Visita a Lucía
—Así no es pues, hermanito —recriminó El Gordo—. Tú eres quien anima a la gente y no quieres ir. Estamos mal.
—En serio —respondió Jorge secamente—. No tengo dinero.
El Gordo bebió su vaso hasta dejar la espuma al fondo. Imaginé una salida beneficiosa para mi amigo. No podía dejarlo sin que disfrute los placeres de la vida.
—Queda una posibilidad aún.
El Gordo encogió los ojos y me preguntó:
—¿Cuál es esa?
—Que tú y yo juntemos dinero para que Jorge vaya con nosotros.
—Era lo único que faltaba.
—Vamos, Gordo. ¿Somos amigos o no?
—Claro. Sólo renegaba.
—Oigan —intervino Jorge—. No ando tan escaso de dinero. Si escogemos esa salida, yo puedo aportar para mi entrada.
—Entonces creo que nos entendemos —acotó el Gordo—. ¿Cuánto tienes, Abelardo?
Revisé mi billetera una vez más. Calculé los gastos que iba a tener.
—Yo puedo dar cuarenta.
—Vamos a ver si alcanza para que vayas, Jorge; sino te regresas a casa y otro día te cuento cómo nos fue. Veamos… Justo lo necesario.
El Gordo puso sobre la mesa los billetes.
—Ni más, ni menos.
—¡Qué bueno! —exclamé—. ¿Y quién pagará el taxi de ida?
El Gordo miró a Jorge.
—Claro que yo lo pago —dijo éste.
—¡Y qué esperamos! ¡Vamos! —dijo El Gordo desesperado—. Ya. Ahora. Now.
—Primero las cervezas —sugerí.
—Salud por el adiós a las desventuras —dijo El Gordo ya calmado—. Salud, muchachos.
Terminadas las cerveza, llamé al mozo quien trajo la cuenta. Cada cual puso de su bolsillo para pagar. Acto seguido salimos a la calle y el gélido aíre de agosto nos recibió. Puse tiesas las solapas de mi casaca para cubrirme.
—Este airecillo puede caernos mal.
—Que el taxi venga pronto —señaló El Gordo—. Jorge, allí viene uno al parecer libre. Páralo.
Mi amigo lo hizo y dialogó con el taxista. Le escuché explicar cómo llegar al sitio. Regateó el precio; habiéndolo logrado, nos hizo una seña para abordar. El Gordo entró en el asiento delantero. Jorge y yo ocupamos los asientos posteriores.
Seguí la conducta de amigos, es decir, callar sin medición de tiempo. Fue El Gordo quien rompió el silencio a mitad del trayecto.
—Bueno, Jorge. Dado que soy quien más aporta para que te diviertas esta noche, déjame ser el primero de los tres en recibir la atención. Claro, después me sigue Abelardo y, finalmente, tú. ¿Estás de acuerdo? ¿No te molesta?
—Claro. De acuerdo. Sería muy sinvergüenza de mi parte ser el primero en entrar. Vayan ustedes adelante y disfruten esa oportunidad. Quién sabe si volverá a repetirse.
El taxi seguía marchando como para llegar pronto. El conductor parecía intuir el apremio de estar allí. Seguro que muchas veces habrá llevado hombres a esos sitios, me dije. De inmediato vino a mi mente un pensamiento que daba vueltas en mi cabeza.
—Gordo, te acuerdas cuando la vimos por primera vez en la academia.
—Claro —respondió—. Cómo me voy a olvidar. Ella comprando un Marlboro Light; nosotros sentados en una banca frente al kiosco. Esa academia llena de bellezas. Nosotros con ganas de conocer por lo menos una, entre ellas Carolina; pero ella qué se iba a interesar en un trío de brutos sin dinero.
—¡Qué distancia del hoy con el ayer!
—Cómo cambiaron las cosas —dijo Jorge aletargadamente. Sólo le faltó bostezar.
—Jorge tiene sueño —contestó El Gordo.
—El trago lo ha adormecido —dije yo.
—Cuando llegue allá se me va pasar —respondió Jorge.
—Tú deberías estar feliz —irrumpió El Gordo—. Te saldrá casi de regalo. Vas a cumplir con tu mayor ambición. Todo este tiempo la has deseado.
Callamos un instante.
—Quién habla — dijo Jorge—. Acaso no tienes la revista de la academia donde sale ella fotografiada. No conozco tu habitación, pero seguro que esa foto la tienes pegada en la pared.
El Gordo rió.
—No me hagas reír. Tú fuiste el que se puso a cantar Baby I love your way el momento que pasó por tu lado ese día en la universidad.
—Eso fue el pasado. Te afirmo que ya quedó atrás cualquier sentimiento de amor hacia ella. No me lo hagas recordar.
—¡Cómo te picas! Bien que te gusta y no lo quieres reconocer.
—Entiéndelo. Si me gustara no estaríamos yendo donde ella. Tampoco les hubiera pasado el dato. Me lo hubiera reservado.
El Gordo no insistió más. Preferí no intervenir. Callamos el resto del trayecto. Dejamos atrás calles mejor iluminadas y el taxi se introdujo en zonas de exigua buena reputación y casas a medio construir. Cruzamos una avenida principal, un giro a la derecha, una avenida. El auto se detuvo en la esquina.
—Listo. Hemos llegado — indicó Jorge.
Entregó el dinero al conductor y bajamos del taxi. Reconocí el lugar de inmediato: luces de neón rosadas, el nombre del local en grande puesto arriba de la puerta, la silueta de una mujer desnuda y dibujada de perfil con senos abultados, delgada cintura y sugerentes posaderas.
—Síganme —ordenó Jorge.
Aguardamos un momento en una pequeña cola frente a un par de vigilantes que solicitaban documentos de mayoría de edad y palpaban el cuerpo de los parroquianos en búsqueda de armas o cosas similares. Paso seguido pagamos la entrada en una caseta. Cada uno recibió un preservativo.
Ingresamos. Lo primero que vimos fue un pasillo con habitaciones a ambos lados en cuyas puertas había mujeres esperando por clientes y hombres observando lo exhibido. Ellas vestían atuendos provocativos. Estuve alucinado con esas mujeres dispuestas a complacernos mediante dinero.
—Tengo ganas de encerrarme en esos cubículos con cualquiera de ellas—me dijo El Gordo casi al oído.
Reí. Jorge alcanzó a escucharnos.
—El cuarto de Carolina está a la vuelta. No se distraigan con estas que lo mejorcito esta en otro sitio.
Alcanzamos el fondo del pasillo donde empieza la barra del bar. Una repisa con diferentes licores, hombres bebiendo y una bailarina nudista danzando al ritmo de una canción romántica. Algunos hombres sentados en los muebles atentos al espectáculo. Giré la cabeza hacía la izquierda, en donde continuaba el pasillo. Un par de jóvenes, casi de nuestras edades, abrazaban a un par de chicas y sostenían vasos de cerveza. Extrañado, me dirigí a Jorge.
—Oye, ¿y eso?
—Eso pasa cuando ya tienes confianza. Si vienes seguido y recurres a la misma. Gordo, anda de una vez que te esperamos aquí. Su habitación es la número veinticuatro.
El Gordo se fue con paso lento. Quedé con Jorge en la barra. Pidió un par de cervezas que no tardaron en llegar. Mi amigo bebió de un sorbo hasta la mitad. Yo esperé que la espuma se disuelva. Por el momento no había bailarinas. Conversamos sobre un asunto que El Gordo y yo no le creemos.
—Oye, Jorge. Siempre insistías con que Carolina tuvo interés en ti.
—Eso fue cierto. Sólo que ustedes no me creyeron nunca.
—No tenías pruebas.
—Pero estaba el mensaje de texto en mi celular. Hubieran llamado para constatar que ella lo había enviado. Fácil era llamar y decir hola, ¿Carolina? Y ella: sí quien habla. Fulano, ¿eres Carolina Flores? Ella diría no, soy Carolina Muñoz.
—Lamentablemente, ya no lo podemos hacer. Tu celular fue robado. ¿Y qué decía el mensaje?
—El Último Tango en París en Cinemax esta noche. Me costó mucho dar con la autora.
—¿Cómo la descubriste?
—Decírtelo significa entrar en asuntos secretos. No lo entenderías.
—De seguir así nunca te creeré. Nunca te creeremos. No proporcionas pruebas fácticas.
—Allá ustedes. Yo tengo un secreto para mi propia vida. Me hace sentir mejor. Lo tengo como prueba de que a alguien, por lo menos, le parecí atractivo y, así, guardo la esperanza de acostarme con una mujer sin mediar dinero.
—Te soportamos porque eres un buen amigo. A este asunto no hay que darle más vuelta. Olvidarás esas cosas. Por el bien de los tres, deberá quedar enterrado a partir de hoy.
Jorge no me respondió. Bebió un sorbo más. Veinte minutos después, El Gordo estaba con nosotros.
—¿Y, qué tal? —le pregunté.
—De lejos, los mejores minutos de mi vida. ¡Fenomenal! Siento que he cumplido con un deber conmigo. Es tu turno, Abelardo, anda. Aprovecha antes que otro te gane o se llene la cola de espera.
Dejé a mis amigos conversando. Me adentré por el pasillo que me condujera a Carolina. No encontré abierta la puerta. Creí que alguien se había encerrado con ella. Sin embargo, mis apreciaciones sobre mi suerte cambiaron cuando la puerta frente a mí se abría y apareció Carolina en diminuta ropa interior negra. Estábamos muy próximos. La observé de la cabeza a los pies. La encontré hermosa. Su piel canela como las mujeres latinas más bellas. Los ojos negros diminutos. Los senos apenas insinuantes. Sus piernas delgadas. El cabello —parte rubio, parte oscuro— hasta los hombros; y su rostro, que conservaba intacta la belleza de otros días.
—¿Entras? —me preguntó.
—Claro que sí.
La habitación era aproximadamente tres metros cuadrados. Un catre cubierto por una sábana negra con flores blancas. En el vértice opuesto, un pequeño lavatorio; en la pared, un perchero. Al frente un espejo propicio para observarse durante el curso de las acciones.
—Bien —cerró la puerta tras ella—. ¿Cómo te llamas?
—Abelardo. ¿Y tú?
—Lucía.
Ese era su nombre de trabajo. Sabía que no diría su nombre verdadero. Puse en sus manos el dinero que Jorge había supuesto. Ella procedió a contarlo rápidamente; luego lo guardó en una cajita.
—Empezamos de una vez —le pregunté.
—Como quieras.
Me desnudé. Colgué mi ropa en las perchas. Cuando volví la vista hacia Lucía la hallé totalmente desnuda tratando de sacar el preservativo de su empaque. Me acerqué a ella con un calor ardiendo en mis mejillas y una erección plena. Ella vistió mi miembro de plástico, en un solo intento, con una pericia reservada para los más recurrentes. Se puso de espaldas a mí con las manos y rodillas sobre el catre. Hice lo que tenía que hacer. Su vientre se balanceaba continuamente.
Sentí lo mismo que El Gordo, que eran los mejores momentos de mi vida. Es cierto que había vivido momentos similares con quienes fueron mis enamoradas, pero esto era diferente: estaba con una suprema beldad deseada a escondidas. También había algo de revancha conmigo mismo; algo que en la más común de las existencias no sucedía. Estaba sacándome un clavo del alma, atascado por años de tanto observarla de cerca o lejos sin probar su carne; lo mismo supongo de mis amigos en mayor o menor grado. No obstante que el placer fuera breve, sólo unos minutos de gloria.
Me puse mis ropas y me despedí de Lucía con beso en la mejilla. Volví donde mis amigos. Los encontré presenciando el espectáculo de una bailarina. El Gordo fue el primero en hablar.
—¿Y, qué tal?
—De lo mejor. No usaría las mismas palabras que tú, pero estuvo buenísimo.
Jorge me miró a los ojos como pidiendo licencia para ir donde ella. Recordé que él gozaría de los servicios de Lucía por medio del dinero que le entreguemos. Puse mi aporte sobre la barra. Inmediatamente, El Gordo hizo lo mismo.
—Provecho. Vamos, te acompañamos y damos una chequeada a todo esto. Voy a ver qué hay de bueno; tal vez sí me animo a regresar.
Caminamos los tres juntos hasta doblar el pasillo. Allí, Jorge apresuró el paso porque vio un señor que se acercaba a Lucía y trató de ganarle la oportunidad cosa que logró por poco. Juro que le vi entrar y cerrarse la puerta con ella adentro. No lo vi salir; ni en ese mismo instante ni cuando volvíamos del baño.
Sentado de nuevo en las sillas de la barra pedimos un par de cervezas.
—¿Me perdí de algo durante mi ausencia? —pregunté.
—Lo mismo de siempre —respondió El Gordo—. Jorge insistía con su historia. En el pasado pudo haber pasado algo entre ella y yo, me dijo.
—Jorge me decía lo mismo. ¡Y lo decía de esa manera que se dice las cosas ciertas!
—De repente haberla deseado o amado escondidamente en el pasado y hoy a punto de tenerla, aunque sea con dinero, lo han trastornado un poco. Chocan los sentimientos y la realidad.
—Está borracho. El aíre de la calle le ha afectado.
—Está loco.
Permanecimos a la espera de Jorge. Pasaron los quince minutos habituales y no volvía, luego media hora y tampoco. Recién regresó pasados cuarenta minutos de su ausencia. Colocó el dinero que le entregamos frente a nuestros ojos.
—¿Qué pasó? —preguntó El Gordo— Te acobardaste a medio camino. Los sentimientos te ganaron. Te escondiste en el baño. Fuiste a conversar con ella.
—Nada de eso —respondió Jorge y se acercó un poco—. Me salió gratis.
Jorge rió complacido. Era una situación inusitada. El Gordo y yo nos miramos sorprendidos.
—¿Cómo? —preguntó El Gordo.
—No me entienden. No pagué. Aquí tienen su dinero, pueden reconocerlo.
Recibí la fracción que había aportado inútilmente. Reconocí que era el mío cuando encontré el sello del cambista con quien acostumbro cambiar dólares. El Gordo revisó dos veces su dinero.
—Sí, es mi parte.
Su voz expresaba conformidad, también cierta resignación. Conozco bien a Jorge. Sé que no mentía al decir que no guardaba mucho dinero en los bolsillos; así que no podía estar jugando una broma. Sé, además, que él no renunciaría a acostarse con una mujer; precisamente es quien descubrió a Lucía en este lugar, en una de las tantas veces que vino.
Jorge nos precedió un año en ingresar a la universidad. Sucedió, quizás en esos dos semestres, algo que no sabemos. La posible veracidad sobre el mensaje de texto regresó mi mente. Era hora de reconsiderar mis suposiciones.
—Voy a pedir más cervezas. Yo invito.
—Como quieras —respondió Jorge desbordando alegría.
El Gordo asintió con movimiento de la cabeza. Era lo mejor que podíamos hacer. Ya no quisimos hablar más aunque sea por el momento. Pusimos atención en las bailarinas que se sucedían en el escenario. Cada vez que terminaba una presentación El Gordo animaba a recorrer el lugar de principio a fin para conocer y catalogar las mujeres. Lo hicimos. En una de esas veces encontramos a Lucía en la entrada de su cuchitril. Clavó la mirada alegre en los ojos de Jorge. Su sonrisa parecía a punto de quebrarle las mejillas.
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