Thursday, May 11, 2006

Como una nevera vacía

Autor: Miguel Ángel Moulet
(Lima, 1979)


La señora del 503 me quedó mirando de pies a cabeza cuando crucé sorteando sus maceteros. Ya antes habíamos discutido, pero esta vez se limitó a seguir siendo la señora gorda del 503 que barría el felpudo en la entrada de su departamento, y me obstruía el paso. La saludé con un movimiento de cabeza, seguí subiendo. Y ella me devolvió el saludo con esa forma peculiar que tenía que me hacía sentir avergonzado, clavándome la mirada, como si yo fuera el único culpable por el griterío que bajaba de nuestro piso.

Encontré a Lucas sentado contra la puerta de nuestra casa, abrazado a sus rodillas, afuera, llorando, me pareció, en un primer momento, pero a medida que fui acercándome me di cuenta que andaba absorto en sus juegos. Antes de enterrar de nuevo la mirada en sus calcomanías volteó a verme, intentó sonreír.

- Cómo va todo… –saludé, entrada necia incluso para un niño de 9 años: se intensificó el ruido en ese momento, un manotazo del otro lado de la puerta remeció su postura.

Nos quedamos callados, sintiendo los pasos que iban y venían en el interior; esperando la nueva metralla de insultos, más manotazos, o lo peor: que se abriera la puerta. Lucas se puso de pie y volvió a mirarme como esperando que hiciera algo. Atiné a cubrirlo con mi cuerpo, por si la cosa se ponía violenta, pero no bien lo hice sentí que se perdía trastabillando por el pasillo. Esperé, entonces, sintiéndome observado, frente a la mirilla, imaginando las habladurías, el lío con los vecinos, las disculpas de siempre; pero felizmente la cosa no llegó a mayores, quedó allí. Fui por Lucas hasta el final del corredor. Me senté a su lado. Tenía la misma postura, abrazado a sus rodillas, aunque su mirada era ahora más dura.

- ¿Preguntabas? –me dijo, luego de un largo silencio, en tono sarcástico.

Más que hablar con él me era difícil hacerle entender que estaba de su parte. Me era difícil hablar con la gente, reconocía, encendedor en mano, cigarrillo en los labios, pero tarde o temprano tendría que hacerlo.

- No va bien, lo sé, no hace falta que lo digas…

- Ha habido peores –agregó en tono indiferente.

Reconocí en su voz lo que sentía cuando era niño. Que nada podía tocarme. Nadie. Cambié de tema:

- ¿Almorzaste?

Negó con la cabeza, o al menos eso me pareció. Afuera oscurecía pero se percibía ya la luz roja del aviso publicitario en la azotea del frente. Aún así pude distinguir el álbum que escapaba enrollado de su bolsillo, tenté ese terreno:

- ¿Te faltan muchas?

Mi pregunta lo tomó desprevenido, supuse, porque contestó cuáles le faltaban sin mucho rodeo. Aproveché y se lo pedí para hojearlo. De niño también me había gustado coleccionarlos, por eso, creo, hablamos amistosamente durante varios minutos. Lucas parecía tener pasta para comentarista deportivo, llevaba bien la cuenta de las estadísticas, los penales atajados por “La araña negra”, los goles de cabeza de Di Stéfano a equipos europeos, los años que Platini había sido elegido Balón de Oro, 3 seguidos, por cierto, me enteré recién. Butragueño… Hugo Sánchez… Dejó de hablar con lo justo, sus palabras parecían libradas del inventario. Era el momento. Me animé. Saqué el obsequio que le tenía guardado. Al recibirlo, su expresión tomó un cariz diferente, como si sus ojos hubieran aceptado la tregua y ahora pudieran volver a ser los de un niño. Rompió la envoltura de buena gana, sonriente. Y una a una, asintiendo, fue estudiando las calcomanías hasta que llegó a la que esperaba, a la de Baresi (una de las más difíciles de conseguir, sabía.) Fue un minuto del más puro de los silencios, incluso los gritos aunque esporádicos cesaron sin dejar rastro. Nada interrumpió el instante: Lucas admirando a Baresi en esa pequeña forma autoadhesiva y yo admirándolo a él fumando un cigarrillo y sin ganas de hacer más nada. Pocas veces habíamos estado tan bien al lado del otro. Ni siquiera cuando el mismo Baresi jugaba la copa del mundo en la tele. Ya desde entonces intuía en Lucas cierta diferencia, cierta distancia con los demás niños, él no alababa como todos la inteligencia de Cruyff o la contundencia de Rummenigge, como lo hacía el chico del segundo piso cuando jugaban en su pasillo. Lucas era partidario de destacar la habilidad de los porteros, como si fuera capaz de intuir la soledad a la que estaban destinados a pesar de ser un juego de equipo. Yashin, Máspoli, Carrizo... ésos eran sus ídolos; no los creativos ni los corajudos que a casi todos acababan gustando. Por eso cuando supe que Baresi empezaba a procurarle cierta admiración comprobé en Lucas su honestidad innata, esa individualidad que en las personas siempre me ha parecido vital. Decidí por él que no volvería a pasar lo que venía pasando.

- ¿Sabes hacer aros de humo? –se animó a preguntar acabado el trance.

Negué con la cabeza. Iba a contarle sobre el hombre que hacía burbujas de humo en la tele pero ahora era mi turno de dosificar los silencios.

- Ahora sólo me falta Lato...

- ¿Te vino Zoff en el paquete? –le seguí, haciéndome el que no sabía.

- No. Pero no importa, sé dónde conseguirlo.

- ¿Cuántos minutos fueron?

- ¿Los de Zoff?

- Sí.

- 1143 sin un solo gol en su portería...

- Cierto, cómo olvidarlo...

- ...

- ¿Tienes hambre?

Esta vez hubo un movimiento ligero de hombros.

- Yo tampoco tengo. Todo el día estuve yendo de acá para allá llevando papeles y en lo del correo me invitaron empanadas.

- Porqué.

- Porqué qué.

- Porqué te invitaron empanadas.

- No sé. Supongo que porque soy amigo…

- No me gustan –dijo.

- ¿Por las aceitunas?

- Sí.

- Y qué te provoca ahora.

- Acabar de juntar el álbum.

- Sí, supongo, pero hablaba de comida.

Nuevamente respondió con un movimiento de hombros. Se quedó pensativo. Volvía a percibirse el ruido de pasos en casa, cierta fricción con el suelo, como si jalaran de algo pesado.

- Entonces… ¿sabes hacer aros de humo?

Sonreí, fue inevitable. Lucas también sonrió.

- Entonces… -le seguí el juego- ¿qué te provoca almorzar?

- No sé, cualquier cosa –y dicho esto se levantó del piso y caminó unos pasos hasta el barandal del pasillo.

Sacó la cabeza por el hueco de las escaleras:

- Sigue barriendo –dijo, con voz queda.

- Quién.

- La gorda del 503.

- No le pongas apodos a la gente.

- No es un apodo.

- Igual, no le digas gorda.

- ¿Así lo fuera?

- Así lo fuera.

- Bueno, sigue barriendo, oyendo todo para después chismear con las demás… –hizo una pausa, se contuvo-: con las demás “señoras” –concluyó, como si hubiera pasado un gran bache. Un bache “gordo”, pensé, pero no se lo dije, sino otro día perdería autoridad.

- ¿Desde hace cuánto que estabas afuera?

- No mucho.

- ¿Y a qué hora empezó todo?

- No sé, cuando llegué del colegio ya estaba así.

- ¿Te dijo algo?

- No, sólo despertó y empezó a buscar sus pastillas. Y lo de siempre, que se iría, que esta vez sería definitivo.

Un portazo remeció la calma que se había formado. Lucas seguía con medio cuerpo apoyado en el barandal.

- Pero no creo que lo haga –siguió hablando.

- Por qué lo dices.

- Nunca cumple lo que promete. No tiene palabra.

Volteó:

- Ya se fue.

La expresión de mi rostro seguramente lo indujo a seguir:

- ...La señora de abajo.

Me apoyé en la pared, me puse de pie:

- ¿Te ha vuelto a decir algo?

- No. Sólo barre y limpia con aceite las hojas de sus plantas. Todo el día.

- No le respondas si te vuelve a decir algo. No vale la pena. Limítate a saludar.

Lucas asintió. Se volvió a recostar en el muro y dejó colgar un hilo viscoso de varios centímetros, desde sus labios; se entretuvo succionándolo en gesto aburrido. No se detuvo cuando el primer salivazo cayó al barandal del piso inferior. Siguió con el juego. No le dije nada en ese momento. Recién, cuando llegó al quinto, le pedí que no siguiera.

- Porqué dices que no cumple lo que promete –pregunté, llevándolo de nuevo a la conversación.

Se quedó pensativo, se sentó de nuevo en el piso y empezó a cotejar sus calcomanías:

- ¿Cruyff o Platini, a quién prefieres? –preguntó sin levantar la mirada.

Dudé un segundo.

- Francescoli –dije al fin, parco, buscándolo.

Se quedó callado. Sonrió. Guardó las figuras de nuevo en su paquete.

- Entonces… -seguí.

- Cruyff… –respondió él, y agregó adelantándose a mi repregunta que lo decía porque el año pasado le iba a comprar unas zapatillas con el dinero de su madrina y no lo hizo.

- ¿Por eso no tiene palabra?

Asintió.

- Yo te las voy a comprar –concluí.

- ¿En serio? –los ojos de Lucas se entusiasmaron.

- Sí.

- ¿Cuándo? –la voz se tornó ansiosa.

Y entonces volvieron a estallar los gritos pero esta vez acompañados de ruidos de vidrios rompiéndose, de cosas cayendo. Lucas se puso en pie, estuvo un rato indeciso; en su rostro me pareció que quedó la sombra de un recuerdo tortuoso.

- Iremos un día de estos… –dije, tratando de serenarlo.

Demoró varios segundos en volver de la impresión. Me enfocaba con la mirada perdida.

- ¿Cuándo? –volvió a preguntar al cabo de unos segundos, de nuevo emocionado, como si no hubiera pasado nada. Y continuó sin esperar respuesta-: Las que lleva Delgado son bonitas…

- No te has cambiado el uniforme.

- El primer día que las llevó se las sacó en clase para que les vieran la marca. Es un idiota.

- Ya hemos hablado de eso.

- Pero es un idiota en serio.

- Ni siquiera así. La gente tiene nombre, no apodos o adjetivos.

- Bueno, el caso es que se las sacó en clase sólo para que les vean la marca…

Qué idiota, pensé.

- Está bien. Ya veremos… ahora vamos adentro.

Busqué mi llavero y ayudé a Lucas a que se pusiera de pie, le tendí mi mano. Tenía miedo de entrar, me pareció, le sudaban las suyas. Y yo no me quedaba atrás pues crecía en mí la sensación de angustia a medida que cruzábamos el corredor.

- ¿Cuándo? –me inquirió de nuevo cuando intentaba escuchar pegando mi oreja al ras de la puerta.

- Cuándo qué.

- Que cuándo veremos.

No respondí. Le hice un gesto para que guardara silencio. Esperé un momento y volví a acercarme a la madera. Todo parecía estar en calma, aparente, al menos. Giré la cerradura. Abierta la puerta, el olor a guardado y a quitaesmalte de uñas se desbordó intenso por el pasillo. Cuántos de los departamentos olerían así, Lucas parecía preguntarse lo mismo, en cuántos reinaba el clima frío a pesar del bochorno de la calle. Era como entrar en una nevera vacía. Trozos de vidrio desperdigados por el piso, sillas derribadas al fondo de la sala, un gobelino a punto de descolgarse en una de las paredes. No era alentadora la vista. Pero igual entramos a la cocina tratando siempre de hacer el menor ruido posible. Intención absurda, por demás, porque cruzado el umbral aleteó bajo la mesa un pajarillo intruso que en dos segundos convirtió el contorno de las sillas en un velódromo improvisado; el comedor en un campo de batalla. Lucas saltaba y corría incansable en pos del pajarillo que se estrellaba una y otra vez contra la ventana entreabierta tratando de huir. Salí, intrigado porque el alboroto no hubiera desatado el griterío de antes. Dejé a Lucas, franela en mano, acechando el repostero.

A mamá la encontré inconsciente sobre la alfombra de su cuarto. Era un desastre: tenía el maquillaje corrido, la cabellera revuelta, pajiza. La cargué hasta su cama. No era tan grave la cosa: dormía, comprobé, cuando Lucas detuvo la cacería en la cocina y pude sentir su respiración fatigosa. Su cuerpo olía fatal, como si hubieran hervido su piel en alcohol y orines; su aliento ni qué decir. Una vez recostada pensé en traer sábanas limpias del cuarto de la lavandería pero viró sobre sí y una de mis manos quedó presa bajo su espalda. Hipó. Regurgitó una sustancia blanquecina con la cabeza colgando de un lado de la cama y volvió a arrebujarse sobre las mantas, a decir cosas confusas. Preferí no descifrar lo que quería, me liberé de su brazo.

El lugar también era un desastre: vestidos tironeados, botellas rotas, manchas de esmalte salpicando la alfombra. Y un charco de agua turbia avanzando amenazante, cayendo silenciosa desde el lavabo del baño. Podía arroparla, limpiar el tiradero y quedarme un rato con ella como otras veces, para apaciguarla, para hacerla dormir; pero también tenía que ver porque Lucas comiera. Ya lo había decidido pero nuevamente volvía a la encrucijada.

Actué rápido, evitando pensar. Tapé a mamá con el edredón y limpié como pude las esquirlas de vidrio regadas sobre la alfombra. Cerré la llave del baño. Tiré algunas toallas sobre las mayólicas inundadas del piso. La luz del espejo dejaba entrever las formas de los objetos en la alcoba: el respaldar de la cama, los ángulos de la veladora, el baúl donde guardaba sus sombreros... Y a mamá mejor, al parecer, aunque aún con el semblante alcoholizado, viéndome hacer, acomodar, sentada contra el respaldar y sus almohadones en posición de soberana, con el cuerpo desnudo anclado a la penumbra. Esperándome.