Monday, July 03, 2006

La bruja

Autor: Juan Osorio Ruiz
(
Huancayo, 1976)




Los hombres no son mis semejantes;

son los que me ven y me juzgan;

mis semejantes son aquellos que me aman y no me miran.

André Malraux, La condición humana


El papá de Carlos había conseguido atornillarse a un cómodo sillón dentro del aparato estatal gracias a su ferviente militancia aprista; sin embargo, Benny Hill, como yo lo apodaría después por sus mejillas muy rosadas -y porque era idéntico a un cómico británico- no era un oportunista sino un convencido de que el APRA, que acababa de ganar las elecciones presidenciales, sería el partido que sacaría al Perú de la miseria.

Aquellos fueron cinco años de holgura que pasaron demasiado pronto. Su sueldo de burócrata le permitía alquilar un chalet en una zona tranquila de Trujillo. De Lunes a Viernes Benny Hill redactaba, sin descanso y sin esmero, innumerables informes en una vieja máquina Olivetti mientras que los fines de semana escapaba, junto a su esposa y sus dos hijos, a la campiña o a las playas cercanas en donde se desprendía de las responsabilidades propias del mañana. La vida entonces parecía simple y llevadera; jamás, en todo ese tiempo, se ausentaron las sonrisas, ni el tibio sol a media tarde.

Con la llegada de un nuevo gobierno llegaba también el despido; Benny Hill debió destornillarse de su escritorio para dar paso a un nuevo burócrata, o a dos. Desempleado y bordeando los cincuenta años tenía pocas posibilidades de mantener el estatus conseguido; por suerte, un amigo circunstancial le ofreció empezar un negocio en Lima. No lo pensó demasiado y sin mayores preparativos emprendió, junto a su familia, el viaje sin retorno.

Al llegar consiguieron un minúsculo departamento en un conjunto habitacional rodeado de jardines mal cuidados que el gobierno aprista había construido en las afueras de Lima. Carlos y su hermano ocuparon el dormitorio más pequeño. Aquella habitación poseía una diminuta ventana que apenas daba permiso al sol para iluminar tímidamente las mañanas del desabrido invierno costero. Desde allí Carlos contemplaba con asombro la Panamericana Sur. Aquella era una enorme carretera que por el desmesurado crecimiento de Lima había terminado incrustándose en la ciudad; pero la Panamericana Sur no era sólo una ensordecedora avenida empalagada de buses interprovinciales que cruzaba frente a sus ojos, sino además una enorme zanja que separaba San Juan de Miraflores, su nuevo vecindario de calles de arena y casuchas que brotaban sin cesar hasta las faldas de los cerros, con Santiago de Surco, el elegante distrito de residencias coquetas al que le hubiera gustado pertenecer.

***

Iba delante nuestro entreverándose en sus propios pasos, a contra luz su cuerpo parecía más delgado que de costumbre, llevaba la camisa fuera del pantalón y su mano derecha se apoyaba en los muros de las casas para no caer. De pronto se detuvo, y nosotros también. Intentó reanudar el paso pero no lo consiguió, cayó de rodillas, apuntó la mirada al cielo sin estrellas y tras un instante que mi recuerdo lo hace cada vez más extenso, se dio de bruces contra el pavimento. Corrimos, quisimos levantar su cuerpo tembloroso pero al darle vuelta nos percatamos de que vomitaba; su camisa a cuadros era un horrendo lienzo embarrado de sangre, tierra y espuma amarillenta. La maldición parecía empezar.

Bruja de mierda...

Al cabo de unos minutos de inconsciencia se incorporó y sin mediar palabra alguna continuó caminando rumbo a su casa. Tras él, yo a paso apurado, encendía al tercer intento, el último cigarrillo que nos quedaba; luego constaté con algo de angustia, que el resto de compañeros ya no nos seguían. Una vez más, Carlos caminaba completamente solo, y yo lo seguía.

-¡Pásame el fallito pues!

-Oye huevón, ¿me vas a prestar una luca para mi pasaje no?

-Sí carajo, cuando lleguemos a mi jato le pediré una luca a mi hermano.

-Ya, esta bien.

En medio del conjunto habitacional en el que él vivía había una cancha de fulbito cercada con geranios en cuyas hojas un polvillo negro se impregnaba desde siempre. Del lado derecho algunas gradas fungían de tribunas para los campeonatos del barrio. Carlos se recostó pesadamente en una de esas gradas, le dio la última pitada al cigarro y empezó a silbar.

-Pensé que iríamos a tu jato.

-Puta huevón, espera que se me pase la huevada pues. ¡Si mis viejos me ven así me castran!

Me recosté una grada más arriba, hurgué en mis bolsillos y encontré un caramelo de limón. Fue la más escueta de mis cenas. Bajo el arrullo de los autobuses y camiones que iban y venían por la Panamericana Sur me quedé dormido pensando en las advertencias que aquella mañana no había querido escuchar.

Bruja de mierda...

Algunas risas y el sobreviento helado me despertaron. En la explanada, varios muchachos jugaban a la pelota. Carlos, sentado a mi lado, parecía traspasar con la mirada aquella escena, parecía traspasar todos los edificios, traspasar incluso la ciudad entera, hasta que mi bostezo lo sacó del trance.

-Por fin despertaste fello durmiente. ¿Cómo estuvo la jateada?

-Hasta las huevas. ¿Conoces a esos patitas que están peloteando?

-Si.

-¿Y no puedes decirle a alguno de ellos que te preste una luca para mi pasaje?

-No, a esos huevones los conozco, pero no les hablo.

-Putamadre.

***

Aquel año ingresamos casi mil quinientos alumnos. Mi facultad gozaba de un repunte poblacional y a la sazón bordeaba los mil trescientos párvulos. Durante los primeros días de clase en donde la asistencia era general dado nuestro entusiasmo y nuestra candidez, 68 estudiantes nos apiñábamos en cada salón que curiosamente llevaba un letrero que decía: CAPACIDAD MAXIMA 45 ALUMNOS.

Esas primeras mañanas las aulas literalmente hervían, se convertían en enormes cacerolas que cocinaban nuestro futuro, un futuro con olor a guiso, a sobacos y a ceniza. Y en el fondo de esa cacerola descomunal, se encontraba Carlos completamente solo.

En esos tiempos estar solos nos hacía sentir más frágiles. Hacer amigos era entonces un acto casi instintivo; pero a diferencia del amor que logra conjunciones a veces delirantes, los grupos de amigos de entonces estaban conformados por gente con la mayor simetría posible. Nuestro primer empeño era estar rodeado de personas que no revistieran mayor peligro para cada uno. Un amigo no podía entonces ser más fuerte, ni más pintón, ni más pendejo. Era una búsqueda de equilibrio constante.

Carlos era sólo unos centímetros más alto que yo, tenía el cuerpo excesivamente delgado y la espalda corva, llevaba siempre sus largos rizos desordenados que le llegaban hasta los hombros, las ojeras color malva, los ojos como queriendo saltar de su rostro, los pantalones anchos, los botapiés rotos y las zapatillas sin anudar. Jamás se le veía caminar con prisa pues salvo por vivir, nunca tuvo motivos apremiantes. Llegaba siempre tarde a clases y no aguantaba encerrado ni media hora.

Carlos no formaba parte de ese cuerpo de miles de estudiantes que respiraban al unísono, que olían a guiso y se apretaban en las aulas inútilmente buscando con esmero un círculo social en donde sentirse menos frágiles. El estar solo no lo hacía sentir vulnerable y por lo mismo no se preocupaba por hacer amigos. Carlos estaba en medio pero no pertenecía, no había reglas que lo alcanzaran, estaba exento de todo sentimiento del deber y liberado de culpas o remordimientos; su único compromiso era hacer sentir a todos, que todo le llegaba al pincho.

***

-Me parece increíble que no te hables con tus vecinos, ¿acaso no tienes amigos?

-Claro que si. Es más, ahora mismo iremos a mi barrio, apura que está un poco lejos.

-Ah carajo, ¿que éste no es tu barrio?

-No.

Avanzamos por entre los edificios hasta alcanzar una vereda ancha. Frente a nosotros vimos la Panamericana Sur luminosa y rugiente. Continuamos hasta el puente peatonal que nos permitiría cruzarla y llegar a Santiago de Surco. A mitad del puente nos detuvimos, nos apoyamos en una de las barandas y empezamos a hacer lo que mejor sabíamos: Nada.

Extrañas cajas rellenas de cuerpos y de estruendos pasaban debajo nuestro, mientras nosotros las contemplábamos en silencio. Mientras tanto, el temor de ser alcanzado por la maldición me abordaba.

Bruja de mierda...

Al cruzar el puente el paisaje había cambiado; el caos de San Juan de Miraflores con el tráfico, la bulla y los cerros abarrotados de casas habían trocado de pronto en lentas calles desiertas, casas con modosos jardines, coches estacionados en las puertas y el orden excesivo que hacía ver todo en su justo sitio. Caminamos unas tres cuadras, dimos vuelta en una esquina y nos encontramos frente a un ancho parque; en medio y rodeando una banca, tres muchachos conversaban.

-¡Puta que lecheros, están chupando, tendremos trago gratis!

-Espero que alguno te suelte una luca para quitarme.

-Si, de hecho, esos no son misios como los de San Juan.

Carlos saludó a sus amigos y me presentó sin formalismo alguno. Avanzada la hora llegó a mis manos una botella de ron medio vacía –ellos dijeron medio llena, pero juro haberla visto medio vacía-.

-... y no aguanté más y ¡pum mierda!, me di contra el suelo...

-Corrección, primero caíste arrodillado, pero eres tan huevón que en vez de poner las manos miraste no se que chucha en el cielo hasta que perdiste el equilibrio.

-Jaja, es que yo soy como el Papa pues, cada vez que vengo de bajada tengo que besar la tierra. Ahora estaré jetón por varios días. A propósito, ¿no tienen una luca para compartir?, mi chochera tiene que regresar a su casa y vive muy lejos.

-No seas pendejo. ¿Nos gorreas el trago y todavía quieres plata?

Los vimos alejarse, uno de ellos llevaba la botella –ahora sí, casi vacía-, se la llevó a la boca y la sacudió hasta arrancarle la última gota, y luego la arrojó contra una pared.

-Putamadre huevón, pareces una plaga, nadie te quiere.

-Ni modo pues cabrón, sigamos caminando.

-Sigamos.

Vagamos sin rumbo por varios minutos, pero eso no nos preocupaba, procurábamos estar en silencio por una simple razón: Las calles con sus postes de luces amarillas, algunos ladridos de perros desde las casas, los pitos de los guachimanes, el tronar de nuestros zapatos en la vereda, la vereda húmeda, el viento suspirando a nuestros oídos, la soledad... todo nos hablaba.

Me preguntaba...Me preguntaba si alguien, allá, en casa, estaría esperando por mí; si alguien se habría dado cuenta de mi ausencia.

¿Y a él? ¿Alguien le esperaba a Carlos? ¿Estaría su madre en vela por culpa de la angustia?, ¿estaría acaso con ganas de verlo entrar por la puerta sano y salvo y... y reventarlo a patadas por llegar tarde y en esas fachas? O quizá... O quizá sería Benny Hill quien lo estaría esperando iluminado levemente por la azulada luz de la luna que se deslizaría a hurtadillas por la ventana envuelta en el enojoso rugido de la Panamericana Sur. O quizá estarían todos dormidos. Acaso en ese lúgubre y turbio departamento abarrotado de viejos muebles que habían sido útiles en la casa de Trujillo, y que hasta ahora no se atrevían a botar, no reinaba mas que el ronquido del padre, el cansancio de la madre, la desidia del hermano, y el sueño... el sueño...

Lo más curioso era que, a diferencia mía, a Carlos sólo le bastaba con cruzar nuevamente el puente, introducirse entre los estrechos caminos de la urbanización y llegar hasta su edificio de paredes celestes.

Pero hay puentes que sólo sirven para alejar, puentes en una sola dirección.

Mientras tanto, yo sólo deseaba que esa noche acabara pronto y que la maldición no hiciera presa de mí.

Bruja de mierda...

-Sabes, el colegio donde terminé la secundaria queda aquí nomás, a dos cuadras.

-¡Que emocionante!

-No seas burlón.

-No, en serio me emociona, yo pensé que no habías terminado el colegio.

-Tu ironía me tiene sin cuidado.

-Tu cuidado me deja sin ironías.

-Ese colegio era la cagada, habían hembritas bien ricas.

-Y seguro te cachabas a todas.

-No, sólo a una, pero era suficiente, te lo aseguro.

-Si tú lo dices.

-Yo la venía a buscar por las noches y nos metíamos al colegio, allí le daba como a hijo.

-Si como no, todos dicen eso pero seguro que lo único que hacías era jalarte el choncholí en el baño de tu jato.

-Muy gracioso, ¿no quieres conocer mi colegio?

-No gracias, yo le voy al Necaxa.

-¿Tú?, no creo, para mi que le vas al Chivas.

***

A los pocos días de haber empezado las clases, su espíritu irreverente lo había encumbrado ya como el ideal de toda una masa de adolescentes tardíos ávidos por reivindicar sus frustraciones.

Todo empezó en una de nuestras primeras clases -que solía ser tan interesante como el bostezo de una tortuga- cuando Carlos, a vista y paciencia del profesor y de todos nosotros, se dirigió hacia la puerta del salón; ya en el umbral, un paso antes de salir, protestó contra la calidad de la clase con una contundente consigna: ¡Vamos a chupar!

Tres envalentonados alumnos lo siguieron aunque sin la prestancia y el desparpajo del incipiente líder.

Ese día Carlos y sus tres seguidores terminaron en una de las cantinas frente a la universidad. Aquella noche Carlos bebió sin descanso y lanzó carcajadas con profusión; pero cuando ya el alcohol hacía estragos en la marchita lucidez del grupo, se sumió en el silencio más completo hasta casi desaparecer.

Algunos días después cuatro obesos alumnos de atuendo indecoroso siguieron a Carlos por la misma senda, y con el mismo resultado. Una semana más tarde los galanes del salón -aquellos muy propensos a mirar su estampa en los reflejos de los carros o en los ventanales de las casas- se unieron al entonces estrafalario líder en su protesta contra una clase de lógica que perdía bríos. Sólo unos días después el grupo de las mujeres de pantalones apretados y cucharita en la cartera para rizarse las pestañas se atrevió también a salir del salón junto a Carlos para ir a libar. También los del tercio superior -muy afectos a llevar el pelo resinoso y el librito de calculo diferencial bajo el brazo- perpetraron su mayor acto de insurgencia motivados por quien era ya considerado el redentor, el ecuménico san martín que lograba convocar a perro, pericote y gato a sancocharse el hígado con pisco de bajo presupuesto.

Poco a poco aquella ceremonia de levantarse en plena clase y llamar a la insurgencia había seducido a toda la promoción. Todos, absolutamente todos, terminamos participando por lo menos una vez -y yo más de una vez- de aquel acto de indisciplina a expensas de algún profesor soberanamente aburrido.

Los círculos de amigos se estrecharon, incluso varios grupos se fundieron y se entremezclaron en esas reuniones, pero Carlos aparecía siempre en medio y a la vez distante, parecía disfrutar simplemente viendo las patéticas escenas de imberbes muchachos jugando a ser grandes.

Pasado algún tiempo tres o cuatro impresentables se habían convertido en la corte que lo secundaba en cuanta rebelión perpetraba y a quienes Carlos no les otorgaba la mínima importancia; se deshacía de ellos apenas podía para luego retirarse al lado posterior de nuestra facultad en donde más de una vez improvisó una banca de granito como dormitorio, y un cigarro como lacónica cena.

La época de exámenes llegó entonces demasiado pronto, y nos tomó a todos por sorpresa, sobre todo a quienes habíamos perdido cuantiosas horas de clase detrás de Carlos. Recién entonces descubríamos con el rostro perplejo que nuestros cuadernos apenas si guardaban lánguidas líneas escritas en extensos espacios de hojas en blanco. Desesperados buscábamos cuadernos menos vergonzosos y más útiles para el examen –porque para muy poca cosa sirvieron después- y fotocopiábamos todo lo que nuestros magros bolsillos nos permitían. Pero dos o tres días no eran suficientes para memorizar formulas, postulados y conceptos que se volvían de pronto indescifrables. Llegábamos entonces a la fecha de evaluación sin armas, ojerosos y con nuestras cabezas en blanco. Pero Carlos aparecía más lúcido que nunca, traía la mente desbordante de conceptos e incontables hojas repletas de ejercicios de cálculo resueltos en febril desvelo. Resolvía el examen con premura y muy tranquilo se retiraba intentando siempre ser el primero en salir. Al final los resultados eran desastrosos para todos, excepto para él. Onces, doces y hasta algún quince decoraban sus exámenes, y él simplemente se cagaba de la risa.

Yo no tenía la inteligencia de Carlos ni la habilidad suficiente para encandilar a todos los grupos que se formaban en torno a él; mi único recurso era el humor fácil y ramplón pero suficiente para el alumnado de mi facultad. Mi mayor virtud fueron los sobrenombres. No había alumno o profesor en la facultad al que no se le conociera con el apelativo que yo le había impuesto. Gracias a mí muchos habían vuelto a nacer, a reinventarse, yo era un Adán en el paraíso de las bestias dando nombre a cada criatura que se cruzaba por mi camino. Sólo me faltaba el apelativo perfecto para el cabecilla del aula, el apelativo para Carlos.

El día que recibimos nuestras calificaciones convenimos en reunirnos a atragantarnos de ron barato y cigarrillos a discreción. Mientras discutíamos los resultados de los exámenes, me ubiqué en medio de todos y en un intento por ganarme el respeto y la admiración del auditorio le dije: “¡Oye huevas, tu eres como la paloma: Vienes, nos cagas y te vas!”

Entre carcajadas y aplausos Carlos me dio la mano sonriente. Lo había logrado.

***

Accedí con desgano a conocer su antiguo colegio pues Carlos estaba empecinado en demostrarme que era cierta aquella historia sobre su enamorada y las suculentas noches de sexo que me contaba abundando en detalles. Las horas habían alcanzado su punto más extremo luego del cual la noche ya no sería tan noche. Al llegar, un farol intentó iluminarnos sin éxito ante el reinado de la luna. Tras encaramarnos en algunas rejas superamos los cercos del colegio y caminamos por el jardín que se extendía hasta un viejo salón de clases con grandes ventanas sin vidrios por donde nos deslizamos. Una vez dentro nos encontramos rodeados de carpetas estropeadas y mobiliario en desuso.

-¿y te revolcabas en medio de toda esta mugre?

-Por supuesto que no, antes de tirármela le daba una sopladita al piso para quitarle la tierra.

-¡Tu siempre has sido todo un caballero!

En el otro extremo del salón un delgado haz de luz ingresaba por una puerta entreabierta que comunicaba con el patio principal del edificio.

Con temor me acerqué a cerrarla pero mi intento fue inútil, la puerta no tenía cerrojo. Carlos se acercó también y observamos con asombro que alrededor del patio innumerables perros de todos los tamaños y colores trotaban sin descanso.

Uno de los perros se acercó hasta la puerta y en un descuido logró ingresar; de inmediato entraron los demás animales sin poder evitarlo temiendo hacer algún ruido. Apenas en un instante nos vimos rodeados de quince o dieciséis canes que empezaron a dar vueltas alrededor del salón tal y como lo habían estado haciendo en el patio -presumo- durante toda la noche. De pronto, un enorme samoyedo se separó de la jauría y se dirigió hacia nosotros. Carlos lo acarició, y el perro pareció reconocerlo y disfrutar de sus caricias. Cuando dejó de hacerle mimos, el animal se alejó de nosotros y brincó hasta una de las carpetas abandonadas en medio del aula. La terca luz del farol de la calle logró acariciarle el lomo a modo de capa hasta darle un aspecto majestuoso. Carlos, con total naturalidad se sentó frente al enigmático perro, la jauría detuvo su vigilante marcha y rodeo también al samoyedo. Todos entonces fueron quedándose quietos, nada hubo que se moviera, nada había que respirara, o en todo caso, que dejara oír su respiro; cuando se logró el más absoluto silencio y la inmovilidad total, el samoyedo me miró con gesto desafiante y luego ladró. Tan sólo un ladrido, corto pero contundente como un disparo de revolver. Unos segundos después un diminuto pekinés lanzó también un ladrido; y luego, un Boxer de piel atigrada hizo lo mismo. Inmediatamente todos los perros empezaron a ladrar sin cesar reanudando su trote circular alrededor del aula, ladrando y ladrando hasta conformar un sonido ensordecedor y desesperante. Entré en pánico. Pero mi pánico se tornó en sorpresa al ver que Carlos empezó a correr junto a la jauría sacudiendo los brazos en absurdo aleteo y ladrando y ladrando como uno más en la manada, con total naturalidad. Yo presenciaba aquel espectáculo con los oídos tapados avivando en mi alma la inútil esperanza de que semejante desbarajuste no despierte al guardián del colegio, a los vecinos del barrio, a la policía, a la ciudad entera; mientras tanto, nada parecía preocuparles a mis extraños acompañantes. Sin embargo, motivado por alguna extraña fuerza, dejé de taparme los oídos, y empecé a correr y aletear hasta alcanzar a la manada y en medio de ella, empecé a ladrar. Desbocado y con la mayor fuerza posible yo ladraba, gruñía y vociferaba con rabia y daba vueltas alrededor del salón junto a los perros y junto a Carlos que también ladraba enajenado y feliz.

Entonces, y sólo entonces, supe que la maldición había hecho presa de mí.

Bruja de mierda...

***

Sé que hasta hoy muchos compañeros y profesores son recordados por los burdos apodos que yo les puse: Rosario poto, Flor sin tarro, el gordo televisor, el gonzo Arce, la profe campanita, el profesor gargamel, popy Gonzáles y muchos otros que han soportado el paso del tiempo gracias a aquella memoria colectiva que guardamos. Sin embargo, “paloma”, el apodo que le puse a Carlos nunca caló en la muchachada adicta a adjetivos más sórdidos y menos inteligentes.

Una noche, mientras libábamos en un parque a pocas cuadras de la universidad, Carlos tuvo un repentino desmayo. Como no reaccionaba con las zarandeadas y las cachetadas que le prodigábamos, uno de sus secuaces no tuvo mejor idea que tomar de su mochila una camiseta con la que había jugado fulbito esa mañana y corrió hasta el otro lado del parque donde había una manguera simulando un manantial, allí empapó aquella prenda, a toda velocidad la trajo y se la exprimió en la frente, en el rostro y la envolvió sobre su cabeza. Milagrosamente, Carlos reaccionó aunque no estoy seguro si fue por aquella friega o por los besos que le prodigaba una de nuestras compañeras. El hecho es que repuesto del susto, Carlos se incorporó y regresó al ruedo con aquella camiseta envuelta en forma de cono sobre su cabeza; su rostro lucía sin vida, sus pómulos habían adquirido mayor volumen, su nariz huesuda y torcida parecía en exceso prominente y sus largos rizos estaban empapados. Alguien notó el penoso aspecto que tenía y señalándolo, le gritó con espanto: ¡Una bruja, una bruja!

A partir de ese día nadie volvió a nombrar a Carlos por su nombre, o por el apodo de “paloma” que empezaba a echar cuerpo; “la bruja” pasó a ser más que un seudónimo, fue su estigma.

Muchos otros sucesos fueron cimentando aquel nuevo apelativo hasta absorber a Carlos y convertirlo en mito. Empezaron por ejemplo a correr los rumores de que aquel desmayo fue producto de alguna sustancia extraña –además del saltapatrás, rascabuche, vodka jijunero, y otras variedades de alcohol no apto para consumo humano- que había ingerido a escondidas pues nunca se le vio completamente borracho a pesar de ser el que más licor ingería. Decían también, un poco en broma y un poco en serio, que esa capacidad para aprender en uno o dos días las materias, que muy desganados prodigaban los profesores en cuatro meses de clases, eran sólo posibles porque Carlos tenía algún pacto diabólico. Pero además, un confuso incidente de madrugada en la casa de un compañero de la universidad que terminó con el terrible saldo de una estudiante muerta luego de haber tenido un encontrón amoroso con Carlos acrecentó el mito y provocó que todo el alumnado se volviese temeroso ante su presencia. Hechos todos que no fueron más que especulaciones sin fundamento y que al final de cuentas agradaban a Carlos porque su imagen adquiría ese aspecto sombrío que en el fondo tenía y que ya no tenía ganas de ocultar. Aspecto sombrío no porque fuese una persona alterada o enferma, sino porque en el fondo guardaba demasiadas penas que en un principio disimulaba dibujando con esfuerzo la risa desmedida y exagerada, burlándose de todos y de sí mismo sin reparos.

Aquella mañana había llegado yo bastante temprano a la universidad. Empezaba diciembre y la mayoría de aulas estaban vacías pues los exámenes finales habían concluido; pero dadas nuestras míseras calificaciones, algunos profesores compadecidos nos habían ofrecido exámenes suplementarios. Me causó extrañeza encontrar en mi salón reunidos no sólo a quienes como yo, habíamos desaprobado, sino a casi toda la promoción. Al acercarme me enteré de que el padre de un compañero había muerto y se intentaba formar una comisión que fuera hasta la casa del infortunado alumno a darle las condolencias. Dos representantes de la directiva del salón, que no tenían ya exámenes pendientes encabezarían la comitiva, además de tres de sus amigos más cercanos. Cuando ya estaba todo definido mencionaron que la casa estaba ubicada en San Juan de Miraflores. Carlos, que no tenía mucho que hacer allí pues había aprobado ya todos los cursos, dio un brinco y casi a gritos manifestó sus deseos de ir también a acompañar a la comitiva; y de soslayo, me hizo señas para acompañarlo. Accedí porque la experiencia de perder a un ser querido no me era ajena, y de alguna manera quería darle, aunque no fuese necesario, un poco de apoyo moral a mi compañero caído en desgracia. Cuando estábamos por salir, un alumno que me consideraba su amigo -aunque el sentimiento no era recíproco- me dijo en tono de reprimenda: “No vayas huevón, la bruja te pide que lo acompañes porque quiere chupar, vas a perder tu examen, ese cojudo es una maldición andante.”, “No tengo nada que perder, total no he estudiado ni mierda” dije muy tranquilo.

Al salir del salón, una voz se escuchó desde dentro que nos gritó: “Guarda con la bruja, se van a cagar” a lo que yo respondí con fervor “Imposible, la maldición no me va a alcanzar”.

***

Salimos del salón ladrando... ladrando... ladrando... y cagándonos de la risa. Muy de prisa trepamos por el mismo muro por donde entramos y ya en la calle notamos aliviados que la ciudad seguía durmiendo.

Continuamos caminando por calles vacías pero algo había cambiado, no quedaba ya lugar a donde ir, estábamos a ocho o diez cuadras de la casa de Carlos y estábamos completamente perdidos. La garúa que empezó a caer, menuda pero incesante hizo más penosa la caminata y más absurda.

El frío hacía estragos en mi espalda, mi nariz lloraba -literalmente- a moco tendido, apenas me quedaban fuerzas y ganas para preguntarme si fuimos echados por los ladridos de los perros o si esos ladridos fueron un saludo y una cordial despedida.

Agotados nos refugiamos bajo las escaleras de un edificio de elegantes departamentos. Allí, como si estuviera acostumbrado a esos trotes, Carlos sacó sus zapatos, se los puso de almohada y procuró conciliar el sueño.

-Acabo de llegar a la conclusión de que no piensas regresar a tu casa.

-Semental mi querido Waterson. Tranquilo chiquillo, se que te preocupa tu pasaje; a propósito, ¿sabes que le canta el nuevo sol al dólar?

-No

-My name is luca...

-Puta que gracioso, le cantaré eso al cobrador del ómnibus.

-Cuando amanezca cumpliré mi ofrecimiento compadrito, entraré a mi jato y mi hermano me dará la luca preciada.

-Si para cuando amanezca estas vivo aún, tus viejos te van a colgar de los huevos. ¿Crees que te van a dejar salir?

-No necesito salir pues huevas. Tu me esperarás en el jardín que da a mi ventana y yo aunque sea colgado de los huevos te aviento la luca, ¿está bien?

-Si tu lo dices.

-¡Cuándo te he fallado primito!

-¿Cuando? Podría empezar a hacer una lista interminable pero ya me ha agarrado sueñito.

-Hasta tumorrou entonces

-Hasta tumorrou bruja de mierda

El guachimán de la mañana nos despertó a cachiporrazo limpio, lo gramputeamos cuando estábamos a distancia prudente y mientras el nos devolvía el saludo cordial emprendimos por fin, el regreso a la casa de Carlos.

Al llegar, caí rendido en el jardín que daba a la ventana de su cuarto como habíamos convenido, el solo respirar me dejaba exhausto, Carlos ligero como si lo vivido esa noche hubiese sido sólo imaginación mía, subió las escaleras a grandes zancadas; le escuché golpear la puerta de su casa, y luego escuché los gritos desaforados de su madre -que imaginé vestida con bata y ruleros-, escuché incluso el ruido característico de la vajilla estrellándose contra la pared –o el piso- y después, el silencio absoluto.

Levanté la mirada con la esperanza de que Carlos una vez sorteada la vajilla haya logrado llegar a su cuarto con vida y asomara por la ventana con la preciada moneda. Mantuve la mirada fija por casi una hora, pero nadie apareció.

Tirado, extenuado y con el cuerpo molido sentí los primeros rayos del sol que calentaban mis pies, y sentí cómo esos rayos lentamente fueron avanzando hasta alcanzar mi rostro. Con supremo esfuerzo abrí mis ojos y descubrí que había empezado el verano, Lima sería a partir de ese momento otra ciudad. Por un lapso de casi tres meses cambiaría su rostro, se volvería una ciudad sofocante y festiva; empezaban las vacaciones y a mi esta ciudad extraña me encantaba.

Me levanté cuando era casi media mañana. Mientras caminaba saqué del bolsillo secreto de mi pantalón –porque yo siempre he sido muy precavido- el dinero que tenía guardado, llegué hasta la Panamericana sur, y tomé un taxi a casa. Mientras me sumergía en la gran avenida me pregunté porque había pasado semejante noche tortuosa sin motivo alguno, y recordé, como única respuesta, lo que me dijo Carlos mientras regresábamos a su casa:

-¿Tú sabes porqué en las películas la mejor canción la ponen al final, cuando salen las letritas?

-Ni idea.

-Porque siempre habrán unos pocos que sí estarán ahí para escucharlas.