La furia de Tánatos
(Lima, 1979)
A mi enemiga, porque lo prometí.
Ya lo había previsto hacía mucho tiempo. Cuando el silencio se apoderaba del espacio él solía mover el lápiz tratando de igualar sin fortuna las facciones de la mujer que miraba sus ojos casi con amor. Ella disfrutaba examinando esos trazos sin vocación y sin talento. Por los resquicios del mal retrato
Se alegró al saber que no tenía ganas de llorar. Caminó hacia su habitación mientras empezaba a sentir el placer de saberse dueña de todo. A un lado de la cama, le pareció que el mueble misterioso que fungía de velador era ahora particularmente pequeño, como si se hubiera disminuido por el miedo; era un cubo de pumaquiro cuyo color entre el amarillo y el naranja apreciaba como una obra de arte. Las cerraduras en los cajones mostraban el santuario del hombre que debía a empezar a odiar. Pensó en usar un cuchillo para la cerradura o quizá un palo de escoba para golpear el tablero. O quizá patear el fondo del mueble que -de seguro- cedería con facilidad. Pudo haberlo hecho antes, pero habría significado terminar con la confianza hipócrita que se tenían. Ahora, que ya no estaba, no sólo podría leer, sino romper o quemar cuanto papel encontrara. Pero no lo hizo. Se sentó con la tristeza de saber que no sería divertido sin una cara de indignación que elevara el acto a la categoría de reto, de provocación. Hacerlo ahora no sería otra cosa que atentar contra sus propias cosas: como insultar al espejo, como escupir a su propia foto. Imaginó garabatos inundando páginas enteras y páginas enteras inundando los cajones. Imaginó cuentos sin terminar y algún poema mal terminado. Recordó sus cejas arábigas, su mirada sexual.
Las diez de la noche. El debería estar sentado frente a la computadora observando la pantalla durante horas antes de atreverse a escribir una sola línea. Ella se lo había reprochado mil veces, le había dicho que se deje llevar por sus emociones, que escriba con el corazón. Invocó, nuevamente, su imagen decorada con aquella detestable sonrisa de autosuficiencia mientras se jactaba, como Rimbaud, de poseer una superioridad basada en su falta de corazón. Ahora empezaba a creerlo. Empezó a percibir aquellos sentimientos confusos que ella misma había tratado de comprender mediante lecturas interminables: el Tánatos, bendito Freud. De algún modo supo entonces que un hombre es representado por símbolos: ahora odiaba también a Borges y a Lovecraft, a la voz Norah Jones y de Carla Bruni, a las pinceladas de Van Gogh y de Monet. Lo odiaba a él, por haberse ido.
Conocía el motivo de su partida. Sabía que no era por la piel de la mujer que ahora estaría acariciando; que no era por pasar más tiempo creando nuevas y ridículas doctrinas filosóficas con aquellos dos amigos que no lo abandonaron cuando hacerlo era casi una obligación moral; que no era por caminar noches enteras por lugares plagados de prostitutas y de ladrones, jugando con la idea de poseer a cualquiera de esas mujeres por algún billete extraviado en el fondo de su bolsillo, o de probar su osadía mirando fijamente los ojos fieros de los que estaban dispuestos a matar por menos que eso. Buscar un motivo en su propio comportamiento le pareció -como debe ser- inverosímil, pensó que no hay nada que una mujer pueda hacer para alejar a un hombre que previamente no haya querido alejarse y que tan sólo podía haber un motivo: su naturaleza. Ella le había dicho que él era una suerte de Epicteto moderno. Él se defendió diciendo que la renuncia es un atributo del asceta y ella replicó, citando a Yourcenar, que nada es tan peligrosamente fácil como renunciar. Lacónico, él dijo que llegaría el momento de renunciar a renunciar. No se dijeron más aquella noche, pero ella supo entonces que llegado el momento no estaría ahí para disfrutarlo aún a costa de merecerlo.
Sentada sobre el suelo, observaba con detenimiento los cajones con cerradura. Pensó que no era necesario leer uno solo de esos papeles para saber algo de quien había dormido con ella tanto tiempo: lo sabía todo. El interés, el amor o la obsesión la habían hecho preguntar por cuanto podría saberse e interpretar dibujos y textos con un fervor rayano en lo extraño. Sabía lo que nadie sabía, y eso le daba un poder que disfrutaba sin pudor. Pensó que encontrarlo no sería una tarea difícil. Y que buscarlo no sería reprochable dado que un hombre predecible y de gustos consuetudinarios es un hombre que de algún modo quiere ser encontrado. ¿Y cuando lo encontrara qué?, ¿qué decirle?, ¿qué hacer?
Sabía que la eliminación temporal del Tánatos no sería mala idea. El placer del Eros sexual la movía casi a cada instante y aunque él no había sido su primer hombre, había sido algo peor: el último. Lo deseaba tanto que lo odiaba con minucioso desprecio. Recordó sus ojos grandes y sus labios semiabiertos en una sonrisa burlona. El camino del Eros. ¿Y si no? Siempre estaba el otro camino. Se puso de pie con la rapidez de la nueva resolución y se dirigió a la cocina, cogió un cuchillo largo y caminó hacia la puerta. Guardó el acero dentro de sus ropas. Antes de salir, observó la casa vacía.
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