Wednesday, June 28, 2006

Fragmentos de la novela Mnemósine

Autor: Jorge Ávila Chávez

Lima, 1989


Undécimo Avatar: Átropos

Hoy he visto algo terrible, atroz, no lo podría describir en una palabra, es más que repugnante; y lo más triste de ello es que me hizo recordar un episodio muy oscuro de mi niñez, casi lúgubre. Me interné en el bosque todavía muy agotado por la faena del día anterior y con el hacha latiendo entre mis dedos, casi pidiéndome que no la use siquiera por ese día y, también, que le perdonase aquellos momentos de debilidad. Ya había decidido a qué árbol quitarle la vida, cuando, generosamente, le ofrecí unos segundos más para que disfrutase de esa misericordia que le obsequiaba, mientras me retiraba a descansar junto a un pequeño manantial que conocía perfectamente. Antes de colocar el hacha y mi bolso en el pasto para recostarme, abrí los ojos inconscientemente y vi aquel espectáculo horroroso, abrí los ojos… Había dos palos grandes de madera apostados en el suelo, y, atados fuertemente a cada uno, sendos hombres muertos con marcas de balas sangrantes en el pecho, y uno de ellos, bárbaramente golpeado en el rostro, tanto que estaba con la boca enteramente hinchada, y una marca redonda y pequeña ahuecado a la altura del cráneo. Creo que nadie en D*** había sido avisado sobre aquella ejecución.

Exactamente no sé qué edad tendría, pero aún era muy pequeño para que me lo presentasen tan brutalmente. De más está decir que esa época era todavía más sanguinaria en el sentido en que al verdadero hombre no le debían molestar para nada las visiones de fusilamientos, los hombres muchas veces inocentes siendo masacrados ante aquel tronar de la pólvora y aquel desgarro del plomo. Odio esos pensamientos, que los pintan a veces tan pragmáticos para sofocar y apabullar la voluntad libre que deben tener todas las personas. Era una actitud muy conocida la sangre fría de mi padre, un pequeño comerciante de un pueblo cercano emigrado a la ciudad. Por nada se inmutaba y, aunque no era cruel conmigo, quería serlo, a su manera inconsciente. Una vez incluso dijo que le remunerarían mucho más siendo un verdugo a sueldo de las prisiones y yo, que aún no podía entender su personalidad, me callaba y me entretenía solitario junto a la tumba de mi madre. Pues bien, yo no acostumbraba a salir mucho, pero una vez lo hice, para buscarlo, ya que el hambre me asaltaba y no tenía nada a la mano. De un lugar a otro erraba sin hallarlo ni tener pista de él; ya mis miembros a punto de desfallecer de exhaustos estaban cuando retumbaron dos cañonazos en las afueras y pude notar cómo la gente que estaba varada en la calle se detenía y ciertas mujeres lloraban tal cual una elegía. En ese suspiro de moribundo que emitían las armas no alcancé a reconocer nada que me alterase, más me inquieté con la desazón que cundía y, al ver a un grupo de hombres serios y serenos dirigirse a la entrada de D***, me decidí seguirlos a averiguar en qué convergían estos supuestos desasosiegos. Estos marchaban en fila ordenada y tersa, casi como desfilando y quizás eso me atrajo todavía más. Rápidamente, el tumulto citadino se había metamorfoseado en la ventana fría de la recámara abandonada de un artista, solitaria y blanca.

Allá, creo que aún estoy viendo dicha escena, como fotografía de memoria, muy impregnada de blanco y negro... Una vez en la puerta, aquel grupito se detuvo y se presentaron ante unos soldados apostados en la entrada. A medida que me acercaba a los límites de la ciudad podía escuchar un griterío desproporcionado y arrollador que quería entrometerse con toda su violencia en mis oídos, me desesperaba hasta cierto punto, aunque había algo que me decía que allí encontraría a mi padre, algo… ya casi había olvidado mi hambre. Unos soldados escoltaron a aquel conjunto de hombres graves y yo, como una veloz ave pescadora, me inmiscuí entre las tantas personas que estaban ahí juntas, junto a la puerta, y avanzaban detrás de los hombres reservados. Las conversaciones y discusiones se entremezclaban con mucha facilidad y no podía entender nada; había gente que hasta había enrojecido de ira, no sabía de qué, agitaban los brazos y soltaban vítores, incluso parecían desbordarse del calor de sus emociones, por lo que un sargento llamó a más uniformados de la estación de ingreso a D*** para que controlasen a la caterva embravecida, a la par que yo estaba a punto de caer en aquellos vaivenes humanos que se asemejaban a una diminuta tormenta que anunciaba una hecatombe energúmena. Sentía que me faltaba el aire, y los alaridos e insultos se inflamaban en el aire, haciendo más insoportable el ambiente, poco le quedaba de ese nombre; no obstante, en ese desorden, la multitud avanzaba. Intuyo que nadie habíase percatado de mi presencia, de la temprana e innatural frecuencia de un niño en ese hervidero de salvajismo, pero una vez dentro, sentía que sólo debía continuar hacia delante, hasta que me faltasen las fuerzas, o hasta que las fuerzas me sobrasen en un repentino ataque de vigor o de nervios que probablemente me daría. De repente no fue la presencia de un olor determinado lo que acabó por marearme y entumecerme, sino la ausencia de éste, ausencia que es imposible borrar de los recuerdos. Finalmente, todos se detuvieron, muy alejados ya del inicio de aquella peculiar caravana del demonio que lentamente comenzó a expandirse y las personas, por fin, tuvieron más espacio. Había dos mujeres mal vestidas que no habían apartado su vista de mí en esos postreros momentos, por lo que, tras cuchichear por un rato entre ellas, me cogieron repentinamente de la mano y me jalonearon impulsivamente para sacarme de aquel montón, aún calladas, hasta que, una vez libres, una de ellas me reprendió severamente argumentando que yo no tenía nada que hacer en un sitio tan horrible como ése, que era un morboso y que no debía hacer otra cosa en ese instante que decirles dónde vivía para que una de ellas me llevase de vuelta a casa. Estaban todavía regañándome cuando se apareció mi padre, con su gran figura, y con una voz fortísima les ordenó callar, me asió de la mano y me atrajo hacia sí. Poco sabía que tendría que agradecerles más a las señoras que a mi propio progenitor por lo que acontecería después. Cuando me hube convencido por completo de que era mi padre el que me había sujetado, sentí un alivio reparador en mi ser y, naturalmente, le pedí algo para comer. Afortunadamente, en su bolso tenía un pedazo de pastel de arándano, por lo que me lo convidó sin decir palabra y me hizo caminar un trecho hasta llegar a una especie de estrado improvisado que se había dispuesto en aquella lejana colina. Tras los primeros mordiscos sentí cómo el hambre iba disminuyendo, por lo que dejé todo y me apresuré a concentrarme en qué era lo que iba a suceder, qué clase de espectáculo primoroso me presentaría mi padre para observar y que quede como experiencia en mi vida. ¿Qué podría pasar frente a seis palos vigorosos de madera separados por corta distancia? Una y otra vez me lo preguntaba y, entonces, cierto es lo que dicen que la curiosidad apaga el apetito como un chorro tenaz de agua helada. Los minutos pasaron hasta que llegaron unos soldados escoltando una diligencia, cuatro de ellos montados en soberbios corceles y con los galones resaltando en su torva actitud. Dicho espectáculo de apoteosis militar era vanamente la antesala de un acto que no era menos ortodoxo, pero sí más bajo; la diligencia transportaba a seis hombres de entre treinta y cuarenta años aproximadamente, con los cabellos largos y barbudos y una expresión que exclamaba miedo hasta lo más hondo de las pupilas. Fueron descendidos con premura y conducidos con la latente amenaza de las armas en sus gargantas, en fila india, hasta llegar frente al estrado y atados con estoicismo absoluto por parte de los soldados a las estacas con maromas gruesas y color granate. Para aquel segundo ya me había percatado de qué era lo que iba a suceder y empecé a gemir y a suplicar a mi padre que me sacase de ahí lo más antes posible, que yo no quería ver cómo mataban a esas personas, mas la entereza de él no trastabilló, y me apretó duramente la mano. Me manifestó que yo era un hombre, que por lo tanto debía familiarizarme con esos acaecimientos que por seguro vería muchas veces a lo largo de mi vida. Yo rompí en llanto para que me librase, que no quería demostrarle a nadie una absurda y mal llamada hombría. Haciendo oídos sordos, me ordenó sentarme y ver, que no perdiera ni un instante, que ello reforzaría una tierna temple en un acero incorruptible. Me silencié.

Durante el proceso de amarrar a los condenados, éstos habían gritado y lloriqueado lastimeramente, como aúllan los cánidos al ser apaleados o pían las aves al caer un tiro feroz sobre ellas. Algunos de ellos habían intentado forzar su redención de esos indómitos nudos, y un uniformado, percatándose de dicha acción, usó los puños para alcanzar la manumisión de aquellas almas que rebuscaban esperanza hasta en la más ínfima gota. Era el inicio de la masacre. La multitud aclamó con palmas los golpes propinados, uno tras otro, otro después del primero, que les llovían ya no sólo a los que se "rebelaron" sino a los seis, sin distinción; más soldados entraron en escena y empezaron a descargar las violencias más increíbles, con sus nudillos y las culatas de los fusiles, en la boca, los ojos, la frente, el estómago y las piernas hasta dejarlos sin habla, salivando ante las conductas impías de sus condenadores. Todos aplaudían y voceaban pidiéndoles más castigo. Justo entonces, un heraldo menudillo empezó a dictar la sentencia, esas personas eran una banda de delincuentes natos, con un prontuario de delitos y crímenes, en el último de los cuales, y por el que los habían capturado, habían atacado una caravana de mercancías protegida, asaltado y matado a sus ocupantes: dos militares, tres hombres y una mujer embarazada, hacía una semana, y luego escapado con el botín sin éxito en huir de la espada de la justicia vengadora. Cuando la sangre empezó a brotar de su humana piel, el sargento les ordenó detenerse y que regresasen a preparar sus armas y ordenarse, era como rajar un adorno creado para servir, pues ni incluso la porcelana más bella puede igualar a la tez de los hombres. Allí los podía ver, sin ánimos ni fortaleza y únicamente sujetados al mundo por esas nefastas cuerdas, casi de rodillas e implorando perdón con su solo aspecto. Nada de eso vino. Uno de los que supongo que serían familiares de los muertos se abrió paso entre el cordón militar que rodeaba el campo de ejecución y avanzó con celeridad hacia los seis hombres, mientras el sargento se quedaba callado, ansiando internamente que a los condenados les tocase más pena aún que la que ya iban a tener, con el deseo de vengar a filo de crueldad los decesos de sus camaradas en aquel asalto. Al penetrar dicha persona se quebró el supuesto equilibrio de la organización y la multitud se desplomó sobre los acusados con palos y trozos de metal, además de los ya mencionados y eficaces puños, por lo que el dolor intenso que percibieron mis ojos fue más de lo que pude soportar, y aún más mis oídos, con esos alaridos de pasión desgarrada parecieron estallar en quejidos. Mi padre veía sin decir nada y me puso la mano en el hombro, dándome palmaditas y murmurándome que ya iba a terminar. El sargento gritó a viva voz y dio un disparo al aire, por fin, no quería que la gente del pueblo le ahorrase el trabajo y los soldados entraron en acción para dispersarlos. Por un momento imaginé que ambos bandos se enfrentarían hasta que el pasto por completo se tiñera de sangre, ¡pero qué más sangre quería ver ese día…! Sin embargo, las personas se apaciguaron y retrocedieron lentamente. A medida que los uniformados se retiraban pude ver a esos retazos de hombres colgados como astillas en esos palos, uno de ellos con una herida que le atravesaba completamente la cabeza y no decía nada, como si no le doliera. Quizá ya no sentía nada. Los soldados se coordinaron nuevamente y la gente empezó a bramar de nuevo para que se hiciera la sentencia. Uno de los prisioneros inconscientemente se desató del poste y cayó al suelo, arrastrándose con miembros que apenas parecían manos y dedos. No llegó a su objetivo, la resurrección del espíritu. Sonaron los percutores de los armas de fuego y las balas asesinas se clavaron respectivamente en los pechos y cabezas desnudas de cinco de los reos, matándolos al instante y terminando con la agonía inicua que les impusieron, mientras la tinta roja empezó a ganarle a la verde hierba que antes parecía omnipotente en la Naturaleza. No obstante, quedaba el último. El sargento sacó su espada de su cinto y la bajó con energía; a la orden, los ocho que habían disparado calaron sus bayonetas y corrieron hacia aquel rezago de individuo que estaba echado sin verlos venir. La gente lanzó sus gorras al aire en señal de festejo y los hurras y regocijos replicaron a la muerte. En ese fatal segundo abrí todavía más los ojos por una desgraciada curiosidad y me parece recordar que hasta las mismas personas que alababan aquel fusilamiento quedaron mudas de terror. Los militares incrustaban y sacaban sus cuchillas en aquel cuerpo, crujiendo y palpitando como latigazos del infierno en la tierra, sin detenerse y con furor delirante y tétrico. El difunto no expresó nada, tal vez se ahogó en su propia sangre, que era tanta que el asco era equivalente al dolor hasta los huesos que sentía. Repudio los pasteles de arándano desde esa putrefacta ocasión.

Vigésimo Tercer Avatar (Fragmento)

Dejé todo mi aliento en el furor de las calles, que se movían como siendo sacudidas por un temblor, un temblor en mi mente, fluido y dantesco, aprovechando la soledad, despertando una sensación de atosigamiento doliente en mi corazón, antes tan lleno de tranquilidad, una espuma que no tardaba en apagarse, un ruido de temor ante los hombres malos, porque, en efecto, de eso se trataba, del temor que una siente cuando la respiración de alguien del cual no se conocen sus intenciones está sintiéndose cada vez más cerca, confundiéndose su vapor con el mío, entremezclándose, enredándose, conjugándose, ¡brrr!, todo eso me restaba cada vez más tranquilidad, el correr, la agitación, el correr, el temor, el correr y la luz que se apagaba ante mis ojos, tal y como se apaga cuando no queda un rumbo fijo en la vista de unos ojos que siempre han visto sin problemas la luz blanca y anaranjada al mismo tiempo, y ahora, sin embargo, se hacía más ocre y oscura, como queriendo mostrarme que yo, sí, yo, antaño tan prolija en sueños y ensueños, ya estuviera cansada de tanto correr sin detenerme; esa sensación, definitivamente, no se la deseo a nadie, quizá ni siquiera a él, el no hallar rumbo mientras tus pies se hinchan con los líquidos que se mueven dentro del cuerpo al dar una carrera tan extensa, veloz y con el rostro totalmente desencajado, vomitando aire impuro y del mismo miedo que antes ya he descrito, oyendo trisar a los demonios y silbar en malignos susurros a las aves, curiosa pero ciertamente, puesto que me movía la sensación de querer abrazarme a los árboles, o un violáceo abrazo, o un caliente bostezo, o un álgido solazo, o un de Dios un beso, de árboles en bostezo, en calientes abrazos o soles violáceos; era difícil predecirlo, como si la mente se me hiciera un torbellino con la turbación que sentía mientras la carrera proseguía inútilmente, tanto así que los respiros de enferma de mi madre los escuchaba en mis ojos a cada momento, pasando como imágenes congeladas y generando grumos de lágrimas saladas y blanquinosas, espesas, en mis ojos, tal y como si las mismas placenteras hojas de hierba que piso penetrasen en mi campo de visión haciéndolo reducido más y más, sin que pueda distinguir la luz de la sombra, tan excitada como me encontraba y sobrecogida en transpiración que la oscuridad se me antojaba bienvenida, mil veces más que la luz que me encantara tanto, y cien mil veces más que cualquier deseo infantil que haya podido sentir antes, como ir a recostarme a las orillas de un río o conseguir siquiera una muñeca rústica y de trapo, baldío todo aquello y sin el menor sentido para dedicárselos, muy por el contrario, esas hojas de hierba plasmaban todos los paisajes que había visto de verde muerte, un color que los mismos grumos, por más que estuvieran tan hacinados en mis ojos, no me impedían ver; y la misma actitud asustadiza que adoptaba me acompañaba desde que empecé la carrera, en la misma cama de mi madre enferma, pasando por las empedradas calles y felices soles, golpeando con cada paso los pies adoloridos y esgrimiendo contra mí misma el pánico que sentía al verme presionada ante un rincón con la espada de la obsesión ciñéndose en mi garganta, como si la guerra misma hubiera venido a mis orillas en un principio, yo la hubiera rechazado, desoído y abnegado en no quitarme la venda que no me dejaba verla, hasta que, en un arranque de hastío, partí con mis pies y aliento hasta el mismo umbral del terror, tendida y con la cabeza gacha, reparando en el suelo, terso y mudo, que parece ser lo único que se compadece de mí, de una suerte que ni yo misma sé si busqué, en una tarde imperante en efervescencia, luminosa y brillante, casi como una enemiga eterna de la inmundicia que siempre me correteara, pero, al mismo tiempo, dotando de insidiosos iris llenos de ganas ardientes de cometer una felonía, quebrar mi equilibrio natural y arrastrarlo a arañazos y puntapiés por el fango, tanto que ni la más extensa de las carreras me libraría de esos iris, y ni el escudo de metal más sólido y rechinante en consistencia pudiera protegerme de aquellas luces de mirada, tan furibundas, encolerizadas, o mejor dicho, ansiosas hasta no más de mi ser, protegerme de ellas, ya ni eso podía, aunque me ciñera con la más fina de las armaduras, estandarte de las pasiones ortodoxas, por todas las cualidades pintorescas y poderosas que ciñese, no era, extraña y enloquecedoramente, el caparazón que me resguardara de los golpes de esas miradas plagadas de ardor, y yo, así, no tendría más remedio que detenerme tras la mayor de las huidas de mi vida angustiosa y pesada, sintiendo en carne propia lo que le haya deseado a mi peor enemigo (que, dicho sea de paso, nunca me preocupé en achacar a alguien material la carga de mis penas), portándome a mí misma la carga de una alegría pasada, de los buenos tiempos que recorrí en las márgenes de un río de arena y basura frente a nuestra humilde casita, humilde hasta quedar agotada de su humildad, e ignorantes nosotras, escupidas de los sabios y porquería de la industria de esta época, a las que siempre aplastan las máquinas y hombres poderosos sin sentirnos miserables, sólo sucias de cuerpo, inmundas, contaminadas de reservas de lacras sociales y más vulnerables que alevines de peces y crías de cuadrúpedos, como si el encaminarme hacia la montaña a toda la prisa que me permitían los pies fuera la solución más acertada y una respuesta mítica, dejando a su suerte y anonadada con martirios en los sueños a la que me diera vida hace ya tantos años, que la gente, no en vano, dice que son aún muy pocos, mas a mí me parece que ya excedí con creces la línea que se me estuvo permitida, la que me otorgó Diosito en la noche de mi parida, contando los años y midiendo con exactitud las horas, pues si me deja seguir agitada con el alma a punto de estallar de inquietud, estoy segura que más temprano que tarde me entregaré por propia voluntad a aquella vicisitud a la que tanto aborrezco, como si fueran desechos humanos y de la comunidad social, me entregaré a ella y lloraré como rechazada por la gente, paria, por ofrendar la virtud con la que nací sin el menor reparo en defenderla, sintiendo que no habré ganado nada si acudo al enfrentamiento con la verdad con todos los ímpetus belicosos de los que me pudo dotar la experiencia, ya que sé perfectamente que a la primer embestida caeré, desnudaré mi cuerpo y la tierra me absorberá, volviendo a formar parte de ella yo y sonriendo ante los muros que en los otrora buenos tiempos fueran el ataúd de la mala fortuna, ahora quistes de cuerpos apaleados y de una insensatez de artista, la propia arista del cubo del escarmiento fatal, el que contuvo por tanto tiempo y tiempo los golpes enajenados de la lección de disciplina, posesa, que mamá por tanto tiempo supo mantener a raya y muy bien domada, al mismo tiempo que la azotaba cada vez que intentaba acercarse a mí, sin saber, estoy segurísima de ello, que con sus propias palabras mandaría al hombre a que rompiese esas aristas y entrase como rufián aristócrata a nuestra morada de sabor antes dulce, ¡brrr!, y sirviendo tanto de agente causante como de espectadora sumisa y callada, somnolienta, ante los acontecimientos que se desataron tan malditamente, escandalosa y estridentemente, en mis oídos, ojos y lengua seca, cuando la noche ya acallaba y llegara aquel mismo hombre, a presentarse como de costumbre, rompiendo siempre con sus pasos la cubierta que antes nos envolvía a ambas y pretendiendo poseer el más amical de los recuerdos y organizando a la perfección los pasos que debería efectuar para, por fin, desenmascararse y mostrar su horrenda acción, la que pretendió desde un inicio realizar con nosotras, o conmigo, porque así mismo fue, y todo al ser vapuleada con sus iris y palabras hasta un estado sumamente caliginoso y escalofriante, con esos labios, exudando lascivia, que me musitaban "preciosa" y que me acercara más.

Wednesday, June 07, 2006

Suimorsfilia


Autor: Jorge Luis Huamán Sánchez
(
Cajamarca)

«En medio de la muerte estamos en la vida. Los extremos se tocan.»

James Joyce, Ulises.

Amor a la propia muerte, piensa, todos tenemos ese amor, en cierta medida.

Las gotas prendidas del cielo empezaron a echar barriga. Luego la lluvia.


Félix observa desde lo que se supone será su lecho de muerte, el anticipado fallecimiento del polvo. Afuera, en la calle, esas gotas son tan obesas que ni las hojas de los árboles situados en el Parque de la Emancipación han querido sostenerlas. Esta lluvia ha logrado despertar a los borrachos inconscientes de la esquina de tres puertas, donde se cree fue el hogar de Marco dos Santos, un hijoeputa, matón de mierda que, felizmente, murió a bala, para la tranquilidad del barrio este, que no podía dormir tranquilo de pensar que un negro brasileño, mitificado por esos borrachos, encima, se podía meter en nuestras casas como un fantasma cómplice de la oscuridad y matar sin piedad. Últimos pensamientos de Félix, para tenerlo un poco más claro.

Ningún borracho, se encuentra con ganas de soportar una de estas lluvias. Todos, cuando ocurren estas invasiones climatológicas, se refugian bajo la cantina donde doña Luzmila, por compasión más que todo, instala costales de azúcar en el piso para que se echen a dormir sin joder a nadie.

Y Félix observa la muerte del polvo en las calles, observa con atención los movimientos de los borrachos que vuelven a su huarique. Sonríe al percatarse que caminan como ciegos, hablan como mudos y caminan como minusválidos. Casi toda la vida, su mayor diversión fue contemplar a esos pobres cojudos cagarse la vida gratis.

Por alguna razón se imagina retroceder dos pasos, dar media vuelta, caminar hasta la puerta de su habitación, abrirla con cuidado de que nadie, especialmente sus hermanas lo escuchen, llegar a las barandas y caminar en dirección a las escaleras, arribar hasta el primer peldaño, bajar contando los trece cauterizados maderos y llegar a la puerta de la calle, abrirla, dar un nuevo paso y recibir los cubos de agua celestial, sonreír, voltear la cabeza a la derecha y poder mirar la calle que serpentea levemente hasta perderse en una curva. Después, voltear todo el cuerpo y caminar a un paso por segundo. Félix no ve a persona alguna por ningún lugar, en su imaginación, es decir. Sigue imaginando que camina y se detiene luego de treinta pasos –o treinta segundos– en la intersección de de la calle Estado Banquita y la avenida Los Gallinazos. Si siguiera mirando de frente pudiera observar las veredas del Parque de la Emancipación, si girara cuarenta y cinco grados sexagesimales a la derecha pudiera observar el jardín y la estatua de Leopoldo Castellar, un héroe local, cabalgado sobre su corcel azul por siempre. Pudiera observar con sólo mover los ojos a un lado y otro, las banquetas de cedro ya podridas, los rastros del olvido del gobierno municipal en los jardines adornados con cacas de perros callejeros y borrachos de paso —los borrachos de la esquina de tres puertas son más modestos, cagan en el desmonte, al final de la calle Estado Banquita—. Lo más cerca de él, desde su posición imaginativa, sería el capulí que hace las veces, desde años inimaginables, de urinario público, especialmente de los borrachos de la esquina de tres puertas. Si Félix, imaginándose que está parado en la esquina, con litros de lluvia ácida sobre su cuerpo, no volteara cuarenta y cinco grados sexagesimales a la derecha sino más bien noventa grados a la izquierda, su mirada se toparía con las tres puertas de la extravagante cantina conocida por todos los habitantes de esa localidad. Y Félix sigue imaginándose que decide ir primero al capulí-urinario y mear todo lo que quiera, unos tres o cuatro litros, más que un caballo, luego iría derechito hasta la esquina de tres puertas cruzando la calle recién pavimentada, e ingresar al fondo del albergue de todos los borrachos más miserables del mundo y beber con ellos y comer con ellos y probar el sabor de una forma muerte en vida. Pero Félix, en realidad, no se ha movido de la ventana, desde donde sólo puede tener una razón pobre de lo que es el frío afuera, de lo que sienten las calles, el capulí, las tres puertas de la cantina, los borrachos, el héroe Castellar, sosteniendo la bandera nacional, etc. Félix consulta su reloj y son las cuatro en punto de la tarde. El calendario le advierte que es un martes 26 de septiembre.

Félix quiere suicidarse. Lo ha preparado todo, exacto, implacable, desde hace dieciocho años, es decir, desde que tenía seis años. El problema no es cómo va a morir, ni cuánto se tardará, ni su muerte misma. Porque él lo ha pensado muy bien, no quiere ser, ni es, de las personas que toman decisiones estúpidas sin observar sus consecuencias, como los borrachos, por ejemplo, piensa. Cree que es una aspiración que le nació desde pequeño y lo ha cultivado como quien cultiva una ciencia o arte. El problema es que Félix quisiera decirles a sus padres que ellos no tienen nada que ver con esta decisión, a sus hermanas, sus pocos amigos, a su Dios, a la sociedad que lo rodea, le encantaría poder expresarles que no, señores, yo no soy un estúpido arruinado y por eso me quiero suicidar, no es así, lo que pasa es que siempre he querido saber más y más de la muerte y la mejor manera de averiguarlo es muriendo, eso es todo. Así que Félix decidió escribir una carta de despedida, o más bien dicho, así fue como, después de que Félix se suicidó la interpretaron, pero Félix quería en realidad explicar su amor por la muerte, su amor por matarse.

Después que encontraron su cuerpo, y más aún, cuando encontraron el escrito que Félix había dejado, todo fue culpas, llantos, arrepentimientos, perdones a un Félix que ya no estaba cerca, al menos no corporalmente, actos y actuaciones que el suicida repudiaba de los seres humanos, especialmente de los de su odioso pueblo. Actuaban igualito, los pendejos, cuando un borrachito de esos que viven al frente de mi casa amanecía frío, por poco y lloraban, pero cuando vivo estaba no le daban ni agua. Su madre creyó que Mi hijo se ha suicidado por mi culpa, porque la semana pasada, antes que Félix se mate, éste le había encontrado con un hombre que no era su padre haciendo el amor, en el suelo, sobre las alfalfas. Pero Félix, en realidad, ni enterado. Entonces su madre se creyó culpable. Rita, la hermana menor de Félix le había dicho justo en el almuerzo de ese martes 26 de septiembre que lo adiaba, porque ni eres mi hermano, realmente, pero a ti te dan todo lo que pides. Entonces, Rita se sintió culpable y pidió perdón. La hermana mayor de Félix, Mariela, se sintió con una breve alegría por la muerte de su hermano, pero no podía entender precisamente por qué y también se sintió culpable pero no pidió perdón, intentó llorar y rió. Su padre no se dio cuenta del suicidio sino después que despertó de su fermentado y excrementado reposo por causa de los cañazos salvajes que se había empujado el mismo día de la muerte y que terminaron cuando Félix estaba siendo enterrado.

Después de estudiar por su cuenta y esfuerzo la fanática teología de la reconciliación y la térmica teología de la liberación, contrapuestas ambas, porquerías, a veces, más cuando sus fieles la practican. Después de haber visitado infinidad de lugares, que finalmente le parecieron los mismos (era nieto del alcalde, por así decirlo, y tenía algunos privilegios y goces que nadie más en ese pueblo podía disfrutar). Después de haber conocido el interior humano (era médico novato) y su ansia mortal que tarde o temprano enterrará viva a la propia humanidad (estudió paralelamente derecho, se inclinó por filosofía de las ciencias jurídicas, podemos suponer que en algo influyó para afianzar su tesis). Después de haber leído las novelas que todos consideran hitos literarios y que a él le parecían sólo una especie de fuga primitiva de sus autores, que nada tiene que ver con lo que lograron (lo premiaron por quince críticas literarias a obras como Esperando a Godot de Beckett, Tristán e Isolda de Gottfried von Strassburg, Madame Bovary de Flaubert, Permiso para vivir de Bryce Echenique, El vuelo de la reina de Eloy Martínez, Secretos de cavernófilos de Prince, La caída ficticia de Julio Cortázar [no publicado por editorial alguna, Félix adquirió el manuscrito mediante procesos ilícitos, y se jacta de tener para él solo esa pieza de valor cultural mundial], Los tristes errores de Dan Brown de Franckie Cedrón, entre otros). Después de haber entendido que la muerte no tiene nada que envidiar a la vida… Félix quisiera dejar de vivir y que de aquí a un tiempo, muerto ya, extrañe la vida y pretenda suicidarse a la vida, que debe haber un modo en el otro lado que lo posibilite. Quién sabe, nosotros somos los suicidas del más allá y por eso vivimos en este infierno, exiliados, expulsados, prohibidos de conocer la felicidad.

Félix, con apuro, se sentó en su escritorio, sacó de los cajones un lapicero y unas hojas de papel y se puso a pensar en la primera cosa que iba a escribir. Primero se imaginó lo que iba a ir escrito. Por el momento, no tengo a nadie a quien agradecer nada ni nadie a quien dedicar esta muerte como si fuera una obra de arte. En fin, estamos en los tiempos en que cualquier payasada es considerada como un hito de libertad, y si malinterpretan mi suicidio, quizás tenga de aquí a no mucho tiempo seguidores idiotas que asuman cualquier excusa y escriban términos y condiciones antes de su fallecimiento provocado por sus propias manos. No hay peor excusa que la que se escuda en otra de menor importancia. Soy un tipo común y corriente y, como por la calle un hombre quiere ser abogado, otro por la otra calle quiere tirarse a su prima hermana, aquél quiere ser ingeniero, yo, con mi vocación pensada desde que era un niño, he decidido morir hoy, día en que he culminado mi preparación para graduarme como un suicida. Tengo en mi mente una idea rodante desde que casi era un niño, sólo eso pienso con mayor envergadura. Al principio pensaba que se trataba de ocultar temores, una forma de huir de la realidad, hoy sólo sé que se trata simplemente de quitarse la vida y punto. Qué más da, es peor que vivir muerto en vida como esos borrachos, como mis amigos que creen que son dioses. Quise quitarme de encima todos los prejuicios que ocasionan la sola idea de que un hombre, consciente, sin limitación física ni mental, haya decidido morir en un tiempo determinado antes que otros lo hagan, refiriéndome por ese otros, por ejemplo, a seres superiores o imágenes aterradoras… Así que de todo lo que viví, que no me arrepiento en absoluto, he decidido morir hoy, he decidido dar por concluida una vida que no tiene ningún sentido que merezca alimentarse diariamente aportando tan poco, económicamente, socialmente, amorosamente, en fin… ¿Estaré siendo coherente? Es como llamar a la muerte que venga cuando tú quieres y no cuando ella quiera. Tardará la gente mucho tiempo en comprenderme, pero eso es lo de menos, cuando empiecen nomás a pensarlo, yo ya estaré sabe Dios dónde, en algún rincón del infierno, bajo una condena eterna por destruir una vida considerada por el Dios en quien creo, como el templo, donde Él habita. Lamento decepcionarlo tan pronto, pero ha sido una decisión ¿pensada? Por el tiempo, digamos que sí, ¿no? Crecí con la idea de que la vida es un evento escenográfico. Viví todo el tiempo metido en un hueco superficial, en mi habitación, un cavernófilo, intentando darle forma a mi acto más humano: Mi suicidio. No tengo de qué arrepentirme. No debo a nadie. No he tenido problemas con nadie, menos mal, porque eso dificultaría mi paso al más allá que para mí queda más acá. No soy de los tipos que guarda rencor a nadie en especial, creo que ellos —los que guardan rencor— están muertos en vida, más suicidas que yo, carajo, pensando o utilizando gran parte de sus pensamientos en el odio, en la traición. Yo no he cometido nada malo, sólo quiero dejar precedente antes de mi muerte.

En todo este tiempo de pensamientos, Félix no escribió nada. Al final, fueron tantas cosas que había pensado y ninguna las que había escrito que el tiempo, a su criterio se le fue. El suicidio estuvo preparado para las cuatro, pero ya son cuatro y seis… pierdo mi tiempo en intentar explicar algo que no entenderán. Entonces, Félix escribió:

Ustedes tienen la culpa, malditos miserables.

Sentado, Félix sacó de su bolsillo una caja de pastillas, del otro sacó un paquete de veneno capaz de terminar con cincuenta ratas. Sacó una jeringa y, como todo había estado preparado con anticipación, sobre una sencilla mesa de noche se encontraba una jarra de plástico conteniendo medio litro de leche con miel de abeja. Estaba convencido de que con todos los métodos utilizados en el mismo momento tendría una muerte fácil y sin dolor. Las pastillas me duermen, el veneno me mata y el aire es por seguridad, me provocará una embolia. Llegando las cuatro y siete minutos, Félix mezcló en la jarra de plástico la leche con miel de abeja y el veneno para ratas. La sustancia olía muy mal y pensó que sería muy torpe que una rata se comiera un queso con veneno sin realmente saber que se va a morir. Preparó la jeringa poniéndole una aguja y llenándola de aire. Finalmente sacó de la caja las pastillas para dormir, las sacó de su empaque y puso ocho en su mano. Se acercó a la cama y se sirvió de la jarra un vaso lleno de la leche con miel y veneno. Miró una vez más hacia la ventana y la lluvia no había enflaquecido. Escuchó murmullos de gente que seguramente se había refugiado bajo el techo de alguna casa cercana. Tomó las pastillas las puso en su boca, las ocho juntas, las probó dulces, tomó en un instante su elixir de la vida mortífera y pasó varios tragos con serenidad. Tuvo una pequeña nausea que pudo controlar con facilidad, luego, sin perder la calma, aunque un tanto excitado por la idea, cogió la jeringa y se pinchó en el pecho. Un dolor, inmenso dolor. Su grito fue mudo por causa del estallido diluvial. Empujó el aire como si él fuese un balón y la jeringa el inflador. Soltó la jeringa, cayó sobre la cama. Un segundo, dos, tres, Félix se arrepintió, cuatro, cinco, ¡Ay, mierda!, siete, ocho, nueve, puta madre, no me puedo mover, diez, once, doce, trece, catorce, ¡Félix, hijo, Nadia te busca! Siguiente segundo: Ay vieja de mierda, la hora que me llamas.

Luego el sol, trabajando en secar los techos y vaporizar los olores que le circundan al capulí-urinario de los borrachos de la esquina de tres puertas. Félix nació a la muerte.

Te pareces al mundo…


Autor: Javier Sicchar Rondinelli (Lima, 1976)


Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía .

De tu mirada emerge a veces la costa del espanto.

Pablo Neruda

Cogí unas monedas y salí a caminar, mi casa transpiraba un tipo de tranquilidad que era desesperante, parecía que el tiempo no circulaba por allí, todo en el mismo sitio, repetitivo, las voces que se escurrían sigilosas parecían desprenderse desde alguna pared olvidada del pasadizo en donde acumulábamos las cosas viejas y para el abandono, mi mente traspasaba la barrera de aquella dimensión de tiempos largos e insensibles, mis costumbres fueron trocando, cediendo de a pocos mis arrebatos circunstanciales, esos que marcan el día a día, sin orden y sin razón alguna, comía poco, salía hasta tarde, fumaba mucho, los recuerdos me elevaban y me arrojaban sin piedad, sentía el cuerpo envejecido, el alcohol me entristecía pero aun así bebía, cada vez que llegaba a la universidad mis ojos buscaban una mirada conocida, una sonrisa acogedora, un cigarrillo a medio acabar que me ofreciese su compañía, y toda su vida si fuese posible.

Me senté en el paradero a esperar el autobús que me llevara a cualquier parte, sólo quería sentarme a lado de una ventana y observar cómo el mundo se movía hacia atrás, sentir el movimiento del tiempo, sabía que todo era por alguna razón, secretos que tenemos, con los que queremos morir o sobrevivir según sea el caso, algo que hasta ahora me es difícil de aceptar y si escribo es sólo para ver si los fantasmas se van o existen para siempre, si me ayudan a expoliar mis temores, mis fracasos, es como una terapia que me ayuda a no sentirme angustiosamente desolado. Te pareces al mundo en tu actitud de entrega… el recuerdo de Neruda en una tarde extrañamente soleada, agosto es un mes frío, invernal y melancólico, el carro no tenía prisa y yo tampoco. Elisa estaría esperando con los ojos cerrados que todo termine, que la realidad se anteponga a la sinrazón, el teléfono no sonaba desde ya hace un buen tiempo, pensaba, imaginaba. Todo lo que veía se convertía en cualquier cosa menos en un recuerdo, casas, carros que sólo formaban parte accidental de una escena inacabada. Teníamos esos encuentros algo fortuitos en la universidad, unas miradas y unas palabras aisladas con algún mensaje entre líneas, nadie podía enterarse, la facultad, se estrechaba cada vez que nos veíamos, los amigos pululaban alrededor de un secreto, de ese secreto incontenible que se desnudaba cuando llegaba la noche y nadie nos veía, sólo la luz opaca del cuarto más viejo del mundo, un colchón en el suelo, un edredón que nos cubría del frío y de la realidad, nada importaba, el mundo se podía acabar en ese momento, desnudos, culpables pero felices, horas sin remordimientos a pesar de todo, sin voces que nos atormenten, nos alejen como ahora que el tiempo se va. El teléfono no ha sonado para tranquilidad de Elisa. ¿Qué estarás haciendo? me pregunto sin querer, mientras persigo los momentos, como recuerdos que amenazan con perderse en algún oscuro hoyo de la memoria, estarás descalza y con ese pequeño short rozado y viejo, caminado por tu casa, disimulando no esperar ninguna llamada, sin pensar qué estaré haciendo yo, que a lo mejor esté pensando en ti, en tus miedos, en tus ojos, tus piernas, en mi angustia…

A veces el sueño me vencía y dormitaba en el micro, ese sueño que se había vuelto tan escueto, dos minutos medio dormido, y todo a mi alrededor desaparecía hasta lo que tenía dentro y no quería salir, me despertaba y me encontraba en otra calle sin nombre, la música estrambótica ululaba en todo el carro, algunas personas tarareaban, otras intentaban leer algún libro, los mas preocupados ceñían el entrecejo y se aferraban a sus separatas o cuadernos, puede que más allá les esperara un examen de mierda que los deprima o los exalte de felicidad, una felicidad efímera que ni a ella ni a mí nos importaba, era así como nos sentíamos después de cada prueba escrita, las pupilas desorbitadas, una sonrisa sarcástica y una mirada de desprecio hacia toda esa gente que salía extasiada del examen, el tiempo para la tristeza era sólo un abrir y cerrar de ojos, algo que se arreglaba con cuatro o cinco amigos y unas botellas de cerveza bien heladas; Elisa mandaba todo al carajo, cogía su mochila, entregaba la prueba al profesor y se largaba, tras ella la puerta hacía un estruendoso ruido en medio de aquel silencio del salón de clases, nosotros levantábamos la mirada pero ella se había ido a olvidarse de todo, de esta rutina, de esos ruidos que hacían las hojas de papel al deslizarse por la carpeta, mas tarde nos encontrábamos ella más sarcástica consigo misma y yo resignado, esperando nada de mi vida académica.

Cuando el micro se detuvo y el chofer dijo que nos bajáramos porque el carro había sufrido un desperfecto yo no dejaba de temblar, me encontraba cerca de tu casa, no quería preguntarme nada más, una plaza algo vacía, algunos carros que parecían estar compartiendo la modorra de un día desolado no me querían devolver a la realidad, desvariaba en miles de imágenes y recuerdos, compré un cigarro y caminé. Los años no pasaban en vano, a mis 24 agostos las preocupaciones ya no eran las mismas, las maldades tampoco, lo único infantil eran las cosas buenas que nunca crecían, estas se perennizaban en el tiempo, engreídos y rozaditos como querubines de alas blancas, con Elisa había aprendido a sufrir el lado filoso del cuchillo, ella era así porque le habían dicho que no sabía querer y siempre andaba protegiéndose con sus palabras, con sus actos, pero cuando el cansancio la vencía, cuando dejaba sus armas, podía ser la mujer mas sentimental y cariñosa, dejándose querer fácilmente y enseñándote que hay muchas caras de las que nos valemos para que no miren dentro nuestro, para que no nos descubran, pero al fin y al cabo existe ese yo que parecía imperturbable, y vivir el momento valía la pena si se asumía una vida entera sin remordimientos, aunque después todo se volviera gris, cogía palabras de cualquier parte para entregármelas como un recuerdo, esperaba desnuda no sólo el rozar de nuestros sexos, quería el miedo y la locura, el instante preciso, saber que hay más allá entre polvos y amaneceres, olvidarse de todo después, quería que yo me olvide todo.

Por qué tenía que ser así, por qué sentía que esta historia se escapaba de mi vida y dejaba la tarde tan estática, pesada, ella quería abandonar la historia, pero al final fue una decisión tácitamente mutua, lo nuestro se había vuelto insostenible, era insoportable vernos en cualquier sitio sin poder abrazarnos, sin darnos un beso esporádico, un beso que nos perdure en los momentos de ausencia, teníamos que disimular para no lastimar, había gente en nuestro entorno que aún nos vigilaba, que quería saber de nosotros, que solían decir palabras tipo te quiero, te adoro, te amo… pero qué es el amor, acaso no es encontrar la perfección en otra persona, acaso el amor no deja de ser real cuando ya no funciona, un espejismo, eso había sido, pero ellos que aún esperaban más sin que se dieran cuenta que ya no existía nada, pensaban que eso era amor, ¿amor a los momentos compartidos? ¿a las tristezas, a los recuerdos, a nuestra maldad? a nuestro “macro porno intenso”, a veces pienso que es incongruente sentir eso por personas como nosotros, pero mejor era no opinar si al final era casi lo mismo, porque al momento de sentir sólo se siente y punto, el lugar, la circunstancia es lo de menos, pero ella y yo casi nunca despegábamos, nos quedábamos en el suelo o más bien siempre regresábamos en el momento en que todo parecía irse, Elisa sabía muy bien cuando los sentidos parecían elevarse y corríamos el peligro de perdernos para siempre con nuestra pasión, nuestras ganas de eternizar el instante antes de todas las despedidas, caíamos y nos separábamos entre llanto y rencor, volvíamos tras nuestros pasos en silencio sin que nadie nos viera, sonrientes, falsamente sonrientes y con la cara lavada sin que ellos sospecharan nada.

¿Llegaría a ver a Sonia algún día? ¿Me enfrentaría alguna vez a todo o a una parte del todo? ¿Qué le podría decir? Sonia es de las personas que no quieren soltarse, de las que consideran como parte de su patrimonio sentimental a aquellos que ella cree amar, no hay conmiseración para ello, todo se obnubila, y la pérdida por eso a veces puede ser traumática, ella le dice a Elisa que me quiere, le cuenta sobre viejas historias, cubiertas de polvo, Elisa escucha en silencio como todo lo que hace y dice, Sonia le ha hablado de nuestros últimos días, la decadencia de nuestra relación. Te comprendo Elisa, sé que clase de tormento, sé que las culpas te consumen, sólo nuestro encuentro, nuestro instante puede absolvernos momentáneamente de cualquier creencia pecaminosa, pero huyes, porque no quieres seguir escuchando, no quieres llenarte sólo de momentos. Carlos me dice amo más a Elisa por la breve cicatriz al final de su rodilla izquierda que por su cuerpo, metáforas que no me interesan, él no se da cuenta que cuando habla no me dice nada nuevo, que la conozco, entre mentira y mentira, en secretos y en el más rudimentario de los deseos, la conozco sin esa máscara que nos muestra y que él inútilmente trata de explicarme, me sirvo un vaso de cerveza y me dejo llevar sin decir nada. Cada uno tiene su historia, cada uno tiene su propio final, a ellos les queda el recuerdo y la oportunidad de olvidar, a nosotros nos queda la imposibilidad de recordar más, para no delatarnos, para no dejar que esto crezca porque todavía existimos dentro de nuestros cuerpos, de los que caminan como si no pasara nada, los que estiran los labios para simular una sonrisa.

Los que nos conocen creen que Elisa y yo sólo nos llevamos bien, nadie sabe nada, nadie está obligado a inventar historias o a complicarlas. Hace calor, siento como algunos rayos de sol me persiguen y distorsionan mi vista, un microbús vacío que parece estar apurado, espanta a las palomas que picoteaban sobras de cualquier cosa que sea comestible, levantan vuelo y en bandada revolotean alrededor de la plaza cubriendo por un momento un pedazo de cielo. Sigo caminado, más allá hay un teléfono. Pienso: Elisa abrió los ojos, el teléfono volvió a sonar por tercera vez, la despierta. Dónde estarás, a veces no quisiera saberlo, pero el teléfono... el teléfono suena, camina con los pies descalzos, pantalón corto y un polo blanco que le deja ver el ombligo, el cabello suelto le cubre esa ansiedad en el rostro que a solas no hace el esfuerzo por esconder, el teléfono suena por quinta vez, en la calle alguien fuma, soy yo, soy yo y toda esta historia, el humo del cigarro que se pierde en el viento que disminuye el sopor, de repente una retahíla de carros pasan y me impaciento, las manos me sudan, creo que debo colgar y continuar con mi vida, las monedas caen en el interior del teléfono. - ¿Aló?- una voz suave y expectante, Elisa escucha el ruido de la calle, de carros que dejan el eco de sus motores perderse a través del hilo telefónico, le parece algo irreal, desde donde está ella no se puede sentir ni el murmullo de su calle a pesar de las ventanas abiertas y el falso viento que no hace más que pasar sin hacer bulla, -Aló- respondo - cómo estás - recién me doy cuenta que el tiempo avanza a pesar de mi quietud - bien- Elisa responde, sonríe y recién se da cuenta que ella existe y esta es la realidad.

Sin noveno cielo

Autor: Walter Villanueva Azaña
(Lima, 1970)



Comían juntos en una celda en penumbras cuando por la radio anunciaron el nombre. El prisionero sentado frente a él le palmeó el hombro con sus manos medio arrugadas y le habló con la boca llena, sin dejarse entender. Al rato, se pusieron de pie, se miraron con los ojos brillantes y se abrazaron con fuerza. Al principio, Sixto Alcides no lo creyó. Era como si nunca hubiera estado preparado para una ocasión así. Sin embargo, desde aquella vez que envió su novela al concurso, algo dentro de sí le inquietaba. En aquel lugar sombrío, fuera del mundo y de la incertidumbre, cualquier noticia era motivo de expectativa general. ¿Bastaba una mezcla de sentido común y de solidaridad humana para comprender aquella realidad de intramuros?

Mientras almorzaban, Sixto Alcides comentó de las sorpresas de la vida y que ahora, cuando menos lo esperaba, se había convertido en el Premio Nacional de novela. No se le cruzó la idea del reconocimiento ni del status de escritor ni cualquier otra vanidad por el estilo. Almorzando, Sixto Alcides sintió una descarga de pena recorriendo su organismo: extrañaba la bulla y el calor humano de la calle y de la libertad.

Era una madrugada de abril cuando Sixto Alcides fue detenido. En aquellos días, una dictadura había tomado el poder con tanques, balas y detenciones masivas. Lima era un caos. Cualquiera podía ser sospechoso. Cualquiera si era estudiante de San Marcos, vestía jeans o tenía el rostro muy andino; y Sixto Alcides, quiéralo o no, tenía los rasgos que buscaban los militares.

Al cabo de unas horas, todos estuvieron enterados de la noticia. Seguro que no tardarían en llegar las felicitaciones, entonces Sixto Alcides las recibiría azorado, sonriendo como un niño y por momentos, se sumergiría en sus pensamientos. ¿En qué piensas, mi amor? Hoy no regresaré por la noche, Mar, tenemos una tarea con los chicos de la universidad. ¿Y yo? ¿Me quedaré sola? Nunca estarás sola, mi Mar, pero la próxima iremos juntos ¿sí? Te amo.

Caía la noche y Sixto Alcides estaba en boca de todos. A esa hora, la prisión tenía el perfil de una montaña en el crepúsculo.

Dormía. Se soñó sobre una roca al borde de un río apacible. De pronto, todo cambió. Las aguas se violentaron furiosas y sobre éstas flotaron libros y libros mientras el caudal cubría a Sixto Alcides por completo y lo encauzaba en la correntada. Por momentos se le veía nadando hacia la orilla, pero una gigantesca ruma de libros, impedía su salvación. No se notaba asustado, al contrario, un aire de tranquilidad enaltecía su rostro. Sin embargo, cuando empezó a hundirse de veras y el río se cubrió con una infinidad de libros apolillados, deslizándose entre las hojas gusanos que comían a su paso todo y cuya voracidad los transformaba en horribles animales; y cuando él mismo empezó a ser devorado como si fuera un libro viejo, tuvo un pánico insospechado de nunca más volver a leer nada. Entonces se despertó. Ay, ¿por qué me despiertas, mi amor? Perdón, mi Mar. Humm...Six, estaba soñando contigo. ¿Sí?, ¿y qué soñabas? Los dos íbamos... ¿Y? Los dos... bonitos sueños.

DESDE LAS 4:30 DE LA MADRUGADA ya no pudo dormir. Su pijama estaba empapado en sudor. Se recostó en la cama con ese aburrimiento que a veces invade todo el cuerpo y buscó bajo el colchón otra ropa para cambiarse. Recordó que desde semanas atrás tenía esa extraña calentura por las madrugadas. Deben ser las emociones del día. Sintió sed como si hubiera bailado durante horas.

Al cabo de un tiempo, se levantó preocupado, se desperezó sin ganas, sin la fuerza suficiente para levantar los brazos o ponerse de puntillas. Hubiera deseado retornar a las frazadas y echarse a dormir profundamente, total había ganado un premio y merecía un descanso, pero el excesivo calor del cuerpo amainó sus deseos. A tientas, tropezándose con el desorden de la celda, buscó un vaso de agua y se lo bebió con cierta desesperación. Apenas terminó, una tos suave le vino de golpe. Me he ahogado con el agua, se dijo, y enseguida bebió otro. Amanecía. La sed y la fiebre lo iban sumiendo en una irrealidad de la que parecía no poder escapar.

Aquel día, Sixto Alcides no se levantó como de costumbre. Los presos políticos entonaban cánticos y agitaban consignas a voz en cuello mientras los policías hacían disparos al aire. Estaba despierto pero la fiebre y la tos constante, se lo impidieron. Abrígate, mi amor, la madrugada está muy fría. No voy a salir, me quedaré contigo, ven, abrígame.

Hasta bien entrada la tarde, Sixto Alcides permanecía en la cama, por ratos leyendo algún libro que luego dejaba por otro cualquiera, por ratos dormitando bajo los efectos de una pastilla desconocida.

Ya en la noche, oyó a lo lejos que alguien gritaba su nombre con una voz de pregonero. Se levantó con cierta pesadez. El olor a transpiración era fuerte, y cuando se acercó a la reja para ver quién lo llamaba, sintió convertirse en un muñeco de trapo, que sus fuerzas eran las de una marioneta y si no fuera por una mesa oportuna, hubiera terminado por desplomarse en el suelo.

-¿Te sientes bien?- preguntó su compañero de celda.

¿Qué le pasaba? ¿Acaso no había enfrentado tantas pruebas en su vida? Solo faltaba que una simple afección bronquial lo tumbara, que cualquier otra cojudez le empañara su euforia. Six, ¿qué nombre le pondremos a nuestro hijo? No he pensado en eso, pero tendrá que ser uno bueno. Six, te noto agripado. Un poco. Entonces, ponte tu chalina ¿entendiste? Alcides carraspeó para darse fuerza.

-Sí, solo un poco cansado –dijo, disimulando el malestar. Hablaba con una voz apagada que no era la suya. El prisionero entendió la mentirilla y muy sutil, cogiéndolo del brazo, lo ayudó a sentarse al borde de la cama. El chirrido de un cerrojo en el pasadizo les hizo voltear la mirada.

-¡Ese que se llama Sixto Alcides! -Oyó una voz ronca. Algunos se sumaron al grito que parecía un gruñido.

-¡Alcides, te buscan!

-¡Agua para el policía!

Sixto Alcides esperó, agitado por su respiración entrecortada y la sofocación de su temperatura y durante un segundo creyó que otro acceso de tos lo retorcería pero no fue así.

-¿Quién es Sixto Alcides? -preguntó un policía rechoncho, todavía jadeante por el trajín.

Alcides hizo silencio. Han tocado la puerta, mi amor ¿quién será a estas horas? No sé, voy a abrir. Ponte la chalina. Sí, mi Mar. ¿Por qué tocarán tan fuerte? No sé, voy a abrir. ¿No será la policía? , mejor no salgas, Six. No te preocupes.

- Yo soy, ¿Para qué me busca?

-Huevón, has salido en los periódicos –respondió el policía, sacando de su chaleco unos diarios muy maltratados y alcanzándoselos para que los hojeen.

-Cada uno cuesta cinco lucas

-¿Cinco lucas?

-Si me pescan tengo que romper la mano...

Quedaron en cuatro soles.

Todo parecía normal. Alcides, sentado en su cama, terminaba de leer una crónica sobre él. Lo que más le indignaba era la falsedad de la información. Un diario le calificaba de escritor maldito y otro insinuaba que no merecía el premio. ¿Y él? ¿Acaso alguien había intentado comunicarse? ¿Acaso no tenía vela en este entierro? Un tanto incómodo, dejó algunos periódicos sobre el colchón y se puso de pie. Ya estirado, sacudió con las manos la camisa adherida por la sudoración mientras expulsaba aire. Sentía que otra vez la fiebre lo iba ganando a trancos, iba sacando ventaja a su debilitamiento. Frente a él, sentado en una silla, su amigo de celda revisaba los periódicos restantes y muy lejos, la bocina de algún carro sonaba intermitente.

Tuvo la idea de mojarse la cabeza, el cuello y las axilas. Dio unos pasos hacia el baño y allí se oscureció todo. Sus ojos se nublaron repentinamente como si de pronto se los hubieran cerrado, como cuando alguien los cubre por detrás para adivinar el nombre. Tuvo un gran temor, un miedo terrible a quedarse ciego para siempre. Le daba rabia todo eso, qué vaina, ponerse enfermo justo ahora.

-No veo nada, no puedo ver – se oyó gritar repetidas veces. Cálmate Alcides, cálmate. Su amigo le ayudó a sentarse en la cama, sorprendido. Y otra vez la picazón en la garganta, esa sensación de atorarse con el polvillo de una tostada. Parecía una confabulación general: fiebre, tos y ahora, la ceguera. ¿Qué otra cosa podría venir? ¿Tanta dificultad concentrada en un solo día? No abras la puerta, Six, tengo un presentimiento. Olvídate, no pasa nada. No, Six ¿no te das cuenta?

-Debe ser la fiebre –lo consoló su amigo, recostándole con cuidado- Te voy a poner unos paños de agua fría.

Tuvo otro acceso de tos. ¡Es la policía, Six! . Intentó contener las contracciones de su pecho pero otra vez el cosquilleo en la garganta, esos vidriecitos raspando las cuerdas vocales. ¿Me oyes?¡¿Te das cuenta?! No, esta vez era en serio. Sentía que las contracciones se producían en otras partes, que había una raíz más profunda debilitando su organismo. No te alarmes, mi Mar. Venga lo que venga, estaremos siempre juntos... ¿o acaso no nos amamos tanto como para enfrentarlo todo?. Y la tos le atacó. Sin darse cuenta llegó en un santiamén hasta el baño y con los brazos sobre el lavadero, arrojó oscuros coágulos de sangre. Junto a él, aún reponiéndose de la confusión, su amigo le pedía calma y corría hacia la reja alertando a los demás prisioneros y hacia él, buscando ayudarlo. Pero la tos no cesaba, por momentos desaparecía, dándole un respiro brevísimo, y al cabo de unos segundos, volvía con más fuerza, trayendo consigo aquellos grumitos gelatinosos desprendidos de sus pulmones. Hubiese querido que alguien contuviera aquella maldita hemorragia, que de pronto alguien le diga tómate esta pastilla y asunto arreglado. Se oyó toser con violencia, aunque ahora poco le importaba; su preocupación era recuperar la vista, volver a mirar las cosas siquiera por última vez. Sus brazos temblaban y sus piernas iban cediendo poco a poco al peso de su cuerpo. Sintió que todo se iba derrumbando desde adentro.

ENTRE LAS BRUMAS de su inconsciencia, flotaba en una alfombra mágica que viajaba entre barrotes y miradas tiernas. Pensó en los que seguirían allí, sometidos a un encierro perpetuo, y en los que continuarían en el largo camino de sus sueños. Escuchó una advertencia sobre las escaleras, y notó que su alfombra cambiaba de curso y se llenaba de baches y sobresaltos. Quiso mirar el cielo de la noche, esa piel sin estrellas de la oscuridad; pero sus ojos no tuvieron la fuerza suficiente y aún cuando lo hubieran logrado, solo habrían visto el cielo raso de la prisión. Escuchó murmullos, que alguien decía es demasiado tarde. Sintió el olor de los medicamentos y la misma voz preguntando ¿Él es el premio de novela? Sencillamente atinó a quedarse muy quieto, no vale la pena responder cuando se está dormido.¿Verdad, mi Mar?

Los Olivos, septiembre de 2004

La balada de Narayama

Autor: Milagros Lazo
(Lima, 1983)


—Nieva, como en la canción, y Narayama se ve más blanca y fría que nunca -dijo Matsuo buscando la mirada de su mujer.

Todos llegaron a lo alto del monte de Narayama. El invierno se acercaba y las familias debían guardar los alimentos para los días de ‘necesidad’ que pasarían. Todos terminaban de rezar al dios de las montañas para que preservara sus cultivos y les permitiera vivir en salud más tiempo.

—Riosuke debe ir a la escuela, no importa si en invierno -esta vez habló Matsuo en un tono más alto, y mirando tanto a su mujer como a su hijo mayor-. Él es el único que puede dejar de trabajar nuestras tierras para encontrar otros remedios a nuestra ‘necesidad’.

Riosuke observaba a Matsuo estático, pensando en toda la responsabilidad que tendría de aquí en adelante. No sería de ninguna manera fácil enfrentarse a otros niños en la escuela, algunos de ellos ricos, quienes se burlarían de su deficiencia, de su ‘necesidad’, como tantas veces se lo recordaban los adultos en casa: “La necesidad es algo que te acompañará siempre si es que no huyes de la maldición de nuestra familia. Recuerda que la tierra envejece y luego no da frutos más. Tú deberás encontrar otras formas de sobrevivir, mas no aquí en medio de esta soledad”.

Riosuke había crecido como crecen las lianas entre las malas hierbas, solo, buscando luz en lo alto de los árboles, recibiendo para sí solo el agua de las lluvias que alimentaban los campos de Narayama, en donde el cultivo del arroz era devorado cada año en su mayoría por los miles de cuervos que rondaban la zona.

Algún día me encontraré con el campo de nuevo. Los pajarillos me dicen que no me vaya, que siga fingiendo ser torpe para cazar liebres para cenar. Mi vida, dicen mis padres, debe olvidarse de haber nacido acá. Deberé ingresar a la ciudad, con Ariwara custodiándome y pidiendo que refriegue sus vajillas. Que cómo es posible que vengas conmgo y no hagas nada. Yo he trabajado por años y por eso tengo riquezas. Tus padres, en cambio, hacen las mismas tontas labores siempre. Si quieres volver por ellos, deberás olvidarlos un momento y obedecerme.

Esa noche Riosuke no pudo dormir. Debajo de su cama de pajas tenía un cuaderno de dibujo que le obsequió la señora Ariyita, cuando, viendo en Riosuke al hijo que le fue arrebatado hace muchos años en la guerra, se conmovió por ver un niño tan pálido y expuesto al fuerte sol de verano. Riosuke contemplaba el cuaderno y deseaba tener tintas de todos los colores para llenar las hojas vacías de papel blanco. Pero Riosuke apenas pudo conseguir carbón de leña, que era bueno para hacer dibujos de formas humanas. Riosuke soñaba con hacer un retrato de la señora Ariyita y regalárselo antes de partir. El hijo de la señora Ariyita se fue de Narayama hace mucho tiempo y nunca más regresó. Ahora su madre llora y ve a su hijo en mí. Pero la piel de la señora Ariyita aún es joven. Su esposo tiene más dinero que cualquiera de los que viven aquí.

“Me escribirás desde Osaka, espero, y luego nos encontraremos de vuelta en Narayama. Riosuke, eres tan joven pero ahora debes partir de los campos que te vieron nacer. Como antes mi hijo, ahora tú me deberás abandonar”. La señora Ariyita cogía las manos de Riosuke y sobre ellas vertía un par de lágrimas que antes habían recorrido su propio rostro. Riosuke nunca olvidaría a la señora Ariyita ni los buenos consejos que esta le había dado siempre. Su padre, asomado a la puerta contemplaba inexpresivo el dramático cuadro apresurando a Riosuke a través de señales que le emitía en silencio con las manos. Riosuke no tardó en regresar con su padre adonde su familia lo esperaba también para despedirlo.

El invierno fue el más frío que sintió en su historia Narayama. Como si supieran de la ausencia de Riosuke, reinó en el campo solo el silencio de los animales.

—Le diremos a Riosuke que la señora Ariyita partió con su marido a otras tierras más fértiles -decía Matsuo a su familia en voz alta- pero no que pereció en el frío de su aflicción por culpa de la partida de Riosuke. Su marido abandona la casa luego de la muerte de su esposa y sabe que la culpa la tiene Riosuke. Ella nunca debió haber conocido a ese joven tan pálido como la luna llena, tan liviano como las hojas que caen en el otoño.

El mar me parece un corazón que late con desesperación. Era cierto aquello que me decía con frecuencia la señora Ariyita: en las noches los barqueros desean acercarse a las aguas del mar para abrazar con fuerza a la luna y morir con ella. Nunca estuvo la luna más cerca en Narayama como aquí. El sereno humedece mi rostro y parte mis labios, mientras yo recuerdo lo mejor de mis años en Narayama, en donde es también la luna quien observa a mi familia y a la sonrisa intacta de la señora Ariyita.

“Ella escondía tus cartas entre sus vestidos de flores rojas. Una noche llegué a casa y encontré cenizas, rastros de papel calcinado. La mudez la invadió, no quería comer ni dormir. Ese invierno hizo tanto frió que a veces confundía su blancor con el de la nieve misma. El mar, decía algunas veces, le hacía llegar el resonar de sus olas hasta los oídos, y entonces sabía que eras tú, que nunca volverías más a esta tierra que te vio nacer. Los hijos olvidan con el tiempo de dónde realmente son y prefieren cambiar su tipo de vida. De pronto los animales y los campos se dan cuenta de que no estás y te arrojan maldiciones por ser un hijo ingrato. Pero ella no creía nada de eso. Sabía que algo más fuerte te impedía regresar. Y las torrenciales lluvias inundaron nuestros cultivos. El arroz se pudrió. Pasamos hambre y frío. Pero eso poco le parecía importar a Ariyita cuando le dejaste de escribir. Osaka es tan grande y la luna anda por todas partes. Riosuke se fue con la luna, decía, como cuando los barqueros huyen con ella ahogados en su ebriedad”.

Riosuke se recogía las manos del frío y del miedo que sentía al pensar en Narayama. Su corazón era ahora fiero como el mar de Osaka y sentía dentro de sí cómo rebasaban las aguas de sal que salían despacio por sus ojos. Riosuke no podría ver ni recordar ya aquellas tardes de sol con la alegre música de la voz de la señora Ariyita en los verdes campos de Narayama.

—Riosuke, no vuelvas a esa casa que desde hace mucho está deshabitada. Hace cinco años la señora Ariyita murió y luego su marido también partió en busca del olvido. ¡Riosuke, regresa! -gritaba el viejo Matsuo con desesperación, pero sin poder impedir la carrera de su hijo, delgado como la rama de un árbol joven, que se dirigía a toda prisa al otro lado del campo, a la casa que antes le parecía tan grande, clara y majestuosa. Se imaginó por un momento ser recibido con júbilo por la señora Ariyita. Se imaginaba verla rodeada de las flores rojas de su jardín y esperándolo para la cena.

Riosuke forcejeaba la puerta sin poder derribarla, sin conseguir abrirla un poco siquiera, y divisaba tras de sí, en medio del camino que había recorrido, retazos de tela desprendidos de sus pantalones remendados, mojados por el agua de la lluvia. Era mucho lo que había caminado ya. No solo desde su casa hasta la casa de la señora Ariyita, sino también desde Osaka hacia varios lugares que la necesidad lo llevó a conocer. Lamentaba ser pobre. Lamentaba haber dejado Narayama, a su familia y a la señora Ariyita pensando que así tal vez menguaría en parte la ‘necesidad’ de los suyos. Agotado, Riosuke se dejó caer en la tierra, en la entrada de la casa de señora Ariyita. Entonces recordó que allí se despidió de ella y también de las muchas palabras que le decían los adultos antes de su partida: “Riosuke, nunca te olvides de la tierra que te vio nacer”. Pero luego se dio cuenta de que quien lo vio nacer le quitaba ahora la vida y las pocas ilusiones que llevaba consigo antes de emprender el viaje de regreso a Narayama.