Monday, March 27, 2006

El iluminado

Autor: Javier Milligan
(Lima)

Me ha sido revelado que después de morir seguimos muertos. No hay vida, señores, después de la muerte. No hay paraíso, ni gloria eterna, ni purgatorio, y menos infierno. No hay nada. Agradezco sobremanera la confidencia, pues ha roto la última de mis cadenas. Ahora sí podemos hablar de libre albedrío.

Al comienzo, la típica mezcla de tristeza y felicidad, o tal vez más precisamente, de nostalgia y éxtasis, me hizo llorar un poco. Luego, en un arranque de generosidad, salí a pregonar la noticia.

Fui a la plaza de armas, me puse de pie sobre el borde de la pileta y comencé a comunicar la nueva. Dije así:

“Escuchen, hermanos y hermanas, lo que vengo a decirles: ¡No hay nada después de la muerte! No teman por sus almas pues no las tienen. Esta es su única oportunidad: vivan hasta que se mueran, que puede ser en cualquier momento y será para siempre. La muerte es eterna. ¡Morirán para siempre!”

Aunque algunos se volvieron hacia mí y aplaudieron divertidos, mientras que otros me gritaron bromas burlonas, la reacción en general fue tenue. Los más continuaron su paseo alrededor de la plaza, alimentando a las palomas, leyendo el periódico, conversando, mirando al vacío desde las bancas.

“¡Pueblo imbécil! —grité entonces—. Vota por mí para alcalde de esta ciudad de mierda. Vota por mí para presidente de este país de imbéciles. ¡Pueblo, masa, turba de mierda!”

Y salí corriendo dando carcajadas.

Vi que un hombre empezó a correr detrás de mí y aceleré. Doblando una esquina, tomé un puñado de chocolates de un quiosco y ahora tres hombres me perseguían. Luego fueron cinco y pronto se les unió un sexto hombre armado de un palo. Al ver esto, me di media vuelta, me le acerqué al hombre del palo y se lo quité de un movimiento. Por unos instantes fui yo el perseguidor, hasta que empezaron a zumbar piedras desde todas las direcciones y tuve que buscar refugio en un centro comercial, donde no paré de correr hasta llegar al último piso. La masa que me perseguía siguió creciendo, tragándose varios hombres, mujeres y niños en cada piso. El acceso a la azotea lo encontré bloqueado por un agente de seguridad que blandía su garrote amenazante. Le metí un palazo en la cara y me apoderé de su garrote. Doblemente armado, me apresuré hacia a la azotea, donde pensaba esperar a la masa informe y destruirla lanzando sus pedazos uno por uno al vacío, pero no bien puse un pie en el primer escalón, otros cuatro o cinco guardias de seguridad se me tiraron encima y ya no me pude mover. Me metieron unos cuantos golpes y luego me llevaron a la comisaría.

En la comisaría hice un escándalo. Insulté a todos. Me tiré contra las barras de la jaula, chillando como mono, y luego me tiré contra la pared, tratando de derribarla, entre gruñidos que pretendían ser no recuerdo si de oso o de gorila. No paré de maldecir hasta que me sacaron mis familiares.

Me encontraron ronco, empapado de sudor y del agua que me habían estado echando los policías y con algunas magulladuras en las manos y el rostro, nada más. Aun así insistieron en llevarme al médico pero sólo accedí a que viniera uno a visitarme a casa. Cuando se largó el médico, llamé a mi mejor amigo y quedamos en salir esa noche. Mis familiares no querían que saliera pero no pudieron retenerme. Les aseguré además que todo había sido culpa de la turba facinerosa de la plaza de armas, lo que no estaba muy lejos de la verdad, al fin y al cabo.

Entre copas, compartí con mi amigo la revelación con la cual había sido privilegiado. Mi amigo me aseguró que para él no era ninguna novedad.

“¿Y por qué nunca me contaste?”, le pregunté, fingiendo creerle. “Estamos hablando de una certeza que te cambia la vida”.

“A mí no me la cambió”, aseveró mi amigo.

Ah, mentía, pues, ¡mentía! Él era un simple escéptico, un mero dudador, y ahora para colmo un mentiroso o un tonto.

Me despedí de él, tras conminarlo a la reflexión y consecuencia.

De vuelta en casa, desperté a todo el mundo a gritos. ¡Eran las seis de la mañana, a levantarse! ¡Hay sólo veinticuatro horas en un día! Mis padres me amonestaron y mis hermanos trataron de llevarme a mi cuarto. Les dije que había bebido pero que me encontraba lúcido y luego compartí con ellos la revelación. Como no me hicieron caso, decidí largarme de ahí, pero se les dio por no dejarme ir. Vociferé indignado pero eso sólo afianzó su resolución de mantenerme encerrado.

Entonces fingí tranquilizarme, me fui a mi cuarto y cerré la puerta. Abrí la ventana de par en par y calculé al ojo que con suficiente impulso podría llegar de un salto hasta el muro que dividía nuestra casa de la del vecino. Salté con todas mis fuerzas pero no fue suficiente: caí al patio, diez metros abajo, y me rompí un pie. Ahí me quedé sin moverme, dando de alaridos, hasta que vino la ambulancia y me llevó al hospital.

Cuando estaba ya enyesado, me quise ir, y dale otra vez con no dejarme salir. No podía soportar ese atropello, pero esta vez decidí ser más calculador.

A medianoche, salí de mi cama y cojeé sigiloso hasta una ventana que daba a uno de los jardines laterales. No tendría que saltar porque estaba en el primer piso. Como era imposible abrir la ventana, me impacienté y la rompí de un sillazo. Pensé que podría cojear lo necesariamente rápido para llegar a la avenida y escapar en un taxi, pero los enfermeros salieron de sus huecos como las hormigas y me atacaron y me ataron y me encerraron solo en un cuarto hasta que vinieron mis familiares y me trajeron acá.

Eso es todo, para que vean que la vida es injusta.

Ya me cansé de gritar, pero no voy a llorar. Lloré por última vez en aquella ocasión que ya les comenté y parece que fueron mis últimas lágrimas. Ya no se puede llorar.

Insisto, yo no me quiero matar. No sé de dónde han sacado esa idea. Como le digo, de la ventana salté al muro, que no haya llegado es otra cosa. El corte me lo hice al salir apresurado por la ventana del hospital que acababa de romper. Nada más, señor.

Caray, ¿me van a decir ustedes a mí que soy un suicida? Pero si después de la muerte no hay nada, ¿no me han oído? Yo quiero vivir. Mi última cadena son ustedes, verdaderamente, junto a mis familiares y quien miércoles meta su jeta en mis asuntos, que sólo me conciernen a mí. Yo soy un adulto, señor, no estoy casado y no tengo hijos, a nadie le incumbe si me quiero matar, pero igual eso es tema aparte porque le repito por enésima vez que yo quiero vivir, pero fuera de esta sucia clínica o como se llame.

¡No, no vamos a volver a hablar mañana, señor!

Aunque, bueno, me desdoblo y me veo y es un tanto divertido—todo esto es nuevo para mí. Podría quedarme un tiempo, si la comida no es mala, pero que conste que yo no tengo por qué estar acá.

¿Quiere saber cómo me fue revelado el secreto?

Un pajarito se lo contó a mi dedo meñique, el cual se lo contó a mi boca a través de un moco en el cual había dejado todo registrado. Cuando me tragué el moco, el mensaje se propagó por todo mi cuerpo.

Bueno, digamos que eso es sólo la mitad de la historia, la parte que uno ve. Agradezca que por lo menos tiene acceso a las imágenes. La otra parte no se la cuento porque su perplejidad me indica que es tarde o tal vez muy temprano. O como dijo el poeta obscuro:

¿Para qué tallar la roca
Si es una perfecta roca?

Señores, llevo horas despierto, así que si me permiten vuelvo a mi cuarto. Espero no volver a despertar jamás, pero mejor ya no digo nada porque son capaces de no dejarme ni dormir.

Sunday, March 12, 2006

Como una Reina

Autor: José Antonio Galloso
(Lima, 1972)


Bajó del autobús y se puso a caminar a través de las polvorientas calles de su barrio. La tarde caía sobre la urbe. El cielo gris se oscurecía sobre la línea de los cerros próximos. Llevaba una bolsa de papel entre los brazos. Avanzaba a paso lento, como si su mente se encontrara atrapada en espacios lejanos. Se detuvo frente a un teléfono público, colocó la bolsa entre los pies, sacó una moneda del bolsillo trasero del pantal
ón, la metió en la ranura metálica y marcó un número. ¿Aló? Reconoció la voz fingida a través del auricular. ¿Shirley?, preguntó y no pudo evitar fingir la propia. Era ya casi un acto natural. Sí, ¿quién habla? La Reina. ¡Ay! Mírala a esta loca, ¿dónde has estado metida, oye? No sé, me dio la locura. ¡Por eso te mandaste a mudar sin avisar!, ¡malagradecida! Discúlpame Shirley, no fue a propósito. ¡Perra loca! Me tenías súper preocupada. Pensaba que te había pasado algo. Lo siento. Pero, ¿cómo estás?, cuéntame, cuéntame. Estuve un poco mal, pero ya estoy mejor. ¿Tienes algo? No, dijo después de un segundo de silencio. ¿De verdad?, ¿estás segura? Ay, querida, dijo tratando de fingir buen ánimo, ¿quién está segura de nada en estos días? ¿Y, adónde te fuiste? No muy lejos de tu casa, ¿por qué no apuntas la dirección? ¿Ahora sí, no, ingrata? Ya te dije que lo siento. Un ratito, voy por un lapicero. Rápido que se me acaba la moneda. Ya, listo. A ver, dime. Le dio la dirección. Pero, ¿de verdad estás bien? Sí, te lo juro. No sé por qué no te creo, tienes una voz de muerta. De verdad, Shirley, todo está bien. ¿No quieres que vaya a tú casa ahora mismo?, Mira que salgo al toque. No, le dijo, esta noche no puedo, ya tengo planes, Pero por qué no te vienes mañana. Mañana, ¿cómo a qué hora? Como a las seis de la tarde estaría bien. ¿Estás segura de que estás bien? Si amiguita, no te preocupes. Te quiero mucho. La comunicación se cortó. Colgó el auricular. Una lágrima se descolgó lenta. Resbaló por la mejilla hasta el mentón y cayó sobre la tierra. Se limpió el rostro con una mano, recogió la bolsa de papel y retomó el paso a través de las calles del barrio. Las casas se sucedían en silencio. No había gente transitando por las pistas sin asfaltar. De vez en cuando se cruzaba con uno que otro transeúnte que, como todo el mundo, no podía evitar mirarlo de reojo. Siempre había sido así. Todo el mundo tenía que mirarlo. Las luces de los postes se encendieron. Sacó un manojo de llaves y se detuvo frente a una puerta. Entró a una casa muy pequeña. Las pesadas cortinas de lona estaban cerradas. Una gruesa viga de madera sostenía el techo de calaminas. El lugar se encontraba sumergido en la penumbra pero no encendió la luz. Olía a humo de cigarro y a polvo pegado en los muebles, en la ropa, en las paredes. Colocó la bolsa sobre la mesa y se dejó caer sobre el único sillón. Estaba sumamente flaco. Más que nunca en su vida. Las extremidades largas y huesudas se estiraban como patas de araña. El pelo largo y negro le cubría la mitad del rostro e intensificaba las facciones de la parte descubierta. El pómulo salido. La piel oscura. La ceja depilada hasta quedar convertida en una línea negra que todos los días tenía que volver a pintar sobre los huesos toscos de la frente. Metió la mano al bolsillo del pantalón, extrajo una cajetilla de cigarros, la abrió, sacó uno y lo encendió. La flama del encendedor reveló la profunda oscuridad contenida en su mirada. El vacío y la tristeza parecían habitar en cada uno de sus movimientos. La flama reveló también esas manos de dedos largos y chuecos. Fumaba con mucha paciencia, con la mirada perdida en el cielo raso.

Crecer había sido duro. Cada año había sido un siglo de dolor constante y de reparo, de descubrimiento paulatino de esa verdad atroz que sería su felicidad única y también su cruz. Cada año interminable en esa casa, en esa escuela, como si hubiera nacido para no ver jamás la luz del día. Nunca supo otra cosa que no fuese eso de saberse diferente, de esperar desde chiquito el momento de quedarse a solas para vestirse apurado con la ropa de su madre. Rápido y con miedo, pero ansioso por mirarse al espejo y sentirse feliz por un segundo, porque, después, venía el miedo enorme que lo obligaba a sacarse la ropa y dejar todo tal y como estaba. El miedo enorme que era su padre en la casa. Una sombra oscura con olor a alcohol y a gritos y a golpes. Porque el hombre tenía la obligación de corregir y para corregir había que dar golpes. Pero con Ernesto su padre no pudo, a pesar de que lo había golpeado duro y hasta cansarse, nunca pudo arreglarlo. Ernesto había nacido estropeado, torcido. Simplemente había sucedido así. Chueco desde el principio. Sufrido para siempre. Por más que lo intentaba no podía ocultarlo. Saltaba a la luz cuando corría por las calles con sus hermanos, cuando no le salía ni una miserable jugada en la cancha de fútbol, cuando prefería mil veces jugar al vóley con las chicas o sentarse en la vereda con las rodillas juntas, juntísimas.

Se adelantó un poco hasta quedar sentado al borde del sillón, dejó el cigarro colgando entre los labios, tomó la bolsa de papel, extrajo una caja, la apoyó sobre los muslos, la abrió y sacó una botella de whisky Swing. La observó un rato entre sus manos, la colocó sobre la mesita y con un leve golpe activo el movimiento pendular. Le había costado un ojo de la cara pero no era para menos, la ocasión lo ameritaba. Se quedó mirando la botella y por unos instantes todo fue el sonido de ese vaivén de vidrio rebotando en las paredes. Se levantó, tomó la botella por el pico, se fue a la cocina, echó unos cubos de hielo en un vaso y la llenó hasta el borde. La cocina estaba inmunda. Los platos con comida seca y pegoteada desbordaban el lavabo. Los vasos usados y las ollas ocupaban las repisas. Bebió un sorbo largo y seco. Se concentró en el sabor a madera, en el olor antiguo del whisky. Con el vaso en la mano se dirigió hacía el cuarto de baño. El piso de la ducha estaba cubierto de moho. Tiró lo que quedaba del cigarro en la taza del excusado y tomó otro trago antes de empezar a desvestirse. Su cuerpo flaquísimo y desnudo dejó expuesta la fealdad imposible de su cuerpo. Volvió a beber. El espejo sobre el lavabo estaba roto. Evitó encontrarse con su reflejo fragmentado. Entró a la ducha y, con los brazos caídos y los ojos cerrados, dejó que el agua fría recorriera el cuerpo.

Las primeras explosiones se escucharon a las diez de la mañana. Sus hermanos y sus padres se estaban terminando de arreglar para ir a la plaza. Ernesto estaba echado en la cama, tapado con las frazadas hasta la cabeza. Tú no vas, le había dicho su padre durante el desayuno, No quiero pasar vergüenzas, Esta es una fiesta decente. Pero viejo, quiso intervenir su madre. Pero nada, él se queda a cuidar la casa y punto. Escuchó la puerta al cerrarse. Era la primera vez que le prohibía ir con ellos a la fiesta del patrono San José. Con seguridad su padre no se había podido olvidar de la fiesta del año anterior, cuando, después de haberse bebido unas cervezas de más, Enrique, con sus catorce años confusos, se había puesto a bailar como loco, como si nadie lo estuviera viendo, había perdido la compostura que siempre había tratado de mantener, y su padre, que estaba más borracho que todos, lo jaló con fuerza por el brazo, le dio una cachetada tremenda y lo mandó a su casa para siempre. Esperó unos minutos para asegurarse de que no regresarían. Se secó las lágrimas, se destapó, se puso de pie, fue a la sala y encendió el viejo televisor blanco y negro. Se pasó toda la tarde viendo telenovelas mejicanas mientras sufría al escuchar la música, la risa, las explosiones de los cohetes en la plaza. Y, como siempre, se sintió sólo, lejos de todos, desplazado. Cuántas veces había tratado de cambiar, de arrancar de su corazón aquella verdad que significaba vergüenza, pecado, oscuridad. Cuántas veces se había jurado que se iba a portar como todo un hombre, que iba a conseguir una enamorada y que iba a dejar de ser aquello que inevitablemente era. Pero siempre había sido inútil, a pesar de las interminables horas de rezo, de súplica desesperada: Por favor Diosito, por favor, haz que me despierte siendo como mis hermanos, como mi padre, haz que no vuelva a mirar a los hombres con estos ojos que me duelen en el alma. Pero nada pasaba. Cada día se levantaba siendo más que nunca aquello que nadie quería que fuese, ni siquiera él. Se quedó dormido frente al televisor. Enroscado sobre si mismo. El sonido del timbre, seguido por una serie de golpes insistentes en la puerta lo despertaron. Abrió los ojos y se levantó. Ya era de noche. Se acercó a la puerta y miró por el ojo de buey. Era su primo Edson. ¿Qué pasa?, le preguntó al abrir la puerta. Nada, nada. ¿Todo está bien? Sí. Entró tambaleándose hasta dejarse caer en el sofá. Tenía los ojos muy rojos y le costaba fijar la vista. Edson tenía 19 años y era el sobrino favorito de su padre. Jugaba fútbol en el equipo del barrio como centrodelantero y ya llevaba dos años siendo el goleador del equipo. Era alto, de rasgos fuertes, con la cara cortada en ángulos definidos, con los ojos marrones y almendrados, con el pelo negro, lacio y largo hasta los hombros, con el cuerpo estilizado y atlético de los jóvenes deportistas. Todas las chicas del barrio se morían por él. ¿Tienes hambre?, le preguntó. Sí. Enrique se levantó y fue a la cocina a prepararle algo de comer. Encontró un poco de pan y un par de huevos. Sacó la sartén, la colocó sobre la hornilla, la encendió y le echó un chorrito de aceite. Edson cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás. Enrique no podía sacarle los ojos de encima mientras freía los huevos. Siempre le había gustado. Cada vez que había un juego, él era el primero en estar listo para ir a la cancha. Su padre y sus hermanos pensaban que era porque le gustaba el fútbol, pero eso no era cierto, él iba para ver a Edson, para verlo correr sobre la cancha de tierra, sudando, con el pelo mojado, con ese short azul que dejaba expuestos esos muslos poderosos contrayéndose tras cada zancada. Tomó una espátula, sacó los huevos de la sartén y los colocó en un plato junto con dos hogazas de pan. Apagó la hornilla y retiro la sartén del fuego. Toma, Es lo único que había. Edson abrió los ojos, se enderezó con esfuerzo y tomo el plato. Espero que te guste. Se sentó junto a él y lo observó en silencio mientras devoraba la comida como un animal salvaje. La yema líquida, amarilla y tibia, se le chorreaba entre los dedos que lamía con fruición. Masticaba con la boca abierta produciendo una serie de sonidos que, en cualquiera de sus hermanos le habría producido asco, pero en su primo no, ante él, todo era diferente. Al terminar de comer, Edson dejó el plato sobre la mesita de centro y volvió a recostarse en el sofá. Olía a cerveza, a sudor de baile tupido en la plaza. La camisa estaba mojada, pegada a los pectorales, la respiración se escuchaba muy fuerte, el pecho subía y bajaba. De pronto, una arcada le hizo convulsionar el cuerpo, se paro de un solo impulso y salió corriendo hacia el baño. Ernesto fue tras él. ¿Necesitas ayuda?, le preguntó pero no obtuvo respuesta. Estaba arrodillado con la cabeza sobre el excusado. Ernesto se acercó para ayudarlo. Se agachó, con una mano le sujetó la frente y con la otra lo tomó por el estómago. Tranquilo, tranquilo, le decía, tienes que botar todo el alcohol, Después te vas a sentir mejor. La mano que sujetaba la frente lo empezó a acariciar poseída por una fuerza superior a cualquier voluntad.

Como una reina y al diablo todo, se dijo y abrió los ojos. Tomó una esponja, le echó un champú especial para la piel y empezó a frotarse el cuerpo. Con ambas manos. Despacio. El pecho. Las piernas. Lentamente. El cuello. La nuca. Muy despacio. Con los ojos cerrados. Se imaginó que estaba en un baño muy elegante. Blanco. Era una visión muy clara. Un baño blanco. Una gran tina blanca. Una gran ducha blanca. Blanquísima. Se imaginó lejos de ese lugar decadente y apestoso en el que se encontraba atrapado. Era gratificante sentir el agua corriendo. El agua que todo lo limpia. La esponja que todo lo limpia. Los ojos cerrados que todo lo limpian. Y las manos. Las dos manos. Sobre el pecho. Sobre las piernas. Sobre el sexo. Despacio. Una y otra vez. Lentamente. Sobre el sexo. De nuevo. Otra vez. Y los cuerpos de fuego empezaron a surgir caprichosos en la mente. Y el agua. Y la esponja. Y las lenguas de fuego. Y las manos de fuego. Y ese hombre de fuego imposible de olvidar. Todo era sólo él hombre en ese instante. Todo era sólo el hombre. Los ojos cerrados. La mente. La esponja. Las visiones de esos cuerpos sudorosos. Y el agua. Y las manos. Y el sexo. Todo era el sexo. Todo era el sexo blanco hasta el final. Todo era sólo Edson en la memoria. Todo era sólo el fuego. Abrió los ojos y se encontró consigo mismo, horrible y olvidado, lejos del mundo. Tomó un frasco de crema de afeitar, lo agitó y lo untó a lo largo de su piel grisácea, enferma. Tomó luego una máquina de afeitar y empezó el proceso mil veces repetido de rasurar todo su cuerpo.

Edson terminó de vomitar. Su camisa y sus pantalones estaban manchados, con olor a bilis, a fermentos etílicos. Enrique sabía que estaban solos, acompañados por las voces que llegaban desde la sala en blanco y negro, por las explosiones de los cohetes, por la música débil de la plaza que le decía como un susurro oscuro que nadie llegaría pronto. Recostó a Edson contra la tina. Tranquilo, le dijo, jaló la cadena del excusado y limpió el piso con papel higiénico. Luego se dejó llevar por los impulsos. Trataba de que cada movimiento surja natural desde el centro de su corazón acelerado. Mira cómo estás, le dijo, qué vergüenza, pareces un borracho cualquiera, no quiero que mi madre te encuentre así. Será mejor que te bañes y te cambies. No, déjame, le dijo Edson. Tranquilo, tranquilo, insistió Ernesto, no va a pasar nada, déjame ayudarte, yo te puedo prestar ropa. A ver, párate, párate, Ah su macho, estás bien pesado, a ver, ayúdame un poco, Así, eso es. Empezó a desabrocharle la camisa, botón por botón, muy despacio. El pecho fue quedando al descubierto, la piel morena, los músculos jóvenes y definidos. Tenía un poco de reparo antes de ejecutar cada movimiento, pensaba que Edson podría reaccionar mal, largarlo de un solo manotazo violento y ofendido, pero nada de eso pasó. Su primo se quedó muy tranquilo, con los ojos cerrados se dejó sacar la camisa. No dijo nada cuando Ernesto se agachó y después de desabrochar el botón del jean empezó a bajarlo lentamente. El corazón se le salía del pecho. Nunca antes había estado tan cerca a un hombre. Nunca antes el deseo lo había tomado con tanta fuerza desmedida. ¿Qué haces?, murmuro Edson. Tranquilo, primo, un baño te va a caer muy bien. Ven siéntate aquí. Obedeció y se sentó sobre la taza del excusado. Ernesto colocó el tapón, abrió el grifo del agua caliente y fue al cuarto de sus hermanos a buscar algo de ropa que le pudiera prestar. Estaba ansioso, dominado por una serie de emociones extrañas, intensas, desorbitadas. Regresó al cuarto de baño, dejó caer la ropa al piso, cerró el grifo y probó con la mano que el agua no estuviera demasiado caliente. Listo, primo, ahora, sácate la ropa interior y métete al agua. Todo se salió de proporciones al ver el cuerpo desnudo tendido bajo el agua. Sin poder controlarse, tomó una esponja y empezó a frotar la piel de cobre. ¿Qué estás haciendo?, le preguntó Edson, ¿estás loco? Ernesto se detuvo por unos instantes, esperaba que Edson le pidiera que se fuera, que lo dejara en paz, pero no lo hizo. Por el contrario, cerró los ojos y se relajó por completo. Muy despacio, volvió a colocar la esponja sobre el pecho desnudo, casi no rozaba la piel. El presentimiento de algo oscuro bullía en su interior pero no podía dominar el instinto, no podía detenerse. Después de todo, Edson no se estaba rehusando a las caricias, después de todo, él seguía con los ojos cerrados, como no queriendo ver, o quizá, como queriendo imaginar escenas lejanas. Nada existía en el mundo. Sólo Edson dejándose tocar. Sólo la certeza de saberse pleno, más cerca que nunca de si mismo, con unas ganas terribles de mirarse al espejo y estallar en carcajadas de alegría plena. Luego, después de que todo había terminado, mientras su primo dormía muy tranquilo en la cama de su hermano y él lo contemplaba desde el vano de la puerta, Ernesto tuvo la clara certeza de que no habría vuelta atrás. El viaje más oscuro y radiante de su vida, el único, había comenzado.

Se terminó de bañar. Cerró el grifo. Se envolvió en una bata de felpa blanca. Tomó el vaso de whisky y lo secó de un solo trago. Fue a la cocina, tomó la botella y se dirigió a su habitación. Encendió la luz. Colocó la botella y el vaso sobre la mesa de noche. Se sentó al filo de la cama. Abrió un cajón. Sacó un maletín rectangular en la que guardaba todo su maquillaje. Volvió a llenar el vaso. Encendió otro cigarro. Luego de la primera calada, una tos seca y metálica lo obligó a agarrarse el pecho con ambas manos para intentar aplacar el dolor. Dejó el cigarro sobre el cenicero que descansaba sobre la mesa de noche. Abrió la caja. Sacó un frasco de crema y la aplicó con mucha paciencia en los brazos y en las piernas. Después, sacó un frasquito de esmalte para uñas y una bolsa de algodón. Colocó sendas bolitas blancas entre los dedos de los pies flacos y huesudos. Agitó con fuerza el pomito, lo abrió y, muy despacio, empezó a cubrir las uñas con ese esmalte rojo fuego que tanto le gustaba.

Durante dos años Edson fue su amante. El primer hombre de su vida. Lo único que a Ernesto le molestaba era que sólo iba hacia él cada vez que estaba borracho. No había manera de que sucediera algo en el campo de la sobriedad. Ni siquiera lo miraba directo a los ojos. Es más, lo trataba con cierta indiferencia, o peor aún, como si nada de lo otro estuviera ocurriendo entre ellos. Pero cuando se emborrachaba todo cambiaba. Ernesto había establecido ya esa relación directa entre el alcohol y el sexo. Y, ni bien lo veía destapando las primeras botellas, su corazón empezaba a segregar las sustancias celestes del deseo. Sabía que entonces sería posible acariciar ese cuerpo atlético con el que tanto soñaba. Estaba enamorado. Loco por completo. Escribía su nombre en las páginas finales de sus cuadernos y lo decoraba con corazones y flores. Escribía largas cartas de amor que guardaba celosamente bajo el colchón de la cama. Qué feliz se sentía. No importaba nada más que ese amor desmedido que, en el fondo, sabía jamás sería correspondido. Se acostumbró a las migajas que Edson le daba cuando estaba lo suficientemente ebrio como para fingir no darse cuenta de lo que estaba haciendo. Y, sus encuentros secretos y furtivos, fueron ganando en osadía hasta que llegó esa tarde oscura de Julio. Ernesto entró a la casa luego de un día de colegio y encontró a sus padres sentados en la sala. Ella lloraba desconsolada y él sostenía entre las manos las cartas de amor que él le había escrito a Edson. Lo botó como a un perro. Le dijo que agarrara sus cosas y se largara. Lo borró por completo de su memoria. Nada pudo hacer su madre si no llorar y llorar. Le dijo que se avergonzaba de él, que si pudiera lo mataría pero que no quería terminar en la cárcel. Lo golpeó hasta cansarse. Ernesto no dijo nada. Ni siquiera lloró. Metió su ropa en una mochila y se fue.

Terminó de pintarse la uñas de los pies y las de la manos. Bebió y volvió a llenar el vaso. Se echó en la cama para esperar que el esmalte se seque. El efecto del alcohol empezaba a tomar el cuerpo con esa calma inexplicable. Encendió otro cigarro. El silencio de la noche próxima se acrecentaba en la mente. Tosió. Tomó el cenicero y lo puso sobre su vientre. Pensó en su familia. Hacía ya diez años que no había vuelto a hablar con ellos o a verlos. Salvo por esos días en los que la nostalgia lo llevaba de regreso al barrio. Entonces, observaba su casa desde la esquina, nervioso, oculto tras el maquillaje, la peluca y los enormes lentes de sol. A veces se quedaba mucho rato de pie, esperando ansioso a que su madre saliera rumbo al mercado. Qué ganas le daban entonces de correr hacia ella, de abrazarla. Pero nunca lo hizo. Dio una calada larga y el dolor arremetió de nuevo. Se preguntó, así como lo había hecho muchas veces, si su padre se habría arrepentido de haberlo echado de la casa con tan sólo quince años. Sabía que lo más probable era que no, pero le gustaba pensar que sí, que se arrepentía, que cuando se quedaba sólo le asaltaban los remordimientos. Bebió. Se volvió a preguntar también, cómo diablos habrían explicado su repentina desaparición. Su padre era demasiado macho como para aceptar ante el resto de la familia que tenía un hijo maricón. ¿Me habrán matado?, ¿me habrán enviado a un país lejano?, ¿qué mentira habrán inventado? ¿Y, mis hermanos?, ¿cómo habrán sobrellevado todo lo ocurrido?, ¿me recordarán siquiera?, ¿o ya me habrán borrado por completo de sus memorias? ¿Y Edson?, ¿como le habrá ido a Edson?, ¿mi padre habrá hecho algo en su contra o lo habrá perdonado por ser el goleador del equipo del barrio? Fumó. Ya que importa, se dijo. Ya nada importa. Mi única familia es Shirley. Ella se encargará de todo. Como siempre.

Te maldigo, para mí estás muerto. Fueron las últimas palabras que le escuchó decir a su padre antes de que la puerta de su casa se cerrara para siempre. Solo, desesperado y sin saber qué hacer, deambuló por las calles del barrio. Pensó en tirarse bajo las ruedas del primer autobús que pasara por la carretera. Pensó en caminar hasta el primer edificio alto que encontrara en su camino para subir al último piso y saltar al vacío. Pasó varias veces por la puerta de su casa. Tenía unas ganas locas de tocar la puerta y suplicar arrepentido. Pero no tuvo el coraje para hacerlo. El miedo que le tenía a su padre era superior a todo. Terminó sentado en un parque muy cerca de su casa. Lloraba, esperaba en vano a que su madre apareciera en la penumbra a decirle que regresara, que su padre estaba arrepentido. Sacó una casaca de su mochila, se la puso, se recostó encogido al costado de un árbol y siguió llorando. Lo despertó el duró frío del amanecer limeño. Recogió su mochila y empezó a caminar sin rumbo. Fue entonces que, al doblar una esquina, vio a la mitad de la cuadra a Shirley barriendo la puerta de su casa: ¿Qué te pasa?, le preguntó al verlo tan triste. Me han botado de mi casa, respondió. ¿Qué?, No puede ser, Ven, pasa, pasa, Cuéntame, qué ha pasado. Shirley era alto, de piel trigueña y pelo rubio hasta los hombros. Tenía una peluquería en la salita de su casa en la que atendía a todas las chicas del barrio. Lo recibió con mucho cariño desde un principio. Sin dudarlo siquiera, le ofreció un espacio donde quedarse, una cama, un plato de comida. Nunca antes lo habían tratado de esa manera. Nunca antes lo habían hecho sentirse tan bien consigo mismo. Uno es lo que es y hay que aceptarlo. No hay más vuelta que darle. El problema no eres tú, Ernesto, el problema son tus padres. Shirley fue más que un amigo, una madre. Le enseñó con mucho gusto el oficio de la belleza y el arte de sobrevivir siendo uno mismo. Fue él también quien le puso La Reina mientras le teñía el pelo de rubio. Despertarse cada mañana con una sonrisa y vivir contagiado por las tremendas ganas de vivir de Shirley, así como conocer a sus amigas, escuchar sus historias entre música y cervezas, todas semejantes o peores que la suya, lo ayudaron muchísimo en el proceso de superar la crisis emocional y la depresión provocada por el rechazo. Sin embargo, la felicidad no duró mucho.

Apagó el cigarro y se levantó. De un cajón de la cómoda sacó toda su ropa interior y la tiró sobre la cama. Escogió un conjunto de encaje negro y se lo puso. Acomodó el pene como sólo un travesti experto puede hacerlo. Se puso el sostén y colocó los rellenos de esponja para las nalgas y el pecho. Cada vez que empezaba a realizar aquella transformación, algo en su cuerpo reaccionaba con un placer sutil e intenso. Así como lo que dijo Agrado en “Todo sobre mi madre”: Uno es auténtico en la medida en la que se parezca lo más posible a como se ha soñado. Cuanta verdad en esas palabras. Como disfrutaron Shirley y ella cuando vieron la película en un cine del centro. Se rieron y lloraron con locura. Desde esa película se volvieron adictas al cine de Almodóvar. Se miró en el espejo y se sintió como uno de sus personajes. Como una Rosi de Palma, sí, así como ella, fea pero bonita al mismo tiempo. Secó el vaso de whisky y lo volvió a llenar. El alcohol suavizaba su reflejo, lo hacía más tolerable en su fealdad y en su decadencia. Se sentó al filo de la cama, tomó un par de medias negras de nylon y se las puso. Su vida había sido un drama al mejor estilo de Almodóvar. Por eso mismo no podía hacer otra cosa que comportarse como una reina y punto. Se recostó en la cama y pensó en Shirley, en que vendría al día siguiente. Sintió una breve ráfaga de pena recorriendo la piel. Se preguntó si su padre o sus hermanos habrían tenido que ver con la desgracia aquella que los obligo a dejar del barrio. Pobre Shirley, se dijo. Ernesto sentía que él la había tocado con su maldita mala suerte. La que llevaba encima por culpa de su padre. De eso estaba seguro.

Era sábado. Habían estado tomando cerveza y escuchando música toda la tarde. A la media noche decidieron acostarse. Pero ni bien empezaban a conciliar el sueño un estruendo de cristales rotos las levantó en vilo. Luego escucharon una serie de voces de hombres que venían desde la sala. Shirley se levantó y Ernesto salió tras ella. Al llegar a la sala encontraron a cuatro hombres con pasamontañas y patas de cabra que estaban destrozando todo lo que encontraban a su paso. Maricones de mierda, gritaban, sidosos del diablo, nadie los quiere en este barrio, váyanse de acá cabros salados. Shirley corrió a la cocina en busca de un cuchillo para defender lo que con tanto trabajo había logrado, pero uno de los tipos la vio y le atestó un golpe fortísimo en la cabeza que la dejó sangrando y tendida en el suelo. Ernesto sólo atinó a correr hacia ella y observarlo todo mientras le sujetaba cabeza aterrado. No podía creer lo que sus ojos estaban viendo: El odio desplegado por esos hombres. Los espejos explotando en mil pedazos y esa galonera anaranjada con la que uno de ellos empezó a rosearlo todo. A Ernesto no le hicieron nada más allá de las infinitas amenazas. Después vino el incendio. Las lenguas de fuego devorando la vida de Shirley por completo. La culpa se quedó enquistada en el corazón de Ernesto, a pesar de que, Shirley, le dijo después que le iba a estar eternamente agradecida por haberle salvado la vida. Cuando los bomberos terminaron de apagar las llamas, ya no quedaba nada, sólo un armazón negro cayéndose a pedazos.

Se puso el vestido de lycra rojo, el que mejor le quedaba. Saco sus botas de charol negro y, mientras se las ponía, las lágrimas empezaron a resbalar por el rostro sin expresión. El alcohol confundía las emociones contenidas. Se secó las lágrimas, agarró la caja del maquillaje y empezó el proceso final de la transformación. Untó el rostro entero con base oscura a través de la cual se percibía el color cenizo de la piel. Dibujó las cejas sobre los huesos de la frente. Pegó las pestañas postizas con delicadeza. Pinto los labios de un rojo incendiado. Delineó la boca de la Reina más allá de los labios. Aplicó chapas sobre los pómulos salidos y cerró la caja. Se puso de pie y se miró frente al espejo. Esa era ella. La Reina. La única. La verdadera. Ernesto era alguien que ya no conocía. Una historia oscura del pasado. Un error terrible que la había llevado por laberintos nefastos. El único culpable.

Se refugiaron en la casa de La Diabla, una de las amigas de Shirley. Entonces Ernesto conoció el verdadero rostro de la noche. Ahí donde Shirley había comenzado su sueño del salón de belleza. Las esquinas tristes de la avenida Arequipa, de la Javier Prado, de la Canadá. Esas largas noches esperando a los clientes que, pronto descubrió, eran de todo tipo. Jóvenes, viejos, borrachos, fumones, ricos, pobres. Se dio cuenta entonces que no era un bicho raro, que habían mucho hombres llevando la doble vida de la urbe. Casados respetables, hombres de familia que esperaban las altas horas de la madrugada para dejarse llevar por el lado oscuro del deseo. Al principio fue muy raro. Un acto extraño de intercambio. Sexo por dinero. Dolor. Asco. Rara vez el placer de un hombre guapo. Pero el dinero llegaba y, según Shirley, pronto podrían independizarse y salir de eso. Sin embargo, Ernesto nunca pudo dejar de sentir la culpa. Y, ni bien hubieron reunido el dinero para alquilar una casita en el Cono Norte y empezar de nuevo el negocio del salón de belleza, Ernesto desapareció. Tomó sus cosas y se fue arrastrando su mala suerte a cuestas.

Sacó toda la ropa de sus cajones, la llevó a la sala y la tiró sobre la mesa de centro. Se sentó en el sillón y ató todas las medias de nylon con nudos fuertes cuya resistencia comprobaba con las manos. Tomo la botella de whisky y bebió directamente del pico. Se subió al sillón y amarró la tira de medias a la biga de madera que sostenía las calaminas del techo. Shirley vendría al día siguiente. Tomó el encendedor, encendió un cigarro y le prendió fuego a su ropa. Shirley se encargaría de todo. Ella sabría comprender. Ella era la única capaz de comprender. Terminó de fumar frente al fuego que empezaba a correr sobre la alfombra, se subió al sillón, ató el extremo de las medias alrededor del cuello y, con una sonrisa desmedida en el rostro se despidió de Ernesto y, como una Reina, saltó.

Friday, March 10, 2006

Flashes

Autor: Rubén Cano
(Lima, 1979)


Betancourt veía televisión, sentado en su sillón negro de cuero. Los noticieros no dejaban de comentar la conmoción que había estado provocando en la ciudad el caso del Estrangulador de Barrios Altos. Tres asesinatos en los últimos dos meses. Que ya nadie estaba seguro, que la población debería tomar las precauciones del caso. Pero Betancourt estaba aburrido de lo mismo. Cambió a un canal de deportes. De rato en rato se llevaba a la boca una botella de cerveza y acometía prolongados sorbos en medio de los gritos enardecidos de un narrador de fútbol. En un momento su mirada se desvió y cruzó el vidrio hasta llegar a una paloma que se había posado, como un recuerdo, en el pasamanos del balcón, y que lo observaba con esos ojos pequeños, delineados en un tono azul. Luego giró la mirada hacia el otro lado. Sofía lo observaba desde una gran fotografía–retrato, en blanco y negro, con un juego espontáneo de luces y sombras que la hacían reluciente. Los cabellos caían ondeados sobre un saco oscuro, rodeando una pañoleta de seda amarrada al cuello. La natural sonrisa del momento disfrazaba esos intensos ojos tristes. Días después de haber tomado esa foto, una nota lo enteró de que ella se había marchado con sus dos hijos. Entonces también había bebido, pero reaccionó con una extraña sensatez. No se preocupó por ello –o más bien, no quería parecer preocupado–: “no faltará quién la ayude”, había pensado. Ni por sus hijos: “ya sabían todo lo que tenían que saber”. Tampoco halló los ahorros de cuatro años austeros que guardaba en la vitrina de madera bajo llave. Aquella vez le cruzó por la mente la idea de suicidarse, pero no halló tampoco el revólver. “Quizás a ella le haría mayor falta”. Decidió lanzarse del balcón, pero ni siquiera llegó a cruzar la puerta de vidrio. Mientras avanzaba todo iba desapareciendo, o más bien, tornándose difuso. Cuando despertó, tumbado en el suelo de parquet marrón, no se hizo problemas y solo encendió el televisor. Dejó de buscar el arma. Y así estaba ahora, en medio de recuerdos que revoloteaban a su alrededor, sintiéndose él mismo un recuerdo. Terminó de beber el último sorbo de la botella y la colocó en medio de varias otras que descansaban vacías a sus pies. La cerveza se filtraba refrescante, a borbotones, a través de su garganta. Luego destapó otra de las varias que le quedaban.

Rec. La madera cruje al subir las escaleras del hotel Paraíso junto a otros reporteros. De nuevo el angular recorriendo la habitación, esquina de Moquegua con Cañete, no pueden pasar hasta que llegue la fiscal, quizás fue una negativa, no tenía porque darle todo el servicio, vamos pues compadre, no creo que la fiscal se enoje si le hago un par de fotos, cállate, cállate que nos pueden oír, qué te pasa, vamos obedece, pero apaga el cigarro, habitación 211, la misma liturgia, las marcas en el cuello, ojos dilatados que reflejaban miedo y sorpresa porque nunca lo imaginó así, asfixia, la lucha por zafarse, vete a la mierda, no, no quiero, no me hables así, puta de mierda, ni lágrimas, ni aire, el aire había faltado de golpe entre sábanas amarillentas que se arrastraban rojas por entre las piernas, oye qué te pasa, ya está bien, duele, duele, por favor no me hagas daño, cállate, puta, estrangulada, mestiza, alrededor de veinticinco años, así, así, tranquila, tranquila, porqué lo hiciste, porqué no te callaste, porqué no obedeciste, nadie se dará cuenta, un par de preservativos usados, un vino barato, la quietud. Stop.

Bajo las escaleras, enciendo un cigarrillo. Avanzo a la camioneta mientras Bonilla y otros reporteros interrogan a un grupo de prostitutas de la zona. Siento unos ojos que me observan, devuelvo sutilmente la mirada, saludo a unos reporteros. ¿Dónde he visto antes esos ojos? Un par de policías de la División de Criminalística cruzan mi horizonte, el capitán Domínguez y el teniente Figueroa. Ambos se marchan, devuelvo nuevamente la mirada. Me acerco.

–¿María? –pregunto– ¿Eres María?

–¿De qué hablas, guapo? Yo soy Ruth –titubea un momento–, pero si pagas bien puedo ser hasta la virgen –añade luego en medio de risas.

–No me mientas, te reconozco –le murmuro mientras anoto mi número telefónico en un pequeño papel–. Ahora estoy trabajando, pero podríamos conversar uno de estos días. Espero que me llames.

–Sí, sí, también trabajo a domicilio –exclama indiferente.

Al alejarme siento que aún me observa. Estoy seguro que va a llamar. Entro a la camioneta, la espera de la fiscal demora y hay tiempo de echar una siesta. Antes de descansar cambio el angular por el teleobjetivo, acerco con el zoom aquellos ojos y a la vez un exiguo recuerdo. Hago unas cuantas tomas silenciosas.

Parece que acabo de cerrar los ojos hace un minuto y los he vuelto a abrir de golpe. Ya son las últimas horas de la madrugada, pero no tengo ni tiempo de observar la hora. Casi entre sueños, instintivamente aprieto rec y con dificultad logro acercar la grabadora buscando los labios de la fiscal, el peritaje preliminar ha comprobado que este crimen tiene relación con los otros tres, una voz tan muerta como el cuerpo que ya descansa dentro de la bolsa negra de polietileno, obedece al llamado ‘Estrangulador de Barrios Altos’, ritmo monótono de datos fríos, la División de Criminalística está haciendo las investigaciones del caso. Termina la jornada. Corro a la camioneta. Tengo que redactar las notas y dejar los rollos en la oficina de revelados del diario. El cielo aclara. Stop.

Esta vez, al contrario de aquélla, las cosas iban apareciendo de nuevo. Por un momento creyó que era producto del alcohol. No había forma de probarlo. Observó la foto familiar que descansaba en un portarretratos sobre el muro que está en el pasadizo de la entrada, junto al teléfono. De izquierda a derecha, él, Sofía, Amy, Joaquín y María, la nana. Más allá un cuadro de alto relieve que Sofía había hecho, el reloj de péndulo que tanto le gustaba, el cenicero grabado que le trajo de Catacaos, el sombrero mexicano que colgaba de la pared, el tapiz de alpaca, el viejo espejo de bronce. Cerró los ojos, sufría recordando el momento en que todo empezó a desaparecer: la vez que se escondió en el balcón, detrás de las cortinas, mirando el movimiento que había dentro de la casa. Sofía ayudaba a la pequeña Amy con sus tareas, y María, quien vestía unos shorts bastante cortos, jugueteaba con Joaquín. Una tierna imagen. Tierna como esa piel morena descubierta que lo provocó. Él nunca se dio cuenta de que Sofía los había visto a través de la rendija que dejaba la puerta entrecerrada del cuarto de servicio. Ambos desnudos, jadeantes, sobre la cama. Tampoco supo por qué habían despedido a María, ni cuándo Sofía había pensado en marcharse.

Nunca llegó a entender la situación del todo. Luego se puso en el lugar de ella. Le era difícil imaginarlo, pero luego visualizó a Sofía haciendo el amor con otro sujeto, luego a él mismo observando la escena, la sonrisa de placer que se dibuja en el rostro de ella. Sintió menudos atisbos de ira. “Creo que yo la hubiera matado. Dios mío, que tonterías estoy pensando. En realidad no, nunca lo hubiera hecho. O quién sabe. Es distinto imaginarlo que vivirlo. No, nunca lo haría. Estoy seguro. ¿Nos habrá observado largo rato? Quizás sus lágrimas cayeron en silencio, mientras se escuchaban nuestros resuellos. Quizás en un momento nos apuntó con el arma, quizás en un momento tuvo la intención de apretar el gatillo, quizás ese mismo día colocó el revólver en su cartera y pensó en utilizarlo luego. Quizás pensó en nuestros hijos, pensó y pensó. Luego decidió marcharse, dignamente, sin mencionarlo, orgullosa. Estoy seguro que sí nos vio. No existe otro motivo para que se haya marchado.” Otro sorbo de cerveza. “No, nunca lo haría, pero quién sabe”. Finalmente lo entendió resignado.

El humo escarlata flota en medio del espacio negro de la sala de ampliaciones. La tenue luz roja de la bombilla entona una danza de muerte. Una fila de imágenes colgadas adorna la habitación: decapitados, abaleados, apuñalados, estrangulados, aplastados, triturados, seccionados, atrapados. Cuerpos enteros y partes distribuidas. Hay un olor en el ambiente, o más bien, el recuerdo de ese olor como flatulencias.

Un fade desde el blanco y aparecen unos ojos que bucean en la cubeta de químicos, la mirada es penetrante, aún a través de las pequeñas ondas transparentes que van de un lado al otro, achicando y agrandando la imagen.

–Me siento un traidor –dice Bonilla en tono festivo, lanzándome un ejemplar de La Nación luego de entrar repentinamente–, la piratería es un gran invento, sin ella no tendría la música de la Fania, o las películas de Stallone o John Travolta.

La sección policiales es la única que utiliza fotos en blanco y negro. Esta vez tiene dos notas principales, además de una intervención de la policía a unos comerciantes informales que vendían videos y discos pirata.

–Ya veo porqué te quedas –añade Bonilla, mientras observa esa nueva fotografía–, encontraste una nueva modelo. Ahora la recuerdo, claro, fue la única que no quiso declarar, mientras todas se peleaban por salir en cámaras.

–Así que una puta tímida –digo.

El humo del cigarro que descansa entre mis labios me molesta los ojos y tengo que entrecerrarlos. Aún así, cuelgo la foto para que se seque.

Luego escribo ‘RUTH’ en una esquina.

María se había acostado casi al amanecer y se levantó cerca de las dos de la tarde, por los gritos de unos vagos en la calle y la música jaranera de los vecinos de la quinta. Sus pies descalzos, jóvenes, se arrastraron por las lozas ásperas de la pequeña habitación que arrendaba en el centro de la ciudad, mientras se rascaba los pensamientos, la garganta seca, el chorro de agua limpiándole hasta el alma, luego la piel de gallina, peinándose frente a un pequeño espejo antiguo, regalo de su madre, y la toalla blanca, seca, sobre su piel morena, grandes pezones erguidos, mirada triste a veces, dura otras tantas, jeans raídos, ceñidos a unas buenas caderas, ésas como para tener muchos hijos. Sale de la quinta. Recorre la cuadra uno de la calle Virgen Remedios, cerca de la avenida Colonial, entre el centro antirrábico y el parque de la Trinidad. Por allí hay varias quintas y las calles son más sombrías, aún de día, veredas rotas, ya no más tacos que suenan, ahora son zapatillas, y un pulóver azul con la capucha suelta, dejando ver sus cabellos negros, húmedos, y aquel semblante fresco, ella levanta el auricular, luego Betancourt, Horacio, ¿aún me recuerdas?, que sí, que tenía la esperanza de que llamaras, en el Manolo’s, entre Larco y Shell, media hora después. Ella no tenía el atuendo de trabajo, y ya no actuaba más. Sabía quién estaba detrás del angular de 35 mm. Y para él, ella ya no era un vívida imagen inerte ampliada y pegada en la pared del pasadizo. Ahora tenía color, tenía movimiento, no tenía pasado ni futuro, tenía presente, porque ambos quedaron en pensar sólo en el presente. Que hasta te he ampliado la foto que te tomé la vez pasada, y pregunta tras pregunta, que por qué se había dedicado a eso, que por qué no recurrió a él, sí, sí era posible que se quede en su casa, nada de eso va a pasar, no te preocupes, ya era hora de que hubiera un toque femenino para ordenar la casa que estaba patas arriba, que sólo no vayas a mover los objetos de su sitio, sólo límpialos, acomódate en tu antigua habitación, ya la conoces, que espero que no vuelvas a dedicarte a la vida fácil, a ese oficio deshonroso. Y ella que había trabajado primero en un casino, luego en una tienda de ropa, pero una amiga le mostró todo lo que podía ganar trabajando en un cabaret, y de ahí, ya te imaginas, Horacio.

Rec. Es como estar frente a una gran pantalla de cine viendo una de esas viejas películas peruanas de los ochenta. Esta vez, el tono gris, gastado y triste, ha dado paso a calles negras y temerarias que avanzan veloces, seguidas de casas y edificios adormitados, luego algunos balcones coloniales, veredas como embadurnadas de betún, la basura de sus jirones, aquellas almas deambulando perdidas, la luz amarillenta de los faroles que atraviesa el húmedo ambiente apolillado de Lima. La ciudad ha cambiado de identidad, se agazapa en la noche, ensombrecida por un futuro sin memoria, iluminada sólo por sus recuerdos memorables.

El silencio es apagado por un rugido artificial cuando la camioneta acelera sobre el asfalto mojado. Nos envuelve la luz de los postes y avanzamos como perdidos por un sendero incorpóreo que centellea rítmicamente cegándonos los ojos. Pero el negro Bonilla acelera aún más, esquiva hasta la llovizna y el frío viento de la madrugada, se rebela en cada cruce contra el temor a lo inesperado.

El rollo encaja perfecto. La vieja Canon de tres lentes descansa quieta a la altura de mi abdomen, colgando de mi cuello al igual que la grabadora reportera. A veces cuando tengo que realizar muchas tomas, el negro Bonilla usa la reportera y su libreta de apuntes y me ayuda con los datos. Cogemos la Vía Expresa y las llantas rechinan al frenar debajo del puente Aramburú. Salto de la camioneta, una rápida bocanada de humo y el cigarro que se apaga en el charco con un último suspiro. La cámara lista, el negro Bonilla enciende otro cigarrillo y se toma su tiempo, ritual inverso, recorro todos los detalles a través de mi angular, automóvil tipo sedán, azul, marca Hyundai Excel, placa PQ – 2532, totalmente destrozado, oye qué haces, no saques la cabeza por la ventana, ya mi amor, salud, órganos internos desparramados dentro de un acordeón de chatarra, tripas, el corazón como un puño cobrizo, dos acompañantes al interior del vehículo, las risas del licor, acá no, espera que lleguemos, la joven responde al nombre de Mariana Estévez, 25 años, soltera, con libreta electoral..., bolsas de maní, quizás la música invadía el ambiente, esa canción me gusta, acelera, acelera, me gusta la velocidad, deja esposo y dos hijos, la mano de ella sosteniendo una cerveza, vamos a bailar, mi amor, aún no quiero ir al hotel, todavía quiero bailar, qué haces, cuidado, cuidado, frenada intempestiva, el conductor tiene heridas leves, su nombre es Sergio Ramos Canchari, los gritos, el auto vuela –la cámara se ladea como siguiendo la trayectoria en el aire–, el cinturón suelto, y la disectomía hecha por las barandas de metal, repito, Sergio Ramos Canchari, ingeniero de sistemas, cristales rotos, soltero, con libreta electoral..., y el cuerpo atravesando la lluvia, primero diez metros, luego veinte, o cada vez que los otros autos arrastraban esa masa orgánica sin poder esquivarla debido a lo mojado del asfalto, se viene recuperando en el hospital Casimiro Ulloa. Enciendo otro cigarrillo y me paro junto a Bonilla. El cuerpo descansa frente a nuestros ojos. Hay un olor extraño, como flatulencias. Stop.

Habían pasado dos años desde que todos se habían marchado y Betancourt sentía que el pasado regresaba. Ya tenía la foto ampliada en toda la pared donde había estado antes el tapiz de alpaca, como preparando una bienvenida. Sabía que ella llamaría y no se equivocó. Esa misma tarde ambos gemían juntos, Betancourt irrumpía por detrás, la invadía por delante, ambos mezclaban exhalaciones y sudores, y ella incansable, y él que lo haces muy bien, que el oficio te ha enseñado, y ella que no te juegues con eso, que no es muy bonito que me lo estés recordando, y él que disculpa, que fue una broma, que pensé que sería gracioso, que no, no fue gracioso, pero me gustó, Horacio, me gustó.

Han pasado tres semanas desde que regresó, pero a veces Betancourt siente que ella aún está inerte en la pared. Luego se besan, ambos entrelazados debajo de las sábanas y todo vuelve a la normalidad. Van al cine, a ella le gusta ver esas películas indias que proyectan en el Capitol y el City Hall, y trata de no llorar, de no sentirse identificada, pero siempre el final feliz, pues está con él. A veces Betancourt le lee historias desde el sofá, junto a la ventana y ella riéndose, mirando desde la pared de nuevo, ella se mueve y todo está bien, peinándose frente al espejo, después de la ducha fresca, sus cabellos negros y esos ojos intensos que miran como estáticos.

Rec. Bonilla fuma recostado en la camioneta que descansa estacionada a un lado de la avenida Emancipación, junto a varios patrulleros, y observa un par de chiquillos desaliñados que salen temerosos de un callejón de enfrente. Miran atentos el movimiento de los policías, luego huyen unas cuadras más allá como escapando de esas perturbadoras sirenas, confundiéndose con las almas que deambulan perdidas por los bares, cubiertas por las luces rutilantes de los casinos y cabarets. Entro por una fachada de paredes descascaradas, detrás de todos los guardias. Adelante, adelante, que escapan, perseguimos lo mismo, lo de siempre, una serie de operativos que realizamos permanentemente en la zona, escoltados por las luces azul y roja de las patrullas, unas escaleras antiguas, con acabados de bronce, quizás una casa de lujo de la primera mitad del siglo, habitada ahora por vagabundos y locos que duermen apilados, algunos se despiertan sobrecogidos al ver que nos abrimos paso en la oscuridad, otros gritan perturbados, pasadizos angostos, madera apolillada, como ve, aquí se realizan actos sexuales sin ninguna medida de higiene o prevención, me cuido de no tocar nada, el pasamanos, la pared, las habitaciones llenas de pintas, catres pajosos corroídos de enfermedad, el flash a intervalos, olor a semen, excreciones, condones y sobrecitos de pasta básica de cocaína, huyeron a través de las ventanas abiertas al notar la presencia de nuestros efectivos, huyeron bajo la mirada de la luna llena, encuadres góticos, se sabe que hay menores de hasta catorce años que recurren a la prostitución para solventar sus vicios, logro transportarme a través del angular y escucho los gritos, la oscuridad gimiendo, todo el servicio para una breve inhalada, sexo engendrando infecciones, risas y aullidos en otra dimensión, apareamiento animal de seres humanos. Siento que inhalo enfermedad, que me contagio con sólo respirar el vaho de este desagradable resquicio de la ciudad. Stop.

Unos días bastaron para darse cuenta de que había sido un error. Betancourt llegó temprano ese viernes. Habían cambiado los turnos de fin de semana en el diario y ese día ni él ni Bonilla trabajaban. Entonces fueron a celebrar la noticia a un bar de Miraflores. Pasadas las doce de la noche ya habían bebido demasiado y salieron tambaleándose. Aún en ese estado, Betancourt no hizo ruido al entrar a su casa. Extrañamente buscó a María en medio de alaridos y expresiones vulgares, abrió la puerta de su habitación y exaltado solo atinó a gritar su nombre. El sujeto se levantó de un salto, y salió presuroso, casi desnudo. Betancourt no lo detuvo. La borrachera se le había pasado de golpe. María que le explicaba, susurrando, que no pensé que llegaras temprano, que perdóname Horacio. Él se dirigió a la ventana y observó cómo el sujeto corría asustado calle abajo. En la casa de enfrente alguien observaba a través de su ventana lo mismo. Se sentó en la cama y María, extrañada por la reacción, quiso aprovechar su serenidad, y que Horacio, que yo sólo te amo a ti, que nunca más lo volveré a hacer, y Betancourt, que no pudo más con su orgullo, la lanzó a la cama, tenía los ojos encendidos de rabia, que eres una puta, que me traicionaste, mientras se sacaba los pantalones, que qué vas a hacer, vamos, sigue, me gusta Horacio, sabes que me gusta, y que te calles, hagamos el amor Horacio, hagámoslo, que te calles, que me lastimas, cállate, que te calles, que está bien, pero no me hagas daño, que te calles, está bien, está bien, qué haces, no te burles de mí, maldita sea, no te burles de mí, me lastimas, cállate, que te calles.

María quedó en silencio, con la mirada perdida. Fue el mismo ritual, aquél que Betancourt sólo se imaginaba al observar a través de su angular. Había pasado al otro lado, se había convertido casi sin querer en un personaje de sus crónicas. Meditó buen rato sentado al pie de la cama, dónde descansaba el cadáver. ¿Qué haría? Toda su carrera, toda su vida derrumbada por una acción fortuita. No era justo. Entró al baño nervioso. Se miró en el espejo pensativo. “Yo no quise, yo no quise, yo no soy un asesino, no lo soy”. Luego bajó la mirada y se lavó el rostro. Al hacerlo observó que dentro del bote de basura descansaban un par de preservativos usados. Sintió cólera nuevamente. En un momento llegó a pensar que ella lo merecía. Que cómo pudo haberlo traicionado de esa manera. Ella lo había convertido en eso, en un asesino. Un asesino, ¿no? Un personaje, un personaje de sus crónicas. Instantáneamente sintió que le retornaban las esperanzas. Por qué no terminar de actuar ese papel, por qué no intentar no ser descubierto. Agradeció en ese momento haberse enterado de que lo hicieron varias veces, de que había pruebas que podrían ayudarlo. Haría dos llamadas. Cogió el celular. Bonilla era el único que comprendería la situación. Que he tenido un problema, que luego te lo explico todo, que necesito tu ayuda, que antes de venir compres uno de esos vinos baratos, que entres por la puerta trasera, que finjas que te sorprendes cuando te llame nuevamente, cogió el teléfono de la casa, que Bonilla, que han matado a María, que llames a la policía. Sacó un par de copas del estante. Bonilla tocó la puerta de atrás, le entregó el vino, luego se marchó presuroso a llamar a la policía. Vertió un poco de vino en cada una. Limpió con un trapo sus huellas digitales en el vidrio, y puso con cuidado la otra en la mano de María. Esta se cayó haciendo un ruido seco en la alfombra. “Podrían haber testigos”, pensó. Vio el reloj. Sabía que él había llegado cerca de la dos de la mañana, en un taxi, y que el sujeto que estaba con María se marchó presuroso minutos después. Planeó muy bien su declaración. “Entré a la casa normalmente, como siempre lo hacía, quería darle una sorpresa a María. Llamé varias veces y al no oír respuesta me dirigí a su dormitorio: el cuarto de servicio. No la encontré. Luego subí a mi habitación y vi que estaba desnuda, tendida en la cama, los ojos abiertos, la mirada perdida, no respiraba, entonces me di cuenta. Estaba muerta. Caí sobre ella besándola, la abracé, lloré por unos momentos. Repentinamente escuché que alguien salía de la casa por la puerta de enfrente, me acerqué a la ventana para poder reconocer al asesino, pero sólo vi a un sujeto que corría presuroso calle abajo. Luego llamé a mi compañero Bonilla para que venga auxiliarme, para que llamara a la policía. Estaba nervioso, no atinaba a nada. Luego me quedé sentado en el sillón, esperando que ustedes llegaran”.

–Hasta ahora todo lo confirma –mencionó el capitán Domínguez mostrándole un folio al comandante de la División de Criminalística–, el modus operandi es el mismo, el mismo vino en la escena del crimen, las muestras de semen no corresponden al sospechoso, la declaración de la vecina de enfrente corrobora el momento de la huída del presunto asesino y la declaración de la esposa, Sofía Paredes, confirma que la víctima trabajaba antes para ellos. Por cierto, en este último punto, la esposa pide absoluta reserva, que no se le mencione en el asunto ni a ella ni a sus hijos.

–Entonces el sujeto se puede marchar –respondió tranquilamente el comandante, observando a Betancourt a través del vidrio.

Betancourt estaba sólo en la sala de interrogatorios. Fumaba un cigarrillo, pensativo, con los brazos apoyados sobre la mesa. El capitán Domínguez entró por un costado, se le acercó, y luego de gesticular algunas palabras, lo ayudó a salir de la sala.

Cuando Betancourt bajaba las escaleras exteriores del edificio se encontró con Bonilla. Ambos se marcharon por la avenida España.

Tiro el cigarrillo aún prendido, aprieto rec y subo por las escaleras. Al parecer una nueva víctima del ‘Estrangulador de Barrios Altos’. Es extraño. Siento un estremecimiento, mi piel se escarapela, me quema el pecho y mi respiración se hace difícil, un extraño arrepentimiento, un extraño sentimiento de culpa, una extraña conexión, que estoy aludido de cierta manera, joven, de piel morena, cabellos negros, y ahora tiene una profundidad vacía en los ojos, su cuerpo descansa en un ajetreado colchón, en medio de sábanas percudidas, no tenía familia, padres muertos, sangre entre las piernas, la ventana abierta y la noche sin estrellas ni luna, siempre el vino en la mesa de noche y los flashes como parpadeos, sigue el mismo perfil, muerte por asfixia debido a estrangulamiento, los cabellos desordenados, ¿cómo te llamas?, soy la Ruth mi amor, soy la Ruth, todas lo somos, la Ruth resistiéndose, luchando por zafarse, pero sabiendo en el fondo que era inevitable, tratando de decirle que no lo haga, las manos hundiéndose en la piel, los besos que caían en su rostro y su cabello, y el picor de la barba medianamente crecida, ya tenemos algunos indicios y su captura es inminente, y una revulsión por la manera, no era justo morir así, el odio, ese odio que ella había sentido, dinero lleno de hedor y aquél reportero con el cigarro entre sus labios, y aquella foto, esa foto que me llena de vida, hice mal en traicionarte Horacio, discúlpame Horacio, pero no te preocupes pues volveremos a estar juntos, en el Manolo’s, ¿te acuerdas?, y las películas en el Capitol y el City Hall, tú leyéndome historias mientras yo río, y ambos entrelazados frente a mis ojos, aquellos ojos que te miraron esa vez y que te observarán siempre, perdóname Horacio, perdóname...

–Oye, Betancourt –dice Bonilla volviéndome a la realidad y entendiendo lo que pasa. Una lágrima cae por mi mejilla. Me la seco con la manga del saco–, ¿pasa algo?

–Nada, negro –le respondo– , no pasa nada.

–Te has olvidado de apretar stop, tu cinta sigue corriendo –añade.

–Ya lo sé y no, no me he olvidado –exclamo–. No pienso apretarlo.

Bonilla me miró extrañado. Salimos del hotel La Dueña y subimos a la camioneta. No podemos esperar a la fiscal porque hay otra comisión, un accidente en la vía expresa.

Betancourt había arrancado de la pared la foto ampliada de María y la había arrojado por el balcón. Luego había colocado el tapiz de alpaca en su sitio y se había prometido no tratar de cambiar las cosas, se había dado cuenta que no debía mover nada. Ya no quiso avanzar hacia el balcón, todo estaba completamente claro, o más bien, todo iba apareciendo de nuevo, las novelas policiales, los discos de Sinatra, los tangos y los Beatles, el retrato del abuelo, la música que llenaba un vacío, ojos verdes, verdes como el trigo verde, verdes como brillo de paja que se ha clavaíto en mi corazón, las risas de los niños en el patio, y el cuadro en alto relieve del lago en el que se refleja esa casa de piedra y la pescadora en el bote, y la firma de su autora, sutilmente descifrable, en una esquina: Sofía.

Betancourt despertó sentado en el sillón negro de cuero frente al televisor encendido, como si nada hubiera pasado. Hizo zapping y se tropezó otra vez con el ‘Estrangulador de Barrios Altos’. Regresó al canal de deportes. Y de nuevo la voz alborotada del narrador de fútbol. Ya no habían botellas de cerveza; la casa estaba ordenada, limpia. A través del vidrio de la puerta del balcón se colaban tibios rayos de sol del atardecer. Una paloma se posó nuevamente sobre el pasamanos. Giró los ojos de nuevo y ya no era la fotografía–retrato quien le devolvía la mirada. Era la propia Sofía, en carne y hueso, quien lo observaba desde el pasadizo, con su rostro pálido, la sonrisa espontánea y esos mismos tristes ojos azules. Tenía una pañoleta de seda amarrada al cuello. Risas de niños se escuchaban desde el patio.

Thursday, March 09, 2006

Testimonio de un suicida

Autor: Robert Jara
(Guadalupe, 1969)


Mi papá me gramputeó feo, con mentada de madre y todo cuando llamé a mamá. Que la dejara en paz, que me hiciera una de barro, y que parecía un marica. Mamá no lo desautorizó como de costumbre, pero como de costumbre percibí que estaba conmigo, sus ojos negros y melancólicos me lo dijeron todo. Del corral venían más nítidas que nunca las sonrisas de mis sobrinos que brincaban entre los ciruelos.

Mamá hilvanó sonrisas especiales para papá. Y él me miró callado, pero revirando los ojos como toro enfurecido. Fue llenado de besos. Sonrió. Mamá lo abrazó fuerte y mansito lo condujo hasta la cocina. Mamá volteó y me guiñó dulcemente el ojo. Y papá murmuró que yo tenía suerte porque había llegado familia.

Papá estaba molesto conmigo por ser marica hoy tempranito. No papá, por favor, que te ayude Leoncio; tengo pena ver que matas el borreguito. Que me callara, maricón de mierda, resoplando; sus ojos encendidos ahuyentaron a los míos, ¡qué pena ni qué pena, ayúdame carajo! Leoncio que sí, papá yo te ayudo, que me dejara ir a jugar fulbito, ¡vete sonso!; pero papá que no y que no, tú dejarás de ser marica ahora, y que Leoncio más bien se esfumara antes de que lo cogiera a patadas. Y tú te salvas, mirando a mamá, porque hoy es tu cumpleaños y ¡zas!, degolló al pobre animalito, la sangre brincoteaba, ¿pena?, que ojalá así le tuviera pena cuando lo viera en el plato, allí quería verme. Y me dio vergüenza porque el arrocito con seco de borrego era mi plato favorito. ¡Cambia de cara carajo!, y al propósito zamaqueaba la cabeza del borreguito, que pendía de un jirón de carne, y me chisgueteaba con el tibio chorrito de sangre. Al comienzo no aguantaba y corría al pie de los ciruelos a arrojar mi desayuno, ¡jajaja, aguanta cojudo!, pero luego llegaba a superarlo, y él entonces inventaba nuevas tretas, como forzarme a que hundiera mis manos entre las vísceras humeantes, donde ahora mismo las tengo. Mis sobrinos juegan desconfiados y alertas entre los ciruelos velando, por turnos, a través de la puerta trasera, ¡avisan si mi tío vomita!, para que despejaran en un dos por tres el área.

Yo era el último de la familia, el conchito como me cochineaban mis hermanos. Papá cuando la comida era escasa y pobre recriminaba a mamá por haberme dejado escapar, y la golpeaba, ¡cómo mierda te equivocaste en la cuenta!, que así no estaríamos tan jodidos, que era una gran cojuda. Cada vez que papá se emborrachaba mi mamá desconsolada me decía hijito ve a la calle, corre escóndete, yo te aviso cuando se duerma; y es entonces que temblando me escapaba por la puerta trasera, y mi mamá al fin dolorosamente sonreía.

Era ya un rito inevitable rumiar y rumiar, mientras me vaciaba los jarros de agua fría sobre la cabeza, en la ducha, mi mala suerte: yo no había botado sal ni había pisado tierra de muerto. Las lágrimas, por más que las aguantaba para no parecer marica, caían por mi pecho junto con el agua. Y en mi cabeza saltaba como grillo la pregunta de siempre, la pregunta de mi vida indeseada: ¿papá lloraría si me muero?, quizá mamá, quizá Miguel; pero él, no creo; desaparecería su autogol de media cancha, el que le quita un poco de arroz de la boca. ¿Amorcito, hay otro poquito?, no viejo, si la pobre tenía que contentarse con un cucharoncito de concolón. Entonces él arrojaba su plato vacío con rabia hasta el mío, y se largaba renegando al corral: ...¡maldita la hora en que lo parieron!... Masticábamos en silencio, ojitos en el plato, en mamá, en el viento… ¡Por tu culpa so cojuda!, ¿acaso no sabía contar?, que otra vez no abriera las piernas, ¡aunque te saque la mugre a patadas! Ya basta papito, ya, y dime, ¿llorarías si me voy!, tú repetirías arrocito, mama no comería concolón y mis hermanos dirían adiós a tu negra canción de la mesa.

Cuánto diera, papá, por que me quisieras una pizca de lo que quieres a tu cañazo, a tu chichita y a tus borracheras; cuánto diera, viejo lindo, viejo desgraciado, por que me hubieras raspado los cachetes con tus barbas gruesas como solías hacerlo con Blanquita. La sentabas en tus rodillas, mi reinita, la llenabas de besos, para ti mi reinita, y le metías un chupetín en el pico, mientras de lejitos yo, con el biberón lleno de hierba luisa colgando de mis dientes, pegado a la pared te aguaitaba; pero nada, siempre nada, hasta que de un grito me espantabas: ¡qué miras carajo, lárgate a jugar!, y salía disparado hacia el corral pasando lo más lejos de ti que podía. Sólo quería hacerte falta, y que desesperaras por mí una pizca de lo que desesperas por tus cigarros en las noches de frío. ¿Papito, por qué no ríes en la casa la mitad de lo que ríes con tus amigos allá en la calle o la cantina? Todo el tiempo les haces chistes; eres muy popular en la esquina de don Flor, risotadas y risas; en la chichería te la pasas cantando, rasgando en tu pecho una guitarra de mentiritas, y mandando licor, risas y risas, pero a casa llegas siempre con la mierda revuelta: ¡allí viene el shapingo!, alertaba el que te divisaba primero, y yo huía por la puerta del corral con mi perro, mientras los demás se ponían quietitos. Papá, papito, quiero odiarte pero no puedo, no puedo. Ojalá viejo lindo, desgraciado, maldito, a pesar de todo guardes para mí una lágrima en tus ojos amarillentos. Aquel anhelo se hunde como estaca en mi pecho…

Me sequé bien los ojos antes de cruzar el comedor. Pasé silbando la misma cancioncita, aquella que silbo sin querer vagando por la noche oscura hasta que mamá murmura: ya hijito, entra, tu papá ronca como cerdo (la cancioncita es como un wayno triste, que no sé si la recuerdo de algún lugar o ha nacido conmigo). La primera carcajada que oí fue la de papá. Y por inercia lo maté sin piedad en mi pensamiento: ¡muérete viejo de mierda!... pero nunca se había muerto. Y logré ver de reojo que me apuntaba con su dedo mugroso. Sentí la gravedad de las miradas; las carcajadas y los dedos apuntándome se hicieron infinitos. Apuré el paso hasta mi cuarto. Me senté al filo de la cama. Resoplaba como toro y pujaba apretando los párpados para no llorar, ¡sólo las mujeres lloran... y los maricones! Mis orejas bien paradas oían las carcajadas que venían de la cocina, ¡cállense mierda!, mientras mordía duro la toalla que colgaba de mi nuca, ¡mamá!, hasta que las carcajadas se volvieron ecos lejanos, sonidos borrosos, pero mamá como si no tuviera voz ni voto. El ladrido gangoso de mi perro chusco me muerde la oreja, mi perro sarnoso, mi perrito, al que botan a la calle a patadas , a escobazos, a agua hirviendo, sólo porque apesta a yuca podrida y desperdiga por la casa sus pulgas y garrapatas, ¡mamá que no lo pateen!, pero hijito, era para que aprenda a no dormir en el mueble, ¡corre, corre perrito!, pero me atraviesa el corazón su alarido hondo y filudo, ¡corre, corre, no te dejes!, costillas rotas, orines, ¡corre perrito!, caquita por el piso, ¡no papá, déjalo!, guauguaus despostillados y negros, ¡calla carajo!, que si yo o el perro, y ¡plum!... el pobre se estrella de hocico contra el jacarandá de la calle. Mis ojos parpadean, tiemblo, el lastimoso alarido se confundía feo entre las carcajadas, y un chicotazo eléctrico me sacude enterito tras deslizar mi mirada para abajo y descubrir que mi pene cuelga al aire, desnudo. Las carcajadas parecieron intensificarse y cobrar sentido. No, no… no puede ser. Fuerzo mi memoria, jajaja, y apunta su dedo mugroso bajo mi cintura, ¡calla viejo de mierda!, hacia donde toda la familia empuja sin disimulo sus ojos. No, no… Pero ya no importaba que pareciera marica. No, no… yo pasé vestido. Sentía frío, sentía la boca reseca. Me seco las lágrimas… y entonces me percato que sujeto firmemente una pistola en mi mano, la pistola de mi hermano mayor, cuya carcajada también viene alegre desde la cocina. No, tú no Miguel, tu nunca te has reído de mí. Si yo hasta rogaba siempre, ¿sabías?, que volvieras pronto del ejército: cuando tú estabas en casa nadie se atrevía a hacerme daño, nadie se atrevía a burlarse de mí, ni locos, ni siquiera papá; sí, desde aquella vez que le paraste los machos, cuando lo atrapaste corriéndome detrás del corral blandiendo en su mano callosa un enorme machete; sí, ese mismo machete con que íbamos a cortar leña al río. ¡Déjalo mierda!, gritaste apareciendo entre los ciruelos, y le reventaste una bala cerca a sus patas rajadas y cochinas. Yo caí mal al otro lado del desaguadero; me rompí la columna, ¿recuerdas?, y tú me llevaste a mi cama, a esta cama, y en un dos por tres pusiste mis huesos en su sitio, crac sonaron. Chillé como niña, aguanta, aguanta campeón, me decías, haciéndote el molesto. Papá rondaba mudo por el callejón como zorro enjaulado. Por eso, no te rías de mí, no tú Miguelito, ¿si?... pero seguías riendo.

Papá fue el primero en entrar al cuarto. Sus ojos se desorbitaron sobremanera. Y antes de que sus gritos aguardentosos alarmaran a todos los de la cocina, alcancé a ver, sin asombro alguno, mi cuerpo tirado al pie de la cama. Mis sesos parecían un poco de yeso esparcido con rabia sobre la colcha blanca, la pared verde caña, y el piso gris recién trapeadito con petróleo. Instintivamente reviré mis ojos y los clavé en los de papá. Inhalé con dificultad mi última bocanada de aire y, mientras lo exhalaba, lentamente, lo más lento posible, mis lágrimas y mi leve sonrisa iban perpetuando un dulce epitafio en mi rostro ensangrentado, al recibir de papá el mejor regalo del mundo; el regalo que por siempre había soñado: aquel par de lágrimas contundentes, perfectamente redondas, que pesadamente caen sobre sus mejillas verduscas de tanto afeitarse.

Saturday, March 04, 2006

Sodomización Mutua. Making of

Autor: Leonardo Aguirre
(Lima, 1976)


El texto inconcluso que sigue a continuación –fragmento dedicado a explicar la génesis y redacción de un cuento- debió ser escrito, según cálculos de Jeremy Esparza, entre fines del 2005 y mediados del 2006. Fue descubierto a fines del año pasado, luego de la publicación de las
Obras Completas (Ediciones El Caracol Emplumado, 2045), en la biblioteca personal del ya fallecido Fabio Canales, amigo íntimo del autor, en forma de manuscrito con anotaciones, e insertado en una curiosa traducción del Obispo Pratt de las Sagradas Escrituras. El cuento que motiva esta suerte de apostillas, Sodomización Mutua, no ha sido encontrado hasta la fecha. El biógrafo oficial de Gustavo Sorrento, Miguel Sánchez-Mejía, cree que éste y otros cuentos inéditos obran en poder de la viuda, Tania Kerr. Y se rumorea que la viuda piensa publicarlos en el 2055, cuando se cumplan diez años de la muerte de Sorrento. Los demás cuentos aludidos aquí se hallan en el tomo II de las referidas Obras Completas. (N. d. E.)

Hace un par de noches, en la misma mesa del Haití donde Alonso Cueto, Alonso Alegría y sus señoras respectivas acostumbran recibir el año nuevo… Hace un par de noches, en la misma mesa del Cordano que solían ocupar Víctor Humareda y sus acólitos de Bellas Artes, al pie de una percha para sombreros, entre botellas de tinto seco y cigarrillos... Hace un par de noches, en una mesa de la juguería “La Manzanita Verde”, junto al teatro Canout, esperando el final de “Baño de Damas” y el consiguiente desfile de bataclanas, congelándonos a pesar del Kirma tibio con azúcar rubia y el único puchito pasado de boca en boca (un Camel porque es más largo), Comegato, Rojitas, Gallo Hervido y yo discutíamos la verosimilitud de una escena descrita por Saúl Mora (“el Bret Easton Ellis de la literatura peruana”) en ese adefesio titulado “La Noche de los Papagayos”. “Discutíamos” es un decir: el error es indiscutible. Aurelio de Marco lo había señalado ya desde su columna sabatina del diario La Patria y todos, como nunca, estábamos de acuerdo con él. Por ejemplo, yo no siempre le doy la razón. Recuerdo aquella vez que De Marco cuestionó cierta novela de Varguitas, aduciendo que en la época respectiva no había putas en el living del Hotel Bolívar como decía el libro; por eso Borges evitaba las precisiones geográficas, para no darle gusto a esos palurdos que andan a la caza de inconexiones ficción-realidad. El caso es que Saúl Mora escribió algo más o menos así (no recuerdo la cita exacta y tampoco pienso cotejarla): “dos jóvenes rubios y lampiños se sodomizaban mutuamente.” Sic, así en el original. Se pajareó con los pájaros. Es decir, con los papagayos. Es imposible que dos mariscales se claven por detroit al mismo tiempo. Claro, a menos que uno de ellos, como fantaseaba De Marco, posea una pieza de dimensiones extraterrestres que se prolongue hasta dar la vuelta y etc., etc. Como sea, se me prendió el foco. Entonces urdí, en la misma mesa –y los contertulios celebraron mi ocurrencia-, una estrambótica ceremonia de presentación para el mamotreto de Mora. Pensé en una suerte de performance donde el autor y su colega Jack Brady, desnudos y en cuatro sobre la mesa de ponentes, intentan montar (el verbo es preciso) el numerito sugerido por el fragmento citado. Todo eso, claro, frente a un auditorio abarrotado y enloquecido (lleno de locas), con la banda de Sir Claire –dizque amante de Brady- amenizando la velada. Y, para ser más literales, los susodichos deberían estar totalmente afeitados. Es más, a modo de preludio, antes de la presentación propiamente dicha, Carlos Cacho se encargará de rasurarlos, improvisando un baile parecido a la capoeira, blandiendo un peine y una navaja, tal vez al compás de “El Barbero de Sevilla”... Naturalmente, los involucrados nunca se prestarían para tan bizarro espectáculo. Sí, pues, deben ser obligados. Y secuestrados. Y violados... Se me ocurrió luego, después de “La Manzanita”, lo que bien puede ser la piedra angular de mi próximo relato: una organización terrorista del mundo cultural que pretenda representar a las masas de literatos marginados y anónimos, y que perpetre atentados surrealistas -como la delirante presentación del libro de Mora- para atacar a los escritores que sí gozan de prestigio y monopolizan la atención de los principales medios de difusión cultural (los “letratenientes”, como los llama Comegato). Esto es lo primero que escribí después de la tertulia en “La Manzanita Verde”. Llegué a mi casa, ya de madrugada, y todos dormían. Puse en la cafetera 200 gramos de Monarca extra-fuerte y corrí al grifo por una cajetilla de Marlboro grande. Antes de sentarme, cargué el equipo de sonido Aiwa Four Speaker System con el “Revolver” de los Beatles (no, no cargué mi revólver: aquí no habrá suicidio alguno ni knock-out cortazariano). Luego desenfundé la vieja Olivetti Lettera 220 de mi abuelo (lo siento: no es la socorridísima Remington ni la célebre Underwood de Martín Adán) y encabecé la página con la fecha correspondiente. Pero afuera chillaron unos frenos y me asomé por la ventana: un Mitsubishi Lancer color acero del 2002 vomitó a una pelandusca de Tayssir stretch focalizado cuyo Poison o Channel Number Three ascendió hasta urticar mis fosas nasales. Perdió un taco en el aterrizaje forzoso y conchasumadreaba al vehículo en fuga. Silbé y levantó la vista. Le hice una seña con la cabeza. Subió a mi departamento. Estaba ebria: pude reconocer la mezcla de Kankún, Kola Real y el vómito inexorable. Me dijo que se conformaría con un café si es que estaba bien hecho. El aroma del Monarca extra-fuerte pareció despertarla (temí que recapacitara y olvidara la oferta) pero luego de empujarse la taza hirviendo de un solo tirón, se lanzó sin mayor trámite a mis pantalones de pana Guy Laroche... Mentira. No hubo tal Mitsubishi Lancer y ninguna puta en realización subió a mi cuartucho. Por cierto, disculpen también el estilo Mora. Además, en mi jato sólo hay café instantáneo: por eso prefiero tomar té. Los puchos sí son Marlboro (de contrabando: o sea, baratos como los Hamilton). Tampoco sé de perfumes: ese Poison lo vi en una Cosmopolitan de mi abuela y ese Channel viene de una canción clásica de Rubén Blades (“érase una chica plástica, de ésas que van por ahí...”). Por otro lado, ya tampoco está de moda. Tendría que ser una puta de los años cincuenta para comprarse un perfume así. Como las que esperaban en el living del Hotel Bolívar... Es más: ni siquiera tengo máquina. Escribo a mano, siempre, y sólo el cuarto o quinto borrador legible lo mando a tipear a mi vecina (una viuda cuarentona y calentona) cuya ventana puedo, y suelo, ver desde aquí. Precisamente, aquella madrugada, sus luces andaban prendidas y en ese momento se paseaba en camisón inquieta como una tigresa enjaulada y la llamé con un silbido y luego... Bueno, el caso es que ensoñaciones húmedas de tal calibre no me dejaban escribir, y no me quedó más remedio que cantar con Frankie: “recuerdo aquella cometa que yo de niño volaba...” (pensando en mi vecina de Tayssir atigrado, desplumando mi enorme papagayo hasta que me hizo perder el control de mi Mitsubishi Lancer y atropellé un travesti de Arequipa con Canevaro y luego nos fuimos contra un poste y mi mente se puso blanco leche como la página vacía). Dicen que Hemingway tajaba 30 lápices antes de comenzar; y que Tom Wolfe todavía recorre las calles de Brooklyn antes de ocupar el escritorio (en limousina, supongo) tal y como lo hacía Dickens por los muelles de Londres (a pata, naturalmente); luego, Willa Cather leía algún versículo de la Biblia, versión 1611, dizque para entrar en contacto con su prosa elegante... Bueno, yo sólo me masturbo. De modo que, una vez limpio y descargado, comencé a redactar con furia la escena de la performance (ya sin resabios de lujuria: no vaya a ser que me excite con mis propios personajes). El título del relato cayó sobre la página de manera natural: Sodomización mutua. Me levanté para echar apenas un hilito de leche sobre mi taza de porcelana inglesa regateada a un cachinero de Sullorqui (no los vulgares jarrones de quáker que sirven en el café Zeta) y en otro recipiente puse a cargar el té. Luego lo vertí sobre la leche (nunca al revés: yo sigo la receta de la “perfect cuppa” de George Orwell). También cambié de disco: “Abbey Road” por “Revolver”, y encendí otro Marlboro con sabor a Montana (comencé a dudar de la autenticidad de los cigarrillos de contrabando). Adelanté “Come Together” (maldita sea la hora en que escuché el adefesiero cover de Michael Jackson) hasta llegar a “Something”, la preferida de Frank Sinatra. Y debí hacer otra pausa para instalarme en mi sillón favorito (no es un sillón Voltaire) porque esa maravilla de canción me resulta casi afrodisíaca. Pero el aliento cómico del siguiente track, “Maxwell’s Silver Hammer”, suprimió de golpe mis devaneos lúbricos. Menos mal: otro cometazo me hubiera robado energías para el trabajo literario. Así que regresé al escritorio. Volviendo al punto, lo que intento dejar en claro es que, a pesar de las carencias, me preocupo por cuidar cada detalle para que el acto de escritura sea casi una ceremonia litúrgica. La taza lujosa, el té con leche en proporciones exactas, los puchos, los Beatles... y también la colección de muñequitos de Star Wars en el filo de la mesa (Varguitas tiene hipopótamos). Incluso la cometa –sólo una- es parte del ritual. En fin... Dije que comencé a escribir. Mejor dicho, a transcribir todo lo esbozado mentalmente en “La Manzanita Verde”. Y resolví luego que ese numerito asqueroso de la “sodomización mutua” sería filmado y distribuido en los principales programas noticiosos de televisión. Además, convoqué a un nuevo presentador. El inefable Risso, libro de Mora en una mano (también desnudo, pero con casco y borceguíes), obligaría al par de gatorades -Mora y Brady- a olerse y lamerse como perros (mutuamente), todavía embadurnados de after-shave, recordando la memorable escena de “La Ciudad y los Perros”. Luego de leer el fragmento citado, Risso diría lo siguiente con entonación protocolar: “si no sois capaces de sodomizarse mutuamente como mandan las Escrituras, yo os penetraré contraeltráfico por los siglos de los siglos”. Aplausos y vítores del auditorio enardecido y ardiente. En seguida, Risso rematará la breve alocución con un solo gesto marcial y una cariñosa despedida: “luego haré lo mismo con todos y cada uno de vosotros, comenzando por la parte delantera y terminando por la parte posterior; conmigo será hasta otra oportunidad, muy buenas y cordiales noches.” Gritos desesperados y fuga del público en estampida. Fin del video. En el programa de Hildebrandt –compartiendo la mesa con Querol, el especialista en secuestros- Risso arguirá que fue obligado por los “plagiarios” a decir y hacer tales disparates. La parte final de la videograbación no se difundirá para no herir susceptibilidades (pero se venderá en El Hueco de Abancay y circulará por internet). Intuyo que, naturalmente, el émulo de Bret Easton Ellis renunciará a la televisión y desaparecerá del mapa. Brady se regresará a Miami más rápido que volando y no querrá conversar con los medios (algunos dirán que sigue en Lima, escondido en el departamento de Diego Carty). Y Risso acabará en Lurigancho, sufriendo la ley del burro por los siglos de los siglos: la policía creerá que todo ese asunto de los terroristas literarios no fue más que un invento suyo. Conjeturo que Risso escribirá más tarde, desde la cárcel, la “verdadera” historia del secuestro, matizada con sus propias experiencias en Lurigancho. El grupo terrorista que se atribuirá la performance (aunque la policía nunca se dará por enterada) está ya más o menos esbozado en mi cuento “La pluma y el martillo” (antología “Papelera de Reciclaje”, diversos autores, Ediciones El Caracol Emplumado, 2005). Y a decir del Gallo y Rojitas, luego de escuchar el argumento parcial, “Sodomización mutua” bien podría ser la segunda parte de aquél. Por otro lado, el personaje del cabecilla, Lucas Manzur, deriva, en buena medida, del Conde de “La pluma y el martillo” (en adelante, sólo “Pluma”). Pero también fue, de algún modo, el poetastro desgarbado de “Clark Kent olvidó la capa”, un cuento anterior, publicado en no sé cuál número del fanzine “Asociación Ilícita para Delinquir” (que circuló clandestinamente en la Universidad Católica, allá por el año noventa y nueve). En “Pluma” le volví a poner capa, pero negra, y le afeité la voluminosa cabeza (la de arriba) y así se parecía más a Fantomas que a Superman. Pero en “Sodomización mutua” (es decir, en lo que va del proceso de escritura), el protagonista exhibirá un nuevo matiz: cierta ambigüedad sexual nunca asumida del todo. De hecho, estoy pensando en la siguiente escena: Lucas Manzur en un hotelucho piojoso de Breña, junto a su amante ya dormida, masturbándose con nerviosismo frente al video sin volumen de la performance. De “Clark Kent” también tomaré prestado el primer párrafo: una especie de monólogo joyceano. La idea me asaltó, recuerdo, un lunes por la mañana, esperando al editor de Culturales en el recibidor del piso nueve de La Patria (mi chamba de aquel entonces: entrevistas zalameras con los “letratenientes”): contemplando una colilla de Marlboro Light enterrada en la arena de esos cilíndricos ceniceros de oficina, pensé, como Clark Kent o Lucas Manzur, en una solitaria lápida de un tal Marlowe, Malone o Marvel (la arena cubría parcialmente la marca) en el cementerio de una playa, igualmente solitaria, junto a un mar chispeado de barcos hundidos que dejan asomar los tétricos mascarones de proa. La cadena de fúnebres asociaciones se sustenta en el delito que Manzur acaba de cometer y aún no termina de comprender (como su híbrida sexualidad). Lo imagino solitario, derrumbado en un sillón de la Redacción del Suplemento Cultural, casi velando a su propia víctima -puchos en lugar de velas-, y esperando absurdamente a que alguien lo descubra (así como en otra escena, que acabo de urdir, se queda meando por media hora en el sucio baño del Le París, deseando que aparezca un mariscal a coquetearle). Pero nadie lo descubre: ni en el periódico ni en el baño ni en el mundillo cultural limeño que se supone controlan los “letratenientes” y a quienes envidia secretamente. Ese primer párrafo puramente mental perfeccionará la técnica ya usada en “Pensylvannia por Detroit” (mención honrosa en el concurso de la revista Variedades). Pensándolo bien, el monólogo no será estrictamente joyceano; en todo caso, será Joyce digerido y evacuado con cierta elegancia. Del irlandés podría decir lo que Borges dijo de Cortázar: “se ha perdido en juegos formales”. Y quizá también convenga recordar aquí lo que dijera Roberto Arlt en el célebre prólogo a “Los Lanzallamas” con respecto a Leopoldo Bloom: “un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.” Sin embargo, tampoco estoy de acuerdo con excluir tales experiencias del campo literario, por más escatológicas que resulten (recordemos, por ejemplo, el excrementicio poema inicial de Trilce). De hecho, pretendo bañar “Sodomización mutua” (en adelante, SM) de fluidos corporales. Incluyendo la sangre, por supuesto. No puede ser de otra manera puesto que estamos hablando de homosexualidad y terrorismo... Por cierto, olvidaba decir que estos subversivos chupatintas, así como en “Pluma”, acostumbrarán reunirse en algún punto de la vasta red de conductos subterráneos coloniales que horadan el subsuelo de Lima cuadrada. Y, por otro lado, también pienso utilizar en SM el importante personaje femenino de “La pluma”. Lógico: los chupatintas necesitan una musa. Una extranjera. Una mujer, no un travesti, como insinué en “La pluma”. Aunque... como en los subterráneos no hay mucha visibilidad... su figura casi fantasmal, su voz ronca y su acento marcial... sus enormes pies de campesina europea... no lo sé... Y, lo mejor, se me ocurre en este instante, es que todos han tropezado sin querer con su pieza descomunal (perfecta para la sodomización mutua), pero, por supuesto, nadie lo confiesa... sí, es posible... voy a anotarlo... Pero comencemos primero por definir al personaje de la musa. Hasta el momento, en mi ficha consta que se hace llamar la camarada “Zuly” y es una sueca culturosa de nobles intenciones que, por pura casualidad –lo mismo pudo adherirse a una ONG pro defensa de las aves zambullidoras de Tambopata-, se involucra con Manzur y su pandilla. Pero se hace la sueca cuando las papas queman. Al principio, la banda de Manzur se autodenomina “Comando de Acción Cultural Organizada Nacional”. Más tarde, presumo (como ya dije, SM todavía es un “work in progress”), reducirán la pompa hasta quedarse con el título “Comando Cultural”. Esto, para economizar palabras y porque, de otro lado, las siglas C.A.C.O.N. o la variante COMACULON acentúan innecesariamente el ridículo que ya caracteriza al grupo y sus atentados. De hecho, al principio, los atentados sólo serán ridículos. Después del cisma (que explicaré después) rozarán lo delincuencial. La performance, por ejemplo, se adscribe a la segunda etapa. Antes, lo más audaz que les recuerdo (es un decir: todavía no he escrito esa parte) es una quema pública de las novelas “consagradas” –versiones pirata- en los jardines de San Marcos (que acabará en pollada bailable); una corona de navidad hecha con los cadáveres de dos gatas mordiéndose las colas (mutuamente) y colgada, con luces y todo, en la puerta de la casa de una poetisa feminista; y el Mercedes rojo diablo de Rolando Amprimo transformado en un taxi-cholo (con Robert The Nigger). Supongo que hacia el final del cuento optarán por asesinar, uno por uno, a todos los “letratenientes”... aún no estoy seguro. De acuerdo a mis notas, el cisma corresponde a un simple asunto de faldas que derivará en una discusión ideológica y marcará el clímax de la narración. Lucas Manzur, el líder sanguinario, y Jaime Cadillo, portavoz del ala moderada del Comando Cultural, se disputarán los favores de la camarada Zuly. Bueno, en realidad, todos los miembros cortejarán a la sueca. Y ella, por supuesto, cotejará todos los miembros... antes de optar, finalmente, por Cadillo (tras un breve romance con Manzur). Pero del destino de los moderados no pienso ocuparme: después del cisma me dedicaré sólo a los sanguinarios. Imagino que Cadillo y sus adeptos continuarán con los numeritos “epatantes”, tramarán pasquines de existencia fugaz, y editarán nuevas Antologías Desechables (con Manzur ya dieron cuenta de la poesía; Cadillo pondrá el ojo en la novelística, cuentística, teatro, etc.). Y no me sorprendería que, en otro destino posible (¿“Pluma III”?; recordemos que SM puede interpretarse como “Pluma II”), la sueca provocará sucesivas escisiones hasta que, como en el estúpido juego infantil, la facción moderada se reduzca a “grupos de uno”. O tal vez, luego de arrasar con el subsuelo, la musa decida subir y engatusar a los propios letratenientes (como ya pasó en “Pluma I”). Supongo que la última vez que me ocupe de Cadillo y los moderados los haré batallar contra los “duros” en las catacumbas de San Francisco (tibias y cráneos contra chairas y molotov) y le otorgaré a la gringa un papel importante en el cese de hostilidades (en otro futuro posible, “Pluma 2.5”, los enfrentamientos no cesan jamás y la musa, cual trofeo de guerra, pasa alternativamente de un bando a otro hasta que todos terminan contagiados de una mortal ETS). Caray... esto se me escapa de las manos... estoy pensando que en lugar de escribir varios cuentos -varias “Plumas”- sería más conveniente componer una novela con todos los futuros posibles... ya veremos... en fin. La escena de la performance –hito en la historia post-cisma de los fundamentalistas culturales- fue, como dije, redactada febrilmente en la primera noche. La segunda sufrí el típico bloqueo y debí dedicar toda la jornada a perfeccionar los esquemas, las notas, las fichas, etc (y eso tampoco es escribir, como dice Doctorow). La tercera noche, como la sequía continuara, resolví, a modo de ejercicio, ordenar y convertir en un texto más o menos narrativo –éste, el “making of”- todo lo apuntado en la veintena de papelitos garrapateados: boletos de medio pasaje, facturas de telos, volantes, sobres de té y materiales igualmente endebles (no, no escribo en servilletas ni en papel de fumar). Podría decirse que se trata de un experimento. Este artilugio casi borgiano (suerte de apostillas a un cuento inexistente; la diferencia es que tarde o temprano tendrá que existir) se me ocurrió aquella noche, la tercera, quizá por influencia del “Anthology” de los Beatles que me prestó Comegato y que acompañó la redacción de estas líneas. Como el lector culto seguro no ignora, tal disco (o, más bien, seis discos en tres volúmenes) es una recopilación de versiones inéditas de las canciones ya conocidas; es decir, ensayos y “takes” previos a la edición final, alternados con “speechs”, piezas instrumentales, jam sessions, etc., etc. El punto es que ese disco tiene valor por sí mismo, por más que su naturaleza sea la imperfección, la fragmentación, la provisionalidad y, sobre todo, la dependencia de la discografía oficial. De hecho, algunas versiones del “Anthology” -y en esto le doy la razón a Comegato- me parecen superiores a las definitivas. Así, bien se podría decir que el texto presente es el “take 1” de SM. De igual modo, recordé un par de cuadros de Humareda que también podrían ilustrar la esencia de estas apostillas. Primero: su mínimo y grisáceo cuarto-taller del Hotel Lima, en La Parada, transfigurado y convertido en una simpática buhardilla de París. Segundo: un autorretrato donde posa el pintor junto con sus personajes habituales: arlequines, quijotes, toreros, putas, etc. Como queda claro, escribí este “making of” considerando estos antecedentes y con la intención, quizá pretenciosa, de postular su valor autónomo. Claro, primero no fue más que un ejercicio de relajación. Pero después lo reformulé hasta convertirlo en una addenda del cuento por venir. De hecho, lo meta y extra-literario me ha interesado siempre. Por ejemplo, “Clark Kent”, “Pluma” y SM (imaginando que ya lo escribí) están protagonizados por escritores, y los temas involucrados, finalmente, son el oficio de escribir, el mundillo cultural limeño y los dizque sucios engranajes de la maquinaria editorial. Por otro lado, “Pluma” incluye pequeños relatos dentro del gran relato. Y en SM quizá también decida mostrar el talento de los terroristas literarios. Se me antoja, por ejemplo, que Lucas Manzur es el más prometedor, y seguro lo sabe, pero tanto él como sus adeptos piensan en destruir antes que crear. Y en tirar con la musa, naturalmente. Aunque, si la camarada Zuly se fugó con Cadillo, ¿quién será la nueva musa de Mansur y los sanguinarios?... Una ocurrencia de último minuto: la sueca es la única que nunca deja de escribir (una curiosa mezcla de sueco, inglés y castellano) y, sin decírselo a ninguno de sus camaradas, enviará un cuento al prestigioso concurso de las 55 palabras del diario La Patria y entonces, para sorpresa de todos, sucederá que...

Aquí se interrumpe el texto. Aún no se ha determinado si Sorrento abandonó la redacción o si las hipotéticas líneas faltantes se diluyeron en una profunda mancha imprecisa que cubre un tercio de la última página. Actualmente, Jeremy Esparza y Sánchez-Mejía se abocan a despejar la incógnita (con la asistencia de laboratoristas expertos en efluvios corporales). Los referidos estudiosos han anunciado ya, para el próximo año, la publicación del resultado de sus investigaciones.
(N.d.E.)