Thursday, July 12, 2007

Febrero lujuria, de Christian Reynoso

[Noveno capítulo]

Después del dos de febrero, la ciudad de Lago Grande quedó a la espera del octavo día del mes. Ese día se celebraría la Octava de la fiesta y las actividades de veneración a la Virgen de la Candelaria continuarían. En el programa, se había previsto realizar, el día siete, la víspera de la Octava de la fiesta y el día ocho, nuevamente la celebración de una Misa de Fiesta con procesión. Sin embargo, esta última actividad no tendría sonada repercusión porque el mismo ocho se llevaría a cabo en el estadio Monumental el Concurso de Danzas con Trajes de Luces. Y al día siguiente, nueve, las principales calles y avenidas de la ciudad serían el escenario de la Parada de Danzas.

Muchos consideraban que la festividad empezaba en toda su magnitud, recién la noche en que se celebraba la víspera de la Octava. La plaza Pino se colmaba de gente, se reventaban cohetes y el cielo se convertía en una galería de fuegos artificiales. Así, se imprimía el sello que marcaba el inicio de la fiesta. Todo el mundo estaba atento a esa noche.

Y claro que es así dijo el tío Augusto, mientras se disponía a leer, echado en su cama, el último libro que había comprado. Con la víspera no sólo empieza la fiesta, sino también la borrachera generalizada de todos sentenció.

Y antes de concentrarse en la lectura no pudo evitar algunos pensamientos. Sabía que los siguientes días serían los peores de la festividad. Sabía que cada vez que llegaba febrero su vida se convertía en un infierno, porque la historia se repetía cada año, y él que había vivido toda su vida en Lago Grande podía decirlo:

“El rostro de la ciudad cambia. Los días se hacen más largos. El pasaje Lima, corazón de la ciudad, se llena de desconocidos y caras nuevas. Los foráneos empiezan a llegar, solos o en grupo. Los hoteles y las empresas de transportes incrementan sus tarifas al igual que los restaurantes, bares y tiendas de turismo. Yo hago lo mismo en mis pastelerías. Somos empresarios y tenemos que aprovechar la demanda. Los administradores hoteleros advierten a los agentes de turismo que hagan las reservaciones con anticipación, porque siempre ocurre que en el momento menos pensado todas las habitaciones se llenan y los viajeros no encuentran una sola en toda la ciudad. Tienen que ingeniárselas para pasar las noches al amparo de cuatro paredes y una cama; aunque otros, más optimistas, dicen que es imposible no encontrar una habitación, que siempre hay una y que además, en medio de la fiesta ¿a quién se le va a ocurrir dormir? Y es que, aparte del jolgorio de la festividad, hay todavía más diversión. Los bares, discotecas y centros nocturnos atienden hasta la madrugada y sus clientes bailan y beben a discreción. Las parrandas se prolongan por todo lugar, y el sexo, disfrute de común denominador, está latente en los deseos de todos. Y si los locales tienen capacidad limitada, las calles se convierten en cómodos lugares para acariciar las horas de la noche, al lado de botellas de pisco, ron o vodka. El frío no importa. Todos se empeñan en agotar las fuerzas de sus cuerpos. Son unos borrachos de mierda. Esa es la verdadera festividad. Y los días van pasando y a medida que se acercan los acontecimientos los conjuntos verifican los últimos detalles de su coreografía; los danzarines, de sus trajes y de sus cuotas; y los alferados, de sus compromisos y recepciones. Todos revisan la agenda que tienen que cumplir. Los que no bailan, los que no participan como yo, queramos o no, también nos vemos involucrados en la festividad. Unos con beneplácito, otros con fastidio. Los espectadores, animosos, se alistan para entregarse al deleite. Saben que requerirán dinero: unos para ir a ver el Concurso de Danzas, y otros, para separar lugares óptimos desde donde puedan ver con comodidad la parada; pero la gran mayoría, no concibe la posibilidad de pasar la festividad sin beber un par de cervezas o buscar un amor pasajero. Pobres diablos. Como siempre, las ganas de beber y fornicar están presentes en la fiesta”.

Sí Augusto. Y te acuerdas cuando eras niño y salías con tu hermana Aurorita y tus padres para ir a ver la Parada de Danzas, y se acomodaban en cualquier esquina que no rebalsara de gente, y tú, adelantándote a todos y sopesando la gente te metías, todo un hombrecito como decía tu papá aunque los mocos se te salieran de la nariz, y llegabas, cómplice, hasta adelante, al medio de la calle, para ver las danzas y luego, esa valentía se te quitaba porque aparecían esos aterradores danzarines disfrazados de osos y gorilas que te asustaban y corrías y corrías desesperado hasta llegar donde tu papá y tu mamá y temblabas y decías que ya no querías ver, que había que regresar a casa porque tenías miedo de esos malditos osos y gorilas, todos negros y abominables que se acercaban haciendo muecas, y entonces, había que regresar a casa, aunque no sabías que después, en la noche, te soñarías con ellos y tendrías horribles pesadillas, y que cuando despertarías, llorarías y llorarías y empezarías a odiar la fiesta y a todo ese jolgorio de música y danza. Pero, al día siguiente, niño valiente, otra vez ibas de la mano de tu padres y ellos te decían, Augustito, sólo son disfraces, no son osos ni gorilas de verdad, son muchachos disfrazados y te los señalaban y tú los veías caminando con sus máscaras en la mano, y en serio pues, eran hombres nada más, pero tú ya no les creías, porque ya no querías verlos, porque sabías que en la noche te soñarías con ellos y te darían pesadillas. Y entonces chillabas, gritabas y hacías escándalo y la gente se reía y Aurorita se reía y tus padres se reían. Y había que calmar tu furia y te decían, ya, ya, Augustito, mejor vamos a la iglesia San Juan a escuchar la misa. Y tú preferías mil veces estar allí, antes que ver a esos malditos osos y gorilas. Y entraban y te hacían persignar y luego, mirabas todas esas imágenes de santos con velas a sus pies que no sabías quiénes eran, mientras tus padres y Aurorita se sentaban a escuchar la misa, pero tú, Augusto, otra vez te convertías en ese niño valiente y te escapabas de ellos y te ibas a caminar por la iglesia escuchando las voces de los devotos que se paraban y sentaban a cada rato respondiendo al señor que dirigía la misa. Y te acuerdas, Augusto, de ese saquito plomo, al que tu papá llamaba el saquito de soltero, que te ponían cada vez que iban a la iglesia y que a ti te gustaba porque todos los niños que conocías no tenían ese saquito, así plomo y de soltero como el tuyo, y te acuerdas también, Augusto, de tu gorrito de lana rojo que hasta ahora lo tienes guardado en algún lugar, y que hacía juego con tu saquito de soltero. Sí, Augusto, claro que te acuerdas. Y entonces, te escapabas de tus padres y te ibas a caminar por la iglesia, porque te gustaba bajarte el gorro hasta el cuello y caminar así, con el rostro cubierto, para que los devotos no te reconozcan y no te digan nada, y qué placer que sentías mirándolos sin que ellos supieran quién eras porque claro que tú veías a través del gorro. Y los fastidiabas, sí, no lo niegues, porque justo en el momento de la ofrenda, cuando el sacristán pasaba la bolsa donde recibía las monedas de los devotos, tú te ponías a su lado y lo seguías; y él te votaba, pero tú no le hacías caso, y en plan de juego estirabas la mano pidiendo más monedas a los devotos, sin moverte de lugar hasta que te dieran algo. Y unos se sorprendían y otros decían: ¿dónde están los padres de este niño? Y tú te reías viendo sus caras y sólo ahí te olvidabas de esos malditos osos y gorilas. Hasta que una vez te perdiste dentro de la iglesia y empezaron a salirte las lágrimas porque había tanta gente que no podías encontrar a tus padres ni a Aurorita, y no supiste qué hacer y en tu desesperación, sin pensarlo, tiraste tu gorro frente a la imagen de la Virgen de la Candelaria y lloraste como un manantial. Y entendiste que ella no te haría ningún favor y la miraste, y viste sus ojos y sus labios que no te decían nada y entonces la odiaste. Y estuviste ahí, parado, sin saber dónde estaban tus padres y tu hermana hasta que sentiste un jalón y entendiste que era la mano de tu papá que te encontraba y que te decía: ¡dónde te metiste! Y tú, limpiándote los ojos, recién respiraste tranquilo y fuiste feliz. Aurorita se encargó de recoger tu gorro.