Autor: Rubén Cano
(Lima, 1979)
Betancourt veía televisión, sentado en su sillón negro de cuero. Los noticieros no dejaban de comentar la conmoción que había estado provocando en la ciudad el caso del Estrangulador de Barrios Altos. Tres asesinatos en los últimos dos meses. Que ya nadie estaba seguro, que la población debería tomar las precauciones del caso. Pero Betancourt estaba aburrido de lo mismo. Cambió a un canal de deportes. De rato en rato se llevaba a la boca una botella de cerveza y acometía prolongados sorbos en medio de los gritos enardecidos de un narrador de fútbol. En un momento su mirada se desvió y cruzó el vidrio hasta llegar a una paloma que se había posado, como un recuerdo, en el pasamanos del balcón, y que lo observaba con esos ojos pequeños, delineados en un tono azul. Luego giró la mirada hacia el otro lado. Sofía lo observaba desde una gran fotografía–retrato, en blanco y negro, con un juego espontáneo de luces y sombras que la hacían reluciente. Los cabellos caían ondeados sobre un saco oscuro, rodeando una pañoleta de seda amarrada al cuello. La natural sonrisa del momento disfrazaba esos intensos ojos tristes. Días después de haber tomado esa foto, una nota lo enteró de que ella se había marchado con sus dos hijos. Entonces también había bebido, pero reaccionó con una extraña sensatez. No se preocupó por ello –o más bien, no quería parecer preocupado–: “no faltará quién la ayude”, había pensado. Ni por sus hijos: “ya sabían todo lo que tenían que saber”. Tampoco halló los ahorros de cuatro años austeros que guardaba en la vitrina de madera bajo llave. Aquella vez le cruzó por la mente la idea de suicidarse, pero no halló tampoco el revólver. “Quizás a ella le haría mayor falta”. Decidió lanzarse del balcón, pero ni siquiera llegó a cruzar la puerta de vidrio. Mientras avanzaba todo iba desapareciendo, o más bien, tornándose difuso. Cuando despertó, tumbado en el suelo de parquet marrón, no se hizo problemas y solo encendió el televisor. Dejó de buscar el arma. Y así estaba ahora, en medio de recuerdos que revoloteaban a su alrededor, sintiéndose él mismo un recuerdo. Terminó de beber el último sorbo de la botella y la colocó en medio de varias otras que descansaban vacías a sus pies. La cerveza se filtraba refrescante, a borbotones, a través de su garganta. Luego destapó otra de las varias que le quedaban.
Rec. La madera cruje al subir las escaleras del hotel Paraíso junto a otros reporteros. De nuevo el angular recorriendo la habitación, esquina de Moquegua con Cañete, no pueden pasar hasta que llegue la fiscal, quizás fue una negativa, no tenía porque darle todo el servicio, vamos pues compadre, no creo que la fiscal se enoje si le hago un par de fotos, cállate, cállate que nos pueden oír, qué te pasa, vamos obedece, pero apaga el cigarro, habitación 211, la misma liturgia, las marcas en el cuello, ojos dilatados que reflejaban miedo y sorpresa porque nunca lo imaginó así, asfixia, la lucha por zafarse, vete a la mierda, no, no quiero, no me hables así, puta de mierda, ni lágrimas, ni aire, el aire había faltado de golpe entre sábanas amarillentas que se arrastraban rojas por entre las piernas, oye qué te pasa, ya está bien, duele, duele, por favor no me hagas daño, cállate, puta, estrangulada, mestiza, alrededor de veinticinco años, así, así, tranquila, tranquila, porqué lo hiciste, porqué no te callaste, porqué no obedeciste, nadie se dará cuenta, un par de preservativos usados, un vino barato, la quietud. Stop.
Bajo las escaleras, enciendo un cigarrillo. Avanzo a la camioneta mientras Bonilla y otros reporteros interrogan a un grupo de prostitutas de la zona. Siento unos ojos que me observan, devuelvo sutilmente la mirada, saludo a unos reporteros. ¿Dónde he visto antes esos ojos? Un par de policías de la División de Criminalística cruzan mi horizonte, el capitán Domínguez y el teniente Figueroa. Ambos se marchan, devuelvo nuevamente la mirada. Me acerco.
–¿María? –pregunto– ¿Eres María?
–¿De qué hablas, guapo? Yo soy Ruth –titubea un momento–, pero si pagas bien puedo ser hasta la virgen –añade luego en medio de risas.
–No me mientas, te reconozco –le murmuro mientras anoto mi número telefónico en un pequeño papel–. Ahora estoy trabajando, pero podríamos conversar uno de estos días. Espero que me llames.
–Sí, sí, también trabajo a domicilio –exclama indiferente.
Al alejarme siento que aún me observa. Estoy seguro que va a llamar. Entro a la camioneta, la espera de la fiscal demora y hay tiempo de echar una siesta. Antes de descansar cambio el angular por el teleobjetivo, acerco con el zoom aquellos ojos y a la vez un exiguo recuerdo. Hago unas cuantas tomas silenciosas.
Parece que acabo de cerrar los ojos hace un minuto y los he vuelto a abrir de golpe. Ya son las últimas horas de la madrugada, pero no tengo ni tiempo de observar la hora. Casi entre sueños, instintivamente aprieto rec y con dificultad logro acercar la grabadora buscando los labios de la fiscal, el peritaje preliminar ha comprobado que este crimen tiene relación con los otros tres, una voz tan muerta como el cuerpo que ya descansa dentro de la bolsa negra de polietileno, obedece al llamado ‘Estrangulador de Barrios Altos’, ritmo monótono de datos fríos, la División de Criminalística está haciendo las investigaciones del caso. Termina la jornada. Corro a la camioneta. Tengo que redactar las notas y dejar los rollos en la oficina de revelados del diario. El cielo aclara. Stop.
Esta vez, al contrario de aquélla, las cosas iban apareciendo de nuevo. Por un momento creyó que era producto del alcohol. No había forma de probarlo. Observó la foto familiar que descansaba en un portarretratos sobre el muro que está en el pasadizo de la entrada, junto al teléfono. De izquierda a derecha, él, Sofía, Amy, Joaquín y María, la nana. Más allá un cuadro de alto relieve que Sofía había hecho, el reloj de péndulo que tanto le gustaba, el cenicero grabado que le trajo de Catacaos, el sombrero mexicano que colgaba de la pared, el tapiz de alpaca, el viejo espejo de bronce. Cerró los ojos, sufría recordando el momento en que todo empezó a desaparecer: la vez que se escondió en el balcón, detrás de las cortinas, mirando el movimiento que había dentro de la casa. Sofía ayudaba a la pequeña Amy con sus tareas, y María, quien vestía unos shorts bastante cortos, jugueteaba con Joaquín. Una tierna imagen. Tierna como esa piel morena descubierta que lo provocó. Él nunca se dio cuenta de que Sofía los había visto a través de la rendija que dejaba la puerta entrecerrada del cuarto de servicio. Ambos desnudos, jadeantes, sobre la cama. Tampoco supo por qué habían despedido a María, ni cuándo Sofía había pensado en marcharse.
Nunca llegó a entender la situación del todo. Luego se puso en el lugar de ella. Le era difícil imaginarlo, pero luego visualizó a Sofía haciendo el amor con otro sujeto, luego a él mismo observando la escena, la sonrisa de placer que se dibuja en el rostro de ella. Sintió menudos atisbos de ira. “Creo que yo la hubiera matado. Dios mío, que tonterías estoy pensando. En realidad no, nunca lo hubiera hecho. O quién sabe. Es distinto imaginarlo que vivirlo. No, nunca lo haría. Estoy seguro. ¿Nos habrá observado largo rato? Quizás sus lágrimas cayeron en silencio, mientras se escuchaban nuestros resuellos. Quizás en un momento nos apuntó con el arma, quizás en un momento tuvo la intención de apretar el gatillo, quizás ese mismo día colocó el revólver en su cartera y pensó en utilizarlo luego. Quizás pensó en nuestros hijos, pensó y pensó. Luego decidió marcharse, dignamente, sin mencionarlo, orgullosa. Estoy seguro que sí nos vio. No existe otro motivo para que se haya marchado.” Otro sorbo de cerveza. “No, nunca lo haría, pero quién sabe”. Finalmente lo entendió resignado.
El humo escarlata flota en medio del espacio negro de la sala de ampliaciones. La tenue luz roja de la bombilla entona una danza de muerte. Una fila de imágenes colgadas adorna la habitación: decapitados, abaleados, apuñalados, estrangulados, aplastados, triturados, seccionados, atrapados. Cuerpos enteros y partes distribuidas. Hay un olor en el ambiente, o más bien, el recuerdo de ese olor como flatulencias.
Un fade desde el blanco y aparecen unos ojos que bucean en la cubeta de químicos, la mirada es penetrante, aún a través de las pequeñas ondas transparentes que van de un lado al otro, achicando y agrandando la imagen.
–Me siento un traidor –dice Bonilla en tono festivo, lanzándome un ejemplar de La Nación luego de entrar repentinamente–, la piratería es un gran invento, sin ella no tendría la música de la Fania, o las películas de Stallone o John Travolta.
La sección policiales es la única que utiliza fotos en blanco y negro. Esta vez tiene dos notas principales, además de una intervención de la policía a unos comerciantes informales que vendían videos y discos pirata.
–Ya veo porqué te quedas –añade Bonilla, mientras observa esa nueva fotografía–, encontraste una nueva modelo. Ahora la recuerdo, claro, fue la única que no quiso declarar, mientras todas se peleaban por salir en cámaras.
–Así que una puta tímida –digo.
El humo del cigarro que descansa entre mis labios me molesta los ojos y tengo que entrecerrarlos. Aún así, cuelgo la foto para que se seque.
Luego escribo ‘RUTH’ en una esquina.
María se había acostado casi al amanecer y se levantó cerca de las dos de la tarde, por los gritos de unos vagos en la calle y la música jaranera de los vecinos de la quinta. Sus pies descalzos, jóvenes, se arrastraron por las lozas ásperas de la pequeña habitación que arrendaba en el centro de la ciudad, mientras se rascaba los pensamientos, la garganta seca, el chorro de agua limpiándole hasta el alma, luego la piel de gallina, peinándose frente a un pequeño espejo antiguo, regalo de su madre, y la toalla blanca, seca, sobre su piel morena, grandes pezones erguidos, mirada triste a veces, dura otras tantas, jeans raídos, ceñidos a unas buenas caderas, ésas como para tener muchos hijos. Sale de la quinta. Recorre la cuadra uno de la calle Virgen Remedios, cerca de la avenida Colonial, entre el centro antirrábico y el parque de la Trinidad. Por allí hay varias quintas y las calles son más sombrías, aún de día, veredas rotas, ya no más tacos que suenan, ahora son zapatillas, y un pulóver azul con la capucha suelta, dejando ver sus cabellos negros, húmedos, y aquel semblante fresco, ella levanta el auricular, luego Betancourt, Horacio, ¿aún me recuerdas?, que sí, que tenía la esperanza de que llamaras, en el Manolo’s, entre Larco y Shell, media hora después. Ella no tenía el atuendo de trabajo, y ya no actuaba más. Sabía quién estaba detrás del angular de 35 mm. Y para él, ella ya no era un vívida imagen inerte ampliada y pegada en la pared del pasadizo. Ahora tenía color, tenía movimiento, no tenía pasado ni futuro, tenía presente, porque ambos quedaron en pensar sólo en el presente. Que hasta te he ampliado la foto que te tomé la vez pasada, y pregunta tras pregunta, que por qué se había dedicado a eso, que por qué no recurrió a él, sí, sí era posible que se quede en su casa, nada de eso va a pasar, no te preocupes, ya era hora de que hubiera un toque femenino para ordenar la casa que estaba patas arriba, que sólo no vayas a mover los objetos de su sitio, sólo límpialos, acomódate en tu antigua habitación, ya la conoces, que espero que no vuelvas a dedicarte a la vida fácil, a ese oficio deshonroso. Y ella que había trabajado primero en un casino, luego en una tienda de ropa, pero una amiga le mostró todo lo que podía ganar trabajando en un cabaret, y de ahí, ya te imaginas, Horacio.
Rec. Es como estar frente a una gran pantalla de cine viendo una de esas viejas películas peruanas de los ochenta. Esta vez, el tono gris, gastado y triste, ha dado paso a calles negras y temerarias que avanzan veloces, seguidas de casas y edificios adormitados, luego algunos balcones coloniales, veredas como embadurnadas de betún, la basura de sus jirones, aquellas almas deambulando perdidas, la luz amarillenta de los faroles que atraviesa el húmedo ambiente apolillado de Lima. La ciudad ha cambiado de identidad, se agazapa en la noche, ensombrecida por un futuro sin memoria, iluminada sólo por sus recuerdos memorables.
El silencio es apagado por un rugido artificial cuando la camioneta acelera sobre el asfalto mojado. Nos envuelve la luz de los postes y avanzamos como perdidos por un sendero incorpóreo que centellea rítmicamente cegándonos los ojos. Pero el negro Bonilla acelera aún más, esquiva hasta la llovizna y el frío viento de la madrugada, se rebela en cada cruce contra el temor a lo inesperado.
El rollo encaja perfecto. La vieja Canon de tres lentes descansa quieta a la altura de mi abdomen, colgando de mi cuello al igual que la grabadora reportera. A veces cuando tengo que realizar muchas tomas, el negro Bonilla usa la reportera y su libreta de apuntes y me ayuda con los datos. Cogemos la Vía Expresa y las llantas rechinan al frenar debajo del puente Aramburú. Salto de la camioneta, una rápida bocanada de humo y el cigarro que se apaga en el charco con un último suspiro. La cámara lista, el negro Bonilla enciende otro cigarrillo y se toma su tiempo, ritual inverso, recorro todos los detalles a través de mi angular, automóvil tipo sedán, azul, marca Hyundai Excel, placa PQ – 2532, totalmente destrozado, oye qué haces, no saques la cabeza por la ventana, ya mi amor, salud, órganos internos desparramados dentro de un acordeón de chatarra, tripas, el corazón como un puño cobrizo, dos acompañantes al interior del vehículo, las risas del licor, acá no, espera que lleguemos, la joven responde al nombre de Mariana Estévez, 25 años, soltera, con libreta electoral..., bolsas de maní, quizás la música invadía el ambiente, esa canción me gusta, acelera, acelera, me gusta la velocidad, deja esposo y dos hijos, la mano de ella sosteniendo una cerveza, vamos a bailar, mi amor, aún no quiero ir al hotel, todavía quiero bailar, qué haces, cuidado, cuidado, frenada intempestiva, el conductor tiene heridas leves, su nombre es Sergio Ramos Canchari, los gritos, el auto vuela –la cámara se ladea como siguiendo la trayectoria en el aire–, el cinturón suelto, y la disectomía hecha por las barandas de metal, repito, Sergio Ramos Canchari, ingeniero de sistemas, cristales rotos, soltero, con libreta electoral..., y el cuerpo atravesando la lluvia, primero diez metros, luego veinte, o cada vez que los otros autos arrastraban esa masa orgánica sin poder esquivarla debido a lo mojado del asfalto, se viene recuperando en el hospital Casimiro Ulloa. Enciendo otro cigarrillo y me paro junto a Bonilla. El cuerpo descansa frente a nuestros ojos. Hay un olor extraño, como flatulencias. Stop.
Habían pasado dos años desde que todos se habían marchado y Betancourt sentía que el pasado regresaba. Ya tenía la foto ampliada en toda la pared donde había estado antes el tapiz de alpaca, como preparando una bienvenida. Sabía que ella llamaría y no se equivocó. Esa misma tarde ambos gemían juntos, Betancourt irrumpía por detrás, la invadía por delante, ambos mezclaban exhalaciones y sudores, y ella incansable, y él que lo haces muy bien, que el oficio te ha enseñado, y ella que no te juegues con eso, que no es muy bonito que me lo estés recordando, y él que disculpa, que fue una broma, que pensé que sería gracioso, que no, no fue gracioso, pero me gustó, Horacio, me gustó.
Han pasado tres semanas desde que regresó, pero a veces Betancourt siente que ella aún está inerte en la pared. Luego se besan, ambos entrelazados debajo de las sábanas y todo vuelve a la normalidad. Van al cine, a ella le gusta ver esas películas indias que proyectan en el Capitol y el City Hall, y trata de no llorar, de no sentirse identificada, pero siempre el final feliz, pues está con él. A veces Betancourt le lee historias desde el sofá, junto a la ventana y ella riéndose, mirando desde la pared de nuevo, ella se mueve y todo está bien, peinándose frente al espejo, después de la ducha fresca, sus cabellos negros y esos ojos intensos que miran como estáticos.
Rec. Bonilla fuma recostado en la camioneta que descansa estacionada a un lado de la avenida Emancipación, junto a varios patrulleros, y observa un par de chiquillos desaliñados que salen temerosos de un callejón de enfrente. Miran atentos el movimiento de los policías, luego huyen unas cuadras más allá como escapando de esas perturbadoras sirenas, confundiéndose con las almas que deambulan perdidas por los bares, cubiertas por las luces rutilantes de los casinos y cabarets. Entro por una fachada de paredes descascaradas, detrás de todos los guardias. Adelante, adelante, que escapan, perseguimos lo mismo, lo de siempre, una serie de operativos que realizamos permanentemente en la zona, escoltados por las luces azul y roja de las patrullas, unas escaleras antiguas, con acabados de bronce, quizás una casa de lujo de la primera mitad del siglo, habitada ahora por vagabundos y locos que duermen apilados, algunos se despiertan sobrecogidos al ver que nos abrimos paso en la oscuridad, otros gritan perturbados, pasadizos angostos, madera apolillada, como ve, aquí se realizan actos sexuales sin ninguna medida de higiene o prevención, me cuido de no tocar nada, el pasamanos, la pared, las habitaciones llenas de pintas, catres pajosos corroídos de enfermedad, el flash a intervalos, olor a semen, excreciones, condones y sobrecitos de pasta básica de cocaína, huyeron a través de las ventanas abiertas al notar la presencia de nuestros efectivos, huyeron bajo la mirada de la luna llena, encuadres góticos, se sabe que hay menores de hasta catorce años que recurren a la prostitución para solventar sus vicios, logro transportarme a través del angular y escucho los gritos, la oscuridad gimiendo, todo el servicio para una breve inhalada, sexo engendrando infecciones, risas y aullidos en otra dimensión, apareamiento animal de seres humanos. Siento que inhalo enfermedad, que me contagio con sólo respirar el vaho de este desagradable resquicio de la ciudad. Stop.
Unos días bastaron para darse cuenta de que había sido un error. Betancourt llegó temprano ese viernes. Habían cambiado los turnos de fin de semana en el diario y ese día ni él ni Bonilla trabajaban. Entonces fueron a celebrar la noticia a un bar de Miraflores. Pasadas las doce de la noche ya habían bebido demasiado y salieron tambaleándose. Aún en ese estado, Betancourt no hizo ruido al entrar a su casa. Extrañamente buscó a María en medio de alaridos y expresiones vulgares, abrió la puerta de su habitación y exaltado solo atinó a gritar su nombre. El sujeto se levantó de un salto, y salió presuroso, casi desnudo. Betancourt no lo detuvo. La borrachera se le había pasado de golpe. María que le explicaba, susurrando, que no pensé que llegaras temprano, que perdóname Horacio. Él se dirigió a la ventana y observó cómo el sujeto corría asustado calle abajo. En la casa de enfrente alguien observaba a través de su ventana lo mismo. Se sentó en la cama y María, extrañada por la reacción, quiso aprovechar su serenidad, y que Horacio, que yo sólo te amo a ti, que nunca más lo volveré a hacer, y Betancourt, que no pudo más con su orgullo, la lanzó a la cama, tenía los ojos encendidos de rabia, que eres una puta, que me traicionaste, mientras se sacaba los pantalones, que qué vas a hacer, vamos, sigue, me gusta Horacio, sabes que me gusta, y que te calles, hagamos el amor Horacio, hagámoslo, que te calles, que me lastimas, cállate, que te calles, que está bien, pero no me hagas daño, que te calles, está bien, está bien, qué haces, no te burles de mí, maldita sea, no te burles de mí, me lastimas, cállate, que te calles.
María quedó en silencio, con la mirada perdida. Fue el mismo ritual, aquél que Betancourt sólo se imaginaba al observar a través de su angular. Había pasado al otro lado, se había convertido casi sin querer en un personaje de sus crónicas. Meditó buen rato sentado al pie de la cama, dónde descansaba el cadáver. ¿Qué haría? Toda su carrera, toda su vida derrumbada por una acción fortuita. No era justo. Entró al baño nervioso. Se miró en el espejo pensativo. “Yo no quise, yo no quise, yo no soy un asesino, no lo soy”. Luego bajó la mirada y se lavó el rostro. Al hacerlo observó que dentro del bote de basura descansaban un par de preservativos usados. Sintió cólera nuevamente. En un momento llegó a pensar que ella lo merecía. Que cómo pudo haberlo traicionado de esa manera. Ella lo había convertido en eso, en un asesino. Un asesino, ¿no? Un personaje, un personaje de sus crónicas. Instantáneamente sintió que le retornaban las esperanzas. Por qué no terminar de actuar ese papel, por qué no intentar no ser descubierto. Agradeció en ese momento haberse enterado de que lo hicieron varias veces, de que había pruebas que podrían ayudarlo. Haría dos llamadas. Cogió el celular. Bonilla era el único que comprendería la situación. Que he tenido un problema, que luego te lo explico todo, que necesito tu ayuda, que antes de venir compres uno de esos vinos baratos, que entres por la puerta trasera, que finjas que te sorprendes cuando te llame nuevamente, cogió el teléfono de la casa, que Bonilla, que han matado a María, que llames a la policía. Sacó un par de copas del estante. Bonilla tocó la puerta de atrás, le entregó el vino, luego se marchó presuroso a llamar a la policía. Vertió un poco de vino en cada una. Limpió con un trapo sus huellas digitales en el vidrio, y puso con cuidado la otra en la mano de María. Esta se cayó haciendo un ruido seco en la alfombra. “Podrían haber testigos”, pensó. Vio el reloj. Sabía que él había llegado cerca de la dos de la mañana, en un taxi, y que el sujeto que estaba con María se marchó presuroso minutos después. Planeó muy bien su declaración. “Entré a la casa normalmente, como siempre lo hacía, quería darle una sorpresa a María. Llamé varias veces y al no oír respuesta me dirigí a su dormitorio: el cuarto de servicio. No la encontré. Luego subí a mi habitación y vi que estaba desnuda, tendida en la cama, los ojos abiertos, la mirada perdida, no respiraba, entonces me di cuenta. Estaba muerta. Caí sobre ella besándola, la abracé, lloré por unos momentos. Repentinamente escuché que alguien salía de la casa por la puerta de enfrente, me acerqué a la ventana para poder reconocer al asesino, pero sólo vi a un sujeto que corría presuroso calle abajo. Luego llamé a mi compañero Bonilla para que venga auxiliarme, para que llamara a la policía. Estaba nervioso, no atinaba a nada. Luego me quedé sentado en el sillón, esperando que ustedes llegaran”.
–Hasta ahora todo lo confirma –mencionó el capitán Domínguez mostrándole un folio al comandante de la División de Criminalística–, el modus operandi es el mismo, el mismo vino en la escena del crimen, las muestras de semen no corresponden al sospechoso, la declaración de la vecina de enfrente corrobora el momento de la huída del presunto asesino y la declaración de la esposa, Sofía Paredes, confirma que la víctima trabajaba antes para ellos. Por cierto, en este último punto, la esposa pide absoluta reserva, que no se le mencione en el asunto ni a ella ni a sus hijos.
–Entonces el sujeto se puede marchar –respondió tranquilamente el comandante, observando a Betancourt a través del vidrio.
Betancourt estaba sólo en la sala de interrogatorios. Fumaba un cigarrillo, pensativo, con los brazos apoyados sobre la mesa. El capitán Domínguez entró por un costado, se le acercó, y luego de gesticular algunas palabras, lo ayudó a salir de la sala.
Cuando Betancourt bajaba las escaleras exteriores del edificio se encontró con Bonilla. Ambos se marcharon por la avenida España.
Tiro el cigarrillo aún prendido, aprieto rec y subo por las escaleras. Al parecer una nueva víctima del ‘Estrangulador de Barrios Altos’. Es extraño. Siento un estremecimiento, mi piel se escarapela, me quema el pecho y mi respiración se hace difícil, un extraño arrepentimiento, un extraño sentimiento de culpa, una extraña conexión, que estoy aludido de cierta manera, joven, de piel morena, cabellos negros, y ahora tiene una profundidad vacía en los ojos, su cuerpo descansa en un ajetreado colchón, en medio de sábanas percudidas, no tenía familia, padres muertos, sangre entre las piernas, la ventana abierta y la noche sin estrellas ni luna, siempre el vino en la mesa de noche y los flashes como parpadeos, sigue el mismo perfil, muerte por asfixia debido a estrangulamiento, los cabellos desordenados, ¿cómo te llamas?, soy la Ruth mi amor, soy la Ruth, todas lo somos, la Ruth resistiéndose, luchando por zafarse, pero sabiendo en el fondo que era inevitable, tratando de decirle que no lo haga, las manos hundiéndose en la piel, los besos que caían en su rostro y su cabello, y el picor de la barba medianamente crecida, ya tenemos algunos indicios y su captura es inminente, y una revulsión por la manera, no era justo morir así, el odio, ese odio que ella había sentido, dinero lleno de hedor y aquél reportero con el cigarro entre sus labios, y aquella foto, esa foto que me llena de vida, hice mal en traicionarte Horacio, discúlpame Horacio, pero no te preocupes pues volveremos a estar juntos, en el Manolo’s, ¿te acuerdas?, y las películas en el Capitol y el City Hall, tú leyéndome historias mientras yo río, y ambos entrelazados frente a mis ojos, aquellos ojos que te miraron esa vez y que te observarán siempre, perdóname Horacio, perdóname...
–Oye, Betancourt –dice Bonilla volviéndome a la realidad y entendiendo lo que pasa. Una lágrima cae por mi mejilla. Me la seco con la manga del saco–, ¿pasa algo?
–Nada, negro –le respondo– , no pasa nada.
–Te has olvidado de apretar stop, tu cinta sigue corriendo –añade.
–Ya lo sé y no, no me he olvidado –exclamo–. No pienso apretarlo.
Bonilla me miró extrañado. Salimos del hotel La Dueña y subimos a la camioneta. No podemos esperar a la fiscal porque hay otra comisión, un accidente en la vía expresa.
Betancourt había arrancado de la pared la foto ampliada de María y la había arrojado por el balcón. Luego había colocado el tapiz de alpaca en su sitio y se había prometido no tratar de cambiar las cosas, se había dado cuenta que no debía mover nada. Ya no quiso avanzar hacia el balcón, todo estaba completamente claro, o más bien, todo iba apareciendo de nuevo, las novelas policiales, los discos de Sinatra, los tangos y los Beatles, el retrato del abuelo, la música que llenaba un vacío, ojos verdes, verdes como el trigo verde, verdes como brillo de paja que se ha clavaíto en mi corazón, las risas de los niños en el patio, y el cuadro en alto relieve del lago en el que se refleja esa casa de piedra y la pescadora en el bote, y la firma de su autora, sutilmente descifrable, en una esquina: Sofía.
Betancourt despertó sentado en el sillón negro de cuero frente al televisor encendido, como si nada hubiera pasado. Hizo zapping y se tropezó otra vez con el ‘Estrangulador de Barrios Altos’. Regresó al canal de deportes. Y de nuevo la voz alborotada del narrador de fútbol. Ya no habían botellas de cerveza; la casa estaba ordenada, limpia. A través del vidrio de la puerta del balcón se colaban tibios rayos de sol del atardecer. Una paloma se posó nuevamente sobre el pasamanos. Giró los ojos de nuevo y ya no era la fotografía–retrato quien le devolvía la mirada. Era la propia Sofía, en carne y hueso, quien lo observaba desde el pasadizo, con su rostro pálido, la sonrisa espontánea y esos mismos tristes ojos azules. Tenía una pañoleta de seda amarrada al cuello. Risas de niños se escuchaban desde el patio.