Friday, November 24, 2006

Lecciones de origami

Autor: Augusto Effio Ordóñez
(Huancayo, 1977)


“Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas”.
Juan José Arreola.

UNO

De todos los cuestionarios que he debido absolver en mi vida —por lo demás, una vida llena de trámites, procedimientos, censos y el gobierno absoluto de la formalidad— este ha sido, de lejos, el más impertinente e insensato. Si bien parece comprensible que los responsables de un banco de sangre tomen todas las precauciones necesarias para evaluar la calidad del material aportado por los donantes, no pueden ir preguntando, así como así, sin muestra alguna de rubor, con cuántas personas se ha tenido contacto sexual en el último año o si una considera que su menstruación es saludable. Me vienen a la cabeza estas dos preguntas porque en ambos casos mentí. Respecto a las características de mi periodo, opté por un escueto y cortante “normal”, dejando sin posibilidad de reacción al sudoroso enfermero que manejaba el interrogatorio con las manías de un juez atormentado y convulso. En secreto, sin embargo, me avergoncé con el recuerdo del pegote grumoso y compacto que desciende por entre mis piernas cada tres o cuatro semanas, como si se tratara de la desesperada huida de una sanguijuela vehemente e incontenible de torpes modales que no soporta el abandono al que está condenado mi vientre, y prefiere, mil veces, lanzarse en caída libre por el destino incierto que marca la línea interior de mis muslos. Se entiende entonces el origen de mi segunda mentira cuando, al ser consultada sobre la frecuencia de mi actividad sexual y el número de personas que esta involucra, sentencié, sin el menor titubeo, que aquella era constante y, como si no fuera suficiente, con un cinismo del que no me creía capaz, agregué muy suelta de huesos que no había razón para preocuparse, por cuanto me declaraba absolutamente monógama en esos menesteres. Mientras sopesaba la satisfacción que produce mentir impunemente, decidí que Octavio era el único que merecía compartir el papel protagónico en la historia que acababa de improvisar, así que le agregué una raya más al tigre y dicté su nombre completo cuando llegó el momento de cubrir el casillero asignado para el cónyuge o concubino en el formato del cuestionario. Entonces, se apoderó de mi cuerpo un adormecimiento tan cálido y confortable, que no me importó que en los minutos siguientes alguien olvidara desconectar de mi brazo la manguerita por la que veía circular a cuentagotas una sangre espesa y excesivamente oscura que me costó reconocer como propia. Entre tanta satisfacción, me dije que tal vez era imposible que un simple donativo concluya en tragedia, pero no dejaba de saborear la idea de estar al borde de una muerte ridícula y haber tenido el atrevimiento de pensar a Octavio como parte de mi vida.

DOS

De regreso a la oficina, prefiero no comentar la experiencia de la donación, sabiendo que aquello me costará las horas de reposo que se recomiendan en estos casos. Me he reportado enferma hasta en seis oportunidades en las dos últimas semanas, así que una indisposición por motivos de salud un viernes después de la hora de almuerzo no suena nada creíble. Además, está el asunto de Octavio. Los expedientes sobre los que debo rendirle cuentas reposan en mi escritorio tal y como él los acomodó desde los días en los que empecé a ausentarme en la oficina. Sobre ellos, una delgada capa de polvo les otorga el brillo especial que adquieren algunas cosas cuando permanecen inmóviles por mucho tiempo, como si se tratara de una especie de piel que mudan los objetos inanimados cuando están fuera de nuestro alcance. Me divierto pensando en la extraña forma que tiene dios de escuchar mis plegarias, ya que confío en que la presencia de esa capa de polvo signifique también el inicio de un lento pero cuidadoso proceso que terminará por enterrar los expedientes para siempre, sin que les haya puesto las manos encima. Aunque, pensándolo bien, de nada serviría desaparecer de la faz de la tierra esos bloques de papeles cosidos, foliados y numerados que socarronamente me sonríen desde su sueño profundo y despreocupado. Sé que cualquier intento por esconder la cola del elefantiásico engranaje que supone la tramitación de los intereses que están en juego detrás de cada expediente, está destinado al fracaso. Después de todo, se trata de simples papeles que pueden ser reemplazados por otros en un abrir y cerrar de ojos, papeles igual de orgullosos de lucir el membrete del escudo nacional; babeantes de firmas, sellos, conformidades, rúbricas, proveídos; drenando, al simple contacto con el dedo de la cordura, la pus de frases grandilocuentes y huecas en las que se revuelcan —gustosos y promiscuos— los alcahuetes de la ley. Y así, un poco golpeada por la desolación de mis conclusiones, en el instante que retiro de mi antebrazo derecho el parche de bordes roídos que me incrustó de tan mala gana el enfermero del banco de sangre, me comunican que Octavio aguarda mi presencia en su despacho. Rumbo al cadalso, Adela se acerca con disimulo para advertirme que tenga cuidado; parece que hoy, el dueño del mundo está de muy mal humor.

TRES

Llevo una eternidad trabajando en el ministerio. Ocupo uno de esos cargos que nadie medianamente capacitado en la profesión quiere asumir. Un cargo que pasa desapercibido para los galgos partidarios que, de cuando en cuando, queman y reponen banderas en la conducción de este tipo de instituciones con el único objeto de pagar favores y asegurarse lealtades. De no mediar algún hecho decididamente extraordinario, terminaré mis días evacuando informes jurídicos del mismo soso perfil e idéntica vocación de oscurantismo de los que se sentía tan orgulloso mi antecesor, antes de la gloria de la jubilación. En todo este tiempo, la atención de mis superiores hacia el trabajo que realizo ha oscilado entre el inofensivo ninguneo y el aislamiento sistemático como forma de subrayar algún tipo de autoridad. No los culpo. La verdad es que, al margen de los reparos que me causa su retorcida concepción del ejercicio de jerarquías, de haber tenido injerencia en la decisión, yo misma me hubiese exiliado al anonimato absoluto por dos razones indiscutibles: la escasa relevancia de mi labor y, tal vez lo más importante, mi nula capacidad de generar en los demás algo distinto a la indiferencia. Esto último quiere decir que en el ministerio solo tengo compañeros de trabajo y que, si algunos pudiesen transformar su voz en voto, preferirían que mi lugar fuera ocupado por algo más agradable o utilitario como un helecho artificial o un dispensador de agua. La única persona con la que he logrado cierto grado de intimidad es con Adela, la secretaria del despacho. Me avergüenza confesar que cuando ella llegó al ministerio, a pesar de la simpatía que me causaba su aire de princesita traviesa y coqueta que no entiende de castas y fortunas, la rechacé injustamente, tratando de permanecer en la otra orilla de su condición de secretaria. Para entonces, aún creía en mi mágica incorporación a alguno de los círculos de vanidad que encierra este infierno, pero luego, a medida que fui entendiendo que no me interesaba pagar culpas ajenas en hogueras tan poco dignas, permití que Adela terminara por ganarse mi amistad. De los muchos esfuerzos que se gastó para divertirme, recuerdo que una tarde particularmente tensa y exasperante, luego de una discusión que me enfrentó a la arpía reina de la oficina —una de esas mujercitas confundidas que hace reposar su autoestima en el exceso de maquillaje, los peinados extravagantes y la absurda redundancia en los escotes—, encontré sobre mi escritorio una graciosa gacela hecha de origami. La pequeña obra de arte tenía un mensaje oculto entre sus pliegues que rezaba: no sabré yo de cuellos largos y colas levantadas, y, en la última línea, una A estilizada y tierna como firma. Cuando me interesé por el origen de esta habilidad en Adela, ella me comentó que, de donde viene, mantener las manos y la imaginación ocupadas es imprescindible si se quiere evitar caer en la locura. En su caso, agregó, había optado por el doble rigor de crear animales que nunca antes había visto y, por si fuera poco, por hacerlos nacer de algo tan insignificante como una servilleta o la hoja arrancada de un cuaderno cualquiera. Fue la primera vez que la escuché hablar de San Cristóbal, la ciudad donde nació y de donde había partido hace unos años. Debo advertir que cuando Adela refiere algún dato sobre este lugar, lo hace sin pizca de nostalgia, pero tampoco sin revelar algún tipo de resentimiento o sobresalto. Según me explicó, lo más peligroso de San Cristóbal —entre otras amenazas– son esas lánguidas y extensas horas de silencio y quietud que caracterizan a ciertas provincias (estimadas por algunos como una bendición), que lo único que hacen es llenar la cabeza de sus habitantes de promesas y expectativas que jamás llegan a realizarse. Felizmente, se apura a precisar, ella se mantuvo a salvo con el espectáculo de ver brotar de sus dedos ornitorrincos, cacatúas, ibis sagradas, cernícalos; como si sus manos tuviesen la capacidad de procrear al margen de lo que pudiera dictarle su conciencia. Gracias a este milagro, dice Adela, no tuvo tiempo de concebir ninguna esperanza. Confesiones de esta naturaleza son las que forjaron una amistad entre nosotras. Aquello y nuestra condición de excluidas de las distintas órbitas de angustia y necesidad de poder que giran alrededor del jefe de turno en el ministerio. Una muestra del especial cariño que le guardo es el hecho de haber aceptado visitar un banco de sangre. Me dijo que necesitaba cubrir una cuota mínima de aporte, como requisito para que su padre acceda a una delicada operación. De inmediato le hice saber que contaba conmigo, a pesar del pánico que me generan los dolores corporales, por mínimos que estos sean. Por todo esto, creo que no pude disimular el malestar que me produjo cruzar unas palabras con los familiares que encontré en el banco de sangre, que a simple vista se notaba habían ido a cumplir con la donación a regañadientes. Todos me interrogaban con insistencia. Estaban interesados en saber por qué los demás amigos de Adela tardaban en llegar, poniéndome al tanto de que ella no hace otra cosa sino hablar de sus grandes amistades en el trabajo y, de paso, que jamás había mencionado mi nombre.

CUATRO

Hallar un tipo como Octavio en el ministerio —fosa común de sujetos que parecen entrenados para exhibir la gracia y los modales de una hiena en cuarentena— es una rareza inexplicable que, con mayor o menor evidencia, delató el mezquino material del que estaban hechos sus inquilinos. Elegante, sobrio, provisto de las dimensiones corporales propias de un hoyo negro, desenvuelve cada uno de sus actos con perturbadora tranquilidad. No es hermoso, pero sí impecable desde cualquier punto de vista. De modales fríos y complacientes, una se regocija con el recuerdo del delicado desplazamiento de su afilada barbilla de piedra señalando el destino final de su mirada. Su ropa fina, el auto de lujo y algunos giros exquisitos de su vocabulario, lo hicieron acreedor del poco original sobrenombre de dueño del mundo, una de esas travesuras que salen de los baños de hombres entre risotadas nerviosas y alaridos de festejo que pretenden disfrazar la hediondez acusadora del ambiente. Su llegada ha significado una drástica cancelación de privilegios para ciertos grupúsculos acostumbrados a obtener títulos de nobleza relamiendo vanidades y ocultando tropiezos. Sin decir que con esto haya superado las rutinas subterráneas que dominan el real funcionamiento del ministerio, donde aún priman las intrigas y la calculada segregación de venenos como moneda de cambio oficial, es evidente que Octavio ha sabido imponer una imagen distante e inalcanzable que ha dejado sin posibilidad de respuesta a más de un asalariado que no encuentra otra forma de existir que comiendo de la mano del amo. Aunque trato de mantenerme al margen de su ominosa presencia, debo decir que sus encantos se enredan de tal forma en mis pensamientos que no hay acto público o reunión privada donde él esté presente que no me vea obligada a contener los deseos de arrojarme a sus brazos echando mano de algunas fórmulas de autocontrol aprendidas en la niñez: pensar en un nido de grillos hirviendo en un plato de comida o propinarse un buen pellizco en la zona más sensible del antebrazo. Sin embargo, tal vez por la extraña perspectiva que una adquiere al vivir en la periferia, la perfección de Octavio se me hizo desde un inicio frágil e irreal, una atractiva epidermis que tiene las mismas posibilidades de alzar vuelo que las alas de las bellas y extrañas aves de papel que Adela ha tomado costumbre de dejar sobre mi escritorio, obtenidas con el doblez correcto y mucha paciencia en la fabricación de mentiras.

CINCO

Al dejar el despacho de Octavio, siento sobre mis hombros y nuca el tipo de cansancio que no se calma con horas extra de sueño o de simple distracción. Pienso que los males físicos que se instalan en mi cuerpo no pueden ser superados con la misma displicencia con la que se desconecta un artefacto averiado o sobrecargado. Mis aflicciones se parecen más a la presencia de una molesta mascota que entra y sale de casa cuando le viene en gana, con las patas sucias de quién sabe qué y que no ha aprendido a depositar sus excrementos en una caja de arena o a tratar con amabilidad a los muebles. Prefiero atribuir el agotamiento a los efectos de tener circulando por mis venas una unidad menos de sangre, aunque, a ciencia cierta, no tenga idea de cuánta sangre está en juego en realidad, y si esa cantidad es suficiente para dejarme sin posibilidad de respuesta durante la reprimenda que acaba de propinarme Octavio. ¿No será acaso, a pesar de mis reticencias, que le profeso la misma devoción enfermiza que hace que todas las mujeres que tienen contacto con él, le perdonen de antemano cualquier ira o capricho, por injustificados que estos sean? De regreso a mi lugar, ubicado en el extremo opuesto de la oficina, advierto el temprano retiro de Adela en los cubículos asignados a las secretarias del ministerio. No está a la vista su carterita negra pasada de moda, fabricada con algo que quiso imitar la textura del cuero pero que terminó siendo sucedánea de alguna especie de cartón rugoso y desabrido. En el perchero se respira, además, la ausencia de su monolítico impermeable, siempre prendido de la estrechez de sus hombros, e igual de útil en el invierno y el verano. Pero, sobre todo, no está a mi alcance su sonrisa indecisa y compasiva, diciéndome que trate de comprender a Octavio, que el pobre tipo está bajo mucha presión. Sintonizada al mareo y el desconcierto que gobiernan mis músculos, abro el último cajón de mi escritorio y siento que mis manos envuelven los sucios pliegos que están dentro, a la manera de una ola que se apodera de pequeñas embarcaciones que abandonaron la seguridad de sus costas, por simple inercia, desprovista de la intención de causar ahogamientos o sobresaltos en sus tripulantes, como un hecho perfectamente natural que tiene que ver con la rotación de la Tierra alrededor del Sol o, si se quiere agregar algo imprevisible, con la antojadiza posición de la Luna y sus mareas impulsivas. Así, tambaleante, dejo el ministerio, segura de que Octavio debe estar preguntándose por qué diablos demoro tanto en regresar a su despacho con los dichosos papeles.

SEIS

Despierto con un terrible dolor de cabeza. Enciendo el televisor y me doy cuenta de que he dormido hasta la mañana del sábado, vestida con la ropa de la oficina y abrazada a los pliegos de Octavio. Necesito a gritos hablar con Adela, así que marco su número telefónico como una autómata. Me comunican, no sé bien si su madre o hermana —porque todas las voces derrotadas por el dolor y la resignación suenan igual—, que el padre de Adela no superó la operación a la que fue sometido y tomo nota de la dirección donde tendrá lugar el velorio. Por el hilo del teléfono corre la noticia de la muerte de una persona y al mundo parece no interesarle. Preparo algo de té con leche y, observando los restos de pegamento en mi antebrazo derecho, me pregunto qué habrá sido de mi sangre. Tal vez jamás llegaron a introducirla al cuerpo del padre de Adela o, quizá, haya sido este líquido turbio que observo a través de la palidez de mi piel una de las causas del fatal resultado. Mientras doy el primer sorbo, repaso con la mirada los datos que debía proporcionarle a Octavio. Estaría feliz con las cifras de este trimestre: trescientos setenta cesados y alrededor de ciento cincuenta muertes que aún no han sido comunicadas por conducto oficial. Claro, al igual que la muerte del padre de Adela, a nadie parece interesarle el destino de unos cuantos maestros de escuela. En todo caso, a nadie que no sea Octavio y su gente. Me concentro en la página final del pliego que contiene las listas y alcanzo a leer algunos nombres: Horacio Jiménez Arce. 45 años. Unidad Escolar de San Cristóbal. Fallecido. Jesús Sanabria Aliaga. 49 años. Unidad Escolar de San Cristóbal. Fallecido. Ignacio Segura Montes. 56 años. Unidad Escolar de San Cristóbal. Cesado. Y pensar que durante años y años en el ministerio, esta información pasaba por mis manos sin que yo me detuviera a analizar su contenido con ojos distintos a los de la rutina. Más allá de consolidar números, elaborar cuadros y remitir algunos oficios cuando se hacía necesario, el trabajo no exigía sino la más superficial de mis atenciones. Desde la llegada de Octavio, en cambio, hay mucha gente que está a la expectativa de mi participación; pendientes del meticuloso proceso que supuestamente me conduce a develar vidas a partir de lo que pueda impregnarse de ellas en una burda hoja de servicio y de la ruleta rusa que juego cada trimestre eligiendo a los mejores candidatos. Claro, el trabajo era así de complicado antes de la injerencia de Adela. Ahora, a decir verdad, y aunque Octavio no está enterado, el asunto es más sencillo. Al comienzo, yo recibía toneladas y toneladas de nombres y —aunque la medianía y estrechez que comparten los maestros de escuela parece ser el denominador común que los identifica en cualquier territorio— cada cual parecía cargar con una historia particular sobre sus espaldas. Mi labor consistía en identificar la carnada perfecta sin levantar sospechas, separar la paja del trigo. Eso me lo hizo saber Octavio en una de las primeras reuniones donde estuvimos a solas, luego de su nombramiento como jefe del despacho. Yo lo escuché sin replicar, atenta más que a sus palabras al resplandor de los gemelos que ataban tan bien las mangas de su camisa, pensando que debía ser por algo que muy pocos hombres hoy en día utilizan ese tipo de adminículos, que no en todos calzan con la misma distinción. Solo al salir de su despacho caí en la cuenta de que Octavio no me había dicho si existía o no un método para confeccionar las listas. Se me hizo obvio que una regla básica debía ser no seleccionar muchas personas de una sola localidad (los tumultos son siempre delatores), y por eso elegía como máximo seis o siete nombres por provincia. Era un alivio tener a la mano el dato de los maestros que solo la gente de Octavio sabía que estaban muertos; el registro de las defunciones en los libros y actas correspondientes podían dilatarse hasta por tres meses y, en realidad, era muy difícil que alguien se percatara de que sus sueldos seguían cobrándose puntualmente. En cuanto a las destituciones, suspensiones, ceses y toda esa infinidad de santos y señas burocráticos que se han creado para sancionar el normal desempeño de las labores de un maestro, yo iba marcando nombres por pura intuición: quienes se llamaran Justo o Albina o Rolando (por mencionar algunos) se me hacían sumisos y poco conflictivos, sin las agallas necesarias para llenar los cientos de formularios y tocar las puertas de miles de oficinas que se deben visitar si uno quiere reclamar por dos o tres meses de honorarios extraviados en el sistema. En cambio, si veía por allí nombres como Victoria o Esther o Rudesindo, pasaba las páginas de inmediato; algunos nombres intimidan por la sola combinación de sus letras. Sin embargo, cuando Adela apareció y le confesé el porqué es que cada trimestre me encontraba más trastornada de lo habitual, el asunto se simplificó al máximo. Primero me dijo que, si bien no estaba enterada del detalle, ya podía suponer cuál era la calidad de los encargos que yo recibía por cómo es que se comportaba Octavio conmigo: ignorando mi presencia por largas temporadas pero requiriéndome insistente y obsesivamente cuatro veces al año. Luego, agregó que ya no debía preocuparme, que ella tenía la solución para llenar esos dichosos pliegos casi sin esfuerzo ni riesgo. No te he dicho antes que a la gente de San Cristóbal puedes sacudirle el polvo de los párpados sin que se den por enterados, indicó con entusiasmo. Pues esto es lo que necesitas, dispuso sin esperar una respuesta, al mismo tiempo que marcaba los nombres que tuvieran un vínculo con esta ciudad en apariencia intrascendente.

SIETE

Me doy un baño largo y minucioso y al salir de la ducha reviso el armario para enterarme de que no tengo un vestido negro para asistir al velorio. Aún envuelta en la toalla, y con las manos mojadas, abro otro de los pliegos de Octavio y me detengo en los montos que figuran en cada uno de los cientos de cheques que repiten los nombres del pliego anterior, y se me hacen familiares los Jiménez y los Sanabria y los Segura. Son sumas insignificantes, algunas hasta ridículas, pero si una se da el trabajo de ir sumando y sumando, puede sentir el temblor natural de descubrir que entre manos se tiene una pequeña fortuna. Me visto de colores vistosos, tomo el pliego de los cheques, reviso las acreditaciones y poderes falsos que encargué durante los días que me reporté enferma. Todo está en regla, y calculo que puedo estar en el banco antes del cierre de mediodía. Todavía no alcanzo a comprender cómo es que en seis trimestres seguidos hemos seleccionado solo nombres de San Cristóbal y hasta hoy no hemos recibido ninguna señal de que esa gente haya acusado el golpe. Lo que es más difícil de creer: por los comentarios de Adela yo suponía que se trataba de un minúsculo pueblo o aldea que apenas nos daría nombres para completar una tercera parte de los pliegos que exige Octavio —aun si contábamos con la fortuna de un desastre natural que arremetiera contra la vida de la mitad de sus habitantes—; pero resulta que hasta hoy, desde que acepté la propuesta de Adela, los nombres de San Cristóbal han germinado en nuestros pliegos con una voracidad impensada. Tanto como para que hayamos decidido que no merecemos estar al margen de las ganancias que genera nuestro descubrimiento, y que ya iba siendo hora de que todo ese dinero detenga su odiosa marcha en nuestras manos. Por lo menos ese era el plan original. Los resultados de este trimestre nos aseguraban a las dos una nueva vida en cualquier parte del mundo y qué mejor que tentar suerte juntas. Lástima por Adela. Cómo saber lo de su padre. Si tuviese un vestido negro en el armario pasaría por ella, lo juro. Ambas sabemos lo mucho que nos ha costado prepararlo todo, las ganas que tengo de alejarme del ministerio, de Octavio. Me prometo a mí misma que lo primero que haré al instalarme en mi nueva residencia, será iniciar las lecciones de origami que siempre he postergado. Tengo debilidad por este tipo de homenajes melodramáticos. Sería una locura esperar hasta el lunes, Adela, tú lo sabes. Adiós, adiós, Adela querida.

OCHO

Es la primera vez que percibo el sabor de mi sangre. Descubro que es dulce, a pesar de sus tonos ocres y la excesiva densidad con la que fluye, reptando a duras penas para detenerse como polvo de escarcha, tejiendo sobre mi piel un molesto traje de gruesas islas de costra. Es una lástima que no pueda respirar con la tranquilidad suficiente para saborearla, el bulto informe que tengo por nariz ha prescindido de los orificios y mis labios han perdido terreno al plegarse en un amasijo de salivas y llagas resecas. Presiento que los ruidos metálicos que retumban en mis oídos provienen de las habitaciones contiguas, pero lo único que alcanza cierto grado de consistencia en la pretendida virginidad de esta celda de paredes revestidas de losetas blancas, es la visión de mi documento de identidad que pasa de las manos de un desconocido a las de otro entre murmullos impacientes y ceños fruncidos. Un tipo desaliñado ingresa nerviosamente al recinto y con los movimientos que genera su presencia percibo que el lugar en el que estoy es un baño muy parecido a los del ministerio, con paredes descascaradas y barrotes en lugar de espejos y ventanas. Con el sabor meloso de mi sangre rondándome la boca creo reconocer las facciones del sujeto. Cuando por fin habla con los demás —alisando sus cabellos con el sudor que extrae de los bolsillos de un pantalón inmundo y desencajado—, y pregunta si realmente era necesario golpearme de esa manera, me desilusiona aceptar que se trata de Octavio. Uno de ellos responde, destilando en cada frase un acusador tono de hartazgo, que eso a él no le incumbe y que nada habría sucedido si no fuera por la poca seriedad con la que está manejando el negocio. Los espacios desnudos de piel que ha dejado mi vestido luego de ser desgajado en la golpiza, me otorgan un pretexto conveniente para disimular el escalofrío de temor que recorre mis vértebras. Octavio se apura en balbucear una réplica, y finalmente termina por descargar era imposible sospechar de la muy perra, ensayando un timorato señalamiento con el índice. Luego se envalentona con dos certeros puntapiés que al estallar en mis costillas hacen que escupa la sangre que guardaba como miel debajo del paladar. Pues tu mosquita muerta estuvo a punto de cargar con muchos billetes, Octavio, pero cometió el error de perder sus papeles en un mugroso banco de sangre y al despacho han llamado diciendo que tú figuras como su conviviente, así que no nos vengas con cuentos. Además, Octavio, a quién se le ocurre hacer nuestras listas con gente de un pueblito perdido en los quintos infiernos, a quién creías que ibas a engañar, agrega, pausadamente, el tipo que parece estar a cargo de los demás. Octavio ensaya una mueca que nunca antes pensé ver en su rostro, los párpados transparentes, la boca entreabierta y los ojos ahogándose en su propia oscuridad, con el aire de inercia y derrota de las alas caídas sobre las que permanecen en pie las aves que construye Adela. No sé lo que nos aguarda, pero me consuelo con la idea de estar asomándome al abismo de una muerte ridícula y tener a Octavio a mi lado. Cierro los ojos con el destello de las losetas blancas hiriendo mis pupilas y después de recordar que salí del banco de sangre con la ansiedad sujetándome del cuello, tan asqueada de la pereza del enfermero y los incontables zurcidos de su bata, reparo en la posibilidad de haber olvidado solicitar de regreso mi documento de identidad y que se hayan hecho algunas llamadas para ubicarme. Cuando concluyo que todas las llamadas del despacho son contestadas por Adela, me derrota la nostalgia por sus delicadas manos amasando trozos de papel, su sonrisita traviesa y cierta luminosidad en sus gestos a la hora de convencerme que, pase lo que pase, todo va a salir bien.