Wednesday, June 28, 2006

Fragmentos de la novela Mnemósine

Autor: Jorge Ávila Chávez

Lima, 1989


Undécimo Avatar: Átropos

Hoy he visto algo terrible, atroz, no lo podría describir en una palabra, es más que repugnante; y lo más triste de ello es que me hizo recordar un episodio muy oscuro de mi niñez, casi lúgubre. Me interné en el bosque todavía muy agotado por la faena del día anterior y con el hacha latiendo entre mis dedos, casi pidiéndome que no la use siquiera por ese día y, también, que le perdonase aquellos momentos de debilidad. Ya había decidido a qué árbol quitarle la vida, cuando, generosamente, le ofrecí unos segundos más para que disfrutase de esa misericordia que le obsequiaba, mientras me retiraba a descansar junto a un pequeño manantial que conocía perfectamente. Antes de colocar el hacha y mi bolso en el pasto para recostarme, abrí los ojos inconscientemente y vi aquel espectáculo horroroso, abrí los ojos… Había dos palos grandes de madera apostados en el suelo, y, atados fuertemente a cada uno, sendos hombres muertos con marcas de balas sangrantes en el pecho, y uno de ellos, bárbaramente golpeado en el rostro, tanto que estaba con la boca enteramente hinchada, y una marca redonda y pequeña ahuecado a la altura del cráneo. Creo que nadie en D*** había sido avisado sobre aquella ejecución.

Exactamente no sé qué edad tendría, pero aún era muy pequeño para que me lo presentasen tan brutalmente. De más está decir que esa época era todavía más sanguinaria en el sentido en que al verdadero hombre no le debían molestar para nada las visiones de fusilamientos, los hombres muchas veces inocentes siendo masacrados ante aquel tronar de la pólvora y aquel desgarro del plomo. Odio esos pensamientos, que los pintan a veces tan pragmáticos para sofocar y apabullar la voluntad libre que deben tener todas las personas. Era una actitud muy conocida la sangre fría de mi padre, un pequeño comerciante de un pueblo cercano emigrado a la ciudad. Por nada se inmutaba y, aunque no era cruel conmigo, quería serlo, a su manera inconsciente. Una vez incluso dijo que le remunerarían mucho más siendo un verdugo a sueldo de las prisiones y yo, que aún no podía entender su personalidad, me callaba y me entretenía solitario junto a la tumba de mi madre. Pues bien, yo no acostumbraba a salir mucho, pero una vez lo hice, para buscarlo, ya que el hambre me asaltaba y no tenía nada a la mano. De un lugar a otro erraba sin hallarlo ni tener pista de él; ya mis miembros a punto de desfallecer de exhaustos estaban cuando retumbaron dos cañonazos en las afueras y pude notar cómo la gente que estaba varada en la calle se detenía y ciertas mujeres lloraban tal cual una elegía. En ese suspiro de moribundo que emitían las armas no alcancé a reconocer nada que me alterase, más me inquieté con la desazón que cundía y, al ver a un grupo de hombres serios y serenos dirigirse a la entrada de D***, me decidí seguirlos a averiguar en qué convergían estos supuestos desasosiegos. Estos marchaban en fila ordenada y tersa, casi como desfilando y quizás eso me atrajo todavía más. Rápidamente, el tumulto citadino se había metamorfoseado en la ventana fría de la recámara abandonada de un artista, solitaria y blanca.

Allá, creo que aún estoy viendo dicha escena, como fotografía de memoria, muy impregnada de blanco y negro... Una vez en la puerta, aquel grupito se detuvo y se presentaron ante unos soldados apostados en la entrada. A medida que me acercaba a los límites de la ciudad podía escuchar un griterío desproporcionado y arrollador que quería entrometerse con toda su violencia en mis oídos, me desesperaba hasta cierto punto, aunque había algo que me decía que allí encontraría a mi padre, algo… ya casi había olvidado mi hambre. Unos soldados escoltaron a aquel conjunto de hombres graves y yo, como una veloz ave pescadora, me inmiscuí entre las tantas personas que estaban ahí juntas, junto a la puerta, y avanzaban detrás de los hombres reservados. Las conversaciones y discusiones se entremezclaban con mucha facilidad y no podía entender nada; había gente que hasta había enrojecido de ira, no sabía de qué, agitaban los brazos y soltaban vítores, incluso parecían desbordarse del calor de sus emociones, por lo que un sargento llamó a más uniformados de la estación de ingreso a D*** para que controlasen a la caterva embravecida, a la par que yo estaba a punto de caer en aquellos vaivenes humanos que se asemejaban a una diminuta tormenta que anunciaba una hecatombe energúmena. Sentía que me faltaba el aire, y los alaridos e insultos se inflamaban en el aire, haciendo más insoportable el ambiente, poco le quedaba de ese nombre; no obstante, en ese desorden, la multitud avanzaba. Intuyo que nadie habíase percatado de mi presencia, de la temprana e innatural frecuencia de un niño en ese hervidero de salvajismo, pero una vez dentro, sentía que sólo debía continuar hacia delante, hasta que me faltasen las fuerzas, o hasta que las fuerzas me sobrasen en un repentino ataque de vigor o de nervios que probablemente me daría. De repente no fue la presencia de un olor determinado lo que acabó por marearme y entumecerme, sino la ausencia de éste, ausencia que es imposible borrar de los recuerdos. Finalmente, todos se detuvieron, muy alejados ya del inicio de aquella peculiar caravana del demonio que lentamente comenzó a expandirse y las personas, por fin, tuvieron más espacio. Había dos mujeres mal vestidas que no habían apartado su vista de mí en esos postreros momentos, por lo que, tras cuchichear por un rato entre ellas, me cogieron repentinamente de la mano y me jalonearon impulsivamente para sacarme de aquel montón, aún calladas, hasta que, una vez libres, una de ellas me reprendió severamente argumentando que yo no tenía nada que hacer en un sitio tan horrible como ése, que era un morboso y que no debía hacer otra cosa en ese instante que decirles dónde vivía para que una de ellas me llevase de vuelta a casa. Estaban todavía regañándome cuando se apareció mi padre, con su gran figura, y con una voz fortísima les ordenó callar, me asió de la mano y me atrajo hacia sí. Poco sabía que tendría que agradecerles más a las señoras que a mi propio progenitor por lo que acontecería después. Cuando me hube convencido por completo de que era mi padre el que me había sujetado, sentí un alivio reparador en mi ser y, naturalmente, le pedí algo para comer. Afortunadamente, en su bolso tenía un pedazo de pastel de arándano, por lo que me lo convidó sin decir palabra y me hizo caminar un trecho hasta llegar a una especie de estrado improvisado que se había dispuesto en aquella lejana colina. Tras los primeros mordiscos sentí cómo el hambre iba disminuyendo, por lo que dejé todo y me apresuré a concentrarme en qué era lo que iba a suceder, qué clase de espectáculo primoroso me presentaría mi padre para observar y que quede como experiencia en mi vida. ¿Qué podría pasar frente a seis palos vigorosos de madera separados por corta distancia? Una y otra vez me lo preguntaba y, entonces, cierto es lo que dicen que la curiosidad apaga el apetito como un chorro tenaz de agua helada. Los minutos pasaron hasta que llegaron unos soldados escoltando una diligencia, cuatro de ellos montados en soberbios corceles y con los galones resaltando en su torva actitud. Dicho espectáculo de apoteosis militar era vanamente la antesala de un acto que no era menos ortodoxo, pero sí más bajo; la diligencia transportaba a seis hombres de entre treinta y cuarenta años aproximadamente, con los cabellos largos y barbudos y una expresión que exclamaba miedo hasta lo más hondo de las pupilas. Fueron descendidos con premura y conducidos con la latente amenaza de las armas en sus gargantas, en fila india, hasta llegar frente al estrado y atados con estoicismo absoluto por parte de los soldados a las estacas con maromas gruesas y color granate. Para aquel segundo ya me había percatado de qué era lo que iba a suceder y empecé a gemir y a suplicar a mi padre que me sacase de ahí lo más antes posible, que yo no quería ver cómo mataban a esas personas, mas la entereza de él no trastabilló, y me apretó duramente la mano. Me manifestó que yo era un hombre, que por lo tanto debía familiarizarme con esos acaecimientos que por seguro vería muchas veces a lo largo de mi vida. Yo rompí en llanto para que me librase, que no quería demostrarle a nadie una absurda y mal llamada hombría. Haciendo oídos sordos, me ordenó sentarme y ver, que no perdiera ni un instante, que ello reforzaría una tierna temple en un acero incorruptible. Me silencié.

Durante el proceso de amarrar a los condenados, éstos habían gritado y lloriqueado lastimeramente, como aúllan los cánidos al ser apaleados o pían las aves al caer un tiro feroz sobre ellas. Algunos de ellos habían intentado forzar su redención de esos indómitos nudos, y un uniformado, percatándose de dicha acción, usó los puños para alcanzar la manumisión de aquellas almas que rebuscaban esperanza hasta en la más ínfima gota. Era el inicio de la masacre. La multitud aclamó con palmas los golpes propinados, uno tras otro, otro después del primero, que les llovían ya no sólo a los que se "rebelaron" sino a los seis, sin distinción; más soldados entraron en escena y empezaron a descargar las violencias más increíbles, con sus nudillos y las culatas de los fusiles, en la boca, los ojos, la frente, el estómago y las piernas hasta dejarlos sin habla, salivando ante las conductas impías de sus condenadores. Todos aplaudían y voceaban pidiéndoles más castigo. Justo entonces, un heraldo menudillo empezó a dictar la sentencia, esas personas eran una banda de delincuentes natos, con un prontuario de delitos y crímenes, en el último de los cuales, y por el que los habían capturado, habían atacado una caravana de mercancías protegida, asaltado y matado a sus ocupantes: dos militares, tres hombres y una mujer embarazada, hacía una semana, y luego escapado con el botín sin éxito en huir de la espada de la justicia vengadora. Cuando la sangre empezó a brotar de su humana piel, el sargento les ordenó detenerse y que regresasen a preparar sus armas y ordenarse, era como rajar un adorno creado para servir, pues ni incluso la porcelana más bella puede igualar a la tez de los hombres. Allí los podía ver, sin ánimos ni fortaleza y únicamente sujetados al mundo por esas nefastas cuerdas, casi de rodillas e implorando perdón con su solo aspecto. Nada de eso vino. Uno de los que supongo que serían familiares de los muertos se abrió paso entre el cordón militar que rodeaba el campo de ejecución y avanzó con celeridad hacia los seis hombres, mientras el sargento se quedaba callado, ansiando internamente que a los condenados les tocase más pena aún que la que ya iban a tener, con el deseo de vengar a filo de crueldad los decesos de sus camaradas en aquel asalto. Al penetrar dicha persona se quebró el supuesto equilibrio de la organización y la multitud se desplomó sobre los acusados con palos y trozos de metal, además de los ya mencionados y eficaces puños, por lo que el dolor intenso que percibieron mis ojos fue más de lo que pude soportar, y aún más mis oídos, con esos alaridos de pasión desgarrada parecieron estallar en quejidos. Mi padre veía sin decir nada y me puso la mano en el hombro, dándome palmaditas y murmurándome que ya iba a terminar. El sargento gritó a viva voz y dio un disparo al aire, por fin, no quería que la gente del pueblo le ahorrase el trabajo y los soldados entraron en acción para dispersarlos. Por un momento imaginé que ambos bandos se enfrentarían hasta que el pasto por completo se tiñera de sangre, ¡pero qué más sangre quería ver ese día…! Sin embargo, las personas se apaciguaron y retrocedieron lentamente. A medida que los uniformados se retiraban pude ver a esos retazos de hombres colgados como astillas en esos palos, uno de ellos con una herida que le atravesaba completamente la cabeza y no decía nada, como si no le doliera. Quizá ya no sentía nada. Los soldados se coordinaron nuevamente y la gente empezó a bramar de nuevo para que se hiciera la sentencia. Uno de los prisioneros inconscientemente se desató del poste y cayó al suelo, arrastrándose con miembros que apenas parecían manos y dedos. No llegó a su objetivo, la resurrección del espíritu. Sonaron los percutores de los armas de fuego y las balas asesinas se clavaron respectivamente en los pechos y cabezas desnudas de cinco de los reos, matándolos al instante y terminando con la agonía inicua que les impusieron, mientras la tinta roja empezó a ganarle a la verde hierba que antes parecía omnipotente en la Naturaleza. No obstante, quedaba el último. El sargento sacó su espada de su cinto y la bajó con energía; a la orden, los ocho que habían disparado calaron sus bayonetas y corrieron hacia aquel rezago de individuo que estaba echado sin verlos venir. La gente lanzó sus gorras al aire en señal de festejo y los hurras y regocijos replicaron a la muerte. En ese fatal segundo abrí todavía más los ojos por una desgraciada curiosidad y me parece recordar que hasta las mismas personas que alababan aquel fusilamiento quedaron mudas de terror. Los militares incrustaban y sacaban sus cuchillas en aquel cuerpo, crujiendo y palpitando como latigazos del infierno en la tierra, sin detenerse y con furor delirante y tétrico. El difunto no expresó nada, tal vez se ahogó en su propia sangre, que era tanta que el asco era equivalente al dolor hasta los huesos que sentía. Repudio los pasteles de arándano desde esa putrefacta ocasión.

Vigésimo Tercer Avatar (Fragmento)

Dejé todo mi aliento en el furor de las calles, que se movían como siendo sacudidas por un temblor, un temblor en mi mente, fluido y dantesco, aprovechando la soledad, despertando una sensación de atosigamiento doliente en mi corazón, antes tan lleno de tranquilidad, una espuma que no tardaba en apagarse, un ruido de temor ante los hombres malos, porque, en efecto, de eso se trataba, del temor que una siente cuando la respiración de alguien del cual no se conocen sus intenciones está sintiéndose cada vez más cerca, confundiéndose su vapor con el mío, entremezclándose, enredándose, conjugándose, ¡brrr!, todo eso me restaba cada vez más tranquilidad, el correr, la agitación, el correr, el temor, el correr y la luz que se apagaba ante mis ojos, tal y como se apaga cuando no queda un rumbo fijo en la vista de unos ojos que siempre han visto sin problemas la luz blanca y anaranjada al mismo tiempo, y ahora, sin embargo, se hacía más ocre y oscura, como queriendo mostrarme que yo, sí, yo, antaño tan prolija en sueños y ensueños, ya estuviera cansada de tanto correr sin detenerme; esa sensación, definitivamente, no se la deseo a nadie, quizá ni siquiera a él, el no hallar rumbo mientras tus pies se hinchan con los líquidos que se mueven dentro del cuerpo al dar una carrera tan extensa, veloz y con el rostro totalmente desencajado, vomitando aire impuro y del mismo miedo que antes ya he descrito, oyendo trisar a los demonios y silbar en malignos susurros a las aves, curiosa pero ciertamente, puesto que me movía la sensación de querer abrazarme a los árboles, o un violáceo abrazo, o un caliente bostezo, o un álgido solazo, o un de Dios un beso, de árboles en bostezo, en calientes abrazos o soles violáceos; era difícil predecirlo, como si la mente se me hiciera un torbellino con la turbación que sentía mientras la carrera proseguía inútilmente, tanto así que los respiros de enferma de mi madre los escuchaba en mis ojos a cada momento, pasando como imágenes congeladas y generando grumos de lágrimas saladas y blanquinosas, espesas, en mis ojos, tal y como si las mismas placenteras hojas de hierba que piso penetrasen en mi campo de visión haciéndolo reducido más y más, sin que pueda distinguir la luz de la sombra, tan excitada como me encontraba y sobrecogida en transpiración que la oscuridad se me antojaba bienvenida, mil veces más que la luz que me encantara tanto, y cien mil veces más que cualquier deseo infantil que haya podido sentir antes, como ir a recostarme a las orillas de un río o conseguir siquiera una muñeca rústica y de trapo, baldío todo aquello y sin el menor sentido para dedicárselos, muy por el contrario, esas hojas de hierba plasmaban todos los paisajes que había visto de verde muerte, un color que los mismos grumos, por más que estuvieran tan hacinados en mis ojos, no me impedían ver; y la misma actitud asustadiza que adoptaba me acompañaba desde que empecé la carrera, en la misma cama de mi madre enferma, pasando por las empedradas calles y felices soles, golpeando con cada paso los pies adoloridos y esgrimiendo contra mí misma el pánico que sentía al verme presionada ante un rincón con la espada de la obsesión ciñéndose en mi garganta, como si la guerra misma hubiera venido a mis orillas en un principio, yo la hubiera rechazado, desoído y abnegado en no quitarme la venda que no me dejaba verla, hasta que, en un arranque de hastío, partí con mis pies y aliento hasta el mismo umbral del terror, tendida y con la cabeza gacha, reparando en el suelo, terso y mudo, que parece ser lo único que se compadece de mí, de una suerte que ni yo misma sé si busqué, en una tarde imperante en efervescencia, luminosa y brillante, casi como una enemiga eterna de la inmundicia que siempre me correteara, pero, al mismo tiempo, dotando de insidiosos iris llenos de ganas ardientes de cometer una felonía, quebrar mi equilibrio natural y arrastrarlo a arañazos y puntapiés por el fango, tanto que ni la más extensa de las carreras me libraría de esos iris, y ni el escudo de metal más sólido y rechinante en consistencia pudiera protegerme de aquellas luces de mirada, tan furibundas, encolerizadas, o mejor dicho, ansiosas hasta no más de mi ser, protegerme de ellas, ya ni eso podía, aunque me ciñera con la más fina de las armaduras, estandarte de las pasiones ortodoxas, por todas las cualidades pintorescas y poderosas que ciñese, no era, extraña y enloquecedoramente, el caparazón que me resguardara de los golpes de esas miradas plagadas de ardor, y yo, así, no tendría más remedio que detenerme tras la mayor de las huidas de mi vida angustiosa y pesada, sintiendo en carne propia lo que le haya deseado a mi peor enemigo (que, dicho sea de paso, nunca me preocupé en achacar a alguien material la carga de mis penas), portándome a mí misma la carga de una alegría pasada, de los buenos tiempos que recorrí en las márgenes de un río de arena y basura frente a nuestra humilde casita, humilde hasta quedar agotada de su humildad, e ignorantes nosotras, escupidas de los sabios y porquería de la industria de esta época, a las que siempre aplastan las máquinas y hombres poderosos sin sentirnos miserables, sólo sucias de cuerpo, inmundas, contaminadas de reservas de lacras sociales y más vulnerables que alevines de peces y crías de cuadrúpedos, como si el encaminarme hacia la montaña a toda la prisa que me permitían los pies fuera la solución más acertada y una respuesta mítica, dejando a su suerte y anonadada con martirios en los sueños a la que me diera vida hace ya tantos años, que la gente, no en vano, dice que son aún muy pocos, mas a mí me parece que ya excedí con creces la línea que se me estuvo permitida, la que me otorgó Diosito en la noche de mi parida, contando los años y midiendo con exactitud las horas, pues si me deja seguir agitada con el alma a punto de estallar de inquietud, estoy segura que más temprano que tarde me entregaré por propia voluntad a aquella vicisitud a la que tanto aborrezco, como si fueran desechos humanos y de la comunidad social, me entregaré a ella y lloraré como rechazada por la gente, paria, por ofrendar la virtud con la que nací sin el menor reparo en defenderla, sintiendo que no habré ganado nada si acudo al enfrentamiento con la verdad con todos los ímpetus belicosos de los que me pudo dotar la experiencia, ya que sé perfectamente que a la primer embestida caeré, desnudaré mi cuerpo y la tierra me absorberá, volviendo a formar parte de ella yo y sonriendo ante los muros que en los otrora buenos tiempos fueran el ataúd de la mala fortuna, ahora quistes de cuerpos apaleados y de una insensatez de artista, la propia arista del cubo del escarmiento fatal, el que contuvo por tanto tiempo y tiempo los golpes enajenados de la lección de disciplina, posesa, que mamá por tanto tiempo supo mantener a raya y muy bien domada, al mismo tiempo que la azotaba cada vez que intentaba acercarse a mí, sin saber, estoy segurísima de ello, que con sus propias palabras mandaría al hombre a que rompiese esas aristas y entrase como rufián aristócrata a nuestra morada de sabor antes dulce, ¡brrr!, y sirviendo tanto de agente causante como de espectadora sumisa y callada, somnolienta, ante los acontecimientos que se desataron tan malditamente, escandalosa y estridentemente, en mis oídos, ojos y lengua seca, cuando la noche ya acallaba y llegara aquel mismo hombre, a presentarse como de costumbre, rompiendo siempre con sus pasos la cubierta que antes nos envolvía a ambas y pretendiendo poseer el más amical de los recuerdos y organizando a la perfección los pasos que debería efectuar para, por fin, desenmascararse y mostrar su horrenda acción, la que pretendió desde un inicio realizar con nosotras, o conmigo, porque así mismo fue, y todo al ser vapuleada con sus iris y palabras hasta un estado sumamente caliginoso y escalofriante, con esos labios, exudando lascivia, que me musitaban "preciosa" y que me acercara más.