Cuerpos menguantes
El cuerpo de Andrea es liviano, se pierde. Su pelo verdoso se torna amarillo cuando el lacio derramado entre sus hombros cambia de posición a cada golpe, a cada convulsión, a cada latido. Ella no sabe de posiciones, para ella sólo existe una. Le gusta siempre abajo porque disfruta de ese cuerpo, de ese peso duro sosegando su propia existencia.
Sus piernas delgadas, todavía jóvenes, se sienten troncos sosteniendo la copa de un árbol demasiado maduro. Sus pies caminan entre el aire helado que se respira afuera de la cama pues dentro de ella todo es sofocante. Sus brazos se creen ramas estiradas, golpeando la cabecera de la cama. Sus venas cobran mayor presencia y son ríos de sangre azul que se dilatan en la vibración de su piel por querer estallar. Sus pechos apretados contra sus mismos pechos cobran vida al sentir la presión de ese otro que sube y baja, que murmura y calla entre violento y delicado.
Andrea prefiere mantener los ojos abiertos, fijados en la pupila que parece agrandarse al mirarla. Él no habla. Se pierde en susurros que arroja hacia sus orejas mientras las mordisquea, mientras intenta arrancar sus perlas con los dientes, esos dientes agudos que anida una boca delgada. Una boca perfecta que apaga su propia boca, que hace brotar al silencio porque ellos buscan silencio en aquella pugna, en aquella negociación.
Cuando el espacio se recoge en un sólo instante que tiende a lo infinito, las paredes amarillas de la habitación iluminan el cuerpo de ambos, Andrea mira los búhos sobre la repisa que parecen celebrar su descarga, la luna que cuelga de una esquina pasa de cuarto menguante a luna llena. Llena como ella por ese furioso sabio ceniciento que pronuncia su nombre como denunciando verdades, como auxiliándola en la caída que él mismo establece, que él mismo crea porque este hombre es casado, este hombre es casado se repite Andrea cuando ya para ella todo ha terminado y la luna vuelve a cuarto menguante y los búhos cierran sus ojos.
Después, ella siente que la carga la abandona y llega la fatiga y se pregunta por qué siempre tiene que ser así. Sabe que el deleite ha terminado por eso no lo mira a los ojos pero siente que la busca para pedirle perdón pero no dice nada, él ya nunca dice nada. Luego sabe que una nueva despedida se aproxima pues con los ojos cerrados lo siente trajinar, él está inquieto y no la toca entonces ella decide abrir su boca por única vez para anunciarle que debe irse porque los hijos están por llegar.
Esta vez, lo mira levantarse, abrigar su cuerpo con pantalones largos y oscuros, abotonarse la camisa y acomodarse el pelo. Él voltea y ella se siente descubierta pero sonríe, lo mira sonreír también y al escucharle decir “mañana nos vemos” ella piensa ¿qué más da?
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