La balada de Narayama
(Lima, 1983)
—Nieva, como en la canción, y Narayama se ve más blanca y fría que nunca -dijo Matsuo buscando la mirada de su mujer.
Todos llegaron a lo alto del monte de Narayama. El invierno se acercaba y las familias debían guardar los alimentos para los días de ‘necesidad’ que pasarían. Todos terminaban de rezar al dios de las montañas para que preservara sus cultivos y les permitiera vivir en salud más tiempo.
—Riosuke debe ir a la escuela, no importa si en invierno -esta vez habló Matsuo en un tono más alto, y mirando tanto a su mujer como a su hijo mayor-. Él es el único que puede dejar de trabajar nuestras tierras para encontrar otros remedios a nuestra ‘necesidad’.
Riosuke observaba a Matsuo estático, pensando en toda la responsabilidad que tendría de aquí en adelante. No sería de ninguna manera fácil enfrentarse a otros niños en la escuela, algunos de ellos ricos, quienes se burlarían de su deficiencia, de su ‘necesidad’, como tantas veces se lo recordaban los adultos en casa: “La necesidad es algo que te acompañará siempre si es que no huyes de la maldición de nuestra familia. Recuerda que la tierra envejece y luego no da frutos más. Tú deberás encontrar otras formas de sobrevivir, mas no aquí en medio de esta soledad”.
Riosuke había crecido como crecen las lianas entre las malas hierbas, solo, buscando luz en lo alto de los árboles, recibiendo para sí solo el agua de las lluvias que alimentaban los campos de Narayama, en donde el cultivo del arroz era devorado cada año en su mayoría por los miles de cuervos que rondaban la zona.
Algún día me encontraré con el campo de nuevo. Los pajarillos me dicen que no me vaya, que siga fingiendo ser torpe para cazar liebres para cenar. Mi vida, dicen mis padres, debe olvidarse de haber nacido acá. Deberé ingresar a la ciudad, con Ariwara custodiándome y pidiendo que refriegue sus vajillas. Que cómo es posible que vengas conmgo y no hagas nada. Yo he trabajado por años y por eso tengo riquezas. Tus padres, en cambio, hacen las mismas tontas labores siempre. Si quieres volver por ellos, deberás olvidarlos un momento y obedecerme.
Esa noche Riosuke no pudo dormir. Debajo de su cama de pajas tenía un cuaderno de dibujo que le obsequió la señora Ariyita, cuando, viendo en Riosuke al hijo que le fue arrebatado hace muchos años en la guerra, se conmovió por ver un niño tan pálido y expuesto al fuerte sol de verano. Riosuke contemplaba el cuaderno y deseaba tener tintas de todos los colores para llenar las hojas vacías de papel blanco. Pero Riosuke apenas pudo conseguir carbón de leña, que era bueno para hacer dibujos de formas humanas. Riosuke soñaba con hacer un retrato de la señora Ariyita y regalárselo antes de partir. El hijo de la señora Ariyita se fue de Narayama hace mucho tiempo y nunca más regresó. Ahora su madre llora y ve a su hijo en mí. Pero la piel de la señora Ariyita aún es joven. Su esposo tiene más dinero que cualquiera de los que viven aquí.
“Me escribirás desde Osaka, espero, y luego nos encontraremos de vuelta en Narayama. Riosuke, eres tan joven pero ahora debes partir de los campos que te vieron nacer. Como antes mi hijo, ahora tú me deberás abandonar”. La señora Ariyita cogía las manos de Riosuke y sobre ellas vertía un par de lágrimas que antes habían recorrido su propio rostro. Riosuke nunca olvidaría a la señora Ariyita ni los buenos consejos que esta le había dado siempre. Su padre, asomado a la puerta contemplaba inexpresivo el dramático cuadro apresurando a Riosuke a través de señales que le emitía en silencio con las manos. Riosuke no tardó en regresar con su padre adonde su familia lo esperaba también para despedirlo.
El invierno fue el más frío que sintió en su historia Narayama. Como si supieran de la ausencia de Riosuke, reinó en el campo solo el silencio de los animales.
—Le diremos a Riosuke que la señora Ariyita partió con su marido a otras tierras más fértiles -decía Matsuo a su familia en voz alta- pero no que pereció en el frío de su aflicción por culpa de la partida de Riosuke. Su marido abandona la casa luego de la muerte de su esposa y sabe que la culpa la tiene Riosuke. Ella nunca debió haber conocido a ese joven tan pálido como la luna llena, tan liviano como las hojas que caen en el otoño.
El mar me parece un corazón que late con desesperación. Era cierto aquello que me decía con frecuencia la señora Ariyita: en las noches los barqueros desean acercarse a las aguas del mar para abrazar con fuerza a la luna y morir con ella. Nunca estuvo la luna más cerca en Narayama como aquí. El sereno humedece mi rostro y parte mis labios, mientras yo recuerdo lo mejor de mis años en Narayama, en donde es también la luna quien observa a mi familia y a la sonrisa intacta de la señora Ariyita.
“Ella escondía tus cartas entre sus vestidos de flores rojas. Una noche llegué a casa y encontré cenizas, rastros de papel calcinado. La mudez la invadió, no quería comer ni dormir. Ese invierno hizo tanto frió que a veces confundía su blancor con el de la nieve misma. El mar, decía algunas veces, le hacía llegar el resonar de sus olas hasta los oídos, y entonces sabía que eras tú, que nunca volverías más a esta tierra que te vio nacer. Los hijos olvidan con el tiempo de dónde realmente son y prefieren cambiar su tipo de vida. De pronto los animales y los campos se dan cuenta de que no estás y te arrojan maldiciones por ser un hijo ingrato. Pero ella no creía nada de eso. Sabía que algo más fuerte te impedía regresar. Y las torrenciales lluvias inundaron nuestros cultivos. El arroz se pudrió. Pasamos hambre y frío. Pero eso poco le parecía importar a Ariyita cuando le dejaste de escribir. Osaka es tan grande y la luna anda por todas partes. Riosuke se fue con la luna, decía, como cuando los barqueros huyen con ella ahogados en su ebriedad”.
Riosuke se recogía las manos del frío y del miedo que sentía al pensar en Narayama. Su corazón era ahora fiero como el mar de Osaka y sentía dentro de sí cómo rebasaban las aguas de sal que salían despacio por sus ojos. Riosuke no podría ver ni recordar ya aquellas tardes de sol con la alegre música de la voz de la señora Ariyita en los verdes campos de Narayama.
—Riosuke, no vuelvas a esa casa que desde hace mucho está deshabitada. Hace cinco años la señora Ariyita murió y luego su marido también partió en busca del olvido. ¡Riosuke, regresa! -gritaba el viejo Matsuo con desesperación, pero sin poder impedir la carrera de su hijo, delgado como la rama de un árbol joven, que se dirigía a toda prisa al otro lado del campo, a la casa que antes le parecía tan grande, clara y majestuosa. Se imaginó por un momento ser recibido con júbilo por la señora Ariyita. Se imaginaba verla rodeada de las flores rojas de su jardín y esperándolo para la cena.
Riosuke forcejeaba la puerta sin poder derribarla, sin conseguir abrirla un poco siquiera, y divisaba tras de sí, en medio del camino que había recorrido, retazos de tela desprendidos de sus pantalones remendados, mojados por el agua de la lluvia. Era mucho lo que había caminado ya. No solo desde su casa hasta la casa de la señora Ariyita, sino también desde Osaka hacia varios lugares que la necesidad lo llevó a conocer. Lamentaba ser pobre. Lamentaba haber dejado Narayama, a su familia y a la señora Ariyita pensando que así tal vez menguaría en parte la ‘necesidad’ de los suyos. Agotado, Riosuke se dejó caer en la tierra, en la entrada de la casa de señora Ariyita. Entonces recordó que allí se despidió de ella y también de las muchas palabras que le decían los adultos antes de su partida: “Riosuke, nunca te olvides de la tierra que te vio nacer”. Pero luego se dio cuenta de que quien lo vio nacer le quitaba ahora la vida y las pocas ilusiones que llevaba consigo antes de emprender el viaje de regreso a Narayama.
<< Home