Suimorsfilia
Autor: Jorge Luis Huamán Sánchez
(Cajamarca)
«En medio de la muerte estamos en la vida. Los extremos se tocan.»
James Joyce, Ulises.
Amor a la propia muerte, piensa, todos tenemos ese amor, en cierta medida.
Las gotas prendidas del cielo empezaron a echar barriga. Luego la lluvia.
Félix observa desde lo que se supone será su lecho de muerte, el anticipado fallecimiento del polvo. Afuera, en la calle, esas gotas son tan obesas que ni las hojas de los árboles situados en el Parque de
Ningún borracho, se encuentra con ganas de soportar una de estas lluvias. Todos, cuando ocurren estas invasiones climatológicas, se refugian bajo la cantina donde doña Luzmila, por compasión más que todo, instala costales de azúcar en el piso para que se echen a dormir sin joder a nadie.
Y Félix observa la muerte del polvo en las calles, observa con atención los movimientos de los borrachos que vuelven a su huarique. Sonríe al percatarse que caminan como ciegos, hablan como mudos y caminan como minusválidos. Casi toda la vida, su mayor diversión fue contemplar a esos pobres cojudos cagarse la vida gratis.
Por alguna razón se imagina retroceder dos pasos, dar media vuelta, caminar hasta la puerta de su habitación, abrirla con cuidado de que nadie, especialmente sus hermanas lo escuchen, llegar a las barandas y caminar en dirección a las escaleras, arribar hasta el primer peldaño, bajar contando los trece cauterizados maderos y llegar a la puerta de la calle, abrirla, dar un nuevo paso y recibir los cubos de agua celestial, sonreír, voltear la cabeza a la derecha y poder mirar la calle que serpentea levemente hasta perderse en una curva. Después, voltear todo el cuerpo y caminar a un paso por segundo. Félix no ve a persona alguna por ningún lugar, en su imaginación, es decir. Sigue imaginando que camina y se detiene luego de treinta pasos –o treinta segundos– en la intersección de de la calle Estado Banquita y la avenida Los Gallinazos. Si siguiera mirando de frente pudiera observar las veredas del Parque de
Félix quiere suicidarse. Lo ha preparado todo, exacto, implacable, desde hace dieciocho años, es decir, desde que tenía seis años. El problema no es cómo va a morir, ni cuánto se tardará, ni su muerte misma. Porque él lo ha pensado muy bien, no quiere ser, ni es, de las personas que toman decisiones estúpidas sin observar sus consecuencias, como los borrachos, por ejemplo, piensa. Cree que es una aspiración que le nació desde pequeño y lo ha cultivado como quien cultiva una ciencia o arte. El problema es que Félix quisiera decirles a sus padres que ellos no tienen nada que ver con esta decisión, a sus hermanas, sus pocos amigos, a su Dios, a la sociedad que lo rodea, le encantaría poder expresarles que no, señores, yo no soy un estúpido arruinado y por eso me quiero suicidar, no es así, lo que pasa es que siempre he querido saber más y más de la muerte y la mejor manera de averiguarlo es muriendo, eso es todo. Así que Félix decidió escribir una carta de despedida, o más bien dicho, así fue como, después de que Félix se suicidó la interpretaron, pero Félix quería en realidad explicar su amor por la muerte, su amor por matarse.
Después que encontraron su cuerpo, y más aún, cuando encontraron el escrito que Félix había dejado, todo fue culpas, llantos, arrepentimientos, perdones a un Félix que ya no estaba cerca, al menos no corporalmente, actos y actuaciones que el suicida repudiaba de los seres humanos, especialmente de los de su odioso pueblo. Actuaban igualito, los pendejos, cuando un borrachito de esos que viven al frente de mi casa amanecía frío, por poco y lloraban, pero cuando vivo estaba no le daban ni agua. Su madre creyó que Mi hijo se ha suicidado por mi culpa, porque la semana pasada, antes que Félix se mate, éste le había encontrado con un hombre que no era su padre haciendo el amor, en el suelo, sobre las alfalfas. Pero Félix, en realidad, ni enterado. Entonces su madre se creyó culpable. Rita, la hermana menor de Félix le había dicho justo en el almuerzo de ese martes 26 de septiembre que lo adiaba, porque ni eres mi hermano, realmente, pero a ti te dan todo lo que pides. Entonces, Rita se sintió culpable y pidió perdón. La hermana mayor de Félix, Mariela, se sintió con una breve alegría por la muerte de su hermano, pero no podía entender precisamente por qué y también se sintió culpable pero no pidió perdón, intentó llorar y rió. Su padre no se dio cuenta del suicidio sino después que despertó de su fermentado y excrementado reposo por causa de los cañazos salvajes que se había empujado el mismo día de la muerte y que terminaron cuando Félix estaba siendo enterrado.
Después de estudiar por su cuenta y esfuerzo la fanática teología de la reconciliación y la térmica teología de la liberación, contrapuestas ambas, porquerías, a veces, más cuando sus fieles la practican. Después de haber visitado infinidad de lugares, que finalmente le parecieron los mismos (era nieto del alcalde, por así decirlo, y tenía algunos privilegios y goces que nadie más en ese pueblo podía disfrutar). Después de haber conocido el interior humano (era médico novato) y su ansia mortal que tarde o temprano enterrará viva a la propia humanidad (estudió paralelamente derecho, se inclinó por filosofía de las ciencias jurídicas, podemos suponer que en algo influyó para afianzar su tesis). Después de haber leído las novelas que todos consideran hitos literarios y que a él le parecían sólo una especie de fuga primitiva de sus autores, que nada tiene que ver con lo que lograron (lo premiaron por quince críticas literarias a obras como Esperando a Godot de Beckett, Tristán e Isolda de Gottfried von Strassburg, Madame Bovary de Flaubert, Permiso para vivir de Bryce Echenique, El vuelo de la reina de Eloy Martínez, Secretos de cavernófilos de Prince, La caída ficticia de Julio Cortázar [no publicado por editorial alguna, Félix adquirió el manuscrito mediante procesos ilícitos, y se jacta de tener para él solo esa pieza de valor cultural mundial], Los tristes errores de Dan Brown de Franckie Cedrón, entre otros). Después de haber entendido que la muerte no tiene nada que envidiar a la vida… Félix quisiera dejar de vivir y que de aquí a un tiempo, muerto ya, extrañe la vida y pretenda suicidarse a la vida, que debe haber un modo en el otro lado que lo posibilite. Quién sabe, nosotros somos los suicidas del más allá y por eso vivimos en este infierno, exiliados, expulsados, prohibidos de conocer la felicidad.
Félix, con apuro, se sentó en su escritorio, sacó de los cajones un lapicero y unas hojas de papel y se puso a pensar en la primera cosa que iba a escribir. Primero se imaginó lo que iba a ir escrito. Por el momento, no tengo a nadie a quien agradecer nada ni nadie a quien dedicar esta muerte como si fuera una obra de arte. En fin, estamos en los tiempos en que cualquier payasada es considerada como un hito de libertad, y si malinterpretan mi suicidio, quizás tenga de aquí a no mucho tiempo seguidores idiotas que asuman cualquier excusa y escriban términos y condiciones antes de su fallecimiento provocado por sus propias manos. No hay peor excusa que la que se escuda en otra de menor importancia. Soy un tipo común y corriente y, como por la calle un hombre quiere ser abogado, otro por la otra calle quiere tirarse a su prima hermana, aquél quiere ser ingeniero, yo, con mi vocación pensada desde que era un niño, he decidido morir hoy, día en que he culminado mi preparación para graduarme como un suicida. Tengo en mi mente una idea rodante desde que casi era un niño, sólo eso pienso con mayor envergadura. Al principio pensaba que se trataba de ocultar temores, una forma de huir de la realidad, hoy sólo sé que se trata simplemente de quitarse la vida y punto. Qué más da, es peor que vivir muerto en vida como esos borrachos, como mis amigos que creen que son dioses. Quise quitarme de encima todos los prejuicios que ocasionan la sola idea de que un hombre, consciente, sin limitación física ni mental, haya decidido morir en un tiempo determinado antes que otros lo hagan, refiriéndome por ese otros, por ejemplo, a seres superiores o imágenes aterradoras… Así que de todo lo que viví, que no me arrepiento en absoluto, he decidido morir hoy, he decidido dar por concluida una vida que no tiene ningún sentido que merezca alimentarse diariamente aportando tan poco, económicamente, socialmente, amorosamente, en fin… ¿Estaré siendo coherente? Es como llamar a la muerte que venga cuando tú quieres y no cuando ella quiera. Tardará la gente mucho tiempo en comprenderme, pero eso es lo de menos, cuando empiecen nomás a pensarlo, yo ya estaré sabe Dios dónde, en algún rincón del infierno, bajo una condena eterna por destruir una vida considerada por el Dios en quien creo, como el templo, donde Él habita. Lamento decepcionarlo tan pronto, pero ha sido una decisión ¿pensada? Por el tiempo, digamos que sí, ¿no? Crecí con la idea de que la vida es un evento escenográfico. Viví todo el tiempo metido en un hueco superficial, en mi habitación, un cavernófilo, intentando darle forma a mi acto más humano: Mi suicidio. No tengo de qué arrepentirme. No debo a nadie. No he tenido problemas con nadie, menos mal, porque eso dificultaría mi paso al más allá que para mí queda más acá. No soy de los tipos que guarda rencor a nadie en especial, creo que ellos —los que guardan rencor— están muertos en vida, más suicidas que yo, carajo, pensando o utilizando gran parte de sus pensamientos en el odio, en la traición. Yo no he cometido nada malo, sólo quiero dejar precedente antes de mi muerte.
En todo este tiempo de pensamientos, Félix no escribió nada. Al final, fueron tantas cosas que había pensado y ninguna las que había escrito que el tiempo, a su criterio se le fue. El suicidio estuvo preparado para las cuatro, pero ya son cuatro y seis… pierdo mi tiempo en intentar explicar algo que no entenderán. Entonces, Félix escribió:
Ustedes tienen la culpa, malditos miserables.
Sentado, Félix sacó de su bolsillo una caja de pastillas, del otro sacó un paquete de veneno capaz de terminar con cincuenta ratas. Sacó una jeringa y, como todo había estado preparado con anticipación, sobre una sencilla mesa de noche se encontraba una jarra de plástico conteniendo medio litro de leche con miel de abeja. Estaba convencido de que con todos los métodos utilizados en el mismo momento tendría una muerte fácil y sin dolor. Las pastillas me duermen, el veneno me mata y el aire es por seguridad, me provocará una embolia. Llegando las cuatro y siete minutos, Félix mezcló en la jarra de plástico la leche con miel de abeja y el veneno para ratas. La sustancia olía muy mal y pensó que sería muy torpe que una rata se comiera un queso con veneno sin realmente saber que se va a morir. Preparó la jeringa poniéndole una aguja y llenándola de aire. Finalmente sacó de la caja las pastillas para dormir, las sacó de su empaque y puso ocho en su mano. Se acercó a la cama y se sirvió de la jarra un vaso lleno de la leche con miel y veneno. Miró una vez más hacia la ventana y la lluvia no había enflaquecido. Escuchó murmullos de gente que seguramente se había refugiado bajo el techo de alguna casa cercana. Tomó las pastillas las puso en su boca, las ocho juntas, las probó dulces, tomó en un instante su elixir de la vida mortífera y pasó varios tragos con serenidad. Tuvo una pequeña nausea que pudo controlar con facilidad, luego, sin perder la calma, aunque un tanto excitado por la idea, cogió la jeringa y se pinchó en el pecho. Un dolor, inmenso dolor. Su grito fue mudo por causa del estallido diluvial. Empujó el aire como si él fuese un balón y la jeringa el inflador. Soltó la jeringa, cayó sobre la cama. Un segundo, dos, tres, Félix se arrepintió, cuatro, cinco, ¡Ay, mierda!, siete, ocho, nueve, puta madre, no me puedo mover, diez, once, doce, trece, catorce, ¡Félix, hijo, Nadia te busca! Siguiente segundo: Ay vieja de mierda, la hora que me llamas.
Luego el sol, trabajando en secar los techos y vaporizar los olores que le circundan al capulí-urinario de los borrachos de la esquina de tres puertas. Félix nació a la muerte.
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