Wednesday, May 30, 2007

Tsunami

Susanne Noltenius


De pequeña, Mariela le tenía miedo al mar. Recuerda cómo se paralizaba en la orilla ante las olas que pensaba gigantescas. Poco a poco, aprendió a manejar sus temores, pero las imágenes en las noticias parecen el regreso de una antigua pesadilla. Con frecuencia, trata de ignorar los asuntos que la perturban, pero en este caso no puede. Se detiene a observar el mar unos segundos con recelo. Un pequeño recreo en el agotador trabajo de ordenar la casa de playa, a donde acaba de llegar esa mañana, junto con los dos niños y el camión de mudanzas. A sus hijos apenas los volvió a ver a la hora del almuerzo, aunque desde la terraza del segundo piso ha podido ubicarlos un par de veces a lo largo del día. Fue una buena idea traer los binoculares.

Los niños tienen ocho y diez años, un par de bicicletas azul y roja, un scooter y un balón de fútbol de cuero muy desgastado. Con los amigos del condominio comparten un horario inamovible de llegar a casa por la noche para irse a dormir -las madres son muy hábiles en acordar los mismos horarios para todos-. Los niños están felices de quedarse durante todo el mes. Carlos convenció a Mariela de no regresar a Lima y así aprovechar la casa que han alquilado. A ella le incomoda un poco dejarlo solo entre semana, pero él insistió en que sobreviviría sin mayores problemas y haría lo posible por llegar temprano los viernes.

Ha decidido hacer deporte en la playa. Se calza un par de zapatillas viejas y trota junto a la orilla del mar. La mañana es celeste y de olor fresco. El aire está limpio y se puede ver con claridad la silueta de la isla mar adentro. Del otro lado están las hileras de casas. Mariela corre hacia el norte y pronto se da cuenta de que las fachadas se vuelven más llamativas. Algunas parejas mayores la saludan con una venia mientras pasean hacia el sur. También se encuentra con varios pequeños que juegan en la arena junto a sus niñeras vestidas con uniformes blancos, como velas de barco. La observan curiosos mientras ella da media vuelta y empieza la carrera de regreso. ¿Cuánto habrá recorrido? Probablemente dos kilómetros. Desde hace unos meses, Mariela entrena en un gimnasio. La falta de ejercicio se le ha hecho más evidente durante los últimos veranos. Hace unos días, Carlos bromeó sobre sus nalgas y ella se quedó pensativa. En abril cumplirá cuarenta años.

Mientras trota hacia el sur, el viento la resiste. El sonido del mar se le cuela frío por una oreja. Se acerca a la isla y ve una bandada de gaviotas sobrevolándola, como sombras pálidas. Al llegar al punto de partida se detiene a escuchar el mar, pero el sonido se opaca por su propia respiración agitada y los gritos de las aves. Tal vez ha hecho un esfuerzo mayor que en el gimnasio. Se pone en cuclillas y siente que el olor salado de la brisa se diluye con el calor del sol que sube a sus espaldas. Medio enterradas en la arena encuentra pequeñas conchas con las que juguetea mientras recupera el aliento. Elige dos o tres que le gustan y de regreso en su casa las coloca en el baño dentro de un recipiente de vidrio.

Tiene algunas amigas en esta playa. Como al medio día, aterrizan todas frente a la orilla, con sus sombrillas multicolores y asientos plegables en combinación. Hijos de diferentes edades circulan alrededor de cada una, dibujando órbitas, como satélites. Los maridos están trabajando en Lima y llegarán el fin de semana para la fiesta de Año Nuevo. Durante el verano, las parejas se separan de lunes a viernes y se reúnen en la playa el fin de semana. Las relaciones se vuelven intermitentes como una línea punteada.

Al igual que cada año, los cuerpos de las demás mujeres son el tema central de la primera semana frente al mar. Así, Mariela y sus amigas intercambian bocaditos mientras establecen un ranking entre las siluetas vecinas. Hay una mujer a quien ella quiere colocar en primer lugar, pero nadie le hace eco. La mayoría se inclina por una pelirroja que evidentemente ha perfilado sus medidas con silicona. Sus pechos se yerguen hacia el cielo mientras el cuerpo pálido yace boca arriba tratando de absorber algo de color. La mujer que Mariela eligió es castaña y tiene una figura muy atlética -alguien le cuenta que ha sido nadadora-. Piensa que es el tipo de mujer que le gustaría a Carlos. Aunque él no es de esos hombres que coquetean, en varias ocasiones lo ha visto esconder miradas. Esto le disgusta, pero nunca se lo ha dicho. La nadadora camina hacia el mar. Sus piernas son muy firmes y en sus brazos se perfilan ligeramente los bíceps. Mariela amasa los suyos, blandos como almohadas.

Durante la noche, las amigas salen a caminar por el malecón y luego se reúnen en casa de Inés en primera fila. Mariela simpatiza mucho con Inés, aunque envidia ligeramente su figura espigada y la soltura con que expone sus ideas y desata los desacuerdos en el grupo. Sobre todo, le causa cierta admiración descubrir que Inés aún no se tiñe el pelo. Esa noche, mientras comentan la noticia sobre el tsunami, aparece una mujer en la terraza. Se presenta como la nueva vecina y se sienta a conversar con ellas. Se llama Susana, tiene una sonrisa agradable y un sentido del humor contagioso. Inés le hace algunas preguntas sobre su familia y ambas descubren que tienen algunos parientes lejanos en común. Entonces se miran como quien reconoce a alguien de su equipo. De alguna manera, Mariela se siente desplazada, así que prefiere permanecer en silencio unos minutos y luego se despide para irse a su casa a dormir.

Hace un poco más de un año, conoció a un hombre. Fue durante los entrenamientos de natación de su hijo mayor. La hija de él también nadaba a esa hora y ambos coincidieron sentados en las graderías un par de veces. Le pareció muy atractivo desde que lo descubrió la primera vez. Le gustaron sus manos grandes y sus ojos claros sostenidos por ligeras arrugas. Cuando sonreía, mostraba dientes muy parejos y unas suaves líneas se dibujaban a los lados de su boca. Al principio hablaban de temas muy generales en un tono casual, pero luego se dio cuenta de que le había confiado asuntos privados, como un pleito que tuvo con Carlos una vez que éste llegó tarde a casa. Esperaba con ansiedad las conversaciones frente a la piscina y ponía especial atención en la ropa y el perfume que elegía cada vez. Cuando aquel hombre faltaba, una profunda tristeza la invadía. Una vez, él le propuso almorzar juntos, pero Mariela inventó una excusa. Algo la había asustado. Fue entonces cuando decidió hablarle a Inés sobre el hombre de la piscina.

Tienes que cortar esa amistad ya mismo – le contestó Inés.

¿Por qué? No creo estar haciendo nada malo. Mientras sólo nos veamos en la piscina, no hay problema.

Entiende algo, Mariela. No necesitas acostarte con un hombre para sacarle la vuelta a tu marido – Mariela sonrió y tuvo que desviar la mirada.- Ese pata y tú están tratando de manejar un vínculo cargado de tensión sexual y eso ya es una infidelidad. No puede terminar bien.

Mariela dejó de acompañar a su hijo a los entrenamientos y al poco tiempo, cuando éste le dijo que quería dejar de nadar, no hizo ningún intento de disuadirlo e incluso experimentó cierto alivio. Sin embargo, una nueva idea empezó a atormentarla. Se consideraba a sí misma una persona escrupulosa. Aún así estuvo muy cerca de bajar la guardia y, tal vez, dejarse enredar por una aventura amorosa. Empezó a sentir a Carlos permanentemente expuesto. Por otro lado, su hijo decidió retomar las clases de tenis que había dejado un par de años atrás y esto la complació. Pensaba que el tenis era un deporte elegante, así que matriculó a los dos niños en una academia cerca de su casa.

Las noticias sobre el tsunami son cada vez más alarmantes. Los periódicos parecen competir sobre el número de muertos como en una subasta. Mariela se siente mortificada por la tragedia y pregunta entre sus amigas si sería probable un tsunami en estas costas. Recibe un unánime “no”. Inés bromea con respecto a su casa en primera fila -la primera en desaparecer- y la vecina nueva celebra con una risotada que a Mariela le borra el sentido del humor.

Se le ocurre preparar un postre para el fin de semana. No es muy hábil en la cocina, pero domina tres o cuatro recetas. Primero derrite el chocolate y la mantequilla. Mientras la mezcla se enfría, enciende la radio y llena a medias un vaso con jugo de naranja. Luego bate a mano algunas claras hasta convertirlas en una espuma liviana en la que dibuja sus iniciales con el mango de un tenedor. De inmediato las borra con la espátula. La canción que empieza a sonar la entusiasma y vierte un chorrito de pisco en su jugo de naranja. Bate las yemas y el azúcar. Una medida de licor de chocolate no le parece suficiente, así que echa un par más. Termina la preparación con una lluvia de pasas y pecanas y luego todo va al congelador. El resto del jugo lo bebe en la terraza mirando hacia el mar. El sol está a punto de zambullirse en el horizonte y varias parejas de adolescentes lo contemplan sentados bajo las sombrillas de paja.

Algunos maridos han empezado a llegar, pero Carlos ya advirtió que aparecerá al día siguiente, antes de la fiesta, pues tiene mucho trabajo. A ella no le gusta que la vean sola mientras todas sus amigas se pasean por la playa del brazo del esposo, así que prefiere ocultarse en su cuarto a leer. No le apasiona la lectura, pero siempre tiene un libro en su mesa de noche para ayudarse a conciliar el sueño. A veces sólo necesita unas cuantas páginas para quedarse dormida y por eso una misma novela le puede durar varias semanas.

Cuando Carlos llega, Mariela acaba de secarse el pelo. Susana ha contratado una mujer que peine a todas en su casa, pero ella decidió arreglárselas sola. Carlos la abraza, la besa con ternura y le dice que la ha extrañado toda la semana. Ella le cuenta lo bien que lo han pasado los niños, a quienes apenas logra rastrear a punta de horarios estrictos de comidas y acostadas. Él está ansioso por verlos y parece feliz cuando comen los cuatro juntos. Mariela lo contempla desde el otro extremo de la mesa. Le gusta su sonrisa y la manera como bromea con sus hijos. Piensa que ella también lo ha extrañado.

Durante la fiesta, Carlos y Mariela se sientan en la misma mesa que Inés y su esposo. También están Susana y el marido. Carlos parece congeniar con él y Mariela cree entonces poder desprenderse del recelo hacia la vecina nueva. Le encanta bailar. Le gustan las fiestas y son muy pocas las canciones durante las que ella y Carlos permanecen sentados. Casi al final de la noche, están caminando de la mano y se cruzan con la mujer que ella vio en la playa el primer día: la nadadora. Él trata de disimular su impresión, pero ella nota cómo los ojos se le desvían varias veces, como jalados por un imán. Al notar su incomodidad, Inés trata de tranquilizarla con una frase poco efectiva.

Carlos y Mariela se unen a un grupo que toma cervezas en la playa. El esposo de Susana propone elaborar un plan de evacuación en caso de tsunami. Se le ocurren algunas medidas como series de pitadas entre los vigilantes, la manera como deben estacionarse los autos, las rutas a seguir para alejarse de la orilla y un kit para emergencias que todas las familias deben tener listo. Carlos opina que el problema “reside no tanto en el sistema de alarma, sino en la manera como la gente entiende el mensaje; es muy difícil lograr que todos actúen del mismo modo”. Mariela no entiende bien a qué se refiere Carlos, pero igual piensa que ha dicho algo inteligente y lo admira por eso. Se le acerca por la espalda para sacudir la arena sobre sus hombros en un gesto cariñoso que él agradece con una sonrisa muda. Le gusta cuando él la mira a los ojos de esa manera sosegada. Entonces, alguien interrumpe diciendo que es imposible un tsunami en esta zona. Lo dice con mucha seguridad y a Mariela la tranquiliza oírlo. Susana en cambio, comenta lo ensordecedor que ha escuchado el mar durante las últimas noches. Incluso ha estado tentada de salir al malecón a cerciorarse de que la marea no ha llegado hasta él. Su tono de voz es melodioso y su ánimo relajado, por lo que el resto toma la broma con gusto y le sigue la cuerda. Susana es de esas personas que alegran a las demás de una manera natural, su abuela diría que es como una castañuela. Antes de que termine la tarde, Mariela ha recolectado un par de conchuelas muy blancas y un caparazón de molusco casi entero que parece una cornucopia. Tal vez logre llenar el recipiente en el baño antes de que acabe el mes.

¿Qué te parece lo del tsunami? ¿Realmente deberíamos estar preparados?

No, Mariela, cómo se te ocurre.

Pero tú dijiste...

Yo sólo le seguí la cuerda al esposo de tu amiga. Tú sabes, para caerle bien y dejarlo tranquilo.

Luego del fin de semana, Carlos regresa a Lima para trabajar. Tras su partida, Mariela se lamenta que no hayan hecho el amor. Se está calzando las zapatillas viejas para salir a trotar por la orilla. Esta vez correrá hacia el sur. La mañana es gris, pero sin viento, calurosa. Reflexiona sobre su vida íntima. Se da cuenta de que durante los últimos meses, es ella quien toma la iniciativa y que han pasado más de tres semanas desde la última vez. Una ola se arrastra casi hasta sus pies, por lo que debe desviar su ruta algunos centímetros y está a punto de tropezar en un desnivel. La marea le parece desordenada y recuerda las fotos en el periódico: los rostros desencajados, los techos cubiertos de agua, olas que arrastran muebles y árboles. Una pesadilla. Casi al final, se cruza con la nadadora quien también trota. Se miran y Mariela ensaya una sonrisa mínima, pero la otra mujer ni se inmuta. Lleva pesas en los tobillos y su figura de deportista la avergüenza un poco, así que apresura el paso para llegar a casa y desayunar con sus hijos.

Los niños no están. Mariela demora tratando de ubicarlos por el condominio. Pregunta en las casas de sus amigas y entre las amistades de sus hijos. Nadie parece haberlos visto. Sube a la terraza y apunta con los binoculares en todas las direcciones. Repasa la mirada alargada por la orilla varias veces y piensa en hablar con el salvavidas, pero de inmediato desecha la idea y trata de calmarse. Cuando al fin los encuentra, los empuja a gritos hasta la casa. Está furiosa, angustiada. En sus manos hay un ligero temblor. Ellos tratan de explicarle que sólo han ido un momento al condominio de al lado para ver una manta raya que alguien pescó. Pero Mariela insiste en que ella debe saber en todo momento dónde y con quién están sus hijos. No pueden alejarse sin avisar. Ella debe saber dónde y con quién.

La vendedora de helados se le acerca por la tarde con la cuenta del fin de semana. Ella le paga y observa la caja amarilla llena de helados. Se siente tentada por uno de vainilla y chocolate, pero contiene las ganas y se despide con una sonrisa.

Despierta a mitad de la noche sobresaltada por un mal sueño que no puede recordar con claridad. Después de beber un sorbo del vaso con agua sobre el velador, trata de volver a dormir. Sin embargo, hay algo que se lo impide. Hay algo que no la deja ceder al cansancio. Presta atención y le parece que el rugido del mar llega demasiado fuerte. No puede evitar pensar en el tsunami, así que se levanta y se asoma por la ventana. La quietud en la calle se interrumpe sólo cuando un vigilante pasa en bicicleta rumbo al malecón. Lo más probable es que una alerta se hubiera extendido ya entre los vecinos. Tal vez podría leer un poco. Dirige una mirada de soslayo al libro junto a la lámpara apagada. Hace días que no avanza la novela y mientras se esfuerza por recordar lo último que leyó se queda dormida.

Sale muy temprano a trotar. Quiere acercarse a la orilla y cerciorarse ella misma. Las olas se ven inofensivas y le devuelven el olor salado de siempre con cada embate. Toma el camino hacia el sur otra vez. Le parece una ruta menos concurrida y ella la prefiere así. Sin embargo, las gaviotas se ven algo agitadas esta mañana. Su revoloteo es errático y sus alaridos muy sonoros. Se impacienta un poco al pasar cerca de ellas, pero trata de calmarse diciéndose que no debería sugestionarse con todo lo que ocurre a su alrededor. Durante el último tramo, acelera ligeramente el paso, pero pronto se queda sin aliento y apenas logra esquivar una ola que se arrastra hasta sus pies. Entonces pisa con torpeza y cae de bruces sobre la arena húmeda. Jadea y le duele un tobillo. Aunque le cuesta apoyar el pie, no cree habérselo roto. Cojea hasta su casa y pasa el resto de la mañana sentada en la terraza. Hoy no irá a la playa. Más tarde decide llamar a Carlos al celular. Es la hora de almuerzo y ella piensa que no sería un momento inoportuno.

Me doblé un tobillo.

No me digas, ¿cómo así? – en la voz de él se percibe un enarcamiento de cejas.

Estaba trotando por la orilla, pisé mal y...

Bueno, pues, ya te dije que mejor corras por el malecón. La orilla tiene mucho desnivel. Camina por donde sea más seguro.

No estaba caminando. Estaba corriendo.

Bueno, lo que sea.

Me dolió mucho.

Me imagino –se abre un silencio en la línea–. ¿Ya te sientes mejor?

Estás ocupado, ¿no?

La verdad, sí. Prefiero llamarte más tarde.

Sus amigas no han dejado de hablar sobre el caso de una de las vecinas del condominio. La mujer descubrió una infidelidad del marido y lo echó de la casa. Ahora él anda libre con la amante y ella no termina de recuperarse del golpe. Además, él le ha cancelado la tarjeta de crédito y la mensualidad apenas cubre los gastos básicos de la casa y los niños.

Ella tiene la culpa por armar un escándalo – escucha decir a alguien.

Sí, pues, le abrió la puerta de la jaula al canario – añade otra.

Hay demasiado en juego como para actuar impulsivamente –como siempre, todas parecen estar de acuerdo con Inés.

¿Tú qué harías, Mariela? – Susana la sorprende con la pregunta.

No sé – responde luego de un momento y la perturba darse cuenta de que ha dicho la verdad. Fija la mirada en la isla mar adentro y desatiende las voces de las demás.

Una tarde, conversa con el jardinero sobre las margaritas amarillas plantadas en cuatro macetas de la terraza. Dos de ellas se han marchitado. Sus hojas verdes se han ennegrecido y están cubiertas por una extraña pelusa gris. “Eso es pulgón”, afirma el hombre examinando las plantas con sus manos gruesas y sucias. Mariela exhala una frase de desaliento. Ella misma las riega todas las tardes al regresar de la playa y, en cierto modo, se ha encariñado con las flores. Una de ellas es menos frondosa y Mariela la contempla con lástima como si fuese un niñito enfermo. El jardinero le deja un plaguicida y le explica cómo aplicarlo. Ella encuentra un rociador en uno de los armarios y mezcla en él el veneno con agua. La palanca está algo dura y se le entumecen los dedos al presionarla varias veces, así que alterna ambas manos. Derecha tsh, tsh, tsh. Izquierda tsh, tsh, tsh.

En el comedor, los niños juegan monopolio con un amigo. Es pelirrojo y tiene enormes dientes que muestra en una sonrisa casi permanente. Los lados de su nariz están salpicados por pecas de diversos tamaños; algunas son tan grandes que parecen lunares, especialmente una sobre la oreja izquierda. Mariela se une a la partida. Piensa en dejarse ganar, pero pronto se da cuenta de que los chicos manejan muy bien el juego y ella se esfuerza por no rezagarse. El pelirrojo le causa ternura con sus manchas pardas y sus dientes cuadrados. Les ofrece a todos galletas de vainilla y leche y trata de conversarles sobre los demás niños de la playa, pero no le hacen mucho caso.

Al hablar por teléfono con Carlos, le dice cuánto le gustaría que llegase temprano al día siguiente. Su tono de voz, casi siempre cariñoso, es distinto esta vez. Hay algo triste en sus palabras, como una súplica. Él parece notarlo y, después de preguntar si todo está bien, le promete que hará lo posible por ir a la playa alrededor del mediodía. Esa noche se quedará hasta tarde adelantando el trabajo. Mariela se siente complacida al principio, pero al acostarse le cuesta quedarse dormida. Avanza varias páginas de la novela antes de conciliar el sueño. Es una historia divertida sobre un hombre que quiere ser escritor y va a París, en donde le suceden anécdotas y tragedias que él enfrenta con una extraña pasividad. Siente los párpados cada vez más cansados, pero no quiere abandonar el libro en la parte en que el personaje se deprime y recurre a un psiquiatra. Finalmente, los ojos de Mariela se cierran y la novela cae al piso.

Ha pasado muy poco tiempo cuando despierta algo angustiada. Está segura de haber sentido un temblor. La lámpara de su mesa de noche está encendida y por eso el ambiente le parece distinto que otras veces. Algo la preocupa. Piensa en que un tsunami siempre es precedido por un temblor fuerte. Se levanta de la cama con brusquedad y mira a través de la ventana. No hay movimiento en la calle, pero el rugido del mar es muy fuerte y ella se asusta. Los niños duermen plácidos en el dormitorio contiguo. Toma una casaca del clóset y sube rápido a la terraza a mirar hacia la orilla. La noche es oscura y no logra distinguir el tamaño de las olas, apenas unas líneas de espuma blanca que se dibujan y se borran intermitentes. El pelo se le revuelve. Hay mucho viento. A lo lejos se da cuenta de que algunas casas están iluminadas y unas pocas siluetas se mueven en ellas. ¿Habrán sentido el temblor? Decide buscar los binoculares. Demora un poco en encontrarlos, pues alguno de sus hijos los ha dejado fuera del lugar habitual. Con ellos logra divisar mejor la orilla. No nota nada anormal, pero sigue nerviosa. Las peores tragedias ocurren cuando uno se confía. Regresa a su cuarto y consulta el reloj: son más de las once de la noche. Va a llamar a Carlos. Intenta primero al celular. Éste da varias timbradas, pero nadie responde, sólo la voz grabada de su marido. Entonces marca el número de la casa y esta vez es su propia voz la que le habla desde el contestador. Vuelve a llamar y ocurre lo mismo. En la central de la oficina nadie contesta. Por varios minutos, alterna los números de la casa y el celular, recibiendo siempre las voces grabadas de ambos.

Regresa entonces a la terraza. Aún con los binoculares es difícil medir el tamaño de las olas. Sale descalza y se dirige hacia el malecón. Antes de llegar a él, camina entre las casas de Inés y Susana. Lucen casi iguales, iluminadas por fuera y apagadas por dentro. Sobre una de las mesas de la terraza de Inés, descubre un par de velas que continúan encendidas. No se cruza con nadie. Hunde los pies en la arena extrañamente fría. Sus pasos son lentos, constantes. El tobillo aún le molesta. Se detiene bajo una sombrilla de paja, inútil a esa hora. El mar está tranquilo, la marea parece uniforme y piensa en regresar. Sin embargo, continúa su marcha y alcanza la orilla. La brisa salada rocía gotas mínimas de agua sobre su cara. Recuerda otra vez los rostros del periódico y la voz de Carlos en el teléfono. No le ha contestado. Antes de darse cuenta, una ola le cubre los pies. El agua no está tan fría después de todo. Avanza un metro y el siguiente embate acaricia sus rodillas. No, no está tan fría. Con unos pasos más logra mojarse el pijama hasta los muslos. Al retirarse, el mar tira de la tela que ella siente pesada, como un lastre. Entonces se asusta de estar ahí. Es como si estuviese despertando de un trance. Da la vuelta y sale del agua con largos pasos de plomo. Al pisar la orilla acelera un poco y siente una punzada en la planta del pie. Se ha cortado con el borde filudo de una almeja que debe despegar de su piel. Una mancha oscura le impide ver el corte.

Cojea hasta el baño. Nuevamente, no se cruzó con nadie y esto la alivia. Primero lava el caparazón que trajo dentro de un bolsillo. Tiene vistos tornasolados y el borde es muy fino. Lo repasa con las yemas de los dedos. Al clavársele en el pie, un pequeño pedazo se desprendió, pero sigue siendo hermoso. Lo coloca dentro del recipiente de vidrio y entonces se ocupa de limpiar y curar la herida. Ya no sangra, pero la arena se ha metido a través del tajo. Se ha aferrado a los pliegues abiertos de su piel. Se da cuenta de que no puede sacarla toda. Deberá dejar algo de suciedad para no empeorar la herida. Aguanta el antiséptico con expresión de dolor. Entonces se mira en el espejo y llora. Luego se lava la cara y regresa a la cama a seguir leyendo la novela que recoge del piso. Al principio le cuesta insertarse en la trama otra vez, pero finalmente se deja convencer por la historia y cuando se queda dormida falta muy poco para el final.

Durante los días que siguen, las noticias sobre el tsunami se espacian, se distancian de las primeras planas como una marea que se retira de la orilla. En las noches, cuando duermen juntos, Mariela se acurruca a la espalda de Carlos para sentirse cerca de él. A veces quisiera colarse en sus sueños. Piensa que así el sonido del mar ya no la intimidaría. Tal vez incluso la arrullaría. Cada mañana, sube a la terraza a examinar las margaritas. La más pequeña parece curada. Luego busca en las últimas páginas de los periódicos. Algunos continúan contando los muertos, otros se centran en las tragedias de los sobrevivientes.

Lima, septiembre de 2005

( De, Crisis respiratoria, Estruendo mudo, Lima 2006)