Wednesday, September 27, 2006

El grito

Autor: Jesús Jara Godoy (Lima, 1987)

Sé que si escribo esto nadie me entenderá o quizás sí – no me hago muchas ilusiones. Sin embargo lo hago para poder explicar el porqué de esa gran anécdota, si se le puede llamar así, que arrastra a muchos como yo. El día exacto no lo recuerdo, ya que eso fue la consecuencia de todo. Si pongo Lunes, tendré que saber qué es lo que arrastra tal día. Si pongo martes, igual. Para aproximarnos a algo, lo llamaré Sentido. Ismael, muchacho de unos catorce años, había hecho un hallazgo que todos se calificaron de tontos al no darse cuenta antes. El pabellón oculto, hasta entonces, contaba con muchos cadáveres que desprendían un olor hediondo y petrificante, que las fosas nasales salían sangrando. También había restos de animales que fueron devorados por alguien o algo de manera macabra. Cuando estuve ahí, me pregunté si se trataba de un espejismo o si estaba en un sueño tonto de los muchos que tengo, pero mis deseos de verlo como ilusión, fallaron.

El día que sucedió todo, Ismael llegó corriendo desde el bosque. Los jadeos que daba, y sobre todo sus ademanes, propios de una persona que ha visto algo que no es costumbre en ojos humanos, a pesar de tratarse de él, hicieron que todo el pueblo – cuyo nombre no revelaré por ahora – se asustara, llevándonos a una atmósfera manchada por el aire que venía desde el Sur, desde el pabellón. Recuerdo, o creo recordar, que yo estaba en esos momentos, escribiendo el ensayo acerca de Ezra Pound, cuando de pronto los gatos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, y nueve, saltaron a mi escritorio dejando caer todo mi trabajo que ya se había manchado y estropeado por las pisadas de dieciséis patas. No me enfadé con los mininos, nunca tuve esa actitud para con ellos. Sin embargo veía en sus ojos, en esos iris puntiagudos, un encono hacia mí que me hizo tiritar de miedo. Uno y dos habían tirado todos los libros de la biblioteca. Los más de mil tomos, entre ellos una colección de Latín Antiguo escrito por Cicerón, se desprendieron de sus tapas de cuero negro. Las hojas flotaban, (no digo que bajaban), sin aproximarse al techo o al piso. Tres, cuatro, seis, y siete, mientras tanto, rasgaban todos los muebles, dejando esas marcas que hasta ahora perduran. Yo, sentado y admirado por tal espectáculo personal, escuchaba los gritos de algunas personas del pueblo que llegaban desde calles adyacentes a la mía: Ismael ha muerto. Ismael se incendia. Ismael se está ahorcando… y más acciones en las cuales Ismael era mero agente activo, yo diría pasivo, de todo. Quise levantarme para ver por la ventana lo que mis oídos escuchaban. Pero nueve saltó a mis piernas. Se acurrucó. Ronroneó como todos los gatos. Se lamía las patas, las garras. Se paró. Se echó. Se paró. Me introdujo sus garras en mis muslos. Mis manos no se estremecieron ni para sacar al gato que llevaba sus garras, penetradas aún, hacia arriba y abajo. Pude sentir que esas agujas, no sé cómo calificarlas, bailaban y jugaban con mi sangre. Cuando por fin las sacó, volvió a lamerse no sólo él. Sino todos los demás gatos. Era una imagen para un pintor macabro como yo. Quizás, si no hubiese sido partícipe de esa escena, no contaría con la fama – fiel diablo de algunos – que hoy, según algunos, me rodea.

Al día siguiente, cuyo nombre no sé tampoco, vi a todos los habitantes del pueblo llorando por Ismael. Sé que suena exagerado, pero este niño, que según algunos había sido encontrado debajo de la catarata en el bosque, se volvió inmediatamente en nuestro guía espiritual. Contaba con una ética que ya muchos adultos quisieran poseer. Además todos creían que gracias al lunar que tiene en el hombro derecho, era fiel imagen de un Sigfried que algunos veneraban aún. Todos coincidimos que este niño no llegó desde lo terrenal, sino desde ese mundo al cual accederemos cuando recién vivamos. Es por eso que todos lo cuidaban constantemente. Nadie quiso hacerse cargo de él. No por temor, sino porque todos, yo incluso, sabíamos que éramos unos bichos para intentar criar a una persona que era hijo de los dioses. Debido a todo esto, y quizás de más, hechos que no puedo escribir, ya que estuve ausente varios años después que se instaló Ismael en este pueblo de Siberia, todos sintieron que la saeta diabólica había llegado para eliminar todo rastro que se lo opusiera. Me dijeron algunos pastores, que la última vez que lo vieron fue en el bosque. Lo vieron bañándose e intentando pescar con sus propias manos, yo diría divirtiéndose, salmones. De pronto, cuando logró atrapar a algunos, se fue desnudo – haciendo irradiar una luminosidad nunca antes vista. Dejando huellas de oro a cada paso que daba. Soltando gotas de cristal que cuando finiquitaban su viaje por los suelos, las flores crecían de manera rápida – hacia el interior de una cueva o al menos eso les pareció. De ahí ya no sabían si seguir espiando o no. Sintieron que incumplían con el espacio que les era vedado por conciencia propia, y regresaron por el camino que había tomado. Como ya tenía la ruta que había tomado Ismael, fui en busca al último lugar el cual pudo haber estado la divinidad muerta. La decisión de ir, la ignoraba.

En el trayecto mis piernas comenzaron a sangrar. Me las vendé con mis medias porque no contaba con nada más y seguí caminado. Si los pastores me dijeron la verdad, las flores que veía la ratificaban. Flores que sólo había visto en libros de botánica, cubrían casi todo el camino que me llevaba a un pabellón hecho de piedras superpuestas, de tamaños enormes como el de los incas, según un comentario de un colega que había viajado a los andes. Entré y vi lo que he escrito antes. Lo que me sorprendió, y por consiguiente, lo que me causó un estremeciendo de todo el cuerpo, fue ver el cadáver de mis padres juntos y arrinconados sobre un montículo de arena roja que desprendía vapores de un humo verde. Cuando quise acercarme para darles por lo menos una sepultura decente con mis propias manos, vi que las medias que sujetaban mis muslos, no estaban. La sangre continuaba fluyendo. Recordé que era hemofílico y que si no paraba cuanto antes este desprendimiento de células, podría morir. Busqué algo para cubrirme, y encontré a algunos metros de mí, una prenda tirada. Cuando la levanté, un bulto cayó fuertemente. Se trataba de mi gato criado desde la infancia, ocho. Ya para entonces fue cuando me pregunté si todo esto era un sueño o una ilusión, pero no. La nariz me empezó a sangrar. Dejé de lado esas cavilaciones que no me llevarían a nada, como poetas que porque escriben en difícil nadie les entenderá, y decidí amarrarme la prenda que contaba con algunos pequeños gusanos amarillos y otros de gran tamaño, pero verdes. Salí inmediatamente horrorizado por todo eso, olvidando a mis padres tirados y a mi gato. Sentía que algunos gusanos que habían quedado en la prenda que recogí, comían o devoraban, en todo caso, las heridas causadas por mis gatos en la víspera. El dolor se hacía cada vez más intenso. Pensé en el martirio de Jesús llevando la cruz hasta el monte Calvario. Me sentí igual, por más de ser yo un simple hombre. Mis zapatos quedaron húmedos. Mis piernas desnudas producían un sonido en el interior, que tuve la sensación de estar caminando en un lago de sangre total, y estando como estaban las cosas, podría pasar. Por fin divisé la entrada al pueblo. Es hora que dé el nombre: Calvario. Felizmente no había nadie para poder explicar situaciones las cuales sonarían fantásticas y hasta estúpidas para todos. Llegué a mi cuarto y vi que todos mis gatos estaban despilfarrados por los suelos… muertos. Ya era mucho para un hombre como yo. Que creía que nada interesante le pasaría, así que grité de una manera tan horrenda, tan estremecedora, tan miedosa, tan fúnebre, tan biliosa… tan muerta, que todos entenderán, ahora sí, mi cuadro de El grito.

E. Munch: El grito, 1893.