dany. Por él dejé de sentir afecto. La lástima me ganó y una amistad basada en lástima no tiene sentido. Sé que Mona no siente por mí lo que sintió por Dany, pero también sé que lo que sintió por él no fue amor verdadero. Entre ellos había dejado de existir toda relación carnal. Él dejó de tener interés por cualquier mujer, incluida su madre.

Su único gesto de respeto hacia mí fue no haber aceptado esa noche mi dinero. No sé si su aprecio fue genuino, pero no me importa. La versión de ella es que me respetaba. Pero apenas volvió a verla le pidió dinero para perderse. Una noche sin drogarse había sido más que suficiente.

Ella nunca le dijo que me siguió frecuentando, y él jamás preguntó por la procedencia del dinero que ella le traía, ni por las mínimas cosas que le compraba para su subsistencia.

Y sin embargo a mí, miles de veces me echó de su lado por tratar de impedir que siguiera viéndolo. Cuando esta lúcida es una persona fuera de serie, pero cuando se abandona a su desgracia es difícil de lidiar. Sus conocidos me conocen y he tenido uno que otro altercado con alguno, pero leves, y han aprendido a soportarme. La práctica me ha convertido en un experto en manejarlos. Ahora no se meten conmigo ni con ella, que ya no necesita su cuerpo para conseguir unos gramos de muerte. Saben que cada vez que la encuentro con ellos la levanto en peso para llevármela a casa, pues se mudó conmigo luego de unos meses de conocerme. Ya no está Dany. Está conmigo, y siento que algo del dolor que ella sintió por él, se ha trasferido a mí para ahora sentirlo por ella.