Thursday, February 23, 2006

La extraña fila

Autor: Bruno Portillo
(Lima, 1978)


Cuando era pequeño, éramos varios en una casa.
Después nunca fuimos tantos. Jugábamos y reñíamos mucho. Se la pasaba uno bien. Recuerdo un poco a mi mamá, recuerdo su olor, y bebíamos de ella, de sus tetas, suaves y calientes. A veces mamá no estaba, y teníamos miedo, y chillábamos. Por ese tiempo fue la primera vez que los erguidos nos pincharon. Nos alzaron y nos dieron el pinchazo sin hacer caso a nuestro berrinche. Uno recuerda lo peor, pero en realidad casi siempre todo era bueno: mamá, la leche, y los juegos.

Lo que sí fue muy malo pasó al final de ese tiempo, cuando nos cambiaron por primera vez de casa y dejamos a mamá. Los erguidos se la habían llevado y estábamos solos. Al tiempo abrieron la casa y nos hicieron salir a la fuerza a un corredor repleto de otros como nosotros. Los erguidos nos hicieron correr a gritos y palmadas. Fue terrible: corríamos pisándonos, aplastándonos, chillando desesperados sin saber qué pasaba. Desde las puertas de varias otras casas salían más y se nos unían, y cada vez estábamos más apretados. Otros nos miraban desde sus rejas cerradas, entre los barrotes, muertos de miedo, pero no tanto como nosotros. Al final, un erguido me cargó y me puso encima de un piso frío y brillante. Luego otro erguido me hincó algo en la oreja. Yo no había parado de chillar desde el principio. Por fin, al lado del piso frío se abrió una puerta, y entré corriendo a otro corredor. La cosa de la oreja me fastidiaba y me ardía, y ya casi me explotaba el corazón cuando me metí a la primera casa que encontré abierta.

En la segunda casa éramos menos y no conocía a ninguno, perdí a mis hermanos en el tumulto que me trajo allí. No bebí leche nunca más, sólo agua de unas tetas duras y frías que salían de los muros de la casa. Pero me acostumbré rápido, gracias a los erguidos que empezaron a tratarnos muy bien. Nos daban mucha comida, cinco veces al día, deliciosa comida que comíamos hasta no poder más. Se vivía bien, siempre estaba uno fresco, los erguidos mantenían la casa siempre limpia y húmeda, porque dejaban la caca el tiempo justo para que no hubiera poca para refrescarse, ni tanta que fuera incómodo caminar. Todo era bueno y no queríamos que se detuviera. Tanto así que nos volvimos engreídos, queríamos comer antes y renegábamos siempre pidiendo que adelantaran la comida. También nos poníamos agresivos cuando los erguidos se acercaban para el próximo pinchazo. Pero había una cosa que nos molestaba más: empezamos a sentir la necesidad. El aire traía un olor que nos ponía locos, un olor parecido al de mamá. Lo traía el viento, y apenas lo sentíamos nos acalorábamos, nos crecía lo de abajo, y queríamos montarnos unos a otros. La necesidad no pasaba, y terminábamos peleándonos y mordiéndonos hasta quedar agotados y caer dormidos.

Todos engordamos y crecimos mucho, pero yo más que los demás, y creo que por eso recibí un trato especial en la tercera casa. Allí éramos sólo cuatro y aparte de darnos mucha comida exquisita y buen ambiente, los erguidos nos quitaban la necesidad. Era delicioso. Cada cierto tiempo, a alguno de nosotros, dos erguidos lo llevaban al lugar del placer, y el placer acababa con la necesidad. En el lugar del placer a uno lo montaban sobre una cosa que tenía ese olor desesperante. El olor te atraía y te tirabas sobre la cosa, y te movías sobre ella, restregabas lo de abajo, uno gemía, sentía esta vibración deliciosa por todo el cuerpo que iba en aumento hasta que uno ya no daba más, ya no soportaba tanto, y terminaba en un momento interminable, perfecto, glorioso, que se apagaba lentamente en sueño. Al final me tenían que levantar porque no me desmontaba, quería estar allí para siempre.

Fue un lindo tiempo que duro mucho, uno se olvidaba de sentirse mal, del miedo que alguna vez pasó. Vivíamos embriagados por la comida y el placer. Nos quedábamos tirados la mayor parte del tiempo sobre la fresca caca disfrutando el peso de la comida en el estómago, recordando la última visita al lugar del placer, y esperando la próxima.

Un día se llevaron a uno de nosotros. Se fue contento pensando que iba al lugar del placer. Pero no volvió. Fue raro, nos habíamos acostumbrado los cuatro. Más raro fue cuando trajeron al nuevo: un joven grande, como nosotros cuando recién llegamos. Al poco tiempo vinieron por mí, me fui contento, pensaba también que iba al lugar del placer. Pero no, me llevaron a otro lado, por los corredores por donde llegué a la tercera casa. Me llevaron hasta una reja, y entre los barrotes vi que pasaba una muchedumbre por un corredor. Recordé la primera mudanza y la piel se me encogió. Cuando abrieron la reja quise regresar, pero me agarraron y me empujaron al corredor. Chillé con todas mis fuerzas, no podía venir a pasar de nuevo por ese sufrimiento en vez del placer de siempre. Me resistí, pero con los erguidos era imposible hacer lo que uno quería si ellos no estaban de acuerdo. Me metieron en la fila apretada, entre los otros que chillaban, y yo empecé a chillar aún más entre ellos. Estos otros eran nuevos, mas chicos que yo, más jóvenes, y no entendía qué hacia yo ahí. Corrimos lejos hasta que entramos a una casa grande, enorme, donde muchos otros ya habían llegado. Allí había comida y agua, entonces me relajé.

Mientras comía, vi que de rato en rato iban saliendo algunos por una reja. La abrían y la cerraban, pasaban sólo unos cuantos. Me acerqué por curiosidad y pensé que por allí llegaría a una casa nueva y mejor. Eso me tranquilizaba, recordaba el placer y me acercaba a la reja de donde venía un olor maravilloso, dulce, el dulce exquisito que tan pocas veces los erguidos me habían dado. Me uní a los que se estaban apretujándose contra la reja, hasta que la abrieron y entramos. Pero no había nada dulce allí, nada bueno, lo que había allí era miedo, mucho miedo. Entramos a un corredor corto y muy estrecho que hacía que la fila avanzara de uno en uno. El primero empezó a chillar como nunca había escuchado, tanto que todos nos contagiamos, y chillamos también fuertísimo. Yo estaba último y de repente un erguido saltó al corredor, detrás de mí. Del susto brinqué, me resbalé y quedé patas arriba, atorado en el corredor. El erguido me pasó por encima, y fue empujando a los de adelante. Se escuchaban chillidos muy fuertes y como silencios, chillidos y silencios. Hasta que hubo sólo silencio.

Entre dos erguidos me enderezaron. Inmediatamente abrieron la reja de atrás y entraron tres que me hicieron ir hasta la reja final. Lo que vi hizo vibrar mis huesos y mi corazón, tanto que no podía ni chillar. Era un cuartito asqueroso, sucio todo con el líquido que sale de las heridas, con un par de erguidos echándole agua al piso, quitándole el rojo que lo cubría. Todo esto sólo me daba la idea de que lo que se venía era malo, lo más malo, y yo no debía estar allí. Abrieron la puerta y me arrastraron al medio de cuarto, frente a corredor oscuro y alto. Uno de los erguidos sucios levantó una vara larga y me la acercó al lomo. En el momento justo en que la vara me tocó, sentí que me atacaban miles de dolores, como si me apretaran con fuerza, al mismo tiempo, cada uno de los adentros del cuerpo. Luego todo se puso negro, como cuando se duerme. Sentí un ligero calor en la garganta, sentí que me movían, me ponían de cabeza. Después un hincón en la pata, y después frío, mucho frío, hasta que no sentí nada más.

He aparecido aquí, y floto no sé hacia donde. Es un lugar todo negro, y atrás, adelante, y a los lados, flotan conmigo unas luces, cantidades de luces sin brillo, grandes y ovaladas. No veo mis patas y no tengo hambre. Esto es muy extraño, espero que algún erguido me saque de esta fila.

Imagen: Barri Olson, Dark Abstraction.

Wednesday, February 22, 2006

Los últimos

Autor: Sebastián Esponda
(Huancayo, 1976)

Para aprovechar mejor el sol y elevarse sobre la creciente capa de contaminación que había dejado la última Guerra de Satélites, las Plantaciones flotaban a cinco kilómetros del suelo. Estaban construidas sobre plataformas de titanio, cubiertas por metros de capa de tierra orgánica, que ocultaba una red de irrigación. Por medio de una gigantesca tubería-ancla recogían agua y anhídrido de las ciudades y devolvían oxígeno, producido por los bosques cultivados en miles de hectáreas de un suelo químicamente fértil. Cada Plantación contaba con un complejo habitacional similar a un rascacielos donde vivía una comunidad de individuos dedicados a la conservación del biosistema. Aquello era parte de la política del Nuevo Sistema Mundial (NSM) para restablecer el ecosistema perdido, luego de las sucesivas guerras que habían envuelto a todos.

El alba se esfumó y el sol brilló casi al mismo tiempo. Era un nuevo día en la Plantación N8. La pradera era un manto limonado que rodeaba el rascacielos aún envuelto en el silencio que venía del bosque.

Una lengua de sol penetró por la ventana del cuarto, lo despertó. Por un instante, sobre la cama, contempló la blancura del cielo raso colorearse de un tono amarillento, cálido. Comprendió que era hora de trabajar.

Se puso el uniforme acostumbrado y salió a realizar las labores que le correspondían en la Plantación. Afuera se encontró con el viejo Al, otro trabajador.

—Qué hubo, Al. ¿Cómo estás? Listo para el fin de semana.

—Con este maldito calor quisiera estar abajo en la ciudad, disfrutando de las tinieblas perpetuas, y no aquí friéndome a fuego lento en esta plataforma.

—No se está tan mal, Al. Recuerda que mañana es día de paga. Bajaremos a la ciudad, buscaremos un bar, alcohol, dermos, mujeres, y luego mujeres y después más mujeres.

—Sabes muchacho… a mi edad me conformo con una erección.

—Vamos, Al. Anímate.

—Humm.

Iban por unas escaleras-ascensores hacia la zona de embarque, rodeados de otros uniformes coloreados de acuerdo al piso y la sección en donde trabajaban. Era un ejército de trabajadores listos a darle batalla a la tierra a comienzos de la primavera.

—Ya estoy demasiado viejo para bajar en estas cosas, mucho zarandearse a lo horizontal, a lo vertical, me produce mareos. Pediré que me cambien a la sección de los mecánicos, en la primera planta; si no, me largo.

—Sólo puedes hacerlo si eres mecánico.

— ¿Y qué? Si necesito aprender algo ellos me enseñaran, tengo amigos en esa sección.

—Estas muy viejo para aprender, y las leyes NSM prohíben cambiar así como así de trabajo. Para cada profesión hay un diseño de vida determinado, ajustado a las necesidades, ya nada se deja al azar como antes.

—Tienes razón sabelotodo. A veces quisiera que todo fuera más fácil.

—Por qué no disfrutas un poco más de la vida, Al. Mira, si me acompañas el fin de semana: yo invito los tragos.

—Ya estoy viejo para esas cosas. El nuevo hígado sintético que me pusieron hace dos años no ha sido diseñado para soportar el alcohol. Tú sabes lo difícil que es conseguir uno de buena calidad en el mercado negro, y sobre todo con mi sueldo.

—Entonces te compraré unos dermos. Es más, serán dermos de testorena, te los adhieres a la piel y… ¡zas!, directo a la sangre.

—Y después pasará lo peor. Ya me lo imagino. Me los colocaré en el escroto mientras me dirija a la zona rosa, aparecerá algún chulo y me ofrecerá su mercadería. Para entonces ya estaré besando el cielo y le creeré y le daré mi chip de créditos. Me llevará a un cuarto oscuro iluminado con una bombilla de plasma de baja densidad. Allí estará una escultura de mujer poco sesos, y me la pasaré bien hasta que me dé cuenta de que su piel es muy fría y lisa, allí, donde no debería ser… Y sí, maldición, sucederá que es un droide, un modelo antiguo hecho para el placer. En la penumbra, su piel de resina elastómero la delatará, toda sin poros… ¡Oh maldición! No gracias, muchacho.

—Eres un aguafiestas, Al. Es cierto que casi el setenta por ciento de los habitantes del mundo son droides; pero yo conozco un sitio donde hay mujeres de verdad.

—Y son feas como un sapo y llenas de prótesis de la era nuclear ¿Verdad? Mierda. Si lo pones de ese modo prefiero a las droides, pedazos de cables. En serio, muchacho, esas cosas saben sacarle la leche hasta a un pedazo de piedra. Prefiero hacérselo a una escultura de plástico que a una bola de sebo.

—Vaya, Al, bueno. Si te decides me avisas. A propósito sabes que esas cosas no envejecen, no se cansan, no respiran, no duermen, no sienten calor, ni frío. Es más, los pobres ni siquiera saben lo que son. Creen que son seres humanos, con recuerdos y todo. Y el día que descubren la verdad enloquecen, su programa principal entra en conflicto con todos esos emuladores de sensaciones que cargan. Ellos no saben disfrutar de la vida en verdad, ni siquiera están vivos, vivos como las plantas y los animales, digo… Aparecen y ya, algunos parecen viejos, niños, jóvenes, pero nunca cambian. ¿Cómo se le puede pedir a una máquina que imite el ciclo de la vida: nacer, crecer, morir?

—No sé muchacho, pero al paso que vamos un día sucederá. Ya nada me sorprende. A veces me hubiera gustado ser una de esas cosas. Son sólo máquinas. Los sentimientos y los sufrimientos del hombre están lejos de su alcance.

—Qué poco aprecias la vida, de verdad… No te olvides del enorme vació de locura y desesperación que deben sentir cuando entran en conflicto al descubrir que todo sus recuerdos y ellos mismos son sólo artificiales.

—Humm —repuso Al.

Luego de bajar, subieron a los vehículos de transporte que los llevaron hacía unas parcelas de tierra donde tenían que sembrar árboles y verificar el crecimiento de otras especies. La radiación solar calentaba la Plantación N8 y a sus trabajadores, todos protegidos por una pelícúpula de ozono.

Al mediodía, a la hora del descanso, se echaron bajo la sombra de un roble macizo como un elefante, que Al ayudó a crecer sintéticamente en dos años.

—Oye, Al, ¿sabes qué leí en un periódico la otra vez?

—No.

—Dicen que los científicos están perfeccionando programas y sensores especiales para que los androides capten la sensación de calor y frío. No sé cómo harán para implantarles esas cosas sin que entren en conflicto.

—No me importan esas chatarras. Ahora sólo quiero descansar. Soñar con un bosque en la tierra, no sobre un plato volador… Un cielo azul de primavera… Un paisaje de antes de la Guerra de los Satélites… Estoy tan cansado.

Al cerró sus ojos, los cuales, durante ochenta años, le habían permitido observar el mundo cambiando a cada instante.

—Al, el otro día leí que los científicos pronosticaban que dentro de ochenta años la tecnología se desarrollará tanto, que los droides serán más orgánicos, y podrán crecer y envejecer, pero no llegarán al pleno entendimiento de algunas sensaciones, como nosotros; o sea, no podrán saber cómo es respirar o fatigarse o sentir el placer de una brisa al mediodía. También leí, no recuerdo dónde ni cuándo, que un ecologista dijo que la última especie en peligro de extinción, luego de que todos los animales desaparezcan, será el hombre. Él propuso al NSM que cuando quedemos muy pocos se pongan placas en el lugar donde hayamos muerto, para que esas máquinas se recuerden de nosotros, sus creadores. ¿Te imaginas lo que dirá mi placa, Al? ¿Te lo imaginas, Al? ¿Al...? ¿Al?

Al día siguiente, bajo la sombra del roble, yacía descansando solo, el amigo de Al. Pasó por allí un trabajador de la Plantación y se detuvo frente al árbol. En voz alta leyó la inscripción de la placa de acero colocada en el tronco del árbol.

—"Al último ser humano, quien yace bajo las raíces de este majestuoso roble que sembró y cultivó con sus propias manos. En memoria de Al”. ¿Conoció a este humano? —preguntó.

—Fue mi mejor amigo. Pero la placa se equivocó. El último de los humanos soy yo. ¿Lo has entendido, droide?

—Ah…Ya veo, usted es el modelo defectuoso que andaba buscando el NSM desde hace tiempo.

—¿Qué?

—A todos los de su serie los reemplazaron hace ochenta años. No sé cómo se les escapó usted. De todas maneras no se preocupe. Su memoria se volverá a reactivar en un nuevo cuerpo. No sabe cómo ha avanzado la tecnología.

—¡Yo no soy una máquina! —gritó furioso, incorporándose—. No soy una máquina... No soy una máquina… No soy una máquina… No soy una máquina…

Continuó hasta que empezó a convulsionar y se desplomó. El otro fue a buscar ayuda.

Debajo del roble se retorcía una forma humana enredada en chispazos de electricidad y traqueteos. El cielo, azul profundo a esas horas, derramaba un baño dorado de luz y soplaba una brisa de aire puro y fresco que jamás sería respirado por un hombre.

Tuesday, February 21, 2006

Asiento ocupado

Autor: Jorge Salcedo Chuquimantari
(Huancayo, 1982)


Me despiertan las náuseas.
Lo que pasa es que los 42 kilómetros que separan a Huancayo de Jauja, el incómodo asiento cubierto de cretona descolorida, el olor a petróleo y a comida malograda que inundan el interior del ómnibus donde ahora me encuentro, son razones más que suficientes para causarme estos estragos.

El aire gélido que entra por la ventanilla averiada me despeina, se lleva un poco del desagradable olor, y eso hace que me sienta, extrañamente, algo aliviado.

El caso es que no me explico qué puede haber ocurrido; recuerdo haber cumplido con el ritual que acostumbro a realizar, mecánicamente, cada vez que salgo de viaje, aunque este no sea, como el de ahora, especialmente largo; me refiero a que no probé bocado alguno, y además tomé el antiemético de rigor: gravol, ¿o acaso fue dramamine?; sea cual fuere la pastilla que tragué, literalmente, hoy en la mañana, ahora lo sé, estaba vencida. Mala suerte.

Intento relajarme, convoco la imagen de una mujer. Andrea. No sé por qué pero recordar su nombre siempre me tranquiliza. Será que, cuando estoy algo incómodo, siempre reclamo la imagen de una mujer. Y Andrea, simplemente, es la última que cortejé. La que estoy cortejando, para ser sincero, por la que estoy soportando este asfixiante, agobiante viaje.

Es la enésima parada del autobús. Veo que sube una chica. Tiene unos 17 años y es muy atractiva. Es el tipo de chica que siempre quise que se sentara a mi lado. Morena. Viste informalmente, con jeans negros ajustados, y zapatillas. Su abrigo está cerrado, pero puedo distinguir el cuello redondo de una camiseta blanca. Viene hacia mí. Se sienta a mi lado. Es imposible, pero no puedo evitar mirarla.

Noto que también me mira.

Al principio es imperceptible. Pero lo noto. Voltea a verme por un instante, rápidamente, disimuladamente. Luego, cuando intento devolverle la mirada, ella baja los ojos. Se ruboriza. Sonríe. Finalmente, como venciendo su timidez, me dice:

—¿Por qué me miras tanto? ¿Ah? Ya sé —de pronto su rostro se entristece—. ¿Se nota, no? Pensaba que no. Bueno, si se me nota, no tengo por qué esconderla. ¿Quieres que te la enseñe? —esboza una sonrisa pícara—. ¿Te la enseño? —se da aires de interesante, luego, como quien trasmite un oscuro secreto baja la voz y alcanzo a escuchar:

—Esta bien, mira.

Se abre el abrigo y me deja ver una grave herida de puñal en medio del corazón. El resto de la camiseta blanca esta teñida en sangre.

—¿Ves? Estoy muerta. ¿Verdad que no se nota a primera vista? Apuesto que tampoco lo notaste tú. Ni yo lo noté. Es que todo fue tan rápido. Repentino. Sorpresivo. Es aburrido además, porque nadie que está vivo te escucha. Al principio me sentía tan insegura. Es como que si te diera la regla sin parar y por el pecho. Perdona que me interrumpa —me dice molesta— pero no me mires demasiado la herida por favor. Odio a los hombres que no pueden levantar la vista del pecho de una.

Aparto la mirada. Cierro los ojos. Estoy aturdido. Es demasiado para mí. Me siento flotando en una dimensión atemporal. De pronto escucho el sonido de una sirena de ambulancia cada vez más cerca. Veo a los pasajeros adosándose alarmados hacia donde me encuentro arrellanado. Algo anda mal —pensé. No sé por que, pero el rostro que alcancé a ver reflejado en los vidrios mugrientos, con los ojos lívidos y una mueca de espanto como hechizada, antes de que me bajaran del autobús y me depositaran en una camilla…no me sorprendió.

Monday, February 20, 2006

Última noche

Autor: Giancarlo Poma Linares (Lima, 1985)

Juan de Orrantia reconoció el paradójico pero consecuente final cuando tuvo que abandonarse a la inapelable gravedad de los párpados, acaso triste por el tremendo grado de conciencia; mucho más resignado, sin embargo, ante alucinaciones futuristas, clarividencias eventuales de un epílogo curioso en donde cabía aquella frase trillada del pudo ser que no fue ni será. Se reprochaba, asimismo, los afectos inútiles, la senectud inconclusa y el apego al tiempo, ese ente que le obsequió el deseo que ahora entendía como condena, a minutos del último regreso.

La noche anterior, el día después, lo había comprendido jugando con Roberto, su hermano mayor, a quien volvía a vencer en damas deslumbrando a la familia con sus habilidades precoces. Tenía planeado, además, sorprender con la lectura al año de nacido, ignorantes los otros de la experiencia que le concedían siete décadas y media de existencia: medallas en atletismo, dos títulos universitarios y un oficio del que se jubiló con el respeto que las canas le otorgaban. Pero tal vez sea mejor procurar un inicio tradicional, de modo que el revés de su vida no nos atrape también a nosotros y terminemos por comenzar, que es precisamente lo terrible en su biografía.

Hubo de ocurrir la tarde en que le detectaron un cáncer terminal, síntoma inequívoco de que los cigarrillos tardan pero no olvidan y de los demás excesos de una juventud que añoraba y pronto ocurriría de nuevo. Se sentía exhausto, sus hijos le devolvían miradas de desesperación, mientras los nietos no entendían por qué el abuelo De Orrantia no se alegraba al salir de la clínica si a uno supuestamente lo despedían luego de sanarlo. De regreso a casa, anduvo tarareando un tango y sólo entonces la letra le pareció fatal: “Adiós muchachos ya me voy y me resigno, contra el destino nadie la talla, se terminaron para mí todas las farras, mi cuerpo enfermo no resiste más”. Y volvió la vejez a darle en la cara al saberse conducido en su volvo blanco humo de toda la vida, ese que ninguno de sus hijos fue capaz de vender y al que ahora perseguían desde sus otros autos, como un cruel ensayo de cortejo fúnebre. Observó al menor de ellos al volante descubriendo que era fiel reflejo de su robustez y lozanía de antaño y a su lado vio a la nuera joven, bella incluso en una situación extrema, mujer de piernas largas y cabello ensortijado que sin duda alguna ahora le era inalcanzable, utopía que antes su mujer caracterizaba mejor aun, y con la que se reuniría, según el desahucio, en la brevedad posible. María, que por las noches lo arrullaba después de hacer el amor, como una madre con su recién nacido. María, que años después perdonó su ineficacia en la cama reemplazando el placer carnal por un amor casi filial al velar su sueño. María, a la que amaba extrañándola en cada rincón de la casa, antes inundado del garbo femenino y ahora tan vacío y viejo como él.

Viejo. El concepto se perdía y encontraba una y otra vez con mayor intensidad: anciano, decrépito, cadáver. La carrera estaba por terminar pero llegar primero le significaría perder, ya no como en su época de atleta promesa, la misma que tuvo que incumplir para presentarse a la facultad de Derecho en donde años más tarde haría las veces de maestro.

Luego de las despedidas correspondientes y de la vana insistencia de sus hijos por quedarse con él, se mantuvo echado en la cama, a la espera de que sucediera. Quería dormir, pero un hombre de setenta y cinco años con cáncer terminal le teme al sueño tanto como a la muerte. Aun así, cerró los ojos sin imaginar que despertaría con los mismos dolores del día anterior, y sin las huellas de las inyecciones. Sospechó que su cicatrización le sacaba la lengua al mejorar durante el ocaso de su vida, y telefoneó al mayor de sus hijos.

—Creo que desde que me avisaron del cáncer, va a fastidiarme cada mañana para sentar su presencia— dijo tan naturalmente como pedir cinco panes para el desayuno.

—¿De qué cáncer hablas, papá? —le preguntó el hijo—. Si te sientes mal vamos al doctor para que te revise, pero no andes diciendo tonterías.

Le restó importancia a la supuesta confusión y esperó la visita de su primogénito. Tampoco dudó cuando vio la fecha en el calendario del reloj y las noticias repetidas. Todo podía pertenecer a una secuencia común de errores humanos, y prefirió callar hasta que le repitieron los saludos, la hora de llegada a la clínica, la tomografía y el diagnóstico. Su estupor se vio acrecentado cuando de sus labios el tarará con el que imitaba el tango renacía. La letra volvió a parecerle fatal, al igual que el volvo blanco humo jamás vendido, su hijo menor al volante, la nuera hermosa, el ejercicio del cortejo fúnebre, las insistencias por velar su sueño, el terror al reposo. Consideró que fuera una fantasía onírica producto de la mala noche, mas entonces le aterrorizaría despertar y volvió a dormirse, convencido de que interrogarse le haría perder un tiempo del que no disponía.

Por la mañana, despertó sin el dolor. Tratando de romper la rutina, ignoró el aseo matutino y encendió el televisor con el que se distrajo en noticieros y un programa del que era fiel espectador y que no pensó hubieran repuesto. El timbrar del teléfono intentó interrumpirlo pero no respondió. De Orrantia no tenía por qué responder, era mejor que se acostumbraran a su ausencia. Las timbradas se incrementaron y alzó el auricular lo suficientemente enfadado como para pronunciar el aló más rotundo de su vida. Una vocecita tímida le contestó el saludo.

—Profesor De Orrantia, el decano me pidió lo llamase para averiguar el motivo de su falta. Noto que se encuentra un poco mal de la garganta.

—¿El Decano? —preguntó De Orrantia—. ¿De qué Decano me habla... señorita Talledo? —tanteando la voz de la secretaria del Decano de la facultad en la que trabajó casi veinte años.

—Sí, profesor De Orrantia. Tal vez no me reconoció, pero acá en la universidad los alumnos andan preocupados por su ausencia, sabe usted que pronto vienen las pruebas de fin de ciclo y siempre quieren aclaraciones.

—Pero, señorita Talledo —pudo finalmente articular con calma—. Hace años que no dicto cátedra en la universidad. Me habla incoherencias.

—¿Se siente mal, profesor? Usted está contratado durante todo el ciclo —le contestó la secretaria—. Y normalmente renueva cada semestre —agregó.

Colgó, odiándose por no respetar la rutina del dentífrico, el jabón y el espejo. Marchó al baño y vio que el cuerpo ya había desechado las canas, un par de arrugas y ese gesto de inválido consecuencia de su jubilación. En efecto, era diez años más joven. El asombro dejó paso a la contemplación detenida de su figura. Trabajo, sueldo, aporte, utilidad. Se afeitó apresuradamente y se puso el mejor saco porque aun podía llegar a su clase de la tarde y anunciar una recuperación para el otro día: sus alumnos agradecerían la preocupación y sabrían disculpar porque lo necesitaban. Eso era lo verdaderamente maravilloso: lo necesitaban.

En la universidad se topó con sus antiguos (actuales) colegas, y recibió con agrado las bromas de su ausencia. Se apoderó nuevamente de su oficina y bendijo la fotografía de su mujer, los exámenes a corregir sobre su escritorio y los mensajes en el teléfono. Se paseó quince veces alrededor de la facultad antes de entrar a su clase de la tarde, como queriendo recordar cada paso, cada mirada de respeto. Ya en el aula, respondió atento a cada pregunta planteada por los alumnos y predestinó un veinte para todos si estudiaban con rigor. Uno que otro joven ocurrente aplaudió al final de su clase y el profesor De Orrantia, que jamás imaginaría un cáncer terminal en su pasado futuro, se acercó a los entusiastas y los felicitó por la broma, instándolos a reunirse con él cuando deseen para conversar sobre cualquier duda que tuvieran o para cualquier tema que incluyese un par de cervezas y unos cigarritos, muchachos, que la vida es corta y hay que disfrutar. Terminadas sus obligaciones, preparó su clase del día siguiente y escuchó música en su oficina hasta que la luna se encargó de iluminar una oscuridad nueva y esperanzadora, por lo menos hasta entonces.

Continuó despertando a días ya ocurridos y recuperando vigor hasta la fecha en la que su victoria llevaría a la compensación mayor, aunque él sabía efímera. Cuando sintió el brazo sobre su pecho, permitió un par de lágrimas surcar sus mejillas. Volvió su rostro al de su compañera y no le quedó más que rendirse al llanto. Ella abrió los ojos y le acarició el mentón con la yema de cada dedo, en ese masaje tan de ellos como de ningún otro. Juan de Orrantia besó el cuerpo entero de su mujer no resucitada y más bien nunca fallecida y le hizo el amor con la ternura salvaje de quienes recobran aquello que dieron por inevitablemente perdido. Al cabo de mil abrazos, se fundieron en un beso primero y final, para confesar con palabras el amor que habían materializado. Juan de Orrantia quiso ahorrarse el sufrimiento del accidente vehicular que se llevó a María y la convenció de permanecer el día entero en casa.

Las mañanas siguientes pasadas fueron de sonrisas infinitas y planes para la fiesta de la noche y madrugarse y desvelarse para dormir y despertar a un ayer aun más fantástico. Revivió el día de su graduación, los años de noviazgo con María y el descubrimiento de la mecánica de sus cuerpos desnudos. Cortó el aire con su velocidad y luchó contra la misma fatiga de años anteriores (de aquel entonces) para subir al podio y colocarse la medalla de oro sobre ese pecho saludable que día a día, noche a noche, se mostraba más joven, más nuevo, más suyo. Cuando la renuncia a María ocurrió por ni siquiera conocerla, prefirió divertirse con la experiencia acumulada en un adolescente que sabía de artes adivinatorias, hallazgos científicos que solo él podía justificar, e incluso la solución a problemáticas sociales. Solamente cuando se convirtió en un niño genio y venció a su hermano Roberto, el mayor, en damas, le llegó la evidencia de que los extremos son relativos porque siempre existe un camino de ida y uno de regreso, tan solo depende de dónde uno parta. Y entonces, Juan de Orrantia reconoció el paradójico pero consecuente final al abandonarse a la inapelable gravedad de los párpados, acaso triste por el tremendo grado de conciencia, mucho más resignado, sin embargo, ante alucinaciones futuristas, clarividencias eventuales de un epílogo curioso en donde cabía aquella frase trillada del pudo ser que no fue ni será. Y se reprochó, asimismo, los afectos inútiles, la senectud inconclusa y el apego al tiempo, ese ente que le obsequió el deseo que ahora entendía como condena, a minutos del último regreso. Porque se escuchó plañir ante la novedad inminente, ante cosas que conocía e ignoraba a la vez, en un génesis que ya había ocurrido, como todo y a todos, y cerró los ojos para saber que ya no sería la utopía poseer a una mujer de piernas largas y cabello ensortijado, sino la otrora rutinaria función de abrir los ojos, sacudirse la pereza y “despertar”, esa palabra tan hermosa.

Imagen: Regression, de Alyssa Monks.


Sunday, February 19, 2006

3:15 p.m.

Autor: Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980)

Es algo más que simple: que yo recuerde, me pasa todos los días y dura sólo un minuto, raras veces dos. Mi ojo izquierdo se trastorna justo a las tres y cuarto de la tarde. He hablado al respecto con infinidad de oculistas y ellos siempre, dibujando sonrisas incrédulas o musitando ñoñerías, han dudado de la veracidad de mi singular afirmación. Los más generosos me tildan de hipocondríaco; otros –hablo de los peores– me recomiendan sin el menor empacho a curanderas o loqueros y asocian lo mío a paranoias y delirios pasajeros. ¡Ya estoy harto de los escépticos de bata blanca!

En cierta ocasión, tuve a mal el tomar una previsible decisión: asistir a una nueva consulta médica exactamente a las tres de la tarde. De esta manera, un experto en la materia estaría a mi lado en la hora crucial.

-Ahora veo distinto, doctor –le informé señalando mi ojo izquierdo con ambos dedos índice. El consultorio era el más escueto de todos los que había pisado: apenas había un minúsculo reloj de pared escoltado por un par de diplomas del colegio médico. Eran, pues, las tres y quince.

-¿Cómo dice? –me preguntó acercando el oftalmoscopio… ya me sabía de memoria el nombre de ese aparato que no servía para nada que no fuera perder el tiempo.

-Con el izquierdo, doctor, el problema es con el ojo izquierdo. De mi ojo derecho no tengo quejas.

-¿Ve o no ve con el ojo izquierdo?

-Veo, pero veo cosas que no quisiera ver, ése es el inconveniente. Veo cosas que, ¡créamelo!, preferiría no ver.

-¿Qué ve?

Recién acababa de conocer al doctor Camargo. Apenas quince minutos atrás le había estrechado la mano por primera vez en toda mi vida –me lo recomendó mi primo Nemesio, decía que era de los mejores oftalmólogos de la ciudad–; pero con el ojo izquierdo veía muchas cosas ocultas, íntimas: la noche anterior, saliendo casi a escondidas de un prostíbulo de la avenida Ejército… corriendo hacia su auto… ¡Está muy asustado! El pobre no lo puede ocultar: tiene miedo de que alguien lo reconozca. Sube a un vehículo plomizo y, nervioso, se seca el sudor de la frente con su corbata cuadriculada. Mira hacia todos los lados y recién enciende el motor…

-Veo su canita al aire de anoche, doctor –le dije con la mayor naturalidad del mundo-. Eso es lo que veo: ayer usted se fue de putas.

Se sonrojó y empezó a sudar, pero esta vez no se secó la frente con la corbata (era la cuadriculada, la misma de ayer), sino con un pañuelo que sacó de uno de los cajones de su escritorio.

-No sé de lo que me habla… –me dijo agachando la cabeza y regresando el pañuelo al cajón.

-¿Quiere que siga? –le pregunté.

Bastaba mirarlo para saber lo que el infeliz quería: que me retirase cuanto antes de su consultorio. Las imágenes, una tras otra, seguían desfilando por mi ojo izquierdo: tres jóvenes, seguramente sus hijos, todos lejos, muy lejos… una mujer con la cabeza rapada, el rostro desencajado y un cuerpo depauperado que reposa en una cama de sábanas rosadas: ¡era su esposa y estaba muy enferma!

-Los tres se fueron para siempre –le dije con mucha pena.

-¿Quiénes? –me preguntó pasmado.

-Sus hijos, doctor. No los volverá a ver.

-¡Qué sabe usted de mis hijos! –exclamó dibujando un mohín de desprecio-. ¡Loco! Está usted medio loco… y si no medio, entonces completamente.

Lo miré estudiando todos sus movimientos y quise decirle que el único loco era su hermano mayor (estaba atado a una camisa de fuerza en la habitación de un hospital que yo no alcanzaba a reconocer)… pero eso no venía al caso, además había cosas más importantes que decirle:

-Vaya a verla pronto, no pierda más el tiempo conmigo.

Me miró, pero esta vez ya no pasmado, ahora estaba totalmente aterrado. Se soltó la corbata y me preguntó:

-¿Qué carajos le pasa a usted?

-A mí nada pero a su mujer, en cambio, le está pasando de todo: va a morir esta noche. Ella ya lo presiente, por eso quiere verlo, quiere ver a sus hijos… Oiga, disculpe que me entrometa, pero me parece inaceptable: ¡su mujer está en las últimas y usted que se va de putas! Vaya, doctor, ¡vaya a verla ahora mismo! Despídase y dígale que ellos no volverán… No sea cobarde, ¡dígale la verdad!

-¿De qué verdad me habla, loco de mierda?

-De la verdad, la verdad más oculta… la verdad que su mujer se iba a llevar a la tumba: ella se acostaba con ese tipo alto, bigotón, el de la casa de rejas y el jardín de magnolias, creo que es su vecino.

Se paró deprisa de su asiento y me lanzó un bofetón tan fuerte que casi me tira al suelo.

-Creo que es su vecino, doctor… –fue lo último que le repetí.

-…También mi mejor amigo –me dijo y, como un poseso, salió corriendo del consultorio. ¿Hacia dónde? Eso sólo Dios lo sabe.

A los dos días pasé deliberadamente por el cementerio. Estaban enterrando a la esposa del oculista. Había muy poca gente, apenas un racimo de veinte personas. No estaban ni el doctor Camargo ni sus hijos… tampoco su vecino (el sujeto del mostacho, de las rejas y las magnolias). Mientras me preguntaba qué habría sido de ellos dos, me acerqué al cortejo fúnebre percatándome de que todos me miraban extrañados. Al poco rato, me di cuenta de que estaban esperando al párroco del cementerio para rezar el responso. El Padre Joaquín era célebre por su impuntualidad.

-¡Qué barbaridad, no llega el Padre! –exclamó una mujer que estaba casi a mi costado. Me miró, se abanicó el rostro y lo pensó bastante antes de preguntarme-: ¿Qué hora tiene usted, por favor?

-Las tres y diez –le dije muy angustiado, y salí casi corriendo del cementerio. No hubiera sido nada saludable el estar allí a las tres y cuarto.

Imagen: Black Eye, de Kate Hannant.

Tendré que confiar en ella

Autor: Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980)

Hace muy poco entró a mi habitación y, casi ordenándome, me dijo que bajara a desayunar. Le pregunté su nombre de inmediato. No me lo dijo. Me miró con cierta ternura y me informó que ella era mi esposa. “Llevamos cuarenta y tres años de casados”, me dijo. Le volví a preguntar su nombre y, antes de responder, se puso muy seria. “Soy Clara… Clara, ¡tu mujer!”. Es cierto: es clara, tiene una piel de porcelana y unos intrigantes ojos almendrados. La siento sincera, honesta a más no poder; sin embargo, no podría asegurar que sea mi esposa, porque simplemente no recuerdo el haberme casado (tampoco recuerdo el siquiera haberme enamorado). Le quise preguntar mi nombre pero me contuve, tengo que recordarlo solo. Juro que no sé cómo rayos me llamo.

Antes de salir de la pieza ella me dijo que yo estaba enfermo, que sufría de lagunas mentales y que a esa enfermedad mi médico de cabecera le llamaba Alzheimer. No le creo, me está mintiendo. ¡Cómo no voy a recordar una enfermedad tan alarmante! Me puse nervioso, tenso, y le dije que me quería ir. “¿Adónde?”, inquirió bostezando. Y no supe qué decirle… Adónde puedo ir si ni siquiera sé en dónde diablos estoy
...

En fin, no me queda otra: por el momento –y a pesar de mis muchos reparos– tendré que confiar en ella. Estoy muy asustado, confundido; pero intuyo que ella es más confiable que mi traicionera memoria.

Imagen: Voyeur, de Kamio Chambless.