Friday, November 24, 2006

Lecciones de origami

Autor: Augusto Effio Ordóñez
(Huancayo, 1977)


“Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas”.
Juan José Arreola.

UNO

De todos los cuestionarios que he debido absolver en mi vida —por lo demás, una vida llena de trámites, procedimientos, censos y el gobierno absoluto de la formalidad— este ha sido, de lejos, el más impertinente e insensato. Si bien parece comprensible que los responsables de un banco de sangre tomen todas las precauciones necesarias para evaluar la calidad del material aportado por los donantes, no pueden ir preguntando, así como así, sin muestra alguna de rubor, con cuántas personas se ha tenido contacto sexual en el último año o si una considera que su menstruación es saludable. Me vienen a la cabeza estas dos preguntas porque en ambos casos mentí. Respecto a las características de mi periodo, opté por un escueto y cortante “normal”, dejando sin posibilidad de reacción al sudoroso enfermero que manejaba el interrogatorio con las manías de un juez atormentado y convulso. En secreto, sin embargo, me avergoncé con el recuerdo del pegote grumoso y compacto que desciende por entre mis piernas cada tres o cuatro semanas, como si se tratara de la desesperada huida de una sanguijuela vehemente e incontenible de torpes modales que no soporta el abandono al que está condenado mi vientre, y prefiere, mil veces, lanzarse en caída libre por el destino incierto que marca la línea interior de mis muslos. Se entiende entonces el origen de mi segunda mentira cuando, al ser consultada sobre la frecuencia de mi actividad sexual y el número de personas que esta involucra, sentencié, sin el menor titubeo, que aquella era constante y, como si no fuera suficiente, con un cinismo del que no me creía capaz, agregué muy suelta de huesos que no había razón para preocuparse, por cuanto me declaraba absolutamente monógama en esos menesteres. Mientras sopesaba la satisfacción que produce mentir impunemente, decidí que Octavio era el único que merecía compartir el papel protagónico en la historia que acababa de improvisar, así que le agregué una raya más al tigre y dicté su nombre completo cuando llegó el momento de cubrir el casillero asignado para el cónyuge o concubino en el formato del cuestionario. Entonces, se apoderó de mi cuerpo un adormecimiento tan cálido y confortable, que no me importó que en los minutos siguientes alguien olvidara desconectar de mi brazo la manguerita por la que veía circular a cuentagotas una sangre espesa y excesivamente oscura que me costó reconocer como propia. Entre tanta satisfacción, me dije que tal vez era imposible que un simple donativo concluya en tragedia, pero no dejaba de saborear la idea de estar al borde de una muerte ridícula y haber tenido el atrevimiento de pensar a Octavio como parte de mi vida.

DOS

De regreso a la oficina, prefiero no comentar la experiencia de la donación, sabiendo que aquello me costará las horas de reposo que se recomiendan en estos casos. Me he reportado enferma hasta en seis oportunidades en las dos últimas semanas, así que una indisposición por motivos de salud un viernes después de la hora de almuerzo no suena nada creíble. Además, está el asunto de Octavio. Los expedientes sobre los que debo rendirle cuentas reposan en mi escritorio tal y como él los acomodó desde los días en los que empecé a ausentarme en la oficina. Sobre ellos, una delgada capa de polvo les otorga el brillo especial que adquieren algunas cosas cuando permanecen inmóviles por mucho tiempo, como si se tratara de una especie de piel que mudan los objetos inanimados cuando están fuera de nuestro alcance. Me divierto pensando en la extraña forma que tiene dios de escuchar mis plegarias, ya que confío en que la presencia de esa capa de polvo signifique también el inicio de un lento pero cuidadoso proceso que terminará por enterrar los expedientes para siempre, sin que les haya puesto las manos encima. Aunque, pensándolo bien, de nada serviría desaparecer de la faz de la tierra esos bloques de papeles cosidos, foliados y numerados que socarronamente me sonríen desde su sueño profundo y despreocupado. Sé que cualquier intento por esconder la cola del elefantiásico engranaje que supone la tramitación de los intereses que están en juego detrás de cada expediente, está destinado al fracaso. Después de todo, se trata de simples papeles que pueden ser reemplazados por otros en un abrir y cerrar de ojos, papeles igual de orgullosos de lucir el membrete del escudo nacional; babeantes de firmas, sellos, conformidades, rúbricas, proveídos; drenando, al simple contacto con el dedo de la cordura, la pus de frases grandilocuentes y huecas en las que se revuelcan —gustosos y promiscuos— los alcahuetes de la ley. Y así, un poco golpeada por la desolación de mis conclusiones, en el instante que retiro de mi antebrazo derecho el parche de bordes roídos que me incrustó de tan mala gana el enfermero del banco de sangre, me comunican que Octavio aguarda mi presencia en su despacho. Rumbo al cadalso, Adela se acerca con disimulo para advertirme que tenga cuidado; parece que hoy, el dueño del mundo está de muy mal humor.

TRES

Llevo una eternidad trabajando en el ministerio. Ocupo uno de esos cargos que nadie medianamente capacitado en la profesión quiere asumir. Un cargo que pasa desapercibido para los galgos partidarios que, de cuando en cuando, queman y reponen banderas en la conducción de este tipo de instituciones con el único objeto de pagar favores y asegurarse lealtades. De no mediar algún hecho decididamente extraordinario, terminaré mis días evacuando informes jurídicos del mismo soso perfil e idéntica vocación de oscurantismo de los que se sentía tan orgulloso mi antecesor, antes de la gloria de la jubilación. En todo este tiempo, la atención de mis superiores hacia el trabajo que realizo ha oscilado entre el inofensivo ninguneo y el aislamiento sistemático como forma de subrayar algún tipo de autoridad. No los culpo. La verdad es que, al margen de los reparos que me causa su retorcida concepción del ejercicio de jerarquías, de haber tenido injerencia en la decisión, yo misma me hubiese exiliado al anonimato absoluto por dos razones indiscutibles: la escasa relevancia de mi labor y, tal vez lo más importante, mi nula capacidad de generar en los demás algo distinto a la indiferencia. Esto último quiere decir que en el ministerio solo tengo compañeros de trabajo y que, si algunos pudiesen transformar su voz en voto, preferirían que mi lugar fuera ocupado por algo más agradable o utilitario como un helecho artificial o un dispensador de agua. La única persona con la que he logrado cierto grado de intimidad es con Adela, la secretaria del despacho. Me avergüenza confesar que cuando ella llegó al ministerio, a pesar de la simpatía que me causaba su aire de princesita traviesa y coqueta que no entiende de castas y fortunas, la rechacé injustamente, tratando de permanecer en la otra orilla de su condición de secretaria. Para entonces, aún creía en mi mágica incorporación a alguno de los círculos de vanidad que encierra este infierno, pero luego, a medida que fui entendiendo que no me interesaba pagar culpas ajenas en hogueras tan poco dignas, permití que Adela terminara por ganarse mi amistad. De los muchos esfuerzos que se gastó para divertirme, recuerdo que una tarde particularmente tensa y exasperante, luego de una discusión que me enfrentó a la arpía reina de la oficina —una de esas mujercitas confundidas que hace reposar su autoestima en el exceso de maquillaje, los peinados extravagantes y la absurda redundancia en los escotes—, encontré sobre mi escritorio una graciosa gacela hecha de origami. La pequeña obra de arte tenía un mensaje oculto entre sus pliegues que rezaba: no sabré yo de cuellos largos y colas levantadas, y, en la última línea, una A estilizada y tierna como firma. Cuando me interesé por el origen de esta habilidad en Adela, ella me comentó que, de donde viene, mantener las manos y la imaginación ocupadas es imprescindible si se quiere evitar caer en la locura. En su caso, agregó, había optado por el doble rigor de crear animales que nunca antes había visto y, por si fuera poco, por hacerlos nacer de algo tan insignificante como una servilleta o la hoja arrancada de un cuaderno cualquiera. Fue la primera vez que la escuché hablar de San Cristóbal, la ciudad donde nació y de donde había partido hace unos años. Debo advertir que cuando Adela refiere algún dato sobre este lugar, lo hace sin pizca de nostalgia, pero tampoco sin revelar algún tipo de resentimiento o sobresalto. Según me explicó, lo más peligroso de San Cristóbal —entre otras amenazas– son esas lánguidas y extensas horas de silencio y quietud que caracterizan a ciertas provincias (estimadas por algunos como una bendición), que lo único que hacen es llenar la cabeza de sus habitantes de promesas y expectativas que jamás llegan a realizarse. Felizmente, se apura a precisar, ella se mantuvo a salvo con el espectáculo de ver brotar de sus dedos ornitorrincos, cacatúas, ibis sagradas, cernícalos; como si sus manos tuviesen la capacidad de procrear al margen de lo que pudiera dictarle su conciencia. Gracias a este milagro, dice Adela, no tuvo tiempo de concebir ninguna esperanza. Confesiones de esta naturaleza son las que forjaron una amistad entre nosotras. Aquello y nuestra condición de excluidas de las distintas órbitas de angustia y necesidad de poder que giran alrededor del jefe de turno en el ministerio. Una muestra del especial cariño que le guardo es el hecho de haber aceptado visitar un banco de sangre. Me dijo que necesitaba cubrir una cuota mínima de aporte, como requisito para que su padre acceda a una delicada operación. De inmediato le hice saber que contaba conmigo, a pesar del pánico que me generan los dolores corporales, por mínimos que estos sean. Por todo esto, creo que no pude disimular el malestar que me produjo cruzar unas palabras con los familiares que encontré en el banco de sangre, que a simple vista se notaba habían ido a cumplir con la donación a regañadientes. Todos me interrogaban con insistencia. Estaban interesados en saber por qué los demás amigos de Adela tardaban en llegar, poniéndome al tanto de que ella no hace otra cosa sino hablar de sus grandes amistades en el trabajo y, de paso, que jamás había mencionado mi nombre.

CUATRO

Hallar un tipo como Octavio en el ministerio —fosa común de sujetos que parecen entrenados para exhibir la gracia y los modales de una hiena en cuarentena— es una rareza inexplicable que, con mayor o menor evidencia, delató el mezquino material del que estaban hechos sus inquilinos. Elegante, sobrio, provisto de las dimensiones corporales propias de un hoyo negro, desenvuelve cada uno de sus actos con perturbadora tranquilidad. No es hermoso, pero sí impecable desde cualquier punto de vista. De modales fríos y complacientes, una se regocija con el recuerdo del delicado desplazamiento de su afilada barbilla de piedra señalando el destino final de su mirada. Su ropa fina, el auto de lujo y algunos giros exquisitos de su vocabulario, lo hicieron acreedor del poco original sobrenombre de dueño del mundo, una de esas travesuras que salen de los baños de hombres entre risotadas nerviosas y alaridos de festejo que pretenden disfrazar la hediondez acusadora del ambiente. Su llegada ha significado una drástica cancelación de privilegios para ciertos grupúsculos acostumbrados a obtener títulos de nobleza relamiendo vanidades y ocultando tropiezos. Sin decir que con esto haya superado las rutinas subterráneas que dominan el real funcionamiento del ministerio, donde aún priman las intrigas y la calculada segregación de venenos como moneda de cambio oficial, es evidente que Octavio ha sabido imponer una imagen distante e inalcanzable que ha dejado sin posibilidad de respuesta a más de un asalariado que no encuentra otra forma de existir que comiendo de la mano del amo. Aunque trato de mantenerme al margen de su ominosa presencia, debo decir que sus encantos se enredan de tal forma en mis pensamientos que no hay acto público o reunión privada donde él esté presente que no me vea obligada a contener los deseos de arrojarme a sus brazos echando mano de algunas fórmulas de autocontrol aprendidas en la niñez: pensar en un nido de grillos hirviendo en un plato de comida o propinarse un buen pellizco en la zona más sensible del antebrazo. Sin embargo, tal vez por la extraña perspectiva que una adquiere al vivir en la periferia, la perfección de Octavio se me hizo desde un inicio frágil e irreal, una atractiva epidermis que tiene las mismas posibilidades de alzar vuelo que las alas de las bellas y extrañas aves de papel que Adela ha tomado costumbre de dejar sobre mi escritorio, obtenidas con el doblez correcto y mucha paciencia en la fabricación de mentiras.

CINCO

Al dejar el despacho de Octavio, siento sobre mis hombros y nuca el tipo de cansancio que no se calma con horas extra de sueño o de simple distracción. Pienso que los males físicos que se instalan en mi cuerpo no pueden ser superados con la misma displicencia con la que se desconecta un artefacto averiado o sobrecargado. Mis aflicciones se parecen más a la presencia de una molesta mascota que entra y sale de casa cuando le viene en gana, con las patas sucias de quién sabe qué y que no ha aprendido a depositar sus excrementos en una caja de arena o a tratar con amabilidad a los muebles. Prefiero atribuir el agotamiento a los efectos de tener circulando por mis venas una unidad menos de sangre, aunque, a ciencia cierta, no tenga idea de cuánta sangre está en juego en realidad, y si esa cantidad es suficiente para dejarme sin posibilidad de respuesta durante la reprimenda que acaba de propinarme Octavio. ¿No será acaso, a pesar de mis reticencias, que le profeso la misma devoción enfermiza que hace que todas las mujeres que tienen contacto con él, le perdonen de antemano cualquier ira o capricho, por injustificados que estos sean? De regreso a mi lugar, ubicado en el extremo opuesto de la oficina, advierto el temprano retiro de Adela en los cubículos asignados a las secretarias del ministerio. No está a la vista su carterita negra pasada de moda, fabricada con algo que quiso imitar la textura del cuero pero que terminó siendo sucedánea de alguna especie de cartón rugoso y desabrido. En el perchero se respira, además, la ausencia de su monolítico impermeable, siempre prendido de la estrechez de sus hombros, e igual de útil en el invierno y el verano. Pero, sobre todo, no está a mi alcance su sonrisa indecisa y compasiva, diciéndome que trate de comprender a Octavio, que el pobre tipo está bajo mucha presión. Sintonizada al mareo y el desconcierto que gobiernan mis músculos, abro el último cajón de mi escritorio y siento que mis manos envuelven los sucios pliegos que están dentro, a la manera de una ola que se apodera de pequeñas embarcaciones que abandonaron la seguridad de sus costas, por simple inercia, desprovista de la intención de causar ahogamientos o sobresaltos en sus tripulantes, como un hecho perfectamente natural que tiene que ver con la rotación de la Tierra alrededor del Sol o, si se quiere agregar algo imprevisible, con la antojadiza posición de la Luna y sus mareas impulsivas. Así, tambaleante, dejo el ministerio, segura de que Octavio debe estar preguntándose por qué diablos demoro tanto en regresar a su despacho con los dichosos papeles.

SEIS

Despierto con un terrible dolor de cabeza. Enciendo el televisor y me doy cuenta de que he dormido hasta la mañana del sábado, vestida con la ropa de la oficina y abrazada a los pliegos de Octavio. Necesito a gritos hablar con Adela, así que marco su número telefónico como una autómata. Me comunican, no sé bien si su madre o hermana —porque todas las voces derrotadas por el dolor y la resignación suenan igual—, que el padre de Adela no superó la operación a la que fue sometido y tomo nota de la dirección donde tendrá lugar el velorio. Por el hilo del teléfono corre la noticia de la muerte de una persona y al mundo parece no interesarle. Preparo algo de té con leche y, observando los restos de pegamento en mi antebrazo derecho, me pregunto qué habrá sido de mi sangre. Tal vez jamás llegaron a introducirla al cuerpo del padre de Adela o, quizá, haya sido este líquido turbio que observo a través de la palidez de mi piel una de las causas del fatal resultado. Mientras doy el primer sorbo, repaso con la mirada los datos que debía proporcionarle a Octavio. Estaría feliz con las cifras de este trimestre: trescientos setenta cesados y alrededor de ciento cincuenta muertes que aún no han sido comunicadas por conducto oficial. Claro, al igual que la muerte del padre de Adela, a nadie parece interesarle el destino de unos cuantos maestros de escuela. En todo caso, a nadie que no sea Octavio y su gente. Me concentro en la página final del pliego que contiene las listas y alcanzo a leer algunos nombres: Horacio Jiménez Arce. 45 años. Unidad Escolar de San Cristóbal. Fallecido. Jesús Sanabria Aliaga. 49 años. Unidad Escolar de San Cristóbal. Fallecido. Ignacio Segura Montes. 56 años. Unidad Escolar de San Cristóbal. Cesado. Y pensar que durante años y años en el ministerio, esta información pasaba por mis manos sin que yo me detuviera a analizar su contenido con ojos distintos a los de la rutina. Más allá de consolidar números, elaborar cuadros y remitir algunos oficios cuando se hacía necesario, el trabajo no exigía sino la más superficial de mis atenciones. Desde la llegada de Octavio, en cambio, hay mucha gente que está a la expectativa de mi participación; pendientes del meticuloso proceso que supuestamente me conduce a develar vidas a partir de lo que pueda impregnarse de ellas en una burda hoja de servicio y de la ruleta rusa que juego cada trimestre eligiendo a los mejores candidatos. Claro, el trabajo era así de complicado antes de la injerencia de Adela. Ahora, a decir verdad, y aunque Octavio no está enterado, el asunto es más sencillo. Al comienzo, yo recibía toneladas y toneladas de nombres y —aunque la medianía y estrechez que comparten los maestros de escuela parece ser el denominador común que los identifica en cualquier territorio— cada cual parecía cargar con una historia particular sobre sus espaldas. Mi labor consistía en identificar la carnada perfecta sin levantar sospechas, separar la paja del trigo. Eso me lo hizo saber Octavio en una de las primeras reuniones donde estuvimos a solas, luego de su nombramiento como jefe del despacho. Yo lo escuché sin replicar, atenta más que a sus palabras al resplandor de los gemelos que ataban tan bien las mangas de su camisa, pensando que debía ser por algo que muy pocos hombres hoy en día utilizan ese tipo de adminículos, que no en todos calzan con la misma distinción. Solo al salir de su despacho caí en la cuenta de que Octavio no me había dicho si existía o no un método para confeccionar las listas. Se me hizo obvio que una regla básica debía ser no seleccionar muchas personas de una sola localidad (los tumultos son siempre delatores), y por eso elegía como máximo seis o siete nombres por provincia. Era un alivio tener a la mano el dato de los maestros que solo la gente de Octavio sabía que estaban muertos; el registro de las defunciones en los libros y actas correspondientes podían dilatarse hasta por tres meses y, en realidad, era muy difícil que alguien se percatara de que sus sueldos seguían cobrándose puntualmente. En cuanto a las destituciones, suspensiones, ceses y toda esa infinidad de santos y señas burocráticos que se han creado para sancionar el normal desempeño de las labores de un maestro, yo iba marcando nombres por pura intuición: quienes se llamaran Justo o Albina o Rolando (por mencionar algunos) se me hacían sumisos y poco conflictivos, sin las agallas necesarias para llenar los cientos de formularios y tocar las puertas de miles de oficinas que se deben visitar si uno quiere reclamar por dos o tres meses de honorarios extraviados en el sistema. En cambio, si veía por allí nombres como Victoria o Esther o Rudesindo, pasaba las páginas de inmediato; algunos nombres intimidan por la sola combinación de sus letras. Sin embargo, cuando Adela apareció y le confesé el porqué es que cada trimestre me encontraba más trastornada de lo habitual, el asunto se simplificó al máximo. Primero me dijo que, si bien no estaba enterada del detalle, ya podía suponer cuál era la calidad de los encargos que yo recibía por cómo es que se comportaba Octavio conmigo: ignorando mi presencia por largas temporadas pero requiriéndome insistente y obsesivamente cuatro veces al año. Luego, agregó que ya no debía preocuparme, que ella tenía la solución para llenar esos dichosos pliegos casi sin esfuerzo ni riesgo. No te he dicho antes que a la gente de San Cristóbal puedes sacudirle el polvo de los párpados sin que se den por enterados, indicó con entusiasmo. Pues esto es lo que necesitas, dispuso sin esperar una respuesta, al mismo tiempo que marcaba los nombres que tuvieran un vínculo con esta ciudad en apariencia intrascendente.

SIETE

Me doy un baño largo y minucioso y al salir de la ducha reviso el armario para enterarme de que no tengo un vestido negro para asistir al velorio. Aún envuelta en la toalla, y con las manos mojadas, abro otro de los pliegos de Octavio y me detengo en los montos que figuran en cada uno de los cientos de cheques que repiten los nombres del pliego anterior, y se me hacen familiares los Jiménez y los Sanabria y los Segura. Son sumas insignificantes, algunas hasta ridículas, pero si una se da el trabajo de ir sumando y sumando, puede sentir el temblor natural de descubrir que entre manos se tiene una pequeña fortuna. Me visto de colores vistosos, tomo el pliego de los cheques, reviso las acreditaciones y poderes falsos que encargué durante los días que me reporté enferma. Todo está en regla, y calculo que puedo estar en el banco antes del cierre de mediodía. Todavía no alcanzo a comprender cómo es que en seis trimestres seguidos hemos seleccionado solo nombres de San Cristóbal y hasta hoy no hemos recibido ninguna señal de que esa gente haya acusado el golpe. Lo que es más difícil de creer: por los comentarios de Adela yo suponía que se trataba de un minúsculo pueblo o aldea que apenas nos daría nombres para completar una tercera parte de los pliegos que exige Octavio —aun si contábamos con la fortuna de un desastre natural que arremetiera contra la vida de la mitad de sus habitantes—; pero resulta que hasta hoy, desde que acepté la propuesta de Adela, los nombres de San Cristóbal han germinado en nuestros pliegos con una voracidad impensada. Tanto como para que hayamos decidido que no merecemos estar al margen de las ganancias que genera nuestro descubrimiento, y que ya iba siendo hora de que todo ese dinero detenga su odiosa marcha en nuestras manos. Por lo menos ese era el plan original. Los resultados de este trimestre nos aseguraban a las dos una nueva vida en cualquier parte del mundo y qué mejor que tentar suerte juntas. Lástima por Adela. Cómo saber lo de su padre. Si tuviese un vestido negro en el armario pasaría por ella, lo juro. Ambas sabemos lo mucho que nos ha costado prepararlo todo, las ganas que tengo de alejarme del ministerio, de Octavio. Me prometo a mí misma que lo primero que haré al instalarme en mi nueva residencia, será iniciar las lecciones de origami que siempre he postergado. Tengo debilidad por este tipo de homenajes melodramáticos. Sería una locura esperar hasta el lunes, Adela, tú lo sabes. Adiós, adiós, Adela querida.

OCHO

Es la primera vez que percibo el sabor de mi sangre. Descubro que es dulce, a pesar de sus tonos ocres y la excesiva densidad con la que fluye, reptando a duras penas para detenerse como polvo de escarcha, tejiendo sobre mi piel un molesto traje de gruesas islas de costra. Es una lástima que no pueda respirar con la tranquilidad suficiente para saborearla, el bulto informe que tengo por nariz ha prescindido de los orificios y mis labios han perdido terreno al plegarse en un amasijo de salivas y llagas resecas. Presiento que los ruidos metálicos que retumban en mis oídos provienen de las habitaciones contiguas, pero lo único que alcanza cierto grado de consistencia en la pretendida virginidad de esta celda de paredes revestidas de losetas blancas, es la visión de mi documento de identidad que pasa de las manos de un desconocido a las de otro entre murmullos impacientes y ceños fruncidos. Un tipo desaliñado ingresa nerviosamente al recinto y con los movimientos que genera su presencia percibo que el lugar en el que estoy es un baño muy parecido a los del ministerio, con paredes descascaradas y barrotes en lugar de espejos y ventanas. Con el sabor meloso de mi sangre rondándome la boca creo reconocer las facciones del sujeto. Cuando por fin habla con los demás —alisando sus cabellos con el sudor que extrae de los bolsillos de un pantalón inmundo y desencajado—, y pregunta si realmente era necesario golpearme de esa manera, me desilusiona aceptar que se trata de Octavio. Uno de ellos responde, destilando en cada frase un acusador tono de hartazgo, que eso a él no le incumbe y que nada habría sucedido si no fuera por la poca seriedad con la que está manejando el negocio. Los espacios desnudos de piel que ha dejado mi vestido luego de ser desgajado en la golpiza, me otorgan un pretexto conveniente para disimular el escalofrío de temor que recorre mis vértebras. Octavio se apura en balbucear una réplica, y finalmente termina por descargar era imposible sospechar de la muy perra, ensayando un timorato señalamiento con el índice. Luego se envalentona con dos certeros puntapiés que al estallar en mis costillas hacen que escupa la sangre que guardaba como miel debajo del paladar. Pues tu mosquita muerta estuvo a punto de cargar con muchos billetes, Octavio, pero cometió el error de perder sus papeles en un mugroso banco de sangre y al despacho han llamado diciendo que tú figuras como su conviviente, así que no nos vengas con cuentos. Además, Octavio, a quién se le ocurre hacer nuestras listas con gente de un pueblito perdido en los quintos infiernos, a quién creías que ibas a engañar, agrega, pausadamente, el tipo que parece estar a cargo de los demás. Octavio ensaya una mueca que nunca antes pensé ver en su rostro, los párpados transparentes, la boca entreabierta y los ojos ahogándose en su propia oscuridad, con el aire de inercia y derrota de las alas caídas sobre las que permanecen en pie las aves que construye Adela. No sé lo que nos aguarda, pero me consuelo con la idea de estar asomándome al abismo de una muerte ridícula y tener a Octavio a mi lado. Cierro los ojos con el destello de las losetas blancas hiriendo mis pupilas y después de recordar que salí del banco de sangre con la ansiedad sujetándome del cuello, tan asqueada de la pereza del enfermero y los incontables zurcidos de su bata, reparo en la posibilidad de haber olvidado solicitar de regreso mi documento de identidad y que se hayan hecho algunas llamadas para ubicarme. Cuando concluyo que todas las llamadas del despacho son contestadas por Adela, me derrota la nostalgia por sus delicadas manos amasando trozos de papel, su sonrisita traviesa y cierta luminosidad en sus gestos a la hora de convencerme que, pase lo que pase, todo va a salir bien.

Thursday, November 23, 2006

Fuego cruzado

Autor: Edgar Norabuena
(Huaraz, 1978)

De pronto, un disparo quebró el cristal del silencio y las cordilleras repitieron el macabro sonido hasta incrustarlos en cada una de sus piedras, sus hierbas y sus animales que corrieron espantados por el estruendo. Aquella tarde tuvo que anochecer más temprano para todos.

¡Muerte a los traidores!, ¡viva la Lucha Armada!... ¡Veeeeva!, ¡veeeeva!, la voz campesina respondió con el cañón de los fusiles apuntándoles la espalda. Sombrero en mano, el viejo Sebastián era conducido a “Juicio Popular”.

Encargando ganados vete, Compadre, esos allqus te van a matar. Cómo escapar, Compadrito, Partido dice tiene mil orejas para escuchar a sus enemigos. Qué va, es el Eusebio, ese allqu es del Partido, él nomás avisa todo. Entonces, él seguro ha avisado, él seguro. Van a venir, Compadre, a matarte, así dice coca. Será mi destino pues, Compadrito, Partido tiene mil ojos para ver a sus enemigos, y yo ya estoy viejo para ocultarme calladito.

…¡Déjenlo vivir pues, él no ha hecho nada!; ¡déjenlo vivir a mi papacho, taytitas, déjenlo pues, a mi hermano también ya lo han matado la otra vez, déjenlo vivir a mi papacito!...

Cuando vengan, no les pidas que viva, Pullichita; tú calladita nomás, no sea que también te maten; cuida mucho de nuestros ganados y chacritas. Qué dices papacito, si Cachacos te obligaron, como Presidente de la Comunidad que responda por la comida y por el techo diciendo pues. Pullichita, anoche soñé con tu hermano, nos encontraremos pasando Awki tsaka, con él estaremos esperándote para irnos, para a estar juntos donde no haya quien nos joda.

…Antuquito, hijo, blanco como tayta Huascarán ahora andas, y más brillante tu cara como alma buena que eres; pero tenemos que estar aquí nomás hijito, hay que esperar a tu hermanita, juntos estuvimos en la vida, juntos también, carajo, nos iremos a donde tu mamá segurito nos está esperando…

…¡Si lo han perdonado, por algo será, seguramente es uno de ellos; luego del interrogatorio, será juzgado como traidor a la patria!... ¡Comprendido mi Teniente!

…Si dicen que la muerte es castigo para nosotros, que nos castiguen a todos pues; si estos jijunas supieran que la muerte es una bendición, nos dejarían sufriendo junto a ellos…

Un grito se oyó en el corral del difunto Sebastián, los que lo oyeron no podían salir porque temían morir. Sangre, sangre se vio en el plateado resplandor de la luna llena. Uno de ellos salió a medianoche, sabía que ella estaba sola, pues él fue el encargado de ejecutar a su padre; entró a su choza y la quiso obligar, escapó como pudo, pero él la alcanzó en el corral, la tumbó furiosamente, desgarró su blusa amarilla, levantó sus coloridas polleras, era virgen; pero no podía evitar dejar de serlo. Cuando él terminó, se echó satisfecho, confiado, dejando impunemente su falo descubierto latiendo erguido ante la luna que parecía sonrojarse de vergüenza; ella, tendida junto a él, exhausta y adolorida, de pronto fue invadida por el alma de su padre, por la fuerza de su padre, por el odio de su padre, lo cogió de los testículos y se los arrancó de un solo golpe, todo fue tan rápido que él no pudo ni siquiera levantar la mano para evitarlo. Por un momento que pareció eterno, Pullicha quedó atónita con la mano empuñando los sangrantes escrotos todavía oliendo a sexo, luego, henchida de algarabía loca, rió espantosamente ahuyentando a las ovejas y levantando el olor del estiércol que ahora se fusionaba con la sangre chorreante, como de un surtidor, que emanaba de las entrepiernas de aquél que se revolcaba gritando desesperadamente. Cuando los demás llegaron, ella seguía riendo con las manos levantadas, mirando aquel espantoso trofeo con vehemencia. Los demás trataron de ayudarlo; era demasiado tarde, poco después murió desangrado lleno de estiércol. Ella fue conducida a golpes ante quien luego de oír la versión del Sargento, ordenó su ejecución, después de que ella “pasara por las armas de todo el batallón” por el resto de la noche.

Al día siguiente, muy temprano, un trueno solitario quebró el sueño del pueblo, el cuerpo de Pullicha sangraba junto al de su padre cuyo rostro había amanecido con una capita de escarcha que solo el sol se atrevió a quitar. Los Cachacos dejaron los cuerpos tirados en la plaza y se llevaron a su muerto, envuelto en una frazada, como una víctima más de la Lucha Armada.

Esa tarde, los pocos que aún estaban en el cementerio, fueron los primeros en verlos regresar por la quebrada de enfrente, tenían la cabeza encapuchada de negro, los fusiles terciados, como siempre; bramaban algo que las cumbres ocultaban aún por la lejanía. El frío asoló sus rostros, la coca se les amargó en la boca, la desazón les repletó las alforjas coloridas y el sentimiento de orfandad y desesperanza se les metió dentro del poncho de lana de oveja, en las llicllas de las mujeres que al ver al sol ocultarse, otra vez, tempranamente para ellos, aullaban un melancólico yaraví; desde ahora ya no sabían qué bando era el que menos dispararía contra ellos, ni a qué sombra arrimar sus desgraciadas vidas.

Foto de Jaime Rázuri.

Un plan simplemente perfecto

Autor: Gabriel Ruiz Ortega
(Lima, 1977)

Tamborilea los dedos de ambas manos en el timón. La lluvia deja sus riachuelos sobre la luna del auto y sus ojos se pierden en las aceras húmedas de Esquilache. El guardián de la calle toquetea su ventana, Martínez la baja hasta la mitad, y antes de que el guardia pueda decirle algo le dice que espera a una amiga del 122. El guardia lo ve y pese a no ser un rostro conocido, decide no seguir preguntando. Se retira, y voltea a unos metros, topándose con los ojos marrones claros que lo miran.

Suena el teléfono celular. Martínez saca el aparato del bolsillo interior de su casaca de gamuza.

- Martínez.

- Estoy esperando.

- Perfecto. ¿Qué te dijo el guardia?

- Nada importante. Ya lo despaché.

- ¿Seguro?

- Sí. No me hago problemas por un guardia.

- Así me gusta. Tengo una buena vista desde aquí. ¿Estudiaste el protocolo?

- Lo tengo bien memorizado.

- Así me gusta, Cachorro.

- Un favor, Casas.

- Dime.

- No me digas Cachorro.

Martínez apaga el celular. Mira su reloj, lleva más de veinte minutos de retraso. Se supone que Alicia Suárez ya debe estar en su departamento. Piensa en la incomodidad del señor Suárez, en la perplejidad de su rostro ante la ausencia de su apetecible mujer. En el asiento del copiloto yace la foto de la señora Suárez. La coge y la observa. Sus ojos empiezan a brillar de humedad mientras mira el escotado vestido que lleva, y le es imposible no imaginarla desnuda, lucubra cómo sería ella en la cama, las poses que posiblemente le guste. Por su porte y talla, una mujer como ella requiere de un cuerpo masculino que esté a la par de sus exigencias físicas, Martínez se siente único.

El celular vuelve a sonar. El identificador le indica que es Casas nuevamente.

- Dime.

- Ya está por llegar. Me acaban de avisar que su Toyota viene por Conquistadores.

- ¿Cuánto tiempo me das?

- Máximo un cuarto de hora. Recuerda, tienes que hacerla hablar.

- Lo sé, ¿y qué hay del esposo?

- El esposo es cosa tuya, y ella también, pero primero hazla hablar. Estaré atento a tu llamada.

- ¿Crees que vengan los de la F.E.P?

- Ellos ya están aquí. Sé que están, no te preocupes por ellos. Para eso estoy aquí, para protegerte. El Toyota acaba de doblar en la esquina. ¿Lo ves?

- Sí, lo estoy viendo. Esperaré un rato más.

- Bien. Estaré vigilando.

- Está bien.

- Ah, me olvidaba, deja el celular prendido.

- Eso haré ni bien entre.

La puerta levadiza del edificio se abre y entra el Toyota. Martínez coloca el silenciador a su Magnun y lo camufla dentro de su casaca. Sale del auto. Camina en dirección al 122. En el trayecto se cruza con el guardia de la cuadra. Ambos se quedan mirando; el guardia come despacio un sánguche que combina con la taza humeante de café que tiene en la mano derecha. El agente piensa sacarlo de acción, pero desiste de ello por cuestiones de tiempo. Además, el guardia exhibe muchas desventajas físicas con respecto a él.

Al llegar al 122 se queda parado frente al intercomunicador, el portero del edificio está viendo un programa en el televisor que está sobre su metálico escritorio. El agente hace uso de la barra de plomo y logra abrir la puerta de vidrio, al escuchar el portero el sonido se pone de pie pero el agente deja un orificio en el centro de su frente. Se lleva el celular al oído.

- Ya estoy dentro.

- Muy bien. La calle está muy tranquila.

- Que nadie más entre.

- El tiempo empieza a correr ni bien llegues al departamento. Para cuando termines todo estará listo. Recuerda, necesitamos el dato antes de las una.

- Si lo quieres rápido, me tienes que dejar libre de huevones.

- No te preocupes.

El agente acomoda el cuerpo inerte del portero en el depósito. Sube las escaleras, sus largas piernas lo ayudan a subir cada tres gradas. Llega al sexto piso, al llegar al 636 se topa con el primer escollo. Coge el celular.

- Casas, las puertas son electrónicas. Dame la clave de acceso.

- ¿Tienes la tarjeta?

- Sí.

- Pásala por la ranura.

Pasa la tarjeta por la ranura, en el holograma se graba cinco dígitos.

- A ver, dime los números.

- 5 – 5 – 2 – 8 – 6.

Casas ingresa los dígitos en el programa de su Laptop, deja por unos segundos su BK sostenida en el trípode. Los números empiezan a multiplicarse en la pantalla en azul.

- Casas, apúrate.

- Espera, huevón.

- Apúrate.

- Listo.

- Dime.

- 5 – 2 – 5 – 3 – 6. Ese ocho no era un ocho.

- Lo suponía. Dejo prendido el celular. Estaré en permanente contacto.

Martínez coloca el audífono en su oreja derecha.

- Ahora tú eres mis ojos.

Vuelve a pasar la tarjeta por la ranura y digita la clave. La puerta se desprende sin hacer ruido. Por dentro todo es oscuro. Una melodía de Jazz se deja escuchar suavemente desde una de las habitaciones. Avanza muy despacio, con el dedo listo para presionar del gatillo. Sobre la mesita de la sala yacen un par de botellas de Vodka, un cenicero con un arenoso montículo plomo y varios filtros de cigarros incrustados en él. Cruza la sala guiándose por la música, una luz se desprende por los intersticios de la puerta de la habitación principal. Pega su oreja contra la puerta. El señor Suárez discute con su esposa.

- No me gusta que llegues tarde.

- Mi madre está enferma.

- Me hubiese gustado que llames.

- Lo siento, amor. Me olvidé.

- ¿Has cenado?, si gustas, podemos pedir algo.

- ¿Tienes hambre?

- No, pero supongo que no has cenado.

- Pide una pizza, de champiñones.

El señor Suárez hace la llamada desde el teléfono de la habitación. El agente abre despacio la puerta, tiene el suficiente ángulo como para disfrutar del desprendimiento de prendas que exhibe Alicia con lentos movimientos gatunos. Suárez le sonríe, la besa y se desparraman en la cama.

- Ya viene la pizza.

- Tu pizza soy yo.

El agente considera que es hora de entrar, sabe que todos son vulnerables en plena fiebre hormonal.

- Se acabó la fiesta, señores.

La pareja queda en silencio, pasmada ante la irrupción del extraño. El sexo de Suárez ya dentro del sexo húmedo de su mujer.

- Quédense como están.

La pareja de esposos se siente más que ridícula. Pero solo les queda obedecer. El agente se acerca, coge el teléfono de la mesita de noche y acerca al auricular al rostro del señor Suárez.

- Cancela el pedido.

Suárez queda callado.

- He dicho que canceles el pedido, idiota.

Suárez llama y cancela el pedido. Un sin fin de aberraciones desfilan por su mente, y todas estas relacionadas a lo que el intruso que los apunta pueda hacer con su esposa.

- Párate – ordena Martínez al señor Suárez. Este obedece.

- ¿Quiere dinero? Llévese todo lo que quiera, tengo siete mil dólares en efectivo en una caja fuerte detrás del armario.

- Yo no necesito tu puto dinero. Yo solo quiero a tu mujer.

No demora en espetarle un golpe en la cara con el mango de la Magnun. El señor Suárez cae golpeándose la cabeza con el borde de la cama. Alicia intenta ayudarlo pero el agente le ordena que no haga nada, y le dice que, sin hacer escándalo, corra las cortinas y que apague las luces. Martínez prende la luz del baño de la habitación, junta sin cerrar la puerta, un rayo tenue de luz alumbra la estancia.

- ¿Qué es lo que quiere? – pregunta Alicia.

El agente se acerca a las cortinas, ve las luces prendidas de uno de los departamentos del edificio del frente, ubica la silueta de Casas. Mira su reloj.

- Casas, ¿cuánto tiempo tenemos?

- El suficiente, pero apúrate. Empieza a preguntarle.

Él se acerca a la mujer que sostiene la cabeza ensangrentada de su marido.

- Llévese lo que quiera, mi esposo necesita un médico.

- No te hagas la pendeja conmigo.

El agente le ofrece una patada en la rodilla, la mujer se retuerce de dolor. Contiene el llanto.

- Tú sabes qué es lo que quiero.

- No sé de qué habla.

Apunta el cañón de la Magnun en dirección a su frente. Sus ojos se encienden, toda clase de piedad queda descartada.

- Martínez, hazla hablar ya.

- Okey.

- Bueno, Maritza Obregón. Ese es tu nombre. A mí no me vas a venir con idioteces.

- Me ha confundido de persona. No sé de qué me habla.

- Sí sabes de qué te hablo.

- No lo sé, llévese lo que quiera.

Martínez no se hace problema, le dispara al señor Suárez en la pantorrilla derecha. El herido emite un sonido de tenue e inconsciente dolor.

- Ahora sabes qué es lo que quiero. Me vas a decir quién es Rodríguez Sánchez. Sabemos que llegará en un vuelo de Lufhtansa. Y tú nos vas a decir bajo qué nombre llega.

- No sé de lo que habla.

- Martínez, hazla hablar ya, se está haciendo la cojuda.

- Dime, todo será rápido, ¿bajo qué nombre llega Rodríguez Sánchez?

Ella se le queda mirando. Y no tarda en recibir un rodillazo en el rostro. El primer chorro de sangre sale de su labio inferior. Un diente ensangrentado se revuelve con espeso líquido rojo dentro de su boca.

- Dile que sabemos todo de ella.

- No lo niego, Maritza. La hiciste bien en estos años, pero todo tiene su punto final. Sabemos que trabajas con la gente de la F.E.P.

- ...

- Mm, ese silencio dice muchas cosas. Dime, ¿bajo qué nombre viene Rodríguez Sánchez? No me interesa cuánto te pagaron. No te haré daño, aunque si fuera por mí te reventaría la cabeza mientras te lo meto por el culo. Me fastidia la gente traidora.

- Martínez, los agentes me dicen que el vuelo de Lufhansa acaba de aterrizar. Tienen que coger ya a Rodríguez Sánchez.

- Dime, puta de mierda. No nos interesa con quien se va a reunir, ya los tenemos pudriéndose bajo tierra. Y si sigues con el pico cerrado tú los acompañarás. No tienes salida.

Ella yergue sus hombros. La prominencia de sus pechos muestran un par de masas de carne que logran distraer por segundos al agente. Estira el brazo, coge un polo, se lo pone.

- Si quieres, mátame. Yo no te diré nada.

- Eso lo veremos.

El agente se aleja sin dejar de mirarla, se para muy cerca de las cortinas.

- No quiere hablar y ganas que tengo de volarle la cabeza.

- Martínez, huevón. Esta no es una operación oficial, ya tenemos a los chilenos. Tiene que hablar. Los pasajeros ya están desembarcando y en cualquier momento se nos escapa.

Ella se pone de pie. Sus negros y brillosos ojos se clavan en el arma que la apunta.

- Podemos hacer un trato.

- Tú conmigo no haces trato alguno.

- Puedo hacer que Rodríguez Sánchez se vaya y recaiga todo en los chilenos. Y puedo hacer un depósito importante a tu compañero y a ti, solo tienen que darme la cuenta. Lo hacemos ahora.

- No nos interesa tu dinero.

Otra bala más se incrusta en el estómago de Suárez. Ahora sí se escucha la manifestación de dolor del herido. El agente se acerca a Maritza y la coge de los cabellos; la arrastra hasta la sala.

- Llévame a tu estudio, huevona.

Ella lo dirige hasta el estudio. Prende la luces y se le obliga a prender la computadora.

- ¿Listo, Casas?

- Sí. Perleche ya está listo.

Demora unos minutos mientras se enciende la PC. Martínez mira cada lado del estudio en busca de alguna cámara secreta escondida entre los archivadores y adornos.

- Tienen que darme la cuenta.

- No, te equivocas. Te dije, ricura, no necesitamos tu dinero. Te haré hablar, ya verás, pendeja. Casas, ¿listo?

- Listo, entra a la página.

Con la mano izquierda presiona la cabeza de la mujer contra el escritorio. Deja la Magnun al lado de la PC mientras digita la página.

- Imagínate que estás en el cine y que estás por ver una película de terror.

- Perleche está listo.

- Okey.

Aprieta sus cabellos y coloca el rostro de la mujer frente a la pantalla de la PC.

- Maritza, te presento a Percleche.

Un hombre de contextura gruesa, vestido de negro y encapuchado es quien está parado. Una Magnun en la mano derecha y un cuchillo en la izquierda.

- Dime, Maritza, ¿conoces ese lugar?

La mujer experimenta una sensación creciente de frío. Sus ojos empiezan a sentir el nacimiento de las lágrimas.

- Dime, ¿conoces ese lugar?

- Sea quien seas, tu compañero y tú son hombres muertos. No estoy sola.

- No me interesa si no estás sola. Me interesa saber si conoces ese lugar. ¿Te recuerdan a algo esos muebles?, ¿esos cuadros?, ¿esas paredes? Sí las conoces. Y no ocurrirá nada si me dices de una puta vez bajo qué nombre viene Rodríguez Sánchez.

- No te lo diré, hijo de puta.

- Perleche, la señorita Alicia Suárez, perdón, Maritza, no nos quiere decir nada. Disuádela, por favor.

Perleche hace una seña a la persona encargada de la cámara, la cámara se mueve 30 grados a la derecha. Un zoon a los rostros de dos personas amordazadas y atadas a sillas son las que copan toda la atención de Maritza. Una anciana y un niño de no más de diez años, muy asustados, son los causantes de la patente impotencia de la mujer.

- Martínez, tenemos a cuatro posibles candidatos. Te mandarán las fotos en estos instantes. Que Perleche siga en lo suyo.

- Si no me dices bajo qué nombre viene Rodríguez Sánchez mi buen amigo matará a tu madre y a tu hijo. Sabemos todo de ti, perra.

- No te diré nada.

- Perleche, a la anciana.

Maritza irrumpe en llanto. El rostro de la anciana explota ni bien recibe el disparo del agente.

- Ya enviaron las fotos.

Martínez vuelve a aplastar el rostro de la mujer en el escritorio. Abre una página emergente. Los rostros de cuatro hombres maduros de tez blanca son los que aparecen en la pantalla.

- Dime, Maritza, no hagas que tu hijo muera. ¿Cuál de estos es Rodríguez Sánchez?

- Martínez, no tenemos tiempo.

- No te diré nada, desgraciado. Mataste a mi madre.

- Y puedo matar a tu hijo si es que no me dices nada.

Casas empieza a impacientarse, lo cual es peligroso, él es el lado calmado de su compañero. Recibe una nueva llamada de los agentes que están en el aeropuerto, se le exige que ya deben saber a quién agarrar, que sería una pérdida de tiempo seguir a los cuatro sospechosos.

- Esta es tu última oportunidad, Maritza. Maté a tu madre y no dudaré en hacerlo con tu hijo. Dime, puta de mierda, ¿quién de estos es Rodríguez Sánchez?

- Púdrete, cerdo infeliz.

- Perleche, mata al niño.

Perleche se acerca a la criatura que deja hileras de escarcha desde sus ojos, pese a estar amordazado se escucha su llanto. El encapuchado apunta, su dedo anular en el gatillo, el gatillo empieza a moverse. No existe compasión alguna. El niño deja sentir su llanto aún más, se mueve, la silla se mueve.

- No, no lo mates.

- Entonces, dime, ¿quién de estos es?

- Es él.

- Perleche, deja la casa ahora mismo y ven.

- Hijo de perra.

- Casas, es la tercera fotografía.

- Copiado.

(La orden es transmitida de inmediato a los agentes. Los agentes flanquean al sospechoso y sin mucho lío lo meten a una camioneta de lunas polarizadas)

- Interróguenlo ahora. Será fácil, es un simple empresario.

- Entendido.

Martínez le obsequia un manazo a Maritza. Se dirige a la habitación y encuentra al señor Suárez arrastrándose por el suelo. Le termina reventando la cabeza con un generoso balazo en la frente.

- Martínez, en estos momentos lo están interrogando.

- Bien.

- ¿Por qué prendiste las luces de la habitación?

- Ya no es necesario tenerlas apagadas.

- Huevón, aún no sabemos si ese hombre es Rodríguez Sánchez.

- Es él.

- No te confíes.

- Las madres nunca mienten.

- Maritza Obregón es peligrosa. No la pierdas de vista.

- La acabo de gomear para que esté tranquila.

- ¿No está contigo?

- Tenía que terminar con su esposo.

- ¿No está contigo?

- No.

- Regresa donde ella, ahora.

- No me grites, Casas.

- Te grito y te ordeno que regreses donde ella.

De regreso al estudio, Maritza sigue inconsciente. El agente la mira. Qué desperdicio de mujer, piensa. Si no estuvieran en apuros piensa en todo lo que haría con ella ni bien la dope. Costumbre muy predilecta que comparte con su compañero: él tira, el otro graba.

- Martínez. Es Rodríguez Sánchez. Mátala.

- Demoraré unos minutos en acomodar los cuerpos.

La coge de la cintura, siente su vientre sudoroso, sus dedos se regodean en sus senos.

- Martínez, sal ahora. Hay cuatro agentes de la F.E.P a punto de ingresar al edificio. Acabo de ver el cuerpo del guardiá de la calle debajo de tu auto. Dos ya están en la recepción.

- ¿Cómo llegaron?

- Ella los ha llamado.

- Eso es imposible.

- La dejaste sola, huevón.

Martínez decide matarla de una vez, pero no tiene el suficiente tiempo, ni siquiera para apuntar puesto que ella le clava un estilete en el muslo. El agente suelta la Magnun y la mujer sale corriendo del estudio.

- Martínez. Mátala.

- Acaba de escaparse. Tengo un estilete clavado.

Casas tiene en la pantalla las dimensiones del edificio. Semanas atrás un agente dejó censores por cada piso y pasadizo del edificio. Casas levanta la mirada y ahora que todo el edificio está sin luz. La policía no tardará en llegar.

- Casas, ¿qué ha pasado con la luz?

Los censores de calor le indican a Casas hay dos agentes más que suben por la escalera de escape. Por la manera en la que se mueven colige que están usando binoculares infrarrojos.

- Han cortado la luz. Coge tu arma. Te guiaré.

- Me quedaré. Perleche y su gente ya viene.

- No. Perleche solo nos recogerá. Párate y dirígete a la puerta, sal, y pégate a la pared del pasadizo.

Martínez sale del departamento rengueando.

El censor indica a Casas que el primer agente de la F.E.P viene por la escalera del lado este. En menos de tres segundos estará cerca de Martínez.

- ¿Listo, Martínez?

- Listo.

- Cuántas balas te quedan.

- Tres.

- Estate atento.

El primer agente la F.E.P llega al pasadizo del sexto piso.

- Tírate. Treinta grados, oeste.

El disparo elimina al agente de la F.E.P.

- Ahora dirígete hacia el lado este.

Martínez avanza. Espera las órdenes de Casas. Por más que intenta no puede ver absolutamente nada.

- El otro está a punto de llegar al rellano. Está avanzando despacio. Ha perdido comunicación con el que te bajaste.

- Espero tus indicaciones.

- No te despegues de la pared. Ahora, cuarenta grados, sur. Tiro recto.

El segundo agente cae.

- Casas, puedo bajar. Sal tú ahora. Perleche no podrá esperarte.

- Aún hay dos más. Uno de ellos aparecerá en cualquier momento por tu espalda. Acaba de asesinar a unos huevones en el departamento 613. Solo te podré ayudar con ese. Si te ayudo con el que falta no llego con Perleche.

- Solo dime en dónde está el cuarto.

- En el tercer piso... Ahora, está por salir. Noventa grados, tírate. Dispara.

- Listo. Ahora sal. Del cuarto me encargo yo.

- Te espero en la calle.

Casas apaga la Laptop. Guarda la BK en su estuche. Se siente estúpido por no haberla utilizado. Se retira del departamento.

Martínez se acerca al cuerpo del tercer agente. Le retira los binoculares infrarrojos y coge la AKM.

Perleche aparece doblando desde Conquistadores. La camioneta negra se detiene.

- ¿Y Martínez?

- Aún sigue en el edificio.

- Tenemos que irnos ya.

- Aguarda.

En el rellano del tercer piso viene librando Martínez una batalla cuerpo a cuerpo con el agente que queda. Ambos están heridos. Sus armas están tiradas en el suelo. Un patada en el pecho tumba a Martínez. El agente de la F.E.P saca un cuchillo, pero Martínez lo tumba con una patada en el talón. Pero aún así, el agente de la F.E.P exhibe mayor movilidad, no tiene ninguna bala en el cuerpo, la que lo impactó terminó perdiéndose hasta quedar incrustada en la pared. Martínez ya no tiene suficientes fuerzas, su muslo sangra y el orificio que tiene en el hombro hacen que sus movimientos sean más espaciados. El agente de la F.E.P coge su AKM, apunta en dirección a Martínez.

- Hasta aquí llegaste, ¿cachay?

El disparo no se concreta. El agente cae al suelo ni bien recibe un balazo en el cuello.

- Puta madre, ¿qué mierda sería de ti si no viene tu marido?

- Ayúdame.

Martínez y Casas salen del edificio y entran a la camioneta. Percleche pisa el acelerador.

- A San Borja.

- No. Vamos a dar una vuelta.

- ¿Qué hablas imbécil?

- Controla tu lengua, Perleche.

- ¿A dónde quieres ir? Nos están esperando, no tenemos tiempo para aplazar la segunda parte del plan.

- Regresa al lugar del que llegaste.

La Camioneta dobla en Camino Real y avanza a toda velocidad con dirección al óvalo Gutiérrez. Baja por Santa Cruz. Martínez ordena que Perleche detenga la camioneta a una cuadra de la casa en la que asesinó a la madre de Maritza Obregón.

- Casas, pásame tu huevada. Solo será un tiro.

- Tienes el hombro hasta las huevas.

- No tanto como para un tiro de gracia.