Friday, February 16, 2007

El monstruo - Luis Gallardo

El monstruo se levantó esa mañana de ningún humor, con un ánimo neutro, como usualmente sucedía. Luego de bañarse, vestirse y poner ropa en su maletín deportivo, desayunó solo, viendo el televisor, mientras sus padres –con quienes vivía desde la separación– dormían en el segundo piso. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo con el pretexto de arreglarse por última vez el cabello. No era bien parecido, ni alto, ni muy fuerte. Ya había pasado los cuarenta años y su vientre, que nunca había sido plano, ahora era imposible de esconder bajo la camisa. Practicó en el espejo la mirada de amable desdén con la que trataba a todos en la oficina. Podía no ser bien parecido, pero le gustaba su cara cuando tenía esa expresión. Adquiría carácter, personalidad. Así era una cara que inspiraba respeto y que de vez en cuando podía gustar a alguna mujer. Sonrió con sólo las comisuras de los labios, dejando los ojos fijos en donde se encontraba su interlocutor imaginario. Esa constante combinación de cortesía y frialdad no permitía a nadie más que a él saber lo que estaba pensando. Asintió varias veces, con movimientos cortos y secos, sosteniendo la mirada y la sonrisa, exagerando un poco el modo con el que saludaba a sus superiores. Era el punto exacto en que podía ser solícito y al mismo tiempo conservar la dignidad. Fue suficiente, le dio un último ajuste a la corbata, cogió su maletín deportivo y salió de la casa.

Su auto también había sido escogido bajo esas condiciones. No era un lujo demasiado caro para alguien con sus ingresos, es decir que no se había endeudado hasta las pestañas para obtenerlo, lo cual podría haber sido motivo de burla, pero tampoco era uno que pudiera ser confundido con el de alguien inferior. Recordó lo que había proyectado para esa noche, después de la reunión con el abogado de su mujer. No había cubierto todos los detalles, pero estaba seguro de que no era prudente averiguar más. Estaba ligeramente sorprendido de no estar intranquilo. Nada podía salir mal, pero no se trataba exactamente de eso, sino de que esa noche iba a hacer algo que en otra época habría considerado un acto vil, repugnante e incluso malvado, algo que sólo un monstruo podría hacer. “Es esta noche,” pensó durante una luz roja, “después de la reunión con el abogado de mi mujer...” Pero recordarlo no parecía hacer gran diferencia.

Cumplió el trabajo del día con soltura, porque en esos días del mes no había mucho movimiento. Todo transcurrió sin sobresaltos, todos los problemas encontraron su camino, el trabajo fue canalizado adecuadamente. Varias veces al día se repitió a sí mismo esa frase, “es esta noche”; pero nada, no le producía ninguna emoción. Ninguna intranquilidad. Aunque no podía esperar otra cosa, se dijo a sí mismo, porque alguien acostumbrado al trabajo bajo presión, a la eficacia en las peores circunstancias y a la eficiencia en medio del caos, algo como esto no pasa de ser una pequeña escaramuza, una cosita de nada... Sin embargo, aunque no lo admitía, seguía allí, en algún lado de su cabeza, la ligera extrañeza de no estar intranquilo, aguijoneándolo con suavidad, sin hacer que su pulso se acelere, como la señal de que algo iba a suceder. Grande o pequeño, importante o leve... quién podría saberlo. A eso de las seis de la tarde se despidió de sus subalternos y salió a la cita con el abogado de su mujer.

La cita era para tratar algunos detalles del divorcio. Estaban allí él, su abogado, el abogado de su mujer y la silla previsiblemente vacía que le correspondía a ella. Se discutió aproximadamente durante una hora. Él examinó varios papeles, imperturbable, con su expresión estándar. Cuestionó varias partes que ya antes había admitido como válidas, dándose además el lujo de soltar un par de frases graciosas. Su estrategia era admitir la legitimidad de cualquier reclamo de la otra parte, y empantanar al mismo tiempo el procedimiento para llevarlo a cabo. Todo estaba resultando como quería, las demandas de ella se reducirían a su nivel más bajo en unos seis meses más, cuando mucho, pensó mientras daba un profesional apretón de manos al abogado de su mujer y le dedicaba una de sus sonrisas petrificadas a modo de despedida.

Se dirigió al centro de la ciudad, a una cochera que estaba en una de las calles estrechas de la parte antigua. Estaba oscuro, pero no le importó, porque varias veces había dejado su auto allí a modo de práctica. Se estacionó en el lugar más oscuro. Cogió su maletín deportivo, lo abrió y sacó un jean viejo. Miró en todas direcciones para ver si alguien lo estaba observando. Oscuridad total. Hizo retroceder el asiento de su auto, se quitó torpemente el pantalón de vestir y se puso el jean. Luego cambió sus zapatos por unas zapatillas baratas. Luego se quitó el saco, la corbata y la camisa, y los reemplazó por un polo y una casaca jean. Por último, sacó un par de lentes muy gruesos y se los puso. Prendió la luz interior del auto para observarse en el espejo retrovisor. Sí, nadie podría reconocerlo a simple vista. Guardó sus cosas debajo de los asientos, cogió el grueso periódico que estaba allí desde la mañana, apagó la luz y salió.

Caminó por las calles con la cabeza gacha hasta llegar a un bar de mala muerte. Había muy poca clientela. Eran apenas las ocho y media y tenía que esperar hasta las once, cuando ya no hubiera tanta gente en la calle. Miró el televisor que colgaba en una esquina, aburrido. Pidió una cerveza. Leyó varias veces el periódico e intentó completar el crucigrama. Poco después de las diez notó que tenía mojadas las axilas; no lo tomó como una señal de nerviosismo, pero quince minutos antes de las once fue imposible negarlo. Pidió una cerveza más y tomó el primer vaso de golpe. Ahora sus manos estaban algo tiesas y frías. Llegó la hora. Se paró sintiendo un leve temblor en las rodillas y en su estómago. Fue al paradero y cogió un bus que lo dejó unas veinte cuadras más lejos.

Esta parte del centro era aun más ruinosa que la anterior. Los edificios llevaban años sin pintarse y estaban impregnados de smog y polvo. Había letreros por todas partes, en colores chillones, muchos con luces de neón oscurecidas por telarañas y suciedad. Había gente por todos lados, vendedores ambulantes que recogían su mercadería, peatones que esperaban su transporte, niños sin sus padres, algunos sosteniendo bolsas de plástico en sus bocas. Bajó en una esquina justo en las narices de una pareja de mujeres policía y tres o cuatro prostitutas. Eran pequeñas y gordas, con varios años encima. En cuanto las policías cruzaron la avenida, las mujeres le ofrecieron sexo por el equivalente a un par de cervezas. No las escuchó y siguió caminando. La caminata le permitía no prestar atención al temblor en sus manos. Esquivó un montón de basura y varios huecos en las veredas. Un par de cuadras después la tarifa de las prostitutas se había reducido a la mitad; en la siguiente, a la cuarta parte. Ya casi no había gente, sólo un par de transeúntes que tampoco prestaban atención a las señoras. Entonces vio la señal que estaba buscando: un hostal en una esquina con un letrero de plástico blanco y fluorescentes del mismo color. Tenía una sola H mayúscula, en negro, y al lado de ella se veían las siluetas sucias de las letras faltantes. Se detuvo en la puerta y desde allí miró la calle -muy mal iluminada- que estaba al doblar la esquina. A mitad de la cuadra había un par de bultos parados en el zaguán de una casa. Entonces sí se puso nervioso; empezó a sudar por cada uno de sus poros y no dejó de hacer temblar un solo hueso de su cuerpo; era el momento de la verdad; podía arrepentirse en cualquier instante y retroceder, pero sabía, por como se había comportado en otros momentos difíciles, que una vez dado ese paso no habría vuelta atrás. Avanzó hacia los bultos hasta que cobraron forma humana, y le preguntó a uno de ellos si podía pasar.

El muchacho se sacó la mano de la bragueta y le abrió la puerta. Avanzó por un largo corredor, que tenía un fluorescente verdoso. Al final había una puerta. La tocó. Una mujer mayor le abrió. “¿Viene a tomar un servicio, señor?” Respondió que sí, que cuánto costaba; le dieron el precio; dijo que estaba bien y lo dejaron pasar a una salita. Había tres chiquillos de no más de catorce años sentados en un sillón. La señora los señaló extendiendo la mano. Entonces él se sintió más extraño aún. Ya no temblaba, ya no sudaba. No entendía qué pasaba. Se sentía normal, otra vez en neutro. Le daba igual escoger a uno u otro. Pero de todas maneras señaló al que le parecía el más joven de los tres y se metieron ambos a un cuarto al lado de la sala. Allí vio al chico sacarse la ropa delante de él, automáticamente, como la cosa más común del mundo. Cuando terminó se sentó sobre la cama, y él procedió a hacer lo mismo. “¿Te vas a poner condón, no?”, le dijo el chico. “Sí, claro”, respondió.

Veinte minutos después se estaba vistiendo, con el ánimo totalmente apagado. En vez de un jovencito podría haber estado con su mujer, su secretaria, una vieja barata, un puto callejero o su propia mano, y habría dado igual. Al menos te sacaste el clavo, se dijo con indiferencia, ya viste que es la misma vaina. Aunque sea sólo por eso, ya era ganancia. La calma lo hizo perder cautela, salió sin ponerse los lentes ni fijarse si había alguien más en la pequeña sala. Allí se dio de golpe con algo que se había repetido un millón de veces que podía pasar: uno de los empleados de limpieza de la oficina bromeaba con la señora y los chiquillos, regateando el precio. Se abalanzó sobre la puerta y tropezó con el empleado, que se disculpó mirándolo a la cara. El corazón le golpeó el pecho como si quisiera escapar por su propia cuenta. No respondió, caminó rápidamente hacia la puerta y una vez allí, emprendió la carrera. No paró hasta llegar a una avenida. Abordó un taxi. Tenía el rostro deformado. ¿Estaba suficientemente oscuro? ¿Llegó a verlo bien, o sólo fue de reojo? ¿Lo habría reconocido? ¿Hablaría? He tirado todo por el caño, se dijo, estoy muerto, me voy directamente a la basura. No puede ser que haya cometido un error tan estúpido. No puede ser que yo sea tan imbécil. Cómo he podido caer por una tontería como esta, no puede ser cierto. Por favor, díganme que no es cierto; por favor, por lo que más quieran, díganme que no es cierto...

Esa noche apenas durmió algunas horas. Constantemente se sobresaltaba, se despertaba y volvía a repetir en su mente los tres segundos de debilidad que tuvo. Ya no había nada que hacer, se decía, pero eso no evitaba que volviera a pensar en ello. Al día siguiente trataría de ver la forma de que despidan a ese empleado y que nunca vuelva a trabajar en una oficina como la suya. No podría hacerlo personalmente, sería peligroso, tendría que buscar a alguien que... Estuvo así hasta que amaneció y no le quedó más remedio que prepararse para ir a la oficina.

Casi como un zombi, luego de bañarse y vestirse, desayunó solo, con los ojos en el televisor. Antes de salir a la calle se detuvo frente al espejo. Estaba ojeroso y con el rostro hinchado. Se arregló el cabello, ajustó su corbata, y se fue.

Estuvo tenso toda la mañana. Le comunicó a su secretaria que le evitara en lo posible las reuniones, lo que era relativamente fácil porque era el último día de la semana. Despachó varios asuntos por teléfono y un par cara a cara. Cada duda en el tono de voz y cada mueca inesperada lo hacían sudar. Esto era demasiado, no podía imaginarse a sí mismo viviendo como un mariquita, teniendo miedo de su sombra toda el tiempo; decidió que tenía que terminar con la duda. Llamó a su casa para avisar que no iba a ir, que almorzaría en la cafetería de la oficina. Quería ver allí al empleado de limpieza, verlo a los ojos, para saber qué estaba en juego. ¿Lo había reconocido o no? Y si era así, ¿lo delataría? ¿Trataría de chantajearlo? ¿O sólo jugaría con él, para sentir que tenía en sus manos a alguien mil veces superior? En su mente jugó con los significados de cada una de sus posibles miradas, pensó en todos los primeros pasos que podría dar en cada caso; agotó todas las soluciones que su mente pudo imaginar, incluyendo a la única que podría apropiadamente llamarse definitiva.

Al medio día, hora de almuerzo de los empleados de limpieza, bajó a la cafetería. Luego de recoger su comida en una bandeja, se sentó justo frente a la mesa que siempre ocupaban ellos. Fueron llegando en pequeños grupos, con sus uniformes verdes y zapatillas rotas. La mayoría lo reconocía y volteaba a saludarlo con respeto y luego volvían a su conversación; cogían una bandeja y se ponían en la fila.

De reojo reconoció al empleado canoso, cincuentón, de muy baja estatura. Su corazón empezó a golpear con fuerza. No volteó a verlo. Dejó la cabeza inmóvil, colocó los cubiertos a ambos lados del plato y puso las manos sobre la mesa, temiendo que alguien notara algún movimiento fuera de lugar. Sin embargo, su rostro, tieso por el miedo, no era muy diferente al de todos los días.

Uno de los empleados volteó a saludarlo, y mecánicamente los demás siguieron el saludo, incluyendo al bajo y canoso. Por fin pudo mover los ojos. Para cuando logró enfocarlo, éste ya había volteado y seguía conversando y riendo con sus compañeros.

¿Podría ser que se hubiera equivocado? ¿Estaba seguro de que era el mismo hombre? Lo observó con cuidado. Sí, era el mismo. El movimiento de la cabeza y los brazos, la forma de pararse, la sonrisa amplia, la alegría en los ojos, el tono de voz casi eufórico. Palmeaba a sus amigos y les pasaba la voz de una forma que no era para nada diferente a como había tratado a las personas del prostíbulo.

Se dio cuenta de que no corría peligro. El empleado de limpieza no había mostrado la menor señal de haberlo reconocido. Además, aunque fuera así, ¿cómo podría delatarlo, sin también delatarse a sí mismo? Qué tontería, se dijo, debió haber pensado en eso antes.

Secó con la palma de la mano las pequeñas gotas de sudor frío que tenía en la frente, mientras la piel de su cara tomaba algo de color. Volvió a ver al empleado canoso –pero ahora con una leve sonrisa, aliviado– que bromeaba con sus amigos como si ninguno de ellos se hubiese pasado la mañana entera fregando pisos con la espalda torcida. Su sonrisa se desdibujó.

Y entonces sucede algo de verdad inesperado. O quizás no. Tal vez, después de todo –aunque es probable que dentro de algunos minutos ya lo haya olvidado–, es justamente lo que con tanto afán buscaba.

El monstruo está lagrimeando.